jueves, 21 de septiembre de 2023

La desconocida del mar de Francisco Tario

 Ha transcurrido un tiempo y Aurelia, a instancias de su marido, consiente al fin en abandonar la finca, en busca de aires más propicios y saludables, instalándose, al cabo de varios días de viaje, en un pequeño chalet alquilado a orillas del mar. No lejos existe un balneario de moda y la estación veraniega se encuentra en pleno auge. Sin embargo, el bullicio de la gente, la sensación íntima del bienestar ajeno y el propio mar, luminoso y excesivo, no logran sino acentuar visiblemente su profunda melancolía. Sobresaltada por toda suerte de remordimientos y alucinaciones, acúsase injustamente de la catástrofe acaecida.

Mas descubre allí, una mañana de tantas, en la playa, al hombre que con el tiempo tan importante significación habría de tener en su vida. El único que lograría, temporalmente, destruir en ella la fantasmal imagen del hijo muerto. No llegará a hablarle, acercársele, cambiar con él una sola palabra, pues su marido la acompaña siempre, limitándose exclusivamente a sostener aquel juego del renovado y ocasional encuentro con el desconocido. Y a merced que pasan los días, una íntima e invencible alegría asoma a sus ojos, levanta su espíritu, exalta su ánimo; un interés desusado y creciente hacia aquel hombre descubre a su alma que misteriosa e irremediablemente se ha enamorado. Admite, por cierto, cuán sencilla y enigmática es la vida y con qué poca cosa el corazón humano se conforma. Aurelia acepta tácitamente que podría haber continuado así siempre; siempre. No pedía más.

Ya el amor ha sometido a su alma, se extravía y confunde en aquel amor, y este amor, si no compartido, precisa al menos ser comunicado a alguien. ¿Comunicado? ¿A quién? Y resuelve escribir una carta, que terminaría asimismo por resultarle fatal. Es a una amiga, y termina así: “¡Soy feliz! ¡Feliz! ¿Te sorprende? Aunque no sepa determinar muy claramente en qué consiste mi felicidad. Por lo pronto, escríbeme, repróchame, injúriame, dime algo… háblame de este amor.” Y la súplica final y urgente: “Destruye esta carta, te lo ruego. Tú comprenderás por qué.”

Tal vez la transformación del ánimo de Aurelia o la insistente y familiar presencia del desconocido despertaran sospechas en el marido; o quizás no. Jamás Aurelia penetrará debidamente sus sentimientos. Pero una tarde, y sin previo aviso, le anuncia a ella que deben partir. Ya termina la temporada, el tiempo es cada vez más desapacible y los veraneantes comienzan a emigrar.

En cuanto al desconocido, trátase de un hombre medianamente joven, también casado, cuya mujer y dos hijos habitan en la ciudad. Para él, ciertamente, tampoco ha pasado inadvertida la presencia de la bella desconocida, por quien un interés particular e inesperado comienza a despertar en su alma. No se ha enamorado, no; mas le divierte y atrae observar diariamente a la mujer, acecharla, seguir incluso los interrumpidos giros de sus conversaciones escuchadas al azar, construir y ordenar caprichosamente la ignorada y secreta vida de la misteriosa mujer. Le halaga y exalta tropezarse hoy con su mirada, descubrirla a lo lejos en la playa, caminar hacia él, desaparecer. Cada pormenor de aquella vida le ofrece una emoción distinta, un aspecto nuevo y atrayente, singular. Y en ocasiones, por las tardes, pasea ingenuamente frente a su chalet.

Mas he aquí que la mañana en que descubre de pronto que la desconocida se ha marchado, su vida se desploma repentina e incomprensiblemente. Está solo. Y aquel lugar tan luminoso y plácido, aquel mar tan ruidoso y azul, se transforma, en virtud de la súbita soledad, en el más lóbrego y aborrecible rincón, del que quisiera escapar a toda costa. Las tardes son ventosas y frías y las avenidas aparecen desiertas. El mundo, igualmente, es lóbrego y sombrío. Acepta, pues, inevitablemente que él también se ha enamorado.

El tiempo adelanta y los últimos veraneantes están por partir. El mar es grueso y opresivo y nuestro hombre vaga taciturno y confuso. No posee el menor indicio de la mujer que se fue, no dispone de nadie a quien recurrir. Se fue, y esto es cuanto le alcanza. E inventa, como un trivial paliativo a su soledad presente, alquilar él mismo el pequeño chalet desocupado: el que ocupara ella. Así se sentirá más próximo a la mujer, penetrará ilusoriamente en su vida y su espíritu descansará más tranquilo en compañía de la invisible presencia.

Y una tarde, del modo más inesperado, una carta dirigida a Aurelia le trae la más sorprendente noticia que pudiera imaginar en sus tormentosos días. Es la respuesta de la amiga ausente a la reciente carta de Aurelia. ¡De suerte que ella lo amaba! ¡De suerte que había sido amado por ella! Amaba, por consiguiente, a un fantasma y era amado a la recíproca por el fantasma desaparecido. No tiene ya qué hacer, sino regresar cuanto antes. La carta le ha revelado, al menos, que la desconocida vive en la misma ciudad que él. Y regresa.

