jueves, 17 de agosto de 2023

Cambie de Clarice Lispector

Cambie, pero comience despacio, la dirección es más importante que la velocidad.

Siéntese en otra silla, del otro lado de la mesa, más tarde cambie de mesa.

Cuando salga intente caminar por el otro lado de la calle. Después cambie de camino, camine por otras calles, con calma, observando los lugares por donde pasa.

Tome otros ómnibus. Cambie por un tiempo el estilo de su ropa. Regale sus viejos zapatos. Camine descalzo algunos días.

Tómese una tarde entera para pasear libremente por la playa o por el parque, escuchando el canto de los pájaros. Mire al mundo desde otras perspectivas.

Abra y cierre los cajones y las puertas con la otra mano. Duerma del otro lado de la cama, después intente dormir en otras camas.

Mire otros programas de TV, compre otros diarios, lea otro tipo de libros.

No haga del hábito un estilo de vida.

Ame la novedad.

Duérmase más tarde.

Duérmase más temprano.

Aprenda una palabra nueva cada día en otro idioma.

Corrija su postura.

Coma un poco menos, elija comidas diferentes, nuevos condimentos, nuevos

colores, nuevas delicias.

Intente lo nuevo todo el día, el nuevo lugar, el nuevo método, el nuevo sabor, el nuevo modo, el nuevo placer, el nuevo amor, la nueva vida.

Intente.

Busque nuevos amigos. Haga nuevas relaciones.

Almuerce en otros lugares, vaya a otros restaurantes, tome un nuevo tipo de bebida, compre pan en otra panadería.

Almuerce más temprano, cene más tarde o viceversa.

Elija otro mercado… otra marca de jabón, otra crema dental… báñese en nuevos horarios.

Use lapiceras de otros colores.

Vaya a pasear a otros lugares.

Ame mucho, cada vez más, de modos diferentes.

Cambie de cartera, de billetera, de valijas, cambie de auto, compre nuevos anteojos, escriba otras poesías.

Tire los relojes viejos, quiebre delicadamente esos horrorosos despertadores.

Abra una cuenta en otro banco.

Vaya a otros cines, otros peluqueros, otros teatros, visite nuevos museos.

Cambie.

Acuérdese que la vida es una sola.

Y piense seriamente en conseguir otro trabajo, una nueva ocupación, un empleo más light, más placentero, más digno, más humano.

Si usted no encuentra razones para ser libre, invéntelas. Sea creativo.

Y aproveche para hacer un viaje relajado, largo y si es posible sin destino. Experimente cosas nuevas.

Cambie nuevamente. Experimente otra vez.

Usted seguramente conocerá cosas mejores y cosas peores que las que ya conoce, pero no es eso lo que importa.

Lo más importante es el cambio, el movimiento, el dinamismo, la energía.

Sólo lo que está muerto no cambia!

sábado, 12 de agosto de 2023

Orfandad de Ines Arredondo

 Creí que todo era este sueño: sobre una cama dura, cubierta por una blanquísima sábana, estaba yo, pequeña, una niña con los brazos cortados arriba de los codos y las piernas cercenadas por encima de las rodillas, vestida con un pequeño batoncillo que descubría los cuatro muñones.

La pieza donde estaba era a ojos vistas un consultorio pobre, con vitrinas anticuadas. Yo sabía que estábamos a la orilla de una carretera de Estados Unidos por donde todo el mundo, tarde o temprano, tendría que pasar. Y digo, estábamos porque junto a la cama, de perfil, había un médico joven, alegre, perfectamente rasurado y limpio. Esperaba.

Entraron los parientes de mi madre: altos, hermosos, que llenaron el cuarto de sol y de bullicio. El médico les explico:

-Sí, es ella. Sus padres tuvieron un accidente no lejos de aquí y ambos murieron, pero a ella pude salvarla. Por eso puse el anuncio, para que se detuvieran ustedes.

Una mujer muy blanca, que me recordaba vivamente a mi madre, me acarició las mejillas.

-¡Qué bonita es!

-¡Mira qué ojos!

-¡Y ese pelo rubio y rizado!

Mi corazón palpitó con alegría. Había llegado el momento de los parecidos, y en medio de aquella fiesta de alabanzas no hubo ni una sola mención a mis mutilaciones. Había llegado la hora de la aceptación: yo era parte de ellos.

Pero por alguna razón misteriosa, en medio de sus risas y parloteo, fueron saliendo alegremente y no volvieron la cabeza.

Luego vinieron los parientes de mi padre. Cerré los ojos. El doctor repitió lo que dijo a los primeros parientes:

-¿Para qué salvó eso?

-Es francamente inhumano.

-No, un fenómeno siempre tiene algo de sorprendente y hasta cierto punto chistoso.

Alguien fuerte, bajo de estatura, me asió por los sobacos y me zarandeó.

-Verá usted que se puede hacer algo más con ella.

Y me colocó sobre una especie de riel suspendido entre dos soportes.

-Uno, dos, uno, dos.

Iba adelantando por turnos los troncos de mis piernas en aquel apoyo de equilibrista, sosteniéndome por el cuello del camisoncillo como a una muñeca grotesca. Yo apretaba los ojos.

Todos rieron.

-¡Claro que se puede hacer algo más con ella!

-¡Resulta divertido!

Y entre carcajadas soeces salieron sin que yo los hubiera mirado.

-Cuando abrí los ojos, desperté.

Un silencio de muerte reinaba en la habitación oscura y fría. No había médico, ni consultorio, ni carretera. Estaba aquí. ¿Por qué soñé en Estados Unidos? Estoy en el cuarto interior de un edificio. Nadie pasaba ni pasaría nunca. Quizá nadie pasó antes tampoco.

Los cuatro muñones y yo, tendidos en una cama sucia de excremento.

Mi rostro horrible, totalmente distinto al del sueño: las facciones son informes. Lo sé. No puedo tener una cara porque nunca ninguno me reconoció ni lo hará jamás.

Alta cocina de Amparo Dávila

 Nacían en tiempo de lluvia, en las huertas. Escondidos entre las hojas, adheridos a los tallos, o entre la hierba húmeda. De allí los arrancaban para venderlos, y los vendían bien caros. A tres por cinco centavos regularmente y, cuando había muchos, a quince centavos la docena. En mi casa se compraban dos pesos cada semana, por ser el platillo obligado de los domingos y, con más frecuencia, si había invitados a comer. Con este guiso mi familia agasajaba a las visitas distinguidas o a las muy apreciadas. “No se pueden comer mejor preparados en ningún otro sitio”, solía decir mi madre, llena de orgullo, cuando elogiaban el platillo.

Recuerdo la sombría cocina y la olla donde los cocinaban, preparada y curtida por un viejo cocinero francés; la cuchara de madera muy oscurecida por el uso y a la cocinera, gorda, despiadada, implacable ante el dolor. Aquellos gritos desgarradores no la conmovían, seguía atizando el fogón, soplando las brasas como si nada pasara. Desde mi cuarto del desván los oía chillar. Siempre llovía. Sus gritos llegaban mezclados con el ruido de la lluvia. No morían pronto. Su agonía se prolongaba interminablemente.

Yo pasaba todo ese tiempo encerrado en mi cuarto con la almohada sobre la cabeza, pero aun así los oía. Cuando despertaba, a medianoche, volvía a escucharlos. Nunca supe si aún estaban vivos, o si sus gritos se habían quedado dentro de mí, en mi cabeza, en mis oídos, fuera y dentro, martillando, desgarrando todo mi ser. A veces veía cientos de pequeños ojos pegados al cristal goteante de las ventanas. Cientos de ojos redondos y negros. Ojos brillantes, húmedos de llanto, que imploraban misericordia. Pero no había misericordia en aquella casa. Nadie se conmovía ante aquella crueldad. Sus ojos y sus gritos me seguían y, me siguen aún, a todas partes. Algunas veces me mandaron a comprarlos; yo siempre regresaba sin ellos asegurando que no había encontrado nada. Un día sospecharon de mí y nunca más fui enviado. Iba entonces la cocinera. Ella volvía con la cubeta llena, yo la miraba con el desprecio con que se puede mirar al más cruel verdugo, ella fruncía la chata nariz y soplaba desdeñosa.

Su preparación resultaba ser una cosa muy complicada y tomaba tiempo. Primero los colocaba en un cajón con pasto y les daban una hierba rara que ellos comían, al parecer con mucho agrado, y que les servía de purgante. Allí pasaban un día. Al siguiente los bañaban cuidadosamente para no lastimarlos, los secaban y los metían en la olla llena de agua fría, hierbas de olor y especias, vinagre y sal. Cuando el agua se iba calentando empezaban a chillar, a chillar, a chillar… Chillaban a veces como niños recién nacidos, como ratones aplastados, como murciélagos, como gatos estrangulados, como mujeres histéricas… Aquella vez, la última que estuve en mi casa, el banquete fue largo y paladeado.