lunes, 24 de abril de 2023

EL GATO BAJO LA LLUVIA - Hemingway

 Sólo dos americanos había en aquel hotel. No conocían a ninguna de las personas que subían y bajaban por las escaleras hacia y desde sus habitaciones. La suya estaba en el segundo piso, frente al mar y al monumento de la guerra, en el jardín público de grandes palmeras y verdes bancos. Cuando hacía buen tiempo, no faltaba algún pintor con su caballete. A los artistas les gustaban aquellos árboles y los brillantes colores de los hoteles situados frente al mar.

Los italianos venían de lejos para contemplar el monumento a la guerra, hecho de bronce que resplandecía bajo la lluvia. El agua se deslizaba por las palmeras y formaba charcos en los senderos de piedra. Las olas se rompían en una larga línea y el mar se retiraba de la playa, para regresar y volver a romperse bajo la lluvia. Los automóviles se alejaron de la plaza donde estaba el monumento. Del otro lado, a la entrada de un café, un mozo estaba contemplando el lugar ahora solitario.

La dama americana lo observó todo desde la ventana. En el suelo, a la derecha, un gato se había acurrucado bajo uno de los bancos verdes. Trataba de achicarse todo lo posible para evitar las gotas de agua que caían a los lados de su refugio.

–Voy a buscar a ese gatito –dijo ella.

–Iré yo, si quieres –se ofreció su marido desde la cama.

–No, voy yo. El pobre minino se ha acurrucado bajo el banco para no mojarse ¡Pobrecito!

El hombre continuó leyendo, apoyado en dos almohadas, al pie de la cama.

–No te mojes –le advirtió.

La mujer bajó y el dueño del hotel se levantó y le hizo una reverencia cuando ella pasó delante de su oficina, que tenía el escritorio al fondo. El propietario era un hombre viejo y muy alto.

–Il piove –expresó la americana.

El dueño del hotel le resultaba simpático.

–Sí, sí signora, brutto tempo. Es un tiempo muy malo.

Se quedó detrás

Se quedó detrás del escritorio, al fondo de la oscura habitación. A la mujer le gustaba. Le gustaba la seriedad con que recibía cualquier queja. Le gustaba su dignidad y su manera de servirla y de desempeñar su papel de hotelero. Le gustaba su rostro viejo y triste y sus manos grandes. 

Estaba pensando en aquello cuando abrió la puerta y asomó la cabeza. La lluvia había arreciado. Un hombre con un impermeable cruzó la plaza vacía y entró en el café. El gato tenía que estar a la derecha. Tal vez pudiese acercarse protegida por los aleros. Mientras tanto, un paraguas se abrió detrás. Era la sirvienta encargada de su habitación, mandada, sin duda, por el hotelero.

–No debe mojarse –dijo la muchacha en italiano, sonriendo.

Mientras la criada sostenía el paraguas a su lado, la americana marchó por el sendero de piedra hasta llegar al sitio indicado, bajo la ventana. El banco estaba allí, brillando bajo la lluvia, pero el gato se había ido. La mujer se sintió desilusionada. La criada la miró con curiosidad.

–Ha perduto qualque cosa, signora?

–Había un gato aquí –contestó la americana.

–¿Un gato?

–Sí il gatto.

– ¿Un gato? –la sirvienta se echó a reír– ¿Un gato? ¿Bajo la lluvia?

–Sí; se había refugiado en el banco –y después–: ¡Oh! ¡Me gustaba tanto! Quería tener un gatito.

Cuando habló en inglés, la doncella se puso seria.

–Venga, signora. Tenemos que regresar. Si no, se mojará.

–Me lo imagino –dijo la extranjera.

Volvieron al hotel por el sendero de piedra. La muchacha se detuvo en la puerta para cerrar el paraguas. Cuando la americana pasó frente a la oficina, el padrone se inclinó desde su escritorio. Ella experimentó una rara sensación. Il padrone la hacía sentirse muy pequeña y a la vez, importante. Tuvo la impresión de tener una gran importancia. Después de subir por la escalera, abrió la puerta de su cuarto. George seguía leyendo en la cama.

