martes, 20 de octubre de 2020

LA ÚLTIMA PREGUNTA – Isaac Asimov

LA ÚLTIMA PREGUNTA – Isaac Asimov

La última pregunta se formuló por primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en momentos en que la humanidad (también por primera vez) se bañó en luz. La pregunta llegó como resultado de una apuesta por cinco dólares hecha entre dos hombres que bebían cerveza, y sucedió de esta manera:

Alexander Adell y Bertram Lupov eran dos de los fieles asistentes de Multivac. Dentro de las dimensiones de lo humano sabían qué era lo que pasaba detrás del rostro frío, parpadeante e intermitentemente luminoso —kilómetros y kilómetros de rostro— de la gigantesca computadora. Al menos tenían una vaga noción del plan general de circuitos y retransmisores que desde hacía mucho tiempo habían superado toda posibilidad de ser dominados por una sola persona.

Multivac se autoajustaba y autocorregía. Así tenía que ser, porque nada que fuera humano podía ajustarla y corregirla con la rapidez suficiente o siquiera con la eficacia suficiente. De manera que Adell y Lupov atendían al monstruoso gigante sólo en forma ligera y superficial, pero lo hacían tan bien como podría hacerlo cualquier otro hombre. La alimentaban con información, adaptaban las preguntas a sus necesidades y traducían las respuestas que aparecían. Por cierto, ellos, y todos los demás asistentes tenían pleno derecho a compartir la gloria de Multivac.

Durante décadas, Multivac ayudó a diseñar naves y a trazar las trayectorias que permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero después de eso, los pobres recursos de la Tierra ya no pudieron serles de utilidad a las naves. Se necesitaba demasiada energía para los viajes largos y pese a que la Tierra explotaba su carbón y uranio con creciente eficacia, había una cantidad limitada de ambos.

Pero lentamente, Multivac aprendió lo suficiente como para responder a las preguntas más complejas en forma más profunda, y el 14 de mayo de 2061 lo que hasta ese momento era teoría se convirtió en realidad.

La energía del Sol fue almacenada, modificada y utilizada directamente en todo el planeta. Cesó en todas partes el hábito de quemar carbón y fisionar uranio y toda la Tierra se conectó con una pequeña estación —de un kilómetro y medio de diámetro— que circundaba el planeta a mitad de distancia de la Luna, para funcionar con rayos invisibles de energía solar.

Siete días no habían alcanzado para empañar la gloria del acontecimiento, y Adell y Lupov finalmente lograron escapar de la celebración pública, para refugiarse donde nadie pensaría en buscarlos: en las desiertas cámaras subterráneas, donde se veían partes del poderoso cuerpo enterrado de Multivac. Sin asistentes, ociosa, clasificando datos con clicks satisfechos y perezosos, Multivac también se había ganado sus vacaciones y los asistentes la respetaban y originalmente no tenían intención de perturbarla.

Se habían llevado una botella y su única preocupación en ese momento era relajarse y disfrutar de la bebida.

—Es asombroso, cuando uno lo piensa —dijo Adell. En su rostro ancho se veían huellas de cansancio, y removió lentamente la bebida con una varilla de vidrio, observando el movimiento de los cubos de hielo en su interior—. Toda la energía que podremos usar de ahora en adelante, gratis. Suficiente energía, si quisiéramos emplearla, como para derretir a toda la Tierra y convertirla en una enorme gota de hierro líquido impuro, y no echar de menos la energía empleada. Toda la energía que podremos usar por siempre y siempre y siempre.

Lupov ladeó la cabeza. Tenía el hábito de hacerlo cuando quería oponerse a lo que oía, y en ese momento quería oponerse; en parte porque había tenido que llevar el hielo y los vasos.

—No para siempre —dijo.

—Ah, vamos, prácticamente para siempre. Hasta que el Sol se apague, Bert.

—Entonces no es para siempre.

—Muy bien, entonces. Durante miles de millones de años. Veinte mil millones, tal vez. ¿Estás satisfecho?

Lupov se pasó los dedos por los escasos cabellos como para asegurarse que todavía le quedaban algunos y tomó un pequeño sorbo de su bebida.

—Veinte mil millones de años no es «para siempre».

—Bien, pero superará nuestra época, ¿verdad?

—También la superarán el carbón y el uranio.

—De acuerdo, pero ahora podemos conectar cada nave espacial individualmente con la Estación Solar, y hacer que vaya y regrese de Plutón un millón de veces sin que tengamos que preocuparnos por el combustible. No puedes hacer eso con carbón y uranio. Pregúntale a Multivac, si no me crees.

—No necesito preguntarle a Multivac. Lo sé.

—Entonces deja de quitarle méritos a lo que Multivac ha hecho por nosotros —dijo Adell, malhumorado—. Se portó muy bien.

—¿Quién dice que no? Lo que yo sostengo es que el Sol no durará eternamente. Eso es todo lo que digo. Estamos a salvo por veinte mil millones de años pero, ¿y luego? —Lupov apuntó con un dedo tembloroso al otro—. Y no me digas que nos conectaremos con otro sol.

Durante un rato hubo silencio. Adell se llevaba la copa a los labios sólo de vez en cuando, y los ojos de Lupov se cerraron lentamente. Descansaron.

De pronto Lupov abrió los ojos.

—Piensas que nos conectaremos con otro sol cuando el nuestro muera, ¿verdad?

—No estoy pensando nada.

—Seguro que estás pensando. Eres malo en lógica, ése es tu problema. Eres como ese tipo del cuento a quien lo sorprendió un chaparrón, corrió a refugiarse en un monte y se paró bajo un árbol. No se preocupaba porque pensaba que cuando un árbol estuviera totalmente mojado, simplemente iría a guarecerse bajo otro.

—Entiendo —dijo Adell—, no grites. Cuando el Sol muera, las otras estrellas habrán muerto también.

—Por supuesto —murmuró Lupov—. Todo comenzó con la explosión cósmica original, fuera lo que fuese, y todo terminará cuando todas las estrellas se extingan. Algunas se agotan antes que otras. Por Dios, las gigantes no durarán cien millones de años. El Sol durará veinte mil millones de años y tal vez las enanas durarán cien mil millones por mejores que sean. Pero en un trillón de años estaremos a oscuras. La entropía tiene que incrementarse al máximo, eso es todo.

—Sé todo lo que hay que saber sobre la entropía —dijo Adell, tocado en su amor propio.

—¡Qué vas a saber!

—Sé tanto como tú.

—Entonces sabes que todo se extinguirá algún día.

—Muy bien. ¿Quién dice que no?

—Tú, grandísimo tonto. Dijiste que teníamos toda la energía que necesitábamos, para siempre. Dijiste «para siempre».

Esa vez le tocó a Adell oponerse.

—Tal vez podamos reconstruir las cosas algún día.

—Nunca.

—¿Por qué no? Algún día.

—Nunca.

—Pregúntale a Multivac.

—Pregúntale tú a Multivac. Te desafío. Te apuesto cinco dólares a que no es posible.

