lunes, 6 de noviembre de 2023

Cuál es mi esencia y donde se encuentra. (soy)

Si al mirarme en un espejo

Me podría dibujar por una línea de puntos

¿Cuál sería mi relleno? 

¿De qué color sería ese espacio de ser?

Destaparía mi cabeza

Me abriría cuál botella

Dejaría salir mi perfume interior.

¿Qué otra cosa somos más que un aroma?

Un paraíso encerrado en un empaque

sin rotulador 

sin etiquetas

Porque *ser* es a veces

descartar otras opciones

Y hay días que quiero *no ser*.

domingo, 5 de noviembre de 2023

Ragtime (tiempo rasgado)

La oscuridad perdía su último vestigio mientras la órbita danzaba su baile gravitatorio y el brillo inundaba de a poco cada objeto de la calle. Los postes de luz se iban a descansar luego de su ardua jornada y el murmullo de las aves se despertaban a la vida. Ya nadie recuerda el ruido del disparo como un cañón. En una ciudad tan marcada por la prostitución y la mafia no hay razones para alarmarse ante nada. 

La aurora pronto iluminará el carmesí de la sangre en la avenida. Los policías retirarán los dos cuerpos que yacen sin vida y que, extrañamente, no portan armas ni dinero. Anotarán, en una gastada libreta, sus descripciones: Un hombre herido de bala, con un sombrero de ala ancha, un gabán y un diente de oro. Una mujer, apuñalada, con un viejo abrigo y una cartera. Sí tan solo no estuvieran ocupados con ese borracho, persistente y obstinado, que no deja de cantar, desafinado y a viva voz una melodía, mezcla de salsa y jazz, molestando a los peatones.

jueves, 2 de noviembre de 2023

LA DIFERENCIA ENTRE LOS ESCRITORES Y EL RESTO DE LAS PERSONAS

¿Qué distingue a los escritores del común de las personas? No se trata de superioridad, sino de una perspectiva única y la habilidad para comunicarla. A continuación, exploraremos las diferencias que, desde mi punto de vista, hacen que los escritores sean singulares en su forma de interpretar y transmitir la realidad.

1. Observación enriquecida: Los escritores tienen un don para la observación. Ven más allá de lo evidente y encuentran belleza en los detalles cotidianos. Mientras la multitud podría pasar de largo por un mercado abarrotado, un escritor podría notar la interacción entre un anciano vendedor de frutas y un niño curioso, y convertirlo en una historia conmovedora.

2. Imaginación desbordante: Los escritores son arquitectos de mundos imaginarios. Pueden crear universos enteros a partir de un destello de inspiración. Un ejemplo es la autora Ursula K. Le Guin, quien dio vida a los mundos intrigantes de "La Mano Izquierda de la Oscuridad", explorando la sexualidad y la identidad en un contexto alienígena.

3. Empatía profunda: La empatía es una cualidad distintiva de los escritores. Pueden ponerse en la piel de sus personajes y explorar sus emociones desde adentro. La novela "Los pilares de la Tierra" de Ken Follett es un ejemplo de esto, ya que nos sumerge en la vida y las luchas de personas en la Inglaterra medieval.

4. Maestros de la Comunicación: Los escritores son expertos en la elección de palabras precisas para transmitir sus pensamientos y emociones. Sus descripciones pueden pintar vívidas imágenes en la mente del lector. Un ejemplo es la poesía de Langston Hughes. Él fue uno de los mayores exponentes de la Harlem Renaissance de los años veinte y también, más tarde, el principal representante de la cultura afro-americana, que tuvo en él no sólo a uno de sus más brillantes poetas sino a un incansable protagonista y divulgador. A través de sus escritos y de sus intervenciones públicas tuvo como principal objetivo el progreso social y civil de la población de color de Estados Unidos.

5. Perseverancia y autodisciplina: La escritura requiere tenacidad y autodisciplina. Los escritores enfrentan bloqueos creativos, revisiones incesantes y, a menudo, la necesidad de enfrentar el rechazo. Un ejemplo de esto es Margaret Atwood, cuya dedicación a la escritura ha producido obras distinguidas como "El cuento de la criada".