– ¿Y el gato? –preguntó, abandonando la lectura.

–Se fue.

– ¿Y dónde puede haberse ido? –preguntó él, abandonando la lectura.

La mujer se sentó en la cama.

– ¡Me gustaba tanto! No sé por qué lo quería tanto. Me gustaba. No debe resultar agradable ser un pobre gatito bajo la lluvia.

George se puso a leer de nuevo.

Su mujer se sentó frente al espejo del tocador y empezó a mirarse con el espejo de mano. Se estudió el perfil, primero de un lado y después del otro, y por último se fijó en la nuca y en el cuello.

– ¿No te parece que me convendría dejarme crecer el pelo? –le preguntó, volviendo a mirarse de perfil.

George levantó la vista y vio la nuca de su mujer, rasurada como la de un muchacho.

–A mí me gusta como está.

– ¡Estoy cansada de llevarlo tan corto! Ya estoy harta de parecer siempre un muchacho.

George cambió de posición en la cama. No le había quitado la mirada de encima desde que ella empezó a hablar.

– ¡Caramba! Si estás muy bonita – dijo.

La mujer dejó el espejo sobre el tocador y se fue a mirar por la ventana. Anochecía ya.

–Quisiera tener el pelo más largo, para poder hacerme moño. Estoy cansada de sentir la nuca desnuda cada vez que me la toco. Y también quisiera tener un gatito que se acostara en mi falda y ronroneara cuando yo lo acariciara.

– ¿Sí? –dijo George.

–Y además, quiero comer en una mesa con velas y con mi propia vajilla. Y quiero que sea primavera y cepillarme el cabello frente al espejo, tener un gatito y algunos vestidos nuevos. Quisiera tener todo eso.

– ¡Oh! ¿Por qué no te callas y lees algo? –dijo George, reanudando su lectura.

Su mujer miraba desde la ventana. Ya era de noche y todavía llovía a través de las palmeras.

–De todos modos, quiero un gato –dijo–. Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo. Si no puedo tener el pelo largo ni divertirme, por lo menos necesito un gato.

George no la escuchaba. Estaba leyendo su libro. Desde la ventana, ella vio que la luz se había encendido en la plaza.

 Alguien llamó a la puerta.

–Avanti –dijo George, mirando por encima del libro.

En la puerta estaba la sirvienta. Traía un gran gato color carey que pugnaba por zafarse de los brazos que lo sujetaban.

–Con permiso –dijo la muchacha– il padrone me encargó que trajera esto para la signora.

Colinas como elefantes blancos - Hemingway

Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El norteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.

      —¿Qué tomamos? —preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.

      —Hace calor —dijo el hombre.

      —Tomemos cerveza.

      —Dos cervezas —dijo el hombre hacia la cortina.

      —¿Grandes? —preguntó una mujer desde el umbral.

      —Sí. Dos grandes.

      La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.

      —Parecen elefantes blancos —dijo.

      —Nunca he visto uno —el hombre bebió su cerveza.

      —No, claro que no.

      —Nada de claro —dijo el hombre—. Bien podría haberlo visto.

      La muchacha miró la cortina de cuentas.

      —Tiene algo pintado —dijo—. ¿Qué dice?

      —Anís del Toro. Es una bebida.

      —¿Podríamos probarla?

      —Oiga —llamó el hombre a través de la cortina.

      La mujer salió del bar.

      —Cuatro reales.

      —Queremos dos de Anís del Toro.

      —¿Con agua?

      —¿Lo quieres con agua?

      —No sé —dijo la muchacha—. ¿Sabe bien con agua?

      —No sabe mal.

      —¿Los quieren con agua? —preguntó la mujer.

      —Sí, con agua.

      —Sabe a orozuz —dijo la muchacha y dejó el vaso.

      —Así pasa con todo.

      —Sí —dijo la muchacha—. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.