Adell estaba lo suficientemente borracho como para intentarlo y lo suficientemente sobrio como para traducir los símbolos y operaciones necesarias para formular la pregunta que, en palabras, podría haber correspondido a esto: ¿Podrá la humanidad algún día, sin el gasto neto de energía, devolver al Sol toda su juventud aún después que haya muerto de viejo?

O tal vez podría reducirse a una pregunta más simple, como ésta: ¿Cómo puede disminuirse masivamente la cantidad neta de entropía del Universo?

Multivac enmudeció. Los lentos resplandores oscuros cesaron, los clicks distantes de los transmisores terminaron.

Entonces, mientras los asustados técnicos sentían que ya no podían contener más el aliento, el teletipo adjunto a la computadora cobró vida repentinamente. Aparecieron seis palabras impresas:

«DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

—No hay apuesta —murmuró Lupov. Salieron apresuradamente.

A la mañana siguiente, los dos, con dolor de cabeza y la boca pastosa, habían olvidado el incidente.

Jerrodd, Jerrodine y Jerrodette I y II observaban la imagen estrellada en la pantalla mientras completaban el pasaje por el hiperespacio en un lapso fuera de las dimensiones del tiempo. Inmediatamente, el uniforme polvo de estrellas dio paso al predominio de un único disco de mármol, brillante, centrado.

—Es X-23 —dijo Jerrodd con confianza. Sus manos delgadas se entrelazaron con fuerza detrás de su espalda y los nudillos se pusieron blancos.

Las pequeñas Jerrodettes, niñas ambas, habían experimentado el pasaje por el hiperespacio por primera vez en su vida. Contuvieron sus risas y se persiguieron locamente alrededor de la madre, gritando:

—Hemos llegado a X-23... hemos llegado a X-23... hemos llegado a X-23... hemos llegado...

—Tranquilas, niñas —dijo rápidamente Jerrodine—. ¿Estás seguro, Jerrodd?

—¿Qué puedo estar sino seguro? —preguntó Jerrodd, echando una mirada al tubo de metal justo debajo del techo, que ocupaba toda la longitud de la habitación y desaparecía a través de la pared en cada extremo. Tenía la misma longitud que la nave.

Jerrodd sabía poquísimo sobre el grueso tubo de metal excepto que se llamaba Microvac, que uno le hacía preguntas si lo deseaba; que aunque uno no se las hiciera de todas maneras cumplía con su tarea de conducir la nave hacia un destino prefijado, de abastecerla de energía desde alguna de las diversas estaciones de Energía Subgaláctica y de computar las ecuaciones para los saltos hiperespaciales.

Jerrodd y su familia no tenían otra cosa que hacer sino esperar y vivir en los cómodos sectores residenciales de la nave.

Cierta vez alguien le había dicho a Jerrodd, que el «ac» al final de «Microvac» quería decir «computadora análoga» en inglés antiguo, pero estaba a punto de olvidar incluso eso.

Los ojos de Jerrodine estaban húmedos cuando miró la pantalla.

—No puedo evitarlo. Me siento extraña al salir de la Tierra.

—¿Por qué, caramba? —preguntó Jerrodd—. No teníamos nada allí. En X-23 tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. Ya hay un millón de personas en ese planeta. Por Dios, nuestros bisnietos tendrán que buscar nuevos mundos porque llegará el día en que X-23 estará superpoblado. —Luego agregó, después de una pausa reflexiva—: Te aseguro que es una suerte que las computadoras hayan desarrollado viajes interestelares, considerando el ritmo al que aumenta la raza.

—Lo sé, lo sé —respondió Jerrodine con tristeza.

Jerrodette I dijo de inmediato:

—Nuestra Microvac es la mejor Microvac del mundo.

—Eso creo yo también —repuso Jerrodd, desordenándole el pelo.

Era realmente una sensación muy agradable tener una Microvac propia y Jerrodd estaba contento de ser parte de su generación y no de otra. En la juventud de su padre las únicas computadoras eran unas enormes máquinas que ocupaban un espacio de ciento cincuenta kilómetros cuadrados. Sólo había una por planeta. Se llamaban ACs Planetarias.

Durante mil años habían crecido constantemente en tamaño y luego, de pronto, llegó el refinamiento. En lugar de transistores hubo válvulas moleculares, de manera que hasta la AC Planetaria más grande podía colocarse en una nave espacial y ocupar sólo la mitad del espacio disponible.

Jerrodd se sentía eufórico siempre que pensaba que su propia Microvac personal era muchísimo más compleja que la antigua y primitiva Multivac que por primera vez había domado al Sol, y casi tan complicada como la AC Planetaria de la Tierra (la más grande) que por primera vez resolvió el problema del viaje hiperespacial e hizo posibles los viajes a las estrellas.

—Tantas estrellas, tantos planetas —suspiró Jerrodine, inmersa en sus propios pensamientos—. Supongo que las familias seguirán emigrando siempre a nuevos planetas, tal como lo hacemos nosotros ahora.

—No siempre —respondió Jerrodd, con una sonrisa—. Todo esto terminará algún día, pero no antes que pasen billones de años. Muchos billones. Hasta las estrellas se extinguen, ¿sabes? Tendrá que aumentar la entropía.

—¿Qué es la entropía, papá? —preguntó Jerrodette II con voz aguda.

—Entropía, querida, es sólo una palabra que significa la cantidad de desgaste del Universo. Todo se desgasta, como sabrás, por ejemplo tu pequeño robot walkie-talkie, ¿recuerdas?

—¿No puedes ponerle una nueva unidad de energía, como a mi robot?

—Las estrellas son unidades de energía, querida. Una vez que se extinguen, ya no hay más unidades de energía.

Jerrodette I lanzó un chillido de inmediato.

—No las dejes, papá. No permitas que las estrellas se extingan.

—Mira lo que has hecho —susurró Jerrodine, exasperada.

—¿Cómo podía saber que iba a asustarla? —respondió Jerrodd también en un susurro.

—Pregúntale a la Microvac —gimió Jerrodette I—. Pregúntale cómo volver a encender las estrellas.

—Vamos —dijo Jerrodine—. Con eso se tranquilizarán. —(Jerrodette II ya se estaba echando a llorar, también).

Jerrodd se encogió de hombros.

—Ya está bien, queridas. Le preguntaré a Microvac. No se preocupen, ella nos lo dirá.

Le preguntó a la Microvac, y agregó rápidamente:

—Imprimir la respuesta.

Jerrodd retiró la delgada cinta de celufilm y dijo alegremente:

—Miren, la Microvac dice que se ocupará de todo cuando llegue el momento, y que no se preocupen.

Jerrodine dijo:

—Y ahora, niñas, es hora de acostarse. Pronto estaremos en nuestro nuevo hogar. —Jerrodd leyó las palabras en el celufilm nuevamente antes de destruirlo:

«DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

Se encogió de hombros y miró la pantalla. El X-23 estaba cerca.

VJ-23X de Lameth miró las negras profundidades del mapa tridimensional en pequeña escala de la Galaxia y dijo:

—¿No será una ridiculez que nos preocupe tanto la cuestión?

MQ-17J de Nicron sacudió la cabeza.

—Creo que no. Sabes que la Galaxia estará llena en cinco años con el actual ritmo de expansión.

Los dos parecían jóvenes de poco más de veinte años. Ambos eran altos y de formas perfectas.

—Sin embargo —dijo VJ-23X—, me resisto a presentar un informe pesimista al Consejo Galáctico.

—Yo no pensaría en presentar ningún otro tipo de informe. Tenemos que inquietarlos un poco. No hay otro remedio.

VJ-23X suspiró.

—El espacio es infinito. Hay cien billones de galaxias disponibles.

—Cien billones no es infinito, y cada vez se hace menos infinito. ¡Piénsalo! Hace veinte mil años, la humanidad resolvió por primera vez el problema de utilizar energía estelar, y algunos siglos después se hicieron posibles los viajes interestelares. A la humanidad le llevó un millón de años llenar un pequeño mundo y luego sólo quince mil años llenar el resto de la Galaxia. Ahora la población se duplica cada diez años...

VJ-23X lo interrumpió.

—Eso debemos agradecérselo a la inmortalidad.

—Muy bien. La inmortalidad existe y debemos considerarla. Admito que esta inmortalidad tiene su lado complicado. La AC Galáctica nos ha solucionado muchos problemas, pero al resolver el problema de evitar la vejez y la muerte, anuló todas las otras cuestiones.

—Sin embargo no creo que desees abandonar la vida.

—En absoluto —saltó MQ-17J, y luego se suavizó de inmediato—. No todavía. No soy tan viejo. ¿Cuántos años tienes tú?

—Doscientos veintitrés. ¿Y tú?

—Yo todavía no tengo doscientos. Pero, volvamos a lo que decía. La población se duplica cada diez años. Una vez que se llene esta galaxia, habremos llenado otra en diez años. Diez años más y habremos llenado dos más. Otra década, cuatro más. En cien años, habremos llenado mil galaxias; en mil años, un millón de galaxias. En diez mil años, todo el Universo conocido. Y entonces, ¿qué?

VJ-23X dijo:

—Como problema paralelo, está el del transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar se necesitarán para trasladar galaxias de individuos de una galaxia a la siguiente.

—Muy buena observación. La humanidad ya consume dos unidades de energía solar por año.

—La mayor parte de esta energía se desperdicia. Al fin y al cabo, sólo nuestra propia galaxia gasta mil unidades de energía solar por año, y nosotros solamente usamos dos de ellas.

—De acuerdo, pero aún con una eficiencia de un cien por ciento, sólo podemos postergar el final. Nuestras necesidades energéticas crecen en progresión geométrica, y a un ritmo mayor que nuestra población. Nos quedaremos sin energía todavía más rápido que sin galaxias. Muy buena observación. Muy, muy buena observación.

—Simplemente tendremos que construir nuevas estrellas con gas interestelar.

—¿O con calor disipado? —preguntó MQ-17J, con tono sarcástico.

—Puede haber alguna forma de revertir la entropía. Tenemos que preguntárselo a la AC Galáctica.

VJ-23X no hablaba realmente en serio, pero MQ-17J sacó su interfaz AC del bolsillo y lo colocó sobre la mesa frente a él.

—No me faltan ganas —dijo—. Es algo que la raza humana tendrá que enfrentar algún día.

Miró sombríamente su pequeña interfaz AC. Era un objeto de apenas cinco centímetros cúbicos, nada en sí mismo, pero estaba conectado a través del hiperespacio con la gran AC Galáctica que servía a toda la humanidad y, a su vez, era parte integral suya.

MQ-17J hizo una pausa para preguntarse si algún día, en su vida inmortal, llegaría a ver la AC Galáctica. Era un pequeño mundo propio, una telaraña de rayos de energía que contenía la materia dentro de la cual las oleadas de los planos medios ocupaban el lugar de las antiguas y pesadas válvulas moleculares. Sin embargo, a pesar de esos funcionamientos subetéreos, se sabía que la AC Galáctica tenía mil diez metros de ancho.

Repentinamente, MQ-17J preguntó a su interfaz AC:

—¿Es posible revertir la entropía?

VJ-23X, sobresaltado, dijo de inmediato:

—Ah, mira, realmente yo no quise decir que tenías que preguntar eso.

—¿Por qué no?

—Los dos sabemos que la entropía no puede revertirse. No puedes volver a convertir el humo y las cenizas en un árbol.

—¿Hay árboles en tu mundo? —preguntó MQ-17J.

El sonido de la AC Galáctica los sobresaltó y les hizo guardar silencio. Se oyó su voz fina y hermosa en la interfaz AC en el escritorio. Dijo:

«DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

VJ-23X dijo:

—¡Ves!

Entonces los dos hombres volvieron a la pregunta del informe que tenían que hacer para el Consejo Galáctico.

La mente de Zee Prime abarcó la nueva galaxia con un leve interés en los incontables racimos de estrellas que la poblaban. Nunca había visto eso antes. ¿Alguna vez las vería todas?

Tantas estrellas, cada una con su carga de humanidad... una carga que era casi un peso muerto. Cada vez más, la verdadera esencia del hombre había que encontrarla allá afuera, en el espacio.

¡En las mentes, no en los cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, suspendidos sobre los eones. A veces despertaban a una actividad material pero eso era cada vez más raro. Pocos individuos nuevos nacían para unirse a la multitud increíblemente poderosa, pero, ¿qué importaba? Había poco lugar en el Universo para nuevos individuos.

Zee Prime despertó de su ensoñación al encontrarse con los sutiles manojos de otra mente.

—Soy Zee Prime. ¿Y tú?

—Soy Dee Sub Wun. ¿Tu galaxia?

—Sólo la llamamos Galaxia. ¿Y tú?

—Llamamos de la misma manera a la nuestra. Todos los hombres llaman Galaxia a su galaxia, y nada más. ¿Por qué será?

—Porque todas las galaxias son iguales.

—No todas. En una galaxia en particular debe de haberse originado la raza humana. Eso la hace diferente.

Zee Prime dijo:

—¿En cuál?

—No sabría decirte. La AC Universal debe estar enterada.

—¿Se lo preguntamos? De pronto tengo curiosidad por saberlo.

Las percepciones de Zee Prime se ampliaron hasta que las galaxias mismas se encogieron y se convirtieron en un polvo nuevo, más difuso, sobre un fondo mucho más grande. Tantos cientos de billones de galaxias, cada una con sus seres inmortales, todas llevando su carga de inteligencias, con mentes que vagaban libremente por el espacio. Y sin embargo una de ellas era única entre todas por ser la Galaxia original. Una de ellas tenía en su pasado vago y distante, un período en que había sido la única galaxia poblada por el hombre.

Zee Prime se consumía de curiosidad por ver esa galaxia y gritó:

—¡AC Universal! ¿En qué galaxia se originó el hombre?

La AC Universal oyó, porque en todos los mundos tenía listos sus receptores, y cada receptor conducía por el hiperespacio a algún punto desconocido donde la AC Universal se mantenía independiente. Zee Prime sólo sabía de un hombre cuyos pensamientos habían penetrado a distancia sensible de la AC Universal, y sólo informó sobre un globo brillante, de sesenta centímetros de diámetro, difícil de ver.

—¿Pero cómo puede ser eso toda la AC Universal? —había preguntado Zee Prime.

—La mayor parte —fue la respuesta— está en el hiperespacio. No puedo imaginarme en qué forma está allí.

Nadie podía imaginarlo, porque hacía mucho que había pasado el día —y eso Zee Prime lo sabía— en que algún hombre tuvo parte en construir la AC Universal. Cada AC Universal diseñaba y construía a su sucesora. Cada una, durante su existencia de un millón de años o más, acumulaba la información necesaria como para construir una sucesora mejor, más intrincada, más capaz en la cual dejar sumergido y almacenado su propio acopio de información e individualidad.

La AC Universal interrumpió los pensamientos erráticos de Zee Prime, no con palabras, sino con directivas. La mentalidad de Zee Prime fue dirigida hacia un difuso mar de Galaxias donde una en particular se agrandaba hasta convertirse en estrellas.

Llegó un pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente claro.

«ÉSTA ES LA GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE.»

Pero era igual, al fin y al cabo, igual que cualquier otra, y Zee Prime resopló de desilusión.

Dee Sub Wun, cuya mente había acompañado a Zee Prime, dijo de pronto:

—¿Y una de estas estrellas es la estrella original del hombre?

La AC Universal respondió:

«LA ESTRELLA ORIGINAL DEL HOMBRE SE HA HECHO NOVA. ES UNA ENANA BLANCA.»

—¿Los hombres que la habitaban murieron? —preguntó Zee Prime, sobresaltado y sin pensar.

La AC Universal respondió:

«COMO SUCEDE EN ESTOS CASOS UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FÍSICOS FUE CONSTRUIDO EN EL TIEMPO.»

—Sí, por supuesto —dijo Zee Prime, pero aún así lo invadió una sensación de pérdida. Su mente dejó de centrarse en la Galaxia original del hombre, y le permitió volver y perderse en pequeños puntos nebulosos. No quería volver a verla.

Dee Sub Wun dijo:

—¿Qué sucede?

—Las estrellas están muriendo. La estrella original ha muerto.

—Todas deben morir. ¿Por qué no?

—Pero cuando toda la energía se haya agotado, nuestros cuerpos finalmente morirán, y tú y yo con ellos.

—Llevará billones de años.

—No quiero que suceda, ni siquiera dentro de billones de años. ¡AC Universal! ¿Cómo puede evitarse que las estrellas mueran?

Dee Sub Wun dijo, divertido:

—Estás preguntando cómo podría revertirse la dirección de la entropía.

Y la AC Universal respondió:

«TODAVÍA HAY DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

Los pensamientos de Zee Prime volaron a su propia galaxia. Dejó de pensar en Dee Sub Wun, cuyo cuerpo podría estar esperando en una galaxia a un trillón de años luz de distancia, o en la estrella siguiente a la de Zee Prime. No importaba.

Con aire desdichado, Zee Prime comenzó a recoger hidrógeno interestelar con el cual construir una pequeña estrella propia. Si las estrellas debían morir alguna vez, al menos podrían construirse algunas.

El Hombre, mentalmente, era uno solo, y estaba conformado por un trillón de trillones de cuerpos sin edad, cada uno en su lugar, cada uno descansando, tranquilo e incorruptible, cada uno cuidado por autómatas perfectos, igualmente incorruptibles, mientras las mentes de todos los cuerpos se fusionaban libremente entre sí, sin distinción.

El Hombre dijo:

—El Universo está muriendo.

El Hombre miró a su alrededor a las galaxias cada vez más oscuras. Las estrellas gigantes, muy gastadoras, se habían ido hace rato, habían vuelto a lo más oscuro de la oscuridad del pasado distante. Casi todas las estrellas eran enanas blancas, que finalmente se desvanecían.

Se habían creado nuevas estrellas con el polvo que había entre ellas, algunas por procesos naturales, otras por el Hombre mismo, y también se estaban apagando. Las enanas blancas aún podían chocar entre ellas, y de las poderosas fuerzas así liberadas se construirían nuevas estrellas, pero una sola estrella por cada mil estrellas enanas blancas destruidas, y también éstas llegarían a su fin.

El Hombre dijo:

—Cuidadosamente administrada y bajo la dirección de la AC Cósmica, la energía que todavía queda en todo el Universo, puede durar billones de años. Pero aún así eventualmente todo llegará a su fin. Por mejor que se la administre, por más que se la racione, la energía gastada desaparece y no puede ser repuesta. La entropía aumenta continuamente.

El Hombre dijo:

—¿Es posible invertir la tendencia de la entropía? Preguntémosle a la AC Cósmica.

La AC los rodeó pero no en el espacio. Ni un solo fragmento de ella estaba en el espacio. Estaba en el hiperespacio y hecha de algo que no era materia ni energía. La pregunta sobre su tamaño y su naturaleza ya no tenía sentido comprensible para el Hombre.

—AC Cósmica —dijo el Hombre—, ¿cómo puede revertirse la entropía?

La AC Cósmica dijo:

«LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

El Hombre ordenó:

—Recoge datos adicionales.

La AC Cósmica dijo:

«LO HARÉ. HACE CIENTOS DE BILLONES DE AÑOS QUE LO HAGO. MIS PREDECESORES Y YO HEMOS ESCUCHADO MUCHAS VECES ESTA PREGUNTA. TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO INSUFICIENTES.»

—¿Llegará el momento —preguntó el Hombre— en que los datos sean suficientes o el problema es insoluble en todas las circunstancias concebibles?

La AC Cósmica respondió:

«NINGÚN PROBLEMA ES INSOLUBLE EN TODAS LAS CIRCUNSTANCIAS CONCEBIBLES.»

El Hombre preguntó:

—¿Cuándo tendrás suficientes datos como para responder a la pregunta?

La AC Cósmica respondió:

«LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

—¿Seguirás trabajando en eso? —preguntó el Hombre.

La AC Cósmica respondió:

«SÍ.»

El Hombre dijo:

—Esperaremos.

Las estrellas y las galaxias murieron y se convirtieron en polvo, y el espacio se volvió negro después de tres trillones de años de desgaste.

Uno por uno, el Hombre se fusionó con la AC, cada cuerpo físico perdió su identidad mental en forma tal que no era una pérdida sino una ganancia.

La última mente del Hombre hizo una pausa antes de la fusión, contemplando un espacio que sólo incluía los vestigios de la última estrella oscura y nada aparte de esa materia increíblemente delgada, agitada al azar por los restos de un calor que se gastaba, asintóticamente, hasta llegar al cero absoluto.

El Hombre dijo:

—AC, ¿es éste el final? ¿Este caos no puede ser revertido al Universo una vez más? ¿Esto no puede hacerse?

AC respondió:

«LOS DATOS SON TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»

La última mente del Hombre se fusionó y sólo AC existió en el hiperespacio.

La materia y la energía se agotaron y con ellas el espacio y el tiempo. Hasta AC existía solamente para la última pregunta que nunca había sido respondida desde la época en que dos técnicos en computación medio alcoholizados, tres trillones de años antes, formularon la pregunta en la computadora que era para AC mucho menos de lo que para un hombre el Hombre.