Su hogar, sencillo y tranquilo, lo acoge ruidosamente. Mas él no pertenece ya más a ese mundo, su mundo se ha vuelto lejano y extraño, misterioso. Su hogar no le dice nada. Su anterior mundo desapareció para él. E inicia, como un vagabundo o un sonámbulo, la estúpida y colosal búsqueda de la mujer desaparecida a través de la inquietante ciudad…

…Y el ojo del espectador, infinitamente más penetrante que el de ellos mismos, seguirá paso a paso la extenuante marcha de este hombre en busca de lo que ha perdido. Y veremos, frecuentemente, cuán próximos durante ese tiempo estuvieron de encontrarse, ya en una esquina o una avenida, en un teatro al cual uno de ellos deja inexplicablemente de asistir, en una tienda donde un pequeño incidente retrasa o anticipa la salida de él o de ella. En fin, el espectador será testigo de ese juego de azar que nos impulsa o detiene, sin entender nunca ni remotamente por qué.

La vida de Aurelia, en tanto, continúa aparentemente su curso normal; mas alentada asimismo por una lúcida y secreta esperanza. También busca. También fracasa.

Al fin, cierta tarde, sobreviene el encuentro del modo más imprevisto y propicio. Y no es el encuentro de dos personas extrañas y ajenas, sino de dos seres solitarios a quienes un grave y doloroso amor ha unido. No hay, pues, dudas en su encuentro, resistencias o titubeos. Se toman del brazo y continúan. Es el amor. Y al amor se entregan, a partir de aquella tarde, en una suerte de delirio efímero y sin sentido, que nadie mejor que ellos advierte cuán fugaz ha de ser. Es como si tomaran de cada minuto transcurrido la magnitud del breve tiempo de que consta, tratando desesperadamente de aplazarlo y continuarlo hasta la eternidad.

Se suceden las entrevistas, las citas del amor doloroso e imposible, destinado a terminar. Ya conocen sus vidas y entreven su destino. “Te amo, sí –le revela ella–, y con eso basta. No espero nada. No me prometas nada. De nada serviría.” Esta desbocada pasión origina en Aurelia una especie de presentimiento de no sabe qué males mayores que habrán de sobrevenir. Fue feliz una vez, cuando su hijo vivía, y no lo será más. La felicidad –advierte– acude una sola vez, pero jamás vuelve. Y su felicidad se ha perdido. Lo presiente. “¡Mi vida está destruida –le confiesa una tarde–, mas destruida y todo te pertenece a ti!” Sabe que por aquel amor mentirá; y miente. Que por aquel amor traicionará; y traiciona. Y se ve obligada a recurrir a las más sucias mentiras, a los más innobles recursos para prolongar aquel amor un día más, uno solo. Entiende muy claramente que, perdido este amor, su vida se derrumbará definitivamente por segunda y última vez.

Mas el espectador nuevamente volverá a seguir ahora a estos tres infortunados destinos, sin que ellos se percaten. Podrá advertir, por ejemplo, cómo el esposo de Aurelia reconstruye hechos, establece pormenores y examina acontecimientos que le revelarán sin duda la existencia del amor prohibido. Y el espectador verá igualmente –ellos, nunca– cómo, cuando los amantes se consideraban más a salvo, mayor era su riesgo y la inminente ruina que llamaba a su puerta. No obstante, en el hogar de Aurelia ni el más leve incidente parece turbar el curso ordinario de los días. En silencio, y consigo mismo, su marido contempla también con asombro el derrumbe de su propia vida. Ni un solo reproche, ni la más simple palabra acusadora pronunciará. Aún más, adviértese –o al menos esta impresión produce– que su amor por la joven esposa crece en él de día en día, nutriéndose de fuerzas oscuras y desconocidas.

Y cuando el espectador confirme que fatalmente la traición de Aurelia ha sido puesta en claro, escuchará al marido decirle una noche: “Volveremos a la finca. Es preciso.” Cabe preguntarse, entonces: ¿Maldad? ¿Temor? ¿Dolor ante la inminente pérdida? ¡La finca! Jamás ha vuelto Aurelia a la finca; no quiere volver más. La había olvidado. Y esta visión repentina de la inmensa casa solitaria, del silencioso lago asesino, traen a su memoria las épocas más tormentosas de su vida. Se niega; a la finca, no; nunca. ¿Qué pretende él? –continúa el espectador preguntándose. ¿Ponerla tal vez a salvo? ¿Torturarla inicuamente quizá? ¿Señalarle tácitamente el verdadero camino a seguir? ¿Intentar de algún modo la dudosa recuperación?

Transcurren los días. Es la última entrevista de los amantes. Tampoco ellos saben esto. Piensan que la separación es temporal; pero nunca más volverán a verse. “Volverás y entonces…” “¿Entonces qué?” –pregunta ella. Y ella misma se responde: “Entonces, nada. ¡Ya lo sé!” Sabe muy bien que no se pertenecerán nunca; que hermosas y trágicas vidas tiran de ellos en dos direcciones contrarias: los hijos vivos de él. El hijo muerto de ella. Imposible.

Ya van Aurelia y su esposo de regreso a la finca. La actitud de él es hermética, impasible, por demás tranquila: como cuando la conoció y tomó. Como lo fue siempre. Ni una simple alusión, ni una réplica. Sin embargo, una línea de su rostro, solo una, a bordo del tren, basta para revelarle a ella la atroz verdad: su marido lo sabe todo, todo, y por eso la ha hecho regresar. El silencio de él, su inalterabilidad ante la verdad espantosa, la llenan de terror. Es un repentino y oscuro pánico el suyo que le anuncia que ha de morir. Lo entiende de sobra: a eso la llevan. Y ya una vez en la finca, por entre los viejos y melancólicos árboles, a lo largo de los espaciosos salones, dondequiera, percibe cómo la muerte la acecha implacablemente, pronta a precipitarse sobre ella. Cada ruido le anuncia algo; cada silencio le previene un riesgo; cada palabra es un símbolo fatal. Y él estará siempre presente, enigmático e inmutable. Siempre él allí, su marido, amenazador y austero. Piensa ella que no le será posible resistir un día más.

Se resuelve al cabo: debe huir. Huir con aquel y le escribe. ¿Huir? –se pregunta, perpleja. ¿Pero huir… de qué? ¿Hacia qué? No tiene significado su vida. Mas es preciso escapar, evadirse a cualquier precio de la tortura infinita, de la monstruosa e interminable espera. Y le escribe: “Lo he decidido, sí. El viernes estaré contigo y seré tuya para siempre. ¡Espérame!” Resueltamente, Aurelia no resistirá más.

En las sombras, sigilosa y trémula, dispone y prepara la huida. Calcula, medita, comprueba; examina toda posibilidad. Mas la última noche en la finca –la que pensaba ella que sería la última– marcará ya para siempre su destino, y no será ciertamente la última, sino la primera de otra nueva existencia aborrecible y oscura. Todo está a punto en la noche señalada: la casa en silencio; todos duermen. Y Aurelia baja lenta, quizá demasiado lentamente, pues los segundos cuentan, y sale al jardín. Allí se siente más libre y joven, en la perfumada noche. Avanza. El camino está expedito. Mas de pronto –ha caminado unos pasos bajo los árboles– descubre que una luz, ¡su luz!, se enciende e ilumina una ventana. Se detiene atónita, mira. E intenta correr. Y en la ventana, inmóvil, aparece su sombra: la sombra inmensa de él. Oye o cree oír una voz aquí y allá que la reclama, pronunciando repetidamente su nombre: la voz siniestra de quien la mira, la voz del niño olvidado, la propia voz del lago; la voz de su destino. Duda aún, ¿qué debe hacer? Avanza otro poco más, otro poco. Ya está abierta la gran verja de la finca. Un paso más y será libre. Solamente un paso es lo que necesita. Y la sombra en la ventana continúa inmóvil. Aurelia se resuelve a salir; va a hacerlo. Pero no lo hará; nunca, nunca. Trágicamente derrotada, increíblemente sola, regresa paso a paso hacia la casa. Todo ha terminado; es el fin. La muerte en vida que la reclama. La herencia definitiva de la soledad. La soledad de muerte que la atará tanto como dure su vida a la profundidad tenebrosa del asesino lago que no la dejó partir.

Cuando penetra en la casa y cierra tras ella la puerta, una suave y alegre brisa nocturna agita las silenciosas aguas del lago, y en la ventana, misteriosamente, vuelve a apagarse la luz.

martes, 19 de septiembre de 2023

Contestador de Liliana Heker

 Los artefactos no me son propicios. Puedo resolver con cierta elegancia un sistema de ecuaciones con incógnitas y ni siquiera le temo al producto vectorial, pero basta que ensaye multiplicar veintitrés por ocho en una vulgar calculadora de bolsillo para que cifras altamente improbables invadan la pantallita y, pese a mis intentos desesperados, perseveren en quedarse ahí. Para decirlo de una vez por todas, aun la más arcaica de las batidoras eléctricas tiende a insubordinarse apenas la toco.

       Pero el contestador era otra cosa para mí. Lo creía un artefacto benévolo, un amortiguador gentil entre el mundo exterior y yo. Confieso que mi primer -remoto- contacto con uno de ellos no fue amable: yo estaba llamando por teléfono a un poeta melancólico; olvidé (o no tuve en cuenta) que además era veterinario. Luego de unos segundos irrumpió su voz, sólo que solemne y odiosa, y dijo: “Soy el contestador telefónico del doctor Julio César Silvain; tiene treinta segundos para contarme su problema”.

       Ahora las cosas han cambiado. Sin que nada lo haga prever, Bach o Los Redonditos pueden irrumpir en nuestra oreja y atenuarnos toda angustia, y una voz amistosa o seductora, o el escueto anuncio: “Flacos, no estoy o mezarpé; llamen después”, anticipan con bastante aproximación qué vamos a encontrar cuando por fin nos atienda un humano.

       Conscientes de esta cualidad anticipatoria, Ernesto y yo, apenas tuvimos un contestador pusimos singular esmeroen la grabación. Verano porteño fue el resultado de un análisis minucioso: yo redacté el mensaje (distante pero cordial) y él lo leyó con voz grata.

       Todo parecía benigno. No sólo por la libertad que el contestador nos otorgaría en el futuro y por su virtud poética —¿no hay cierta belleza en la sucesión arbitraria de mensajes, en el contraste a veces violento entre los tonos y los propósitos de unos y otros?-; era benigno sobre todo por la esperanza. Sí. Aunque nunca hablábamos de eso, nos pasaba que al regresar de un viaje o de una mera tarde fuera de casa, apenas activábamos el playback había un suspenso, un instante brevísimo pero embriagador en el que los dos sabíamos que una noticia afortunada podía saltar sobre nosotros y catapultarnos a la alegría. Cierto que muchas veces un acreedor o una madre nos traían tristemente a la realidad, pero quién nos quitaba ese instante privilegiado en que el mensaje era puro futuro y la felicidad podía estar al acecho.

       Hasta que el lunes 28 de abril todo cambió. Llegamos a casa, apretamos el playback y, como siempre, esperamos la salvación. Justo después del mensaje de un estudioso de Texas apareció la voz. Era una voz de mujer, sonriente y aliviada, como de quien se ha liberado de una carga pertinaz. Decía: “Nico, habla Amanda; lo estuve pensando todos estos meses y tenías razón: no podemos vivir separados. Llamame”. Me inquieté; era evidente que Amanda no dudaba del amor de Nico, ¿cuánto tardaría en deponer su orgullo y volver a llamar (esta vez al número correcto) así se aclaraba todo? Después me olvidé, hasta que el miércoles, mientras me estaba bañando, volví a escuchar la voz: “Nico, habla Amanda; hace dos días que estoy...”. Salí chorreando del baño; cuando llegué al teléfono Amanda había cortado. El mensaje del sábado ya aportaba algunos detalles oscuros sobre el carácter de Nico; según Amanda, él también había hecho lo suyo para que esto terminara, ¿qué se venía a hacer el ofendido ahora? Ernesto y yo nos miramos con desaliento; el amor es un estado excelso e infrecuente, no podíamos dejar que estos dos se desencontraran. Decidimos desconectar el contestador y quedarnos en casa todo el fin de semana. Inútil: Amanda no llamó. Dos veces, eso sí, atendí yo y me cortaron con violencia; el mensaje del martes nos indicó que mi voz no había hecho más que empeorar las cosas. Probó Ernesto; durante dos días se dedicó nada más que a atender el teléfono con voz desdibujada pero, al parecer, Amanda también le cortó a él. Creí entender la razón: a esta altura, ella no tenía el menor interés en facilitarle las cosas a Nico. Si estaba en casa, que se tomase el trabajo de llamar él, qué diablos, si todavía creía que este amor “tan exaltado por él en otros tiempos” (tonito irónico de Amanda) seguía valiendo la pena.

       El quinto mensaje nos decidió: era desolador y vengativo. Se están destruyendo, dijimos. Había que idear una solución. Calculamos que, si Amanda recordaba mal el número, era probable que el teléfono de Nico se pareciera al nuestro. Empezamos por variar un número cada vez. Cuarenta y cinco posibilidades, y otras diez incluyendo aquellas características que podrían confundirse con la de casa. Nos llevó dos días.

       Encontramos a dos personas llamadas Nicolás, pero no conocían a ninguna Amanda. En dieciocho casos nos respondió un contestador. Nos pareció que ahí lo más sencillo sería que yo misma, imitando lo mejor que podía la voz de Amanda, grabase el primer mensaje. Por Amanda, cada vez más despiadada, supimos que mi mensaje no había llegado a destino. Encaramos la variación simultánea de dos cifras. Para ordenar el trabajo hice un cálculo previo: hay 6.075 combinaciones posibles, sin contar las variantes por característica. A razón de sesenta llamados por día, antes de cuatro meses terminábamos. El amor de esos dos y la recuperación de nuestra alegría, ¿no valían el esfuerzo? Ernesto se encargó de los humanos; yo, de grabar el primer mensaje en los contestadores.

       Todo en vano; Amanda seguía registrando pormenores cada vez más oprobiosos sobre los hábitos de Nico. Un día Ernesto tuvo lo que creyó una revelación. Dijo:

       —No sé si yo hubiese contestado al primer llamado de Amanda. Al fin y al cabo, fue ella la que lo dejó.

       Me agobió el porvenir pero tuve que darle la razón. Mientras seguíamos avanzando con los primerizos empecé a grabar, en los contestadores ya registrados y con odio creciente, los mensajes sucesivos de Amanda. Mientras, su ferocidad seguía aumentando en nuestro propio contestador. Ayer tuve un desfallecimiento. El mensaje de Amanda aludía a un suceso particularmente repugnante de la relación entre ellos dos.

       —No hay nada que hacer —le dije a Ernesto—; Amanda, a esta altura, ya no podría volver con Nico. Ahora lo único que quiere es destruirlo.

       Nos miramos con fatiga. Habíamos entendido que era inútil seguir buscando a Nico; aunque lo encontrásemos ya nada detendría los mensajes sangrientos de Amanda. Entonces recibimos un nuevo mensaje en el contestador. Era una voz de mujer, sonriente y aliviada. Decía: “Nico, habla Amanda; lo estuve pensando todos estos meses y tenías razón, no podemos vivir separados. Llamame”. No era la voz de Amanda: la conozco demasiado bien. Era la imitación de mi propia voz imitándola. Dios, alguien a quien yo había llamado (y cuántos vendrían detrás) iniciaba el infructuoso trabajo de unir a Amanda y Nico. Algo irreparable está desencadenado. Ahora, el acto de escuchar los mensajes del contestador da miedo: ¿con cuál etapa del odio de Amanda nos vamos a encontrar? Ya no hay paz para nosotros.

lunes, 18 de septiembre de 2023

Delicadeza de Liliana Heker

 La señora Brun estaba terminando de arreglarse para ir a visitar a su amiga Silvina cuando advirtió que, por el surtidor del bidet, salía un poco de agua. Trató de cerrar bien las canillas pero no dio resultado. Las abrió a fondo para luego cerrarlas con el envión pero, por más que apretó, el chorro de agua caliente salía con tanta presión que casi llegaba al techo.

       Volvió a abrir y cerrar la canilla de agua caliente; fue inútil: el chorro seguía saliendo. El baño entero estaba mojado y lleno de vapor y ella misma estaba empapada, de modo que no le quedó más remedio que cerrar la llave de paso del agua caliente, cambiarse de ropa y ponerse a la tarea de conseguir un plomero.

       Nada fácil. El que siempre venía a su casa tenía trabajo comprometido para tres días, el del consorcio no dispondría de tiempo hasta la tarde siguiente. Por fin, un plomero cuyo teléfono le acababa de pasar el portero de al lado le dio su palabra de que iba a estar ahí en media hora.

       La señora Brun bajó a preguntarle al portero de al lado si el plomero era de confianza.

       –No lo conozco, señora –le dijo el portero–, pero hoy en día, ni en la madre de uno se puede confiar.

       No era muy alentador pero ¿qué salida le quedaba? Llamó a su amiga Silvina y le contó el contratiempo.

       –Por ahí es una cosa de nada y puedo ir más tarde –le dijo.

       Precavida, guardó bajo llave la billetera y las joyas; también llamó a su marido para contarle el incidente y avisarle que estaba por venir un plomero al que no conocía. Ante cualquier situación anómala, su marido sabría a qué atenerse.

       El plomero, un hombre enjuto de unos cincuenta años, llegó a la media hora, como había dicho. Lo que no le cayó muy bien a la señora Brun fue que viniera acompañado por otro, un muchacho grandote de pelo largo y enrulado, recogido en una cola de caballo.

       –Ay, no sabía que iba a traerse un ayudante –dijo con mucha cordialidad–. Como parece un trabajo tan sencillito…

       –Todavía no lo vimos, señora –dijo cortante el plomero.

       Parece un tipo con pocas pulgas, pensó la señora Brun. Los condujo a los dos hasta el baño y explicó el problema.

       –¿Dónde está la llave de paso? –dijo el plomero.

       –¿Necesita abrirla? –la mirada del plomero la desalentó. Se apuró a decir–: Claro, claro, no se preocupe, ahora voy.

       Fue hasta la cocina y abrió la llave de paso. Volvió y el agua salía a chorros. El ayudante manipulaba algo con una especie de llave inglesa, el plomero le daba indicaciones.

       –Ay, me está empapando todo el baño –dijo la señora Brun.

       –Es agua, señora –dijo el plomero–. Después se seca.

       Ella suspiró.

       –¿Le parece que...?

       –Ahora hay que cerrar la llave de paso –dijo el plomero.

       Ella fue corriendo, cerró la llave, y volvió.

       –Necesito un trapo –dijo el plomero.

       Fue a buscar un trapo. Cuando lo trajo, el plomero estaba trabajando.

       –Secá un poco, por favor –le dijo al ayudante–. Es el cuerito del agua caliente –le dijo a la señora Brun–, pero además está rota la transferencia. ¿Sabía que estaba rota?

       –No –dijo ella–, siempre anduvo perfectamente.

       –¿Perfectamente? –dijo el plomero–. ¿Podía pasar del surtidor central a los chorros laterales?

       –La verdad que no.

       –Entonces no andaba perfectamente. Es la transferencia.

       –¿Y va a demorar mucho el arreglo?

       –Una media hora. Lo que sí, voy a tener que probar varias veces con la llave de paso. Mejor me dice dónde está.

       A la señora Brun la insistencia del plomero le dio mala espina pero consideró preferible no contrariarlo. Con esta gente nunca se sabe, pensó que le iba a decir a su amiga Silvina cuando le contase, y lo guió hacia la cocina. Esperó. El plomero abrió la llave de paso, le gritó algo al ayudante, que le contestó, y al fin la cerró.

       –¿Lo acompaño hasta el baño? –dijo la señora Brun.

       El plomero la miró de manera inamistosa.

       –Conozco el camino –dijo.

       Ella esperó a que el hombre se alejase y fue hasta el escritorio desde donde, al menos, podía ver la puerta del baño. Tenía ganas de llamar a su amiga Silvina para contarle lo antipático que era el plomero, pero al fin decidió que lo mejor era no llamarla: con la puerta abierta los hombres la iban a escuchar y si cerraba no iba a poder vigilar la puerta del baño. No es que les esté encima, pensó que le hubiese dicho a Silvina; no me gusta eso de andar vigilando a la gente que trabaja, pero este plomero es un tipo tan raro, y encima con ese ayudante… Decime vos si el tipo tenía necesidad de traer un ayudante. Vieras qué manera de insistir en que la llave de paso la tenía que manejar él, ¿qué le iba a decir? Así que ahí lo tengo, circulando de acá para allá como Pancho por su casa.

       Fue hasta el baño.

       –Y, ¿cómo va eso? –preguntó con jovialidad.

       –Bien –dijo el plomero–, en seguida va a estar.

       –Ay, qué suerte, entonces voy a hacer a tiempo para ir a lo de mi amiga, pobre, está inmovilizada con un esguince de tobillo.

       No hubo comentarios al respecto, ni por parte del plomero ni por parte del ayudante, así que la señora Brun esperó un poco y al fin se fue al dormitorio a preparar la ropa: pensaba cambiarse en cuanto se fuera el plomero, así se iba en seguida a lo de su amiga Silvina. Sacó del alhajero los aros que se iba a poner y fue en ese momento cuando se acordó de la cadenita con la lágrima: la había dejado en el botiquín del baño. como hacía siempre antes de entrar a la ducha. Trató de serenarse: el plomero no habría tenido ningún motivo para abrir el botiquín.

       Fue hasta el baño y se quedó en la puerta; no quería parecer ansiosa.

       –Y, ¿todo bien?–dijo–, ¿ya van terminando?

       –Así es, señora –dijo el plomero.

       –¿Después ya se van a su casa a descansar?

       –Todavía no –dijo el ayudante.

       –Ay, qué trabajo ingrato –dijo la señora Brun–, siempre alguna urgencia de último momento. Si me permiten, voy a buscar una cosita.

       Entró en el baño y abrió el botiquín. Un hálito de pavor la recorrió de cuerpo entero: la lágrima no estaba.

       Sin muchas esperanzas echó un vistazo a su alrededor por si había quedado sobre el vanitory o en alguna repisa. Nada. En el piso. Nada.

       –Ay –involuntariamente exclamó.

       El plomero la miró.

       –¿Le pasa algo? –dijo.

       –No, nada, es que me acordé de una cosa –dijo, y salió del baño.

       Claro que estoy segura, pensó que le hubiese dicho a su amiga Silvina, siempre la dejo ahí antes de ducharme (por las dudas, iba registrando el alhajero, la cómoda, la mesita de luz), justamente la guardo en el botiquín para que no pueda caerse, imaginate, es un diamante de tres quilates. No, claro que no la uso para todos los días, te creés que estoy loca, con la inseguridad que hay; sólo para alguna salida especial, y siempre que vaya con Ricardo. Por eso justamente es que me la pongo cuando estoy en casa, que no hay ningún riesgo. Si no, cuándo la voy a usar. Y yo adoro esa lágrima.

       Había terminado de buscar en todos los lugares posibles y nada. Qué tenía que hacer ahora. Por supuesto no puedo plantarme ahí y decirle “usted me robó mi lágrima”, pensó que le habría dicho a su amiga Silvina. Por delicadeza, te das cuenta, vos no podés ir así como así y acusar a un tipo de ladrón si no tenés pruebas. Además tiene un carácter… Capaz que se le sube la mostaza y me da un mazazo en la cabeza. Y ahí sí que te quiero ver, escopeta. Encima son dos; conmigo desmayada en cinco minutos me desvalijan la casa y si te he visto no me acuerdo.

       La señora Brun estaba de pie en mitad del hall, preguntándose cómo debía actuar; por mucha delicadeza que tuviera, tampoco podía permitir que el plomero, así como así, se llevara su diamante. Muy probable que el tipo ni siquiera fuese un ladrón profesional: lo había visto en el botiquín, se había dado cuenta del valor que tenía, y ahí nomás lo había manoteado. En ese momento la señora Brun empezó a ver claro: lo que debía hacer era darle una oportunidad al tipo para que lo devolviera. Pegó un grito. De golpe, el plomero había aparecido ante sus ojos.

       –¡A dónde va! –le gritó.

       El hombre la miró, un poco sorprendido.

       –A abrir la llave de paso –dijo.

       –Ay, sí, claro, perdone: es que estaba pensando en otra cosa –dijo la señora Brun.

       Caminó hasta el baño repasando lo que iba a decir. El muchacho de los rulos estaba manipulando la canilla de la transferencia.

       –Abrí –se escuchó el grito del plomero desde la cocina.

       El muchacho abrió la canilla de agua caliente. Salió un razonable chorro de agua. Hizo girar la transferencia: el agua salió por abajo. Cerró: el agua dejó de salir.

       –Qué bien, eh –dijo la señora Brun. Hizo como que buscaba algo en el vanitory.

       –¿Todo en orden? –dijo el plomero, que acababa de entrar en el baño.

       –Sí –dijo el muchacho.

       –¡Ay, Dios mío! –dijo la señora Brun. El plomero y el muchacho la miraron–. Si lo dejé acá, podría jurarlo –dijo con tono de angustia; esperó que le preguntaran algo, pero no–. Es que soy tan distraída, no tengo remedio. ¿Ustedes, por casualidad, no habrán visto un colgantito sobre la mesada?

       Los dos hombres dijeron que no.

       –Ay, me quiero matar. Tenía un valor sentimental tan grande para mí. Me lo regaló mi marido cuando nos casamos, era de su madre, pobre, murió tan joven.

       –¿No lo habrá dejado en otro lado, señora? –dijo el plomero, un poco impaciente.

       –No, seguro que no.

       –Bueno, después lo busca bien –dijo el plomero–. Nosotros ya terminamos.

       Es un cínico, pensó la señora Brun que le iba a decir a su amiga Silvina, pero yo ya lo tenía todo bien pensado; la cuestión era darles la oportunidad de que lo devolvieran.

       –Dígame –dijo–, ¿no se puede haber caído por el desagüe de la pileta?

       El plomero se encogió de hombros.

       –Como poder, puede –dijo–. Depende del tamaño.

       –Era chiquito –se apuró a decir la señora Brun. Total, si el tipo lo tenía en su poder no le iba a decir, no señora, yo sé que es enorme.

       –Y, entonces puede –dijo el plomero.

       –¿Usted no sería tan amable de fijarse? Yo mientras les preparo un cafecito.

       El plomero intercambió con el ayudante una mirada que no escapó a la perspicacia de la señora Brun.

       –Con algo fresco es suficiente, señora –dijo el plomero.

       Ella se fue para la cocina. Pensó que era muy hábil de su parte dejarlos solos. Había que darles tiempo. Si no eran ladrones profesionales, capaz que se conmovían y, cuando ella volvía con los vasos, le decían: Acá lo tiene; estaba en el desagüe.

       –¿Y? –dijo cuando volvió con los vasos.

       El hombre había sacado la rejillita de la bacha.

       –Acá no se ve –dijo.

       –Pero qué contratiempo –dijo la señora Brun–. Fíjese que no puede haber desaparecido.

       El plomero la miró inamistosamente.

       –No, señora –dijo–, desaparecer no desaparece nada en este mundo.

       –Entonces en algún lado tiene que estar –dijo la señora Brun.

       –Y sí –dijo el plomero; miró la hora.

       –¿Dónde? –dijo la señora Brun–. ¿Dónde le parece que puede estar?