      —Oh, basta ya.

      —Tú empezaste —dijo la muchacha—. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.

      —Bien, tratemos de pasar un buen rato.

      —De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?

      —Fue ocurrente.

      —Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?

      —Supongo.

      La muchacha contempló las colinas.

      —Son preciosas colinas —dijo—. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.

      —¿Tomamos otro trago?

      —De acuerdo.

      El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.

      —La cerveza está buena y fresca —dijo el hombre.

      —Es preciosa —dijo la muchacha.

      —En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig —dijo el hombre—. En realidad no es una operación.

      La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.

      —Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.

      La muchacha no dijo nada.

      —Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.

      —¿Y qué haremos después?

      —Estaremos bien después. Igual que como estábamos.

      —¿Qué te hace pensarlo?

      —Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.

      La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.

      —Y piensas que estaremos bien y seremos felices.

      —Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.

      —Yo también —dijo la muchacha—. Y después todos fueron tan felices.

      —Bueno —dijo el hombre—, si no quieres no estás obligada. Yo no te obligaría si no quisieras. Pero sé que es perfectamente sencillo.

      —¿Y tú de veras quieres?

      —Pienso que es lo mejor. Pero no quiero que lo hagas si en realidad no quieres.

      —Y si lo hago, ¿serás feliz y las cosas serán como eran y me querrás?

      —Te quiero. Tú sabes que te quiero.

      —Sí, pero si lo hago, ¿volverá a parecerte bonito que yo diga que las cosas son como elefantes blancos?

      —Me encantará. Me encanta, pero en estos momentos no puedo disfrutarlo. Ya sabes cómo me pongo cuando me preocupo.

      —Si lo hago, ¿nunca volverás a preocuparte?

      —No me preocupará que lo hagas, porque es perfectamente sencillo.

      —Entonces lo haré. Porque yo no me importo.

      —¿Qué quieres decir?

      —Yo no me importo.

      —Bueno, pues a mí sí me importas.

      —Ah, sí. Pero yo no me importo. Y lo haré y luego todo será magnífico.

      —No quiero que lo hagas si te sientes así.

      La muchacha se puso en pie y caminó hasta el extremo de la estación. Allá, del otro lado, había campos de grano y árboles a lo largo de las riberas del Ebro. Muy lejos, más allá del río, había montañas. La sombra de una nube cruzaba el campo de grano y la muchacha vio el río entre los árboles.

      —Y podríamos tener todo esto —dijo—. Y podríamos tenerlo todo y cada día lo hacemos más imposible.

      —¿Qué dijiste?

      —Dije que podríamos tenerlo todo.

      —Podemos tenerlo todo.

      —No, no podemos.

      —Podemos tener todo el mundo.

      —No, no podemos.

      —Podemos ir adondequiera.

      —No, no podemos. Ya no es nuestro.

      —Es nuestro.

      —No, ya no. Y una vez que te lo quitan, nunca lo recobras.

      —Pero no nos los han quitado.

      —Ya veremos tarde o temprano.

      —Vuelve a la sombra —dijo él—. No debes sentirte así.

      —No me siento de ningún modo —dijo la muchacha—. Nada más sé cosas.

      —No quiero que hagas nada que no quieras hacer…

      —Ni que no sea por mi bien —dijo ella—. Ya sé. ¿Tomamos otra cerveza?

      —Bueno. Pero tienes que darte cuenta…

      —Me doy cuenta —dijo la muchacha—. ¿No podríamos callarnos un poco?

      Se sentaron a la mesa y la muchacha miró las colinas en el lado seco del valle y el hombre la miró a ella y miró la mesa.

      —Tienes que darte cuenta —dijo— que no quiero que lo hagas si tú no quieres. Estoy perfectamente dispuesto a dar el paso si algo significa para ti.

      —¿No significa nada para ti? Hallaríamos manera.

      —Claro que significa. Pero no quiero a nadie más que a ti. No quiero que nadie se interponga. Y sé que es perfectamente sencillo.

      —Sí, sabes que es perfectamente sencillo.

      —Está bien que digas eso, pero en verdad lo sé.

      —¿Querrías hacer algo por mi?

      —Yo haría cualquier cosa por ti.

      —¿Querrías por favor por favor por favor por favor callarte la boca?

      Él no dijo nada y miró las maletas arrimadas a la pared de la estación. Tenían etiquetas de todos los hoteles donde habían pasado la noche.

      —Pero no quiero que lo hagas —dijo—, no me importa en absoluto.

      —Voy a gritar —dijo la muchacha.

      La mujer salió de la cortina con dos tarros de cerveza y los puso en los húmedos portavasos de fieltro.

      —El tren llega en cinco minutos —dijo.

      —¿Qué dijo? —preguntó la muchacha.

      —Que el tren llega en cinco minutos.

      La muchacha dirigió a la mujer una vívida sonrisa de agradecimiento.

      —Iré llevando las maletas al otro lado de la estación —dijo el hombre. Ella le sonrió.

      —De acuerdo. Ven luego a que terminemos la cerveza.

      Él recogió las dos pesadas maletas y las llevó, rodeando la estación, hasta las otras vías. Miró a la distancia pero no vio el tren. De regresó cruzó por el bar, donde la gente en espera del tren se hallaba bebiendo. Tomó un anís en la barra y miró a la gente. Todos esperaban razonablemente el tren. Salió atravesando la cortina de cuentas. La muchacha estaba sentada y le sonrió.

      —¿Te sientes mejor? —preguntó él.

      —Me siento muy bien —dijo ella—. No me pasa nada. Me siento muy bien.

jueves, 20 de abril de 2023

Alias

 Lo que mejor le salía a mi papá era inventar apodos. El primero fue Romin-Hood, porque no paraba de ver la película animada de zorros, la de Kevin Costner y de Los Muppets. Le siguió Roña, cuando me enamore del personaje de la telenovela. Mi primer amor y mi gran desamor, porque no paso mucho tiempo que le pusieron una parejita.

Lluvita me lo inventaron en el colegio secundario. Era un día normal, a la salida de clases nos íbamos a pasear por los locales próximos a la plaza, y sin aviso alguno, se larga una terrible tormenta. Mis compañeros, que debemos haber sido unos ocho chicos, comenzaron a caminar a modo indio, uno detrás de otro para no mojar el uniforme del colegio. Era un proceso muy lento y cansador. Fue que dispare la frase más radical que mi mente creo:"Si me tengo que mojar, mejor me mojo de una" y comencé a caminar apartada, bien debajo de la lluvia. Las gotas no duraron más de 5 minutos reloj. Y la única mojada resulté ser yo. El cántico que no sé quién empezó fue:" Lluvita seguí a la lluvia". La mañana siguiente, entre risas, todos me decían así.

Mi papá sonrió contento cuando le conté en casa, como si hubiera surgido un nuevo conjuro. En resumen, fue mi apodo también en casa. Incluso lo usaba cuando tenía que inventar un usuario en internet y ni te digo las veces que lo uso de contraseña. Me acostumbré tanto que use Lluvita por toda mi adolescencia.

Todo cambio cuando conocí a mi marido dentro de un chat. Aquella ocasión no use Lluvita, sino Miku. Referido a una cantante japonesa virtual que no era famosa fuera de Japón. Casualmente, él también la escuchaba y fue lo primero que tuvimos en común.

En recuerdo a ese día mi anillo de compromiso lleva ese nombre, al igual que el de casamiento. Pero a mi papá no le gustaba. Era como cambiarme el nombre por completo, como que faltaba una rima, y fue una noche que me llamo a comer que le surgió un: "Ro-Romiku a cenar". Quedó. Como sucede cuando uno le dice un nombre mimoso a una mascota. 

lunes, 17 de abril de 2023

El huésped, de Fabricio Capelli

Le duele la cabeza. Escucha cómo el viento viene propagándose entre los álamos. Algunos truenos se oyen todavía lejanos. La tormenta se acerca, no tardará en llegar. Sabe que no es de aquellas que se avecinan lentas, predecibles, con amortiguadas ráfagas de viento y leves inclinaciones de arboledas. Esta tormenta es más bien un golpe a secas, rápido y violento, con ráfagas montadas unas sobre otras, que doblan los árboles hasta quebrarlos, que desgarra y lastima, que mata si uno se descuida.