En resumen, la diferencia entre los escritores y el resto de las personas no radica en la superioridad, sino en su habilidad para observar, imaginar, empatizar, comunicar y perseverar. Los escritores enriquecen nuestra comprensión del mundo y nos invitan a explorar la complejidad de la existencia desde diversas perspectivas. Son narradores de historias, creadores de mundos y, en última instancia, guardianes de la emoción y el asombro en el lenguaje escrito

Por último, es importante agregar que, aunque algunas personas pueden tener ciertas aptitudes innatas, la mayoría de las diferencias entre los escritores y el resto de las personas se pueden adquirir y mejorar con la práctica y la dedicación. La escritura es una habilidad que se nutre con la experiencia y el esfuerzo continuo, y cualquier persona interesada en convertirse en un escritor puede desarrollar estas cualidades a lo largo del tiempo.

Miguel Angel Russo Lovera

jueves, 21 de septiembre de 2023

La desconocida del mar de Francisco Tario

 Ha transcurrido un tiempo y Aurelia, a instancias de su marido, consiente al fin en abandonar la finca, en busca de aires más propicios y saludables, instalándose, al cabo de varios días de viaje, en un pequeño chalet alquilado a orillas del mar. No lejos existe un balneario de moda y la estación veraniega se encuentra en pleno auge. Sin embargo, el bullicio de la gente, la sensación íntima del bienestar ajeno y el propio mar, luminoso y excesivo, no logran sino acentuar visiblemente su profunda melancolía. Sobresaltada por toda suerte de remordimientos y alucinaciones, acúsase injustamente de la catástrofe acaecida.

Mas descubre allí, una mañana de tantas, en la playa, al hombre que con el tiempo tan importante significación habría de tener en su vida. El único que lograría, temporalmente, destruir en ella la fantasmal imagen del hijo muerto. No llegará a hablarle, acercársele, cambiar con él una sola palabra, pues su marido la acompaña siempre, limitándose exclusivamente a sostener aquel juego del renovado y ocasional encuentro con el desconocido. Y a merced que pasan los días, una íntima e invencible alegría asoma a sus ojos, levanta su espíritu, exalta su ánimo; un interés desusado y creciente hacia aquel hombre descubre a su alma que misteriosa e irremediablemente se ha enamorado. Admite, por cierto, cuán sencilla y enigmática es la vida y con qué poca cosa el corazón humano se conforma. Aurelia acepta tácitamente que podría haber continuado así siempre; siempre. No pedía más.

Ya el amor ha sometido a su alma, se extravía y confunde en aquel amor, y este amor, si no compartido, precisa al menos ser comunicado a alguien. ¿Comunicado? ¿A quién? Y resuelve escribir una carta, que terminaría asimismo por resultarle fatal. Es a una amiga, y termina así: “¡Soy feliz! ¡Feliz! ¿Te sorprende? Aunque no sepa determinar muy claramente en qué consiste mi felicidad. Por lo pronto, escríbeme, repróchame, injúriame, dime algo… háblame de este amor.” Y la súplica final y urgente: “Destruye esta carta, te lo ruego. Tú comprenderás por qué.”

Tal vez la transformación del ánimo de Aurelia o la insistente y familiar presencia del desconocido despertaran sospechas en el marido; o quizás no. Jamás Aurelia penetrará debidamente sus sentimientos. Pero una tarde, y sin previo aviso, le anuncia a ella que deben partir. Ya termina la temporada, el tiempo es cada vez más desapacible y los veraneantes comienzan a emigrar.

En cuanto al desconocido, trátase de un hombre medianamente joven, también casado, cuya mujer y dos hijos habitan en la ciudad. Para él, ciertamente, tampoco ha pasado inadvertida la presencia de la bella desconocida, por quien un interés particular e inesperado comienza a despertar en su alma. No se ha enamorado, no; mas le divierte y atrae observar diariamente a la mujer, acecharla, seguir incluso los interrumpidos giros de sus conversaciones escuchadas al azar, construir y ordenar caprichosamente la ignorada y secreta vida de la misteriosa mujer. Le halaga y exalta tropezarse hoy con su mirada, descubrirla a lo lejos en la playa, caminar hacia él, desaparecer. Cada pormenor de aquella vida le ofrece una emoción distinta, un aspecto nuevo y atrayente, singular. Y en ocasiones, por las tardes, pasea ingenuamente frente a su chalet.

Mas he aquí que la mañana en que descubre de pronto que la desconocida se ha marchado, su vida se desploma repentina e incomprensiblemente. Está solo. Y aquel lugar tan luminoso y plácido, aquel mar tan ruidoso y azul, se transforma, en virtud de la súbita soledad, en el más lóbrego y aborrecible rincón, del que quisiera escapar a toda costa. Las tardes son ventosas y frías y las avenidas aparecen desiertas. El mundo, igualmente, es lóbrego y sombrío. Acepta, pues, inevitablemente que él también se ha enamorado.