       –Y, si se fue con el agua capaz que está en el sifón.

       –Ay, ¿no lo puede buscar ahí?

       –¿Ahí, dónde? –dijo el plomero.

       –En el sifón.

       El plomero se encogió de hombros.

       –Poder, puedo, señora. Pero hay que sacar la pileta entera.

       –No importa –dijo la señora Brun–, no sabe lo importante que es para mí ese colgantito. Yo se lo agradecería tanto.

       –Señora, a ver si nos entendemos: usted no va a tener que agradecerme. Yo hago lo que me pida, y después le cobro. Es mi trabajo.

       –Claro, hombre, claro que es su trabajo. Faltaba más. Yo los dejo acá tranquilos. Saquen todo lo que tengan que sacar. Seguro que en el momento menos pensado me dan una buena noticia. Yo voy a andar por ahí cerca. Cualquier cosita me llaman.

       Y qué querías que hiciera, pensó que le habría dicho a su amiga Silvina, ahora que ya llegué hasta este punto, tengo que darles la última oportunidad, ¿no te parece? Encima el tipo me mira con una cara de asesino… Qué sabe una cómo reacciona esta gente.

       Caminó nerviosamente entre el escritorio y el living, escuchando los golpes. Se desvivía por entrar en el baño, pero no: tenía que darles tiempo para que lo conversasen entre ellos, capaz que recapacitaban: había leído que aun los peores criminales guardan un gramo de sentimiento.

       Cuando los golpes dejaron de oírse entró en el baño: su hermoso vanitory con tapa de mármol estaba en el suelo, y había agujeros en los azulejos.

       La señora Brun juntó las palmas como si rogara.

       –Díganme que lo encontraron –dijo.

       –Lamentablemente no, señora –dijo el plomero.

       Ella se enfureció; pensó que esto ya se estaba pasando de castaño oscuro.

       –¡Pero es imposible! –dijo con tono autoritario–. ¡Yo lo dejé acá, sobre esta mesada! ¡Revisen bien, en algún lado tiene que estar!

       –Seguro, sí, en algún lado tiene que estar –dijo con calma el plomero.

       Es un hombre perverso, pensó la señora Brun que le iba a decir a su amiga Silvina; goza atormentándome pero yo no me voy a rendir así nomás.

       –Y entonces, ¿qué solución me da? –dijo.

       El plomero, ahora sin el menor disimulo, clavó en la señora Brun una mirada fría y feroz.

       –Podemos romper el baño hasta llegar a la caja, si quiere, a ver si en algún sector del caño aparece al fin su colgantito.

       Quiere matarme, pensó la señora Brun. Me miraba con esa cara de asesino, pensó que le diría a su amiga Silvina, y yo me di cuenta de que, si llegaba a contradecirlo, me iba a matar.

       –Sí, rompa, rompa –dijo–. Si me garantiza que así va a aparecer.

       –Sí, señora, va a aparecer –dijo el plomero con ferocidad muy controlada–. Todo aparece tarde o temprano.

       La señora Brun lo miró con miedo.

       –¿Pero si tampoco entonces lo encuentran? –dijo, desesperada.

       El plomero clavó los ojos en ella.

       –Si rompemos hasta la caja y tampoco lo encontramos, ¿sabe lo que podemos hacer? –hizo una pausa. Matarla, pensó la señora Brun que iba a decir el plomero–. Vamos a seguir rompiendo hasta que lleguemos al río. Seguro que si no aparece acá, en el río va a tener que estar, ¿no le parece? Lo importante es que encontremos su colgantito.

       –El río, tiene razón, el río –dijo la señora Brun, borracha de terror–. Seguro que si no está acá, en el río va a aparecer –con disimulo se fue desplazando hacia la puerta del baño–. Rompan, por favor, rompan hasta el río. Tranquilos, eh, trabajen muy tranquilos, que yo me voy a dormir. Sírvanse lo que gusten, mi marido después les paga.

       Se encerró en el dormitorio en el momento justo en que empezaban los golpes. Se tomó una pastilla para dormir y se acostó. Apenas apoyó la cabeza se acordó de que la lágrima de diamante la había escondido ahí, debajo de la almohada, a los apurones porque el plomero había tocado el timbre justo cuando se la estaba sacando. Era un hecho que, si la lágrima estaba, su marido nunca iba a entender qué necesidad había de romper todo el baño, así que se levantó, fue hasta el balcón, y tiró la lágrima bien lejos, para que no volviera. Pensó si esto se lo contaría o no a su amiga Silvina.

       Los golpes se oían cada vez más fuertes de modo que, antes de acostarse de nuevo, se puso algodones en los oídos. Ahora sí, que rompieran todo lo que quisieran. Hasta dar con la caja, o hasta llegar al río, o hasta que, de ese mundo seguro y confortable del que había disfrutado la señora Brun, no quedara piedra sobre piedra.

domingo, 17 de septiembre de 2023

Ahora de May Sarton

Ahora me convierto en mí. Está

llevando tiempo, muchos años y lugares.

Me disolvieron y agitaron,

usé la cara de otra gente,

corrí como loca, como si el Tiempo estuviera ahí,

tremendamente viejo, gritando su advertencia,

«Apúrate, o te vas a morir  antes de-»

(¿Qué? ¿Antes de alcanzar la mañana?

¿Antes de que esté claro el final del poema?

¿O de amar a resguardo entre los muros de la ciudad?)

Ahora a quedarme quieta, estar ahí,

¡sentir mi propio peso y densidad!