También avanza el miedo. Le transpiran las manos. Escucha los postigos de las ventanas que se abren y se cierran. Y las puertas. De nuevo las puertas. Ha decidido ir a acostarse, para tratar de mantener la calma. El ojo atento, inquieto, escrutando por la ventana las lejanías, temeroso de la transición de los colores que se van degradando por las sombras, de las nubes negras que cierran cualquier resquicio de cielo azul. El oído también atento: escucha el temblor de unos metales, escucha a un perro que ladra. De pronto un relámpago lo enceguece, lo hace temblar en la cama. ¿Habrá retrocedido el perro, habrá escondido la cola entre las patas, habrá salido corriendo a esconderse en algún hueco?

Un espejo a los pies de la cama le devuelve la imagen de la parte inferior de su cuerpo: un mameluco desteñido que le cubre las piernas y las medias con algunos agujeros por donde se asoman un par de dedos. Las botas de goma que usa para cosechar están tiradas al lado de la cama. Si el espejo reflejara la parte superior de su cuerpo, mostraría algo flaco, avejentado, barbudo. Cierra los ojos para tratar de dormirse. Quizás cuando despierte, la tormenta ya habrá pasado. A pesar de que el viento va ganando fuerza y comienza a silbar por los intersticios de la casa, siente que una somnolencia le va aflojando el cuerpo. Las primeras gotas golpeando el vidrio de las ventanas lo ayudan a dormirse. El ruido violento de una puerta que se cierra lo despierta sobresaltado.

Los recuerdos son confusos. Sí, está seguro que era la época de vendimia, los racimos de uva negra y moscatel colgaban maduros de las parras. Hace un cálculo rápido: más o menos cuarenta años atrás. Recuerda que su padre estaba contento: la cosecha prometía ser buena. Ya planeaba por anticipado invertir la ganancia en reparar el techo de la parte de atrás de la casa, en comprar un motor para el tractor, en pintar de nuevo el cartel “Los Linares” en la tranquera de entrada a la finca. Un mes antes de la cosecha, su padre empezó a mirar con preocupación el cielo. Había amanecido con el sol alto y el calor era insoportable, anormal. Después del mediodía, unas nubes empezaron a formarse en el horizonte. A la siesta el cielo ya estaba negro y sonaban los truenos.

—Se viene el granizo —dijo su padre casi en un susurro.

El calor no había aflojado. Su madre y su abuela estaban encerradas en el cuarto rezando para que se desviara la tormenta, así el granizo no caía sobre los viñedos plantados en las hectáreas paralelas a la casa. Al rato empezaron a caer unas pocas gotas. Apenas caían, eran absorbidas por la tierra seca. Y de pronto escucharon un rumor de fondo, como un trueno persistente que se mantenía y crecía de a poco. Era el granizo que se acercaba, sin nada de lluvia que lo amortiguara, que lo derritiera para disminuir su tamaño. Empezaba a caer en seco y avanzaba causando daño.

Ya lleva un buen rato acostado. No quiere levantarse, sabe lo que le espera. Se queda en la cama, pero ahora está atento. Escucha de nuevo el ruido de una puerta que se cierra. Y luego que se abre. Conoce la secuencia. La primera vez fue hace diez años, mientras deambulaba por los cuartos de la casa. Después de la muerte de toda su familia, se había limitado a vivir solo en una parte reducida, aquella donde estaba la cocina y un dormitorio lindante. El baño estaba afuera, en una casucha que su padre había construido, encima del pozo ciego. El resto de los cuartos, conectados, habían quedado abandonados, al igual que el living con sillones, la biblioteca llena de libros de su madre, el comedor de visitas y el comedor diario, un dormitorio transformado en almacén, y el depósito de herramientas. Aquella vez, había deambulado de cuarto en cuarto hasta desorientarse, mareado por el olor a suciedad y encierro. No sabía si estaba en el centro de la casa o en la periferia. Hasta que había escuchado el ruido de una puerta que se abría a sus espaldas. Por un instante, sintió alivio de saber que había alguien más, que no estaba solo. Pero después la alarma. ¿Qué desconocido se había metido? ¿Un huésped en su casa? ¿Desde cuándo habitaba? Había caminado hasta el cuarto desde donde había venido el ruido. Al ingresar, había visto que otra persona (solo una parte del brazo, la camisa arremangada por encima del codo, la mano de un hombre) salía por la otra puerta y la cerraba.

—¡Quién anda ahí!

Había corrido a través de los cuartos para alcanzarlo, para constatar que en el momento que él entraba por una puerta, el otro salía por la otra puerta ubicada en el lado opuesto. Había probado toda suerte de trucos para sorprenderlo: caminar, correr, volverse de repente para interceptarlo por otro cuarto contiguo. Pero nada. El otro copiaba sistemáticamente sus movimientos. Solo alcanzaba a verle la parte del brazo, siempre. Nunca había podido verle la cara. Después de darse cuenta de que ningún truco servía, se había rendido, confundido, apoyándose exhausto contra el borde de la ventana, agitado, tomando aire, pensando. Y a través del vidrio había visto un cambio en el paisaje. Persiguiendo al huésped, ocupado en alcanzarlo, no se había dado cuenta de que una tormenta había pasado: vio por la ventana un árbol caído, un caballo muerto, un río desbordado arrastrando algunos ranchos de la orilla.

Su madre y su abuela escucharon los primeros golpes secos en las chapas sueltas del techo. Después el ruido fue creciendo hasta volverse insoportable. La tormenta avanzaba y las piedras de granizo caían rompiendo los brotes tiernos de las parras, las hojas, los granos de los racimos, e iban cubriendo el suelo con una mezcla de hielo y restos de vegetación. Su padre estaba contra la ventana, la vista perdida en un punto fijo. No solo miraba la tormenta: la padecía. Su madre y su abuela habían dejado de rezar y lloraban en el dormitorio. Todos sabían lo que significaba esa tormenta, pero nadie hablaba. Aunque todavía era un niño, él también entendía y también callaba. Cada racimo que caía al suelo, cada grano de uva machucado por el granizo, significaba el trabajo perdido de todo un año: la poda de las cepas para permitir que los brotes germinaran más fuertes, la abertura y cierre de los surcos para distribuir mejor el riego, la sulfatación cada dos semanas para combatir las plagas, la preparación de los injertos, la reparación y mantenimiento de las estacas para el sostén de las parras, el dominio de la malezas a golpe de azadón y pala, el control minucioso del riego para permitir la maduración justa de los racimos. El granizo se estaba llevando en pocos minutos todo ese trabajo. No habría arreglo para el techo de la casa. No habría motor nuevo para el tractor. El cartel “Los Linares” seguiría con la mayoría de sus letras despintadas. Vio que su padre de pronto abría, enloquecido, la puerta de la casa y salía a la tormenta, corriendo entre los surcos, levantando los brazos al cielo, insultando a Dios. Él corrió detrás, cubriéndose la cabeza con las manos. Estaba asustado, tenía miedo, pero un instinto lo había hecho seguir a su padre, para alcanzarlo, para traerlo de nuevo al interior de la casa. Sintió que las piedras de granizo le golpeaban la espalda. Cayó de rodillas al piso, todo cubierto de hojas y hielo. Trató de buscar a su padre, pero el viento se lo impedía. Y de pronto el golpe en la cabeza, y la sangre tibia corriéndole por el rostro. Empezó a llorar. Sintió que se desvanecía, sintió los gritos de su madre y de su abuela desde la casa, sintió que el granizo le lastimaba la cara y los brazos, sintió que alguien se acercaba corriendo y que lo arrastraba. Después se desmayó.