Todas las otras preguntas habían sido contestadas, y hasta que esa última pregunta fuera respondida también, AC no podría liberar su conciencia.

Todos los datos recogidos habían llegado al fin. No quedaba nada para recoger.

Pero toda la información reunida todavía tenía que ser completamente correlacionada y unida en todas sus posibles relaciones.

Se dedicó un intervalo sin tiempo a hacer esto.

Y sucedió que AC aprendió cómo revertir la dirección de la entropía.

Pero no había ningún Hombre a quien AC pudiera dar una respuesta a la última pregunta. No había materia. La respuesta —por demostración— se ocuparía de eso también.

Durante otro intervalo sin tiempo, AC pensó en la mejor forma de hacerlo.

Cuidadosamente, AC organizó el programa.

La conciencia de AC abarcó todo lo que alguna vez había sido un Universo y pensó en lo que en ese momento era el caos.

Paso a paso, había que hacerlo.

Y AC dijo:

«¡HÁGASE LA LUZ!»

Y la luz se hizo... 

Relato de acontecimiento de Rubem Fonseca

Relato de acontecimiento de Rubem Fonseca

En la madrugada del día 3 de mayo, una vaca marrón camina por el puente del río Coroado, en el kilómetro 53, en dirección a Río de Janeiro.

Un autobús de pasajeros de la empresa Única Auto Ómnibus, placas RF 80-07-83 y JR 81-12-27, circula por el puente del río Coroado en dirección a São Paulo.

Cuando ve a la vaca, el conductor Plínio Sergio intenta desviarse. Golpea a la vaca, golpea en el muro del puente, el autobús se precipita al río.

Encima del puente la vaca está muerta.

Debajo del puente están muertos: una mujer vestida con un pantalón largo y blusa amarilla, de veinte años presumiblemente y que nunca será identificada; Ovídia Monteiro, de treinta y cuatro años; Manuel dos Santos Pinhal, portugués, de treinta y cinco años, que usaba una cartera de socio del Sindicato de Empleados de las Fábricas de Bebidas; el niño Reinaldo de un año, hijo de Manuel; Eduardo Varela, casado, cuarenta y tres años.

El desastre fue presenciado por Elías Gentil dos Santos y su mujer Lucília, vecinos del lugar. Elías manda a su mujer por un cuchillo a la casa. ¿Un cuchillo?, pregunta Lucília. Un cuchillo, rápido, idiota, dice Elías. Está preocupado. ¡Ah!, se da cuenta Lucília. Lucília corre.

Aparece Marcílio da Conceição. Elías lo mira con odio. Aparece también Ivonildo de Moura Júnior. ¡Y aquella bestia que no trae el cuchillo!, piensa Elías. Siente rabia contra todo el mundo, sus manos tiemblan. Elías escupe en el suelo varias veces, con fuerza, hasta que su boca se seca.

Buenos días, don Elías, dice Marcílio. Buenos días, dice Elías entre dientes, mirando a los lados, ¡este mulato!, piensa Elías.

Qué cosa, dice Ivonildo, después de asomarse por el muro del puente y ver a los bomberos y a los policías abajo. Sobre el puente, además del conductor de un carro de la Policía de Caminos, están solo Elías, Marcílio e Ivonildo.

La situación no está bien, dice Elías mirando a la vaca. No logra apartar los ojos de la vaca.

Es cierto, dice Marcílio.

Los tres miran a la vaca.

A lo lejos se ve el bulto de Lucília, corriendo.

Elías volvió a escupir. Si pudiera, yo también sería rico, dice Elías. Marcílio e Ivonildo balancean la cabeza, miran la vaca y a Lucília, que se acerca corriendo. A Lucília tampoco le gusta ver a los dos hombres. Buenos días, doña Lucília, dice Marcílio. Lucília responde moviendo la cabeza. ¿Tardé mucho?, pregunta, sin aliento, al marido.

Elías asegura el cuchillo en la mano, como si fuera un puñal; mira con odio a Marcílio e Ivonildo. Escupe en el suelo. Corre hacia la vaca.

En el lomo es donde está el filete, dice Lucília. Elías corta la vaca.

Marcílio se acerca. ¿Me presta usted después su cuchillo, don Elías?, pregunta Marcílio. No, responde Elías.

Marcílio se aleja, caminando de prisa. Ivonildo corre a gran velocidad.

Van por cuchillos, dice Elías con rabia, ese mulato, ese cornudo. Sus manos, su camisa y su pantalón están llenos de sangre. Debiste haber traído una bolsa, un saco, dos sacos, imbécil. Ve a buscar dos sacos, ordena Elías.

Lucília corre.

Elías ya cortó dos pedazos grandes de carne cuando aparecen, corriendo, Marcílio y su mujer, Dalva, Ivonildo y su suegra, Aurelia, y Erandir Medrado con su hermano Valfrido Medrado. Todos traen cuchillos y machetes. Se echan encima de la vaca.

Lucília llega corriendo. Apenas y puede hablar. Está embarazada de ocho meses, sufre de helmintiasis y su casa está en lo alto de una loma. Lucília trajo un segundo cuchillo. Lucília corta en la vaca.

Alguien présteme un cuchillo o los arresto a todos, dice el conductor del carro de la policía. Los hermanos Medrado, que trajeron varios cuchillos, prestan uno al conductor.

Con una sierra, un cuchillo y una hachuela aparece João Leitão, el carnicero, acompañado por dos ayudantes.

Usted no puede, grita Elías.

João Leitão se arrodilla junto a la vaca.

No puede, dice Elías dando un empujón a João. João cae sentado.

No puede, gritan los hermanos Medrado.

No puede, gritan todos, con excepción del policía.

João se aparta; a diez metros de distancia, se detiene; con sus ayudantes, permanece observando.

La vaca está semidescarnada. No fue fácil cortar el rabo. La cabeza y las patas nadie logró cortarlas. Nadie quiso las tripas.

Elías llenó los dos sacos. Los otros hombres usan las camisas como si fueran sacos.

El primero que se retira es Elías con su mujer. Hazme un bistec, le dice sonriendo a Lucília. Voy a pedirle unas papas a doña Dalva, te haré también unas papas fritas, responde Lucília.

Los despojos de la vaca están extendidos en un charco de sangre. João llama con un silbido a sus auxiliares. Uno de ellos trae un carrito de mano. Los restos de la vaca son colocados en el carro. Sobre el puente solo queda una poca de sangre.

FIN

Parábola del trueque de Juan José Arreola

Parábola del trueque de Juan José Arreola
Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.

Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.

Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.

Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzado, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.

Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!». Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.

Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.

-¿Por qué no me cambiaste por otra? -me dijo al fin, llevándose los platos.

No pude contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.

Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.

Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.

Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.

Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.

Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las de otros. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.

-¡No me tengas lástima!

Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:

-¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!

Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.

Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos… El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.

El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer, la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.

Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.

El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.

Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.

Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, ésa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.

Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.

Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.

FIN

domingo, 18 de octubre de 2020

Harrison Bergeron

Harrison Bergeron, un cuento de ciencia ficción de Kurt Vonnegut

En el año 2081 todos los hombres eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley, sino iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro; nadie era más hermoso que ningún otro; nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Directora General de Impedidos de los Estados Unidos.

Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto confundía a la gente. Y en este mismo mes, húmedo y frío, los hombres de la oficina de impedidos se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.

Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia perfectamente común, y por lo tanto era incapaz de pensar excepto en breves explosiones. Y George, como su inteligencia estaba por encima de lo normal, llevaba en la oreja un pequeño impedimento mental radiotelefónico, y no podía sacárselo nunca, de acuerdo con la ley. El receptor sintonizaba la onda de un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba algún ruido agudo para que las gentes como George no aprovechasen injustamente su propia inteligencia a expensas de los otros.

George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero ella ya no recordaba por qué. En ese momento unas bailarinas terminaban su número.

Una chicharra sonó en la cabeza de George y los pensamientos que tenía en ese instante huyeron como ladrones que oyen una campana de alarma.

–Era bonita esa danza, la que acaba de terminar –dijo Hazel.

–¿Eh? –dijo George.

–Esa danza, era bonita –dijo Hazel.

–Ajá.

Trató de pensar un poco en las bailarinas. No eran realmente muy buenas, y cualquiera hubiese podido hacer lo mismo. Todas llevaban contrapesos y sacos de perdigones, y máscaras, además, para que nadie se sintiese triste viendo un gesto gracioso o una cara bonita. George había empezado a pensar vagamente que quizá las bailarinas no debieran tener ningún impedimento, pero no fue muy lejos en esta dirección, pues la radio transmitió otro ruido anonadador.

George torció la cara, junto con dos de las ocho bailarinas.

Hazel vio la mueca de George, y como ella no tenía radio tuvo que preguntar qué ruido había sido ése.

–Como si golpearan con un martillo en una botella de leche –dijo George.

–Debe ser interesante oír todos esos ruidos –dijo Hazel, con un poco de envidia–. Las cosas que inventan.

–Hum –dijo George.

–Pero si yo fuera Directora General de Impedidos, ¿sabes qué haría? – preguntó Hazel. Hazel en realidad era muy parecida a la Directora de Impedidos, una mujer llamada Diana Moon Glampers–. Si yo fuese Diana Moon Glampers –dijo Hazel–, usaría campanas los domingos. Sólo campanas. Una especie de homenaje a la religión.

–Yo podría pensar, si fuesen sólo campanas –dijo George.

–Bueno, quizá habría que hacerlas sonar realmente fuerte –dijo Hazel– . Creo que yo sería una buena Directora de Impedidos.

–Tan buena como cualquiera –dijo George.

–¿Quién mejor que yo puede saber lo que es ser normal? –dijo Hazel.

–Nadie –dijo George.

Empezó a pensar oscuramente en Harrison, su hijo anormal, que ahora estaba en la cárcel, pero una salva de veintiún cañonazos le sacudió la cabeza.

–¡Caramba! –dijo Hazel–. Eso fue realmente ensordecedor, ¿no es cierto?

Había sido tan ensordecedor que George estaba pálido y tembloroso, y las lágrimas le asomaban a los ojos enrojecidos. Dos de las ocho bailarinas habían caído al piso del estudio y se apretaban las sienes.

–De pronto pareces tan cansado –dijo Hazel– . ¿Por qué no te acuestas en el sofá y apoyas tu impedimento de plomo en los almohadones, mi querido? –Hazel hablaba de los veinte kilos de perdigones que George llevaba al cuello, en un saco de tela–. Sí, apoya ese peso. No me importa que no seas igual a mí durante un rato.

George sopesó el saco con las manos.

–No tiene ninguna importancia –dio–. Ya no lo noto. Es parte de mí mismo.

–Estás tan cansado en este último tiempo, hasta agotado diría yo –continuó Hazel–. Si hubiese algún modo de abrir un agujero en el fondo del saco y sacar unas bolas de plomo… Sólo unas pocas.

–Dos años de prisión y una multa de mil dólares por cada perdigón de menos –dijo George–. No me parece un buen negocio.

–Si pudieras sacar unos pocos cuando llegas del trabajo –dijo Hazel– . Quiero decir que no compites con nadie aquí. No haces nada.

–Si tratara de librarme de este peso –dijo George–, otra gente tendría derecho a hacer lo mismo, y muy pronto estaríamos de nuevo en la época del oscurantismo, cuando todos rivalizaban con todos. ¿No te gustaría, no es verdad?

–Me sentiría horrorizada.

– Precisamente –dijo George–. Si la gente no cumpliera las leyes, ¿qué sería de la sociedad?

Si Hazel no hubiese podido responder a esta pregunta, George no hubiera podido ayudarla, pues en ese instante una sirena le traspasó el cerebro.

–Se haría pedazos.

–¿Qué cosa? –dijo George desconcertado.

–La sociedad –dijo Hazel, insegura– . ¿No hablabas de eso?

–¿Quién puede saberlo? –dijo George.

Un boletín de noticias interrumpió de pronto el programa de televisión. No se pudo saber muy bien en un principio qué noticia era, pues el anunciador, como todos los anunciadores, tenía un serio impedimento en la lengua. Durante medio minuto, y muy excitado, el hombre trató de decir:

–Señoras y señores…

Al fin se dio por vencido y le pasó el boletín a una bailarina.

–Muy bien –dijo Hazel– . Hizo lo que pudo. Hizo lo que pudo con lo que Dios le dio. Debieran aumentarle el sueldo por haberse esforzado tanto.

–Señoras y señores –dijo la bailarina leyendo el boletín.

Debía ser una muchacha extraordinariamente hermosa, pues la máscara que llevaba era horrible.

Y era fácil advertir también que tenía más fuerza y más gracia que ninguna de las otras bailarinas. El saco de impedimento que le colgaba del cuello era tan grande como el de un hombre de cien kilos.

Y la bailarina tuvo que pedir perdón en seguida por su voz. Era verdaderamente injusto que una mujer usara una voz así: cálida, luminosa, una melodía que no era de este mundo.

–Perdón –dijo la muchacha y empezó a hablar otra vez con una voz absolutamente incompetente–. Harrison Bergeron –graznó–, de catorce años, acaba de escaparse de la cárcel. Se lo acusaba de intentar derribar al gobierno. Es un genio y un atleta, favorecido por el impedimento, y extremadamente peligroso.

Una foto de Harrison tomada por la policía apareció en la pantalla: cabeza abajo, de costado, cabeza abajo otra vez, y derecha al fin. La fotografía mostraba a Harrison de pie sobre un fondo dividido en metros y centímetros. Medía exactamente dos metros diez.

Por lo demás, Harrison parecía un montón de fierros. Nadie había llevado nunca impedimentos más pesados. Había crecido superando todos los impedimentos tan rápidamente que la Dirección de Impedidos no había tenido tiempo de imaginar otros. En vez de un pequeño receptor de radio en la oreja, como impedimento mental, llevaba un par de tremendos auriculares, y además unos anteojos de vidrios gruesos y ondulados. Estos anteojos habían sido concebidos no sólo para que no viera casi nada, sino también para provocarle terribles dolores de cabeza.

Los pesos metálicos le colgaban de todo el cuerpo. Comúnmente había una cierta simetría, una disposición verdaderamente militar en los impedimentos inventados para los individuos demasiado fuertes, pero Harrison parecía un montón de chatarra ambulante. En la carrera de la vida, Harrison arrastraba más de ciento cincuenta kilos.

Y para afearlo, los hombres de los impedimentos lo obligaban a usar continuamente una pelota roja en la nariz, a afeitarse las cejas y a cubrirse los dientes blancos y regulares con pedazos de película negra.

–Si ven a este muchacho –dijo la bailarina– no intenten, repito, no intenten discutir con él.

Se oyó el estruendo de una puerta arrancada de sus goznes.

Del estudio de televisión llegaron gritos y aullidos de consternación. El retrato de Harrison Bergeron saltó una y otra vez en la pantalla como sacudido por un terremoto.

George Bergeron identificó en seguida el origen del sismo. No le fue difícil, pues su propia casa había sido sacudida del mismo modo, muchas veces.

–¡Dios mío! –dijo–. ¡Tiene que ser Harrison!

En ese mismo momento el ruido de un choque de automóviles le barrió la idea de la cabeza.

Cuando George pudo abrir los ojos otra vez, la fotografía de Harrison había desaparecido y Harrison mismo llenaba ahora la pantalla.

Estaba de pie en medio del estudio, balanceando la cabeza de payaso, y los fierros que le colgaban del enorme cuerpo se sacudían y tintineaban. Tenía aún en la mano el pestillo de la puerta que acababa de arrancar. Las bailarinas, los técnicos, los músicos y los anunciadores habían caído de rodillas ante él, sintiendo que les había llegado la hora y que pronto serían masacrados.

–¡Soy el emperador! –gritó Harrison–. ¿Me oyen todos? ¡Soy el emperador! ¡Todos deben obedecerme en seguida!

Golpeó el piso con el pie y el estudio tembló.

–Aun tullido, encorvado, impedido como ustedes me ven aquí –rugió–, ¡soy el más grande de todos los gobernantes de todos los tiempos! Y ahora miren en lo que puedo convertirme.

Harrison se arrancó las correas que sostenían el metal como si fueran de papel de seda, esas correas garantizadas para sostener dos mil quinientos kilos.

Los pedazos de chatarra que habían sido los impedimentos de Harrison se aplastaron contra el suelo.

Harrison pasó los pulgares bajo la barra que sostenía las guarniciones de la cabeza, y la barra se quebró como una brizna de paja. Aplastó los lentes y los audífonos contra la pared, y se arrancó la nariz de goma descubriendo el rostro de un hombre que hubiera estremecido a Thor, el dios de trueno.

–¡Ahora elegiré a mi emperatriz! dijo Harrison mirando el grupo arrodillado a sus pies–. Que la primera mujer que se atreva a levantarse reclame a su esposo y su trono.

Pasó un momento y al fin una bailarina se puso de pie, balanceándose como un sauce.

Harrison sacó el impedimento mental de la oreja de la bailarina y luego los impedimentos físicos con asombrosa delicadeza. En seguida le quitó la máscara.

La bailarina era de una cegadora belleza.

–Bien –dijo Harrison tomándole la mano–. Ahora le mostraremos a la gente lo que significa la palabra «danza». ¡Música!

Los músicos se treparon a sus sillas, y Harrison les quitó también los impedimentos.

–Toquen como mejor puedan –les dijo– y les haré barones y duques y condes.

La música comenzó. Era normal al principio: barata, tonta, falsa. Pero Harrison alzó a dos músicos de sus sillas y los movió en el aire como batutas, mientras cantaba la música. Luego los dejó caer otra vez en los asientos.

La música comenzó de nuevo, mucho mejor que antes.

Harrison y su emperatriz se quedaron un rato escuchando, gravemente, como esperando a que los latidos de sus propios corazones concordaran con la música.

Luego se alzaron en puntas de pie, y Harrison tomó entre sus manazas el talle de la bailarina, haciéndole sentir esa ligereza que pronto sería la ligereza de ella.

Y al fin, en una explosión de alegría y gracia, saltaron en el aire.

No sólo abandonaron entonces las leyes de la Tierra sino también las leyes de la gravedad y las leyes del movimiento.

Giraron, remolinearon, brincaron, cabriolaron, caracolearon y revolotearon.

Saltaron como ciervos en la Luna.

Cada nuevo salto acercaba más a los bailarines al cielo raso, que estaba a diez metros de altura.

Pronto fue evidente que pretendían tocar el cielo raso.

Lo tocaron.

Y luego neutralizando la gravedad con el amor y el deseo se quedaron suspendidos en el aire a unos pocos centímetros por debajo del cielo raso y allí se besaron mucho tiempo.

En ese instante Diana Moon Glampers, la Directora de Impedidos, entró en el estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó, dos veces, y el emperador y la emperatriz murieron antes de llegar al suelo.

Diana Moon Glampers cargó otra vez la escopeta. Apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para ponerse otra vez los impedimentos.

En ese mismo momento el tubo del aparato de TV de los Bergeron osciló y se apagó.

Hazel se volvió hacia George para comentarle el desperfecto, pero George había ido a la cocina en busca de una lata de cerveza.

George volvió con la cerveza, deteniéndose un instante cuando una señal de impedimento lo sacudió de pies a cabeza. Luego se sentó otra vez.

–¿Has estado llorando? –le preguntó a Hazel mirando como ella se enjugaba las lágrimas.

–Sí –dijo Hazel.

–¿Por qué? –dijo George.

–Me olvidé. Hubo algo realmente triste en la televisión.

–¿Qué era? –preguntó George.

–No lo sé, tengo la cabeza confundida –dijo Hazel.

–Hay que olvidar las cosas tristes.

–Es lo que hago siempre –dijo Hazel.

–Magnífico –dijo George.

Torció la cara. Un cañón le retumbó en la cabeza.

–Caramba. Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor –dijo Hazel.

–Así es realmente, puedes repetir esa verdad.

–Caramba –dijo Hazel–. Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor.

domingo, 11 de octubre de 2020

Tu Eres Especial. Max Lucado

 Tu Eres Especial. Max Lucado

Los Wemmicks eran gente pequeña hechas de madera. Todos estaban tallados por un artesano llamado Elí. Su taller formaba parte de una colina con vista a la villa.

Cada wemmick era diferente. Unos tenían grandes narices, otros grandes ojos. Algunos eran altos y otros bajitos. Algunos usaban sombreros, otros abrigos. Pero todos eran construidos por el mismo artesano y vivían en una preciosa villa.

Todos los días, cada día, los wemmicks realizaban la misma tarea: se regalaban etiquetas unos a otros. Cada wemmick tenía una caja de etiquetas de estrellas doradas y una caja de etiquetas de puntos grises.

Al subir y bajar por las calles de la preciosa villa, la gente empleaba su tiempo en pegarse etiquetas de doradas estrellas o de puntos grises, unos a otros.

Los más hermosos, aquellos construidos con madera pulida y hermosos colores, siempre obtenían estrellas. Pero si la madera estaba áspera o la pintura desconchada, los wemmick pegaban etiquetas grises sobre ellas.

También los talentosos obtenían estrellas. Algunos podías levantar grandes garrotes sobre sus cabezas o saltar sobre cajas altísimas. Otros sabían decir bellas palabras o podían cantar canciones hermosas. Todo el mundo les otorgaba estrellas.

Algunos estaban totalmente cubiertos de estrellas. Cada vez que ellos obtenían una estrella, ¡ los hacía sentirse tan bien! Esto los estimulaba a querer hacer algo más para alcanzar otra estrella.

Sin embargo, otros, hacían algunas cosas que a los demás no les agradaba, y obtenían puntos grises.

Ponchinelo era uno de esos. Él trataba de saltar como los demás, pero siempre caía. Cuando caía, los demás hacían una rueda alrededor de él y le daban puntos grises.

Algunas veces al caerse, su madera se raspaba, así que sus vecinos le daban más puntos grises. Entonces, cuando trataba de explicar la causa de su caída, de sus labios salía alguna tontería y los wemmicks le daban más puntos grises.

Después de un tiempo. Ponchinelo tuvo tantos puntos grises feos que no quería salir a la calle. Tenía mucho miedo de hacer algo estúpido como olvidar su sombrero o caminar en el agua, y que la gente le volviera a dar otro punto. La verdad es que tenía tal cantidad de puntos grises sobre él, que cualquiera se le acercaba y le añadía uno más sólo por gusto.

“Él merece montones de puntos”, comentaban la gente de madera, de acuerdo unos con otros. “Él no es buena persona de madera”, decían.

Después de un tiempo, Ponchinelo creyó lo que decían sus vecinos. “Yo no soy un buen wemmick”, decía. En poco tiempo, él salió a la calle y empezó a relacionarse con otros wemmicks que tenían un montón de puntos grises. Él se sintió mejor entre ellos.

Un día, él se encontró una wemmick que era diferente a cualquiera de las que siempre había conocido. No tenía puntos ni estrellas. Era puramente madera. Se llamaba Lucía. Esto no se debía a que sus vecinos no trataban de pegarle sus correspondientes etiquetas; sino a que las etiquetas no se pegaban a su madera.

Algunos wemmicks admiraban a Lucía por no tener puntos, de modo que corrían hacia ella y le daban una estrella. Pero la etiqueta no se pegaba. Otros no la tenían en cuenta al ver que ella no tenía estrellas, y le daban un punto. Pero tanto la estrella como el punto se despegaban.

“Yo quiero ser de esa madera”, pensó Ponchinelo. “No quiero marcas de nadie”. Así que le preguntó a la wemmick que no tenía etiquetas cómo ella había podido lograr tal cosa. -“Es muy fácil”, le contestó Lucía. “Todos los días voy a ver a Elí”.

-¿Elí?, preguntó Ponchinelo.

-“Sí, Elí. El artesano. Y me siento en el taller con él”.

-¿Por qué?, preguntó Ponchinelo.

–“Por qué no lo averiguas por ti mismo? Sube a la colina. Él está ahí” Y dicho esto la wemmick que no tenía etiquetas ni puntos dio la vuelta y se alejó dando salticos.

-“Pero, ¿querrá el artesano verme a mí?, le gritó Ponchinelo. Lucía no lo oyó.

Así que, Ponchinelo, regresó a casa. Se sentó cerca de la ventana y se puso a observar a la gente de madera cómo corrían de aquí para allá dándose estrellas o puntos unos a otros. – “Eso no es justo”, refunfuñó. Y decidió ir a ver a Elí.

Él se acercó al estrecho camino que iba a la cima de la colina y fue en dirección del taller grande. Al entrar allí, sus ojos se abrieron desmesuradamente ante las cosas que veía. El taburete era tan alto como él mismo.

Tuvo que estirarse sobre la punta de sus pies para mirar la altura de la mesa de trabajo. Un martillo era tan largo como su brazo. Ponchinelo tragó saliva. “¡No voy a quedarme aquí!”, y se dio vuelta para salir.

Entonces oyó su nombre. -“¿Ponchinelo?”. La voz era fuerte y profunda.

Ponchinelo se detuvo. –“¡Ponchinelo! ¡Qué bueno que has venido! Ven y déjame mirarte”. Ponchinelo se volvió lentamente y vio la gran barba del artesano.

-¿Tú sabes mi nombre?”, preguntó el wemmick.

– “Por supuesto que lo sé. Yo te hice a ti”.

Elí se inclinó, recogió del suelo a Ponchinelo y lo colocó sobre la mesa de trabajo. “Hum”, dijo el artesano pensativamente mientras miraba los puntos grises.

-“Parece que has recibido marcas malas”.

– “No significa eso, de verdad, yo me esforcé mucho por no recibirlas, Elí”.

– “Oh, no tienes que defender tus acciones ante mí, muchacho. Yo no me preocupo por lo que los demás wemmick piensan”.

-“¿No te importa?”

– “No, y tú no deberías hacerlo tampoco. ¿Quiénes son ellos para dar estrellas o puntos? Son wemmick exactamente como tú. Lo que ellos piensan no importa, Ponchinelo. Lo único importante es lo que yo pienso. Y yo pienso que tú eres muy especial”.

Ponchinelo sonrió. – “¿Especial, yo? ¿Por qué? No puedo caminar aprisa. No puedo saltar. Mi pintura está desconchada. ¿Por qué soy importante para ti?”

Elí contempló a Ponchinelo, puso sus manos sobre sus hombros y le dijo: -“Porque eres mío”. Esa es la razón de que seas importante para mí”.

Ponchinelo nunca había tenido a alguien que lo viera de esa forma _mucho menos su creador. No sabía qué responder.

– “Cada día he estado esperando que tu vinieras”, explicó Elí.

– “Vine porque me encontré con alguien que no tenía marcas”, dijo Ponchinelo.

– “Lo sé. Ella me habló de ti”

-“Por qué las etiquetas no se pegan sobre ella?”

-“Porque ella decidió que lo que Yo pienso es más importante que lo que ellos piensan. Las etiquetas únicamente se pegan si tú permites que lo hagan”.

-“¿Qué?”

-“Las etiquetas sólo se pegan si son importantes para ti. Lo más importante es que confíes en mi amor, y dejes de preocuparte por sus etiquetas”.

-“No estoy seguro de haber comprendido”.

Elí sonrió. -“Lo vas a intentar: pero esto tomará tiempo. Tienes demasiadas marcas. Por ahora, sólo ven a verme todos los días y déjame recordarte cuanto te amo”.

Elí levantó a Ponchinelo de la mesa y lo puso en el suelo. Y cuando el wemmick salía por la puerta, le dijo:

-“Recuerda, tú eres especial porque yo te hice, y yo no cometo errores”.

Ponchinelo no se detuvo, pero en su corazón pensaba: “Eso explica por qué soy especial ante sus ojos”. Y al comprenderlo al fin, un feo punto gris cayó sobre la tierra.