La sombra negra en el papel

es mi mano; la sombra de una palabra

mientras el pensamiento da forma a quien la forma

cae pesadamente sobre la página, se deja oír.

Ahora todo se funde, ocupa su lugar

del deseo a la acción, de la palabra al silencio.

Mi trabajo, mi amor, mi cara, mi tiempo

reunidos en el gesto intenso

de crecer como una flor.

Despacio como fruta que madura

fértil, se separa y siempre se agota

y cae, pero no agota a la raíz,

Así es el poema, puede dar,

crece en mí para volverse el canto,

hecho para y por el amor.

Ahora hay tiempo y Tiempo es joven.

Oh, en esta sola hora vivo

toda yo y no me muevo.

¡Yo, la perseguida, que corría como loca,

me quedo quieta, quieta y detengo al sol!

viernes, 8 de septiembre de 2023

Flash

 Me detuve.

El reloj no marcó la hora

La campanada sonó desigual.

El gato me mira,

Debería avanzar en la carretera,

pero ni la rueda ni vos estan.

Todo vive pinchado,

en mi cuerpo las agujas se pierden.

Los segundos que miro al norte,

los segundos que esperan,

a que alguien me aplaste

y mi cuerpo me abandone

Atascado entre las piedras

y salir a la hora de la cena

en el noticiero flash.

jueves, 7 de septiembre de 2023

libro

Entre las líneas
De lo que mí mente
Recuerda y extraña.
Entre las palabras
Que mí infancia replica,
Siempre un libro encontró
La magia en mí vida.
Fueron el cobijo de la noche
Me dieron el hábito de soñar.
Tristemente,
Solo recuerdo el título
"Cuentos para dormir
O para despertar fantasías".
Una mañana solo supe
Que se perdió 
lloré y aún lo lloró.
Ojalá alguien esa vez te haya encontrado,
Ojalá ayudes a alguien más a soñar,
Ojala algún día 
nos volvamos a encontrar.

lunes, 4 de septiembre de 2023

Amigos por el viento, de Liliana Bodoc

A veces, la vida se comporta como un viento: desordena y arrasa. Algo susurra pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta lo que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojo con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve mas rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresara la calma.

Así ocurrio el día que se papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso. Yo recuerdo la puerta que se cerró detras de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio.

– Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
– Me parece bien – mentí.

Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:

– No me lo estás deciendo muy convencida…
– Yo no tengo que estar convencida.
– ¿Y eso que significa? – preguntó la mujer que más preguntas me hizo en mi vida.

Me vi obligada a levantar los ojos del libro:

– Significa que es tu cumpleaños, y no el míó – respondí.

La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte.

– Se van a entender bien – dijo mamá -. Juanjo tiene tu edad.

La gata, único ser que entendía mi desolación, salto sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros. Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disimuladas como estalactitas en el congelador, disfrazadas de pedacitos de cristal. «Se me acaba de romper una copa», inventaba mamá, que, contal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrozas hechicerías.

Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, apareciá un tal Ricardo y todo volvía a peligrar.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo. Despues pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no pude conseguir.

– Me voy a arreglar un poco – dijo mamá mirandose las manos. – Lo u´nico que falta es que lleguen y me encuentren hecha un desastre.
– ¿Qué te vas a poner? – le pergunté en un supremo esfuerzo de amor.
– El vestido azul.

Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo que me esperaba.
Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue quedarián pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con tal de desmerecer a mi gata.
Pude verlo por mi casa transitando con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, aún más que ninguna otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones.

– ¡Mamá! – grité pegada a la puerta del baño.
– ¿Que pasa? – me respondió desde la ducha.
– ¿Cómo se llaman esas palabras que parecen ruidos?

El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo esperaba.

– ¿Palabras que parecen ruidos? – repitió.
– Sí. – Y aclaré -: Plum, Plaf, Ugg…

¡Ring!

– Por favor – dijo mamá -, estan llamando.

No tuve más remedio que abrir la puerta.

– ¡Hola! – dijeron las rosas que traía Ricardo.
– ¡Hola! – dijo Ricardo asomado detrás de las rosas.

Yo mira a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta una remera ridícula y un pantalón que le quedaba corto.
Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba a ella. Y el azul les quedaba muy bien a sus cejas espesas.


– Podrían ir a escuchar música a tu habitación – sugirió la mujer que cumplía años, deseperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había tragado todo para matar por afixia a los invitados.

Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él se sentó en la otra. Sin dudas, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su propiedad. Y yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de preguntas:

– ¿Cuánto hace que se murió tu mamá?

Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo.

– Cuatro años – contestó.

Pero mi rabia no se conformó con eso:

– ¿Y cómo fue? – volví a preguntar.

Esta vez, entrecerró los ojos.
Yo esperaba oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada.

– Fue… fue como un viento – dijo.

Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida?

– ¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados? – pregunté.
– Sí, es ese.
– ¿Y también susurra…?
– Mi viento susurraba – dijo Juanjo -. Pero no entendí lo que decía.
– Yo tampoco entendí. – Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza.

Pasó un silencio.

– Un viento tan fuerte que movió los edificios – dijo él -. Y éso que los edificios tienen raíces…

Pasó una respiración.

– A mí se me ensuciaron los ojos – dije.

Pasaron dos.

– A mí también.
– ¿Tu papá cerró las ventanas? – pregunté.
– Sí.
– Mi mamá también.
– ¿ Por qué lo habrán echo? – Juanjo parecía asustado.
– Debe de haber sido para que algo quedara en su sitio.

A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.

– Si querés vamos a comer cocadas – le dije.

Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quiza ya era tiempo de abrir las ventanas.