Desde la cama, vuelve a sentir el ruido de la puerta. Instintivamente se toca la cicatriz de la cabeza: una línea blancuzca donde nunca más creció el pelo, que arranca desde un lateral de la cabeza hasta la base de la oreja. Cada vez que se acerca una tormenta, le pica. Se rasca, mientras mantiene los ojos cerrados. Afuera el viento continúa, haciéndose cada vez más fuerte. De nuevo el ruido de la puerta. No vale la pena levantarse y tratar de perseguir a ese huésped que siempre se le escabulle. Lleva años intentándolo. Tiempo atrás, luego de varias persecuciones había hecho un descubrimiento inesperado y curioso. Se había dado cuenta de que el intruso seguía una rutina perfectamente planificada: al principio daba vueltas en círculo por las habitaciones, como si fuese un juego, tomándose el tiempo necesario para que la tormenta llegase. Una vez que la tormenta llegaba y empezaba a descargar con furia las piedras de granizo, el huésped dejaba de moverse en círculos y lo guiaba por los cuartos hasta la cocina. Cuando él entraba a la cocina, veía que el huésped salía por la puerta opuesta hacia el patio. Y en ese momento no la cerraba: la dejaba abierta, como invitándolo a que lo siguiera hacia la tormenta. Pero aunque lo había intentado varias veces, no podía: se quedaba parado en la puerta, viendo cómo el granizo caía con furia, rompiendo las plantas y los árboles, tratando de descubrir hacia dónde se había ido el huésped, las manos transpiradas, el corazón latiéndole con fuerza. Entonces cerraba de un golpe la puerta, se metía de nuevo en la casa y en ese momento la tormenta disminuía su furia, dejaba de caer granizo, el viento arrastraba velozmente las nubes y una lluvia fina caía por unos minutos formando un arcoíris contra el sol.

Cuando despertó, su madre le estaba curando la herida de la cabeza.

—¿Quién te trajo? ¿Quién te ayudó a llegar a la casa?

—¿No fue papá?

—Tu padre sigue gritando entre los viñedos. Nunca lo vi así.

—Me duele la cabeza.

—¿Quién te trajo? ¿Quién te ayudó a llegar a la casa?

—No sé mamá, no me acuerdo.

A partir de ese día le había agarrado miedo a las tormentas. Escuchaba los truenos y se iba a esconder debajo de la cama. Su padre lo había abandonado todo. Los viñedos se cubrieron de maleza, se fueron secando lentamente. Su madre de a poco había ido vendiendo el tractor, los caballos, alguna parte de la tierra, para pagar deudas y seguir viviendo. Cuando su padre murió, él empezaba su adolescencia. Al tiempo aprendió a recuperar los viñedos y con los años pudo empezar a vender las primeras cosechas. Trabajaba día y noche, sin descanso. Con eso logró mantener a su madre y a su abuela hasta que las dos también murieron. Se quedó solo. Tenía cuarenta años.

Hace varios minutos que las piedras golpean las chapas del techo. No quiere levantarse de la cama. ¿Para qué? No hay nada que hacer. Ya aprendió a aceptarlo. Cada tanto, perderlo todo, y volver a empezar: plantar nuevamente y esperar a que las tormentas den tregua algunos veranos para tener buenas cosechas y pagar deudas. Llegó a entender que así era el ciclo. Enciende la radio y sube al máximo el volumen. Un cantante tapa con su voz plena y armónica el ruido de fondo de las piedras golpeando el techo. De pronto el cantante se interrumpe y queda un ruido de estática. La transmisión se ha cortado. El ruido de la tormenta vuelve a colonizar el espacio. Y también el ruido de las puertas. Comprende que ya no soporta la presencia del huésped. Entonces considera la posibilidad de expulsarlo, de ir hacia donde él quiere, de seguirle el juego.

—Ahora me acuerdo. Vi que alguien me arrastraba.

—¿Quién era?

—Un hombre.

—¿Le viste la cara?

—Sí. Pero era un hombre que no conocía.

—¿Y dónde estaba?

—No sé. Vi que salió de la casa.

De repente se levanta de la cama. Se pone las botas y cuando entra al cuarto contiguo, ve que el huésped desaparece por la puerta contraria. Lo sigue por la casa dando varias vueltas en círculos, cumpliendo con esa parte del juego. Hasta que llega a la cocina. Como siempre, ve que el huésped sale al patio. Da un paso hacia la puerta que ha quedado abierta. Siente espesa la boca. Le transpiran las manos. Ve que afuera la tormenta arrasa con furia. Las piedras parecen ensañarse con una parra: una tras otra van pelando la corteza, dejando la madera expuesta. Agarra el picaporte de la puerta. Sabe que si la cierra, la tormenta se termina y que puede salvar parte de la cosecha. Duda un instante. Las piedras siguen cayendo, siguen destruyendo. También sabe que si la cierra, el huésped volverá y nuevamente se repetirá el ciclo. Respira profundo y cierra los ojos. Da un paso al frente. La bota pisa el barro del patio. Abre entonces los ojos y el viento y la lluvia le golpean la cara. Alcanza a ver al huésped corriendo entre los viñedos. Alcanza a ver por primera vez el borde de la cara sombreado por la barba, el cuerpo vestido con un mameluco. Corre en dirección al huésped. Las piedras comienzan a golpearlo con dureza, lastimándolo en la espalda. Con las manos se cubre la cabeza. El huésped corre adelante y él trata de alcanzarlo, pero cada vez se le hace más difícil, las ramas caídas le dificultan el paso, las botas se le entierran en la tierra mojada, el viento le pega en los ojos. Con el antebrazo se cubre la cara y trata de avanzar a ciegas. Cuando levanta la vista, el huésped ha desaparecido. Entonces escucha la voz de su padre insultando a Dios. Y después un llanto. Ahí, a pocos metros, ve a un niño agazapado debajo de las parras. El niño levanta la cara. Tiene un tajo en la cabeza, la lluvia le lava la sangre que le corre por el rostro. De pronto ve que el niño se desvanece y su cuerpo cae hacia un costado. Escucha los gritos desesperados de su madre y de su abuela, llamándolo. Entonces agarra al niño por debajo de los brazos y comienza a arrastrarlo hacia la casa.

sábado, 15 de abril de 2023

Aceptación

Llegó el día. Suena la alarma. Recién empezaba la mañana. La psicóloga me dijo que ponga música. No quiero. Aún no. Tomo la pastilla recetada.

Seguiré con la lista prearmada. Me tranquilizo. Está todo anotado en la hoja. Junto al imán de la heladera. Cierro los ojos. Respiro hondo. 

Miro alrededor. Me pongo los guantes. Inicio la obra. La casa estaba en ruinas. 

Primero retiré la parte superficial. Lo más a mano. Lo más reciente. Había mucha basura. Cuando al fin encontré la escoba, barrí. Barrí con fuerza todo.

Me veo al pasar. No me reconozco. Hace mucho que no me reflejaba. Era mi imagen en el baño. Lo sé. Solo había olvidado su existencia.

Encontré un muro. Era la pared. Seguí. Seguí enterrándome en la profundidad. Ahora hacia el suelo. Vi la primera cerámica marrón en años. No me detuve. Continúe. 

Llené las bolsas negras de consorcio. Las azules del supermercado. Las cajas que encontré.

Abrí la puerta. Entro un firme viento nocturno. Por tercera vez en el año veo la calle. Retiro una caja con desechos. Le siguen más. Parte de mi queda en la vereda.

Cuando llegó el camión de la basura me despedí. Llore. Allí, con todo lo que junté, viajaba mi depresión.