El tiempo adelanta y los últimos veraneantes están por partir. El mar es grueso y opresivo y nuestro hombre vaga taciturno y confuso. No posee el menor indicio de la mujer que se fue, no dispone de nadie a quien recurrir. Se fue, y esto es cuanto le alcanza. E inventa, como un trivial paliativo a su soledad presente, alquilar él mismo el pequeño chalet desocupado: el que ocupara ella. Así se sentirá más próximo a la mujer, penetrará ilusoriamente en su vida y su espíritu descansará más tranquilo en compañía de la invisible presencia.

Y una tarde, del modo más inesperado, una carta dirigida a Aurelia le trae la más sorprendente noticia que pudiera imaginar en sus tormentosos días. Es la respuesta de la amiga ausente a la reciente carta de Aurelia. ¡De suerte que ella lo amaba! ¡De suerte que había sido amado por ella! Amaba, por consiguiente, a un fantasma y era amado a la recíproca por el fantasma desaparecido. No tiene ya qué hacer, sino regresar cuanto antes. La carta le ha revelado, al menos, que la desconocida vive en la misma ciudad que él. Y regresa.

Su hogar, sencillo y tranquilo, lo acoge ruidosamente. Mas él no pertenece ya más a ese mundo, su mundo se ha vuelto lejano y extraño, misterioso. Su hogar no le dice nada. Su anterior mundo desapareció para él. E inicia, como un vagabundo o un sonámbulo, la estúpida y colosal búsqueda de la mujer desaparecida a través de la inquietante ciudad…

…Y el ojo del espectador, infinitamente más penetrante que el de ellos mismos, seguirá paso a paso la extenuante marcha de este hombre en busca de lo que ha perdido. Y veremos, frecuentemente, cuán próximos durante ese tiempo estuvieron de encontrarse, ya en una esquina o una avenida, en un teatro al cual uno de ellos deja inexplicablemente de asistir, en una tienda donde un pequeño incidente retrasa o anticipa la salida de él o de ella. En fin, el espectador será testigo de ese juego de azar que nos impulsa o detiene, sin entender nunca ni remotamente por qué.

La vida de Aurelia, en tanto, continúa aparentemente su curso normal; mas alentada asimismo por una lúcida y secreta esperanza. También busca. También fracasa.

Al fin, cierta tarde, sobreviene el encuentro del modo más imprevisto y propicio. Y no es el encuentro de dos personas extrañas y ajenas, sino de dos seres solitarios a quienes un grave y doloroso amor ha unido. No hay, pues, dudas en su encuentro, resistencias o titubeos. Se toman del brazo y continúan. Es el amor. Y al amor se entregan, a partir de aquella tarde, en una suerte de delirio efímero y sin sentido, que nadie mejor que ellos advierte cuán fugaz ha de ser. Es como si tomaran de cada minuto transcurrido la magnitud del breve tiempo de que consta, tratando desesperadamente de aplazarlo y continuarlo hasta la eternidad.

Se suceden las entrevistas, las citas del amor doloroso e imposible, destinado a terminar. Ya conocen sus vidas y entreven su destino. “Te amo, sí –le revela ella–, y con eso basta. No espero nada. No me prometas nada. De nada serviría.” Esta desbocada pasión origina en Aurelia una especie de presentimiento de no sabe qué males mayores que habrán de sobrevenir. Fue feliz una vez, cuando su hijo vivía, y no lo será más. La felicidad –advierte– acude una sola vez, pero jamás vuelve. Y su felicidad se ha perdido. Lo presiente. “¡Mi vida está destruida –le confiesa una tarde–, mas destruida y todo te pertenece a ti!” Sabe que por aquel amor mentirá; y miente. Que por aquel amor traicionará; y traiciona. Y se ve obligada a recurrir a las más sucias mentiras, a los más innobles recursos para prolongar aquel amor un día más, uno solo. Entiende muy claramente que, perdido este amor, su vida se derrumbará definitivamente por segunda y última vez.

Mas el espectador nuevamente volverá a seguir ahora a estos tres infortunados destinos, sin que ellos se percaten. Podrá advertir, por ejemplo, cómo el esposo de Aurelia reconstruye hechos, establece pormenores y examina acontecimientos que le revelarán sin duda la existencia del amor prohibido. Y el espectador verá igualmente –ellos, nunca– cómo, cuando los amantes se consideraban más a salvo, mayor era su riesgo y la inminente ruina que llamaba a su puerta. No obstante, en el hogar de Aurelia ni el más leve incidente parece turbar el curso ordinario de los días. En silencio, y consigo mismo, su marido contempla también con asombro el derrumbe de su propia vida. Ni un solo reproche, ni la más simple palabra acusadora pronunciará. Aún más, adviértese –o al menos esta impresión produce– que su amor por la joven esposa crece en él de día en día, nutriéndose de fuerzas oscuras y desconocidas.

Y cuando el espectador confirme que fatalmente la traición de Aurelia ha sido puesta en claro, escuchará al marido decirle una noche: “Volveremos a la finca. Es preciso.” Cabe preguntarse, entonces: ¿Maldad? ¿Temor? ¿Dolor ante la inminente pérdida? ¡La finca! Jamás ha vuelto Aurelia a la finca; no quiere volver más. La había olvidado. Y esta visión repentina de la inmensa casa solitaria, del silencioso lago asesino, traen a su memoria las épocas más tormentosas de su vida. Se niega; a la finca, no; nunca. ¿Qué pretende él? –continúa el espectador preguntándose. ¿Ponerla tal vez a salvo? ¿Torturarla inicuamente quizá? ¿Señalarle tácitamente el verdadero camino a seguir? ¿Intentar de algún modo la dudosa recuperación?

Transcurren los días. Es la última entrevista de los amantes. Tampoco ellos saben esto. Piensan que la separación es temporal; pero nunca más volverán a verse. “Volverás y entonces…” “¿Entonces qué?” –pregunta ella. Y ella misma se responde: “Entonces, nada. ¡Ya lo sé!” Sabe muy bien que no se pertenecerán nunca; que hermosas y trágicas vidas tiran de ellos en dos direcciones contrarias: los hijos vivos de él. El hijo muerto de ella. Imposible.

Ya van Aurelia y su esposo de regreso a la finca. La actitud de él es hermética, impasible, por demás tranquila: como cuando la conoció y tomó. Como lo fue siempre. Ni una simple alusión, ni una réplica. Sin embargo, una línea de su rostro, solo una, a bordo del tren, basta para revelarle a ella la atroz verdad: su marido lo sabe todo, todo, y por eso la ha hecho regresar. El silencio de él, su inalterabilidad ante la verdad espantosa, la llenan de terror. Es un repentino y oscuro pánico el suyo que le anuncia que ha de morir. Lo entiende de sobra: a eso la llevan. Y ya una vez en la finca, por entre los viejos y melancólicos árboles, a lo largo de los espaciosos salones, dondequiera, percibe cómo la muerte la acecha implacablemente, pronta a precipitarse sobre ella. Cada ruido le anuncia algo; cada silencio le previene un riesgo; cada palabra es un símbolo fatal. Y él estará siempre presente, enigmático e inmutable. Siempre él allí, su marido, amenazador y austero. Piensa ella que no le será posible resistir un día más.

Se resuelve al cabo: debe huir. Huir con aquel y le escribe. ¿Huir? –se pregunta, perpleja. ¿Pero huir… de qué? ¿Hacia qué? No tiene significado su vida. Mas es preciso escapar, evadirse a cualquier precio de la tortura infinita, de la monstruosa e interminable espera. Y le escribe: “Lo he decidido, sí. El viernes estaré contigo y seré tuya para siempre. ¡Espérame!” Resueltamente, Aurelia no resistirá más.

En las sombras, sigilosa y trémula, dispone y prepara la huida. Calcula, medita, comprueba; examina toda posibilidad. Mas la última noche en la finca –la que pensaba ella que sería la última– marcará ya para siempre su destino, y no será ciertamente la última, sino la primera de otra nueva existencia aborrecible y oscura. Todo está a punto en la noche señalada: la casa en silencio; todos duermen. Y Aurelia baja lenta, quizá demasiado lentamente, pues los segundos cuentan, y sale al jardín. Allí se siente más libre y joven, en la perfumada noche. Avanza. El camino está expedito. Mas de pronto –ha caminado unos pasos bajo los árboles– descubre que una luz, ¡su luz!, se enciende e ilumina una ventana. Se detiene atónita, mira. E intenta correr. Y en la ventana, inmóvil, aparece su sombra: la sombra inmensa de él. Oye o cree oír una voz aquí y allá que la reclama, pronunciando repetidamente su nombre: la voz siniestra de quien la mira, la voz del niño olvidado, la propia voz del lago; la voz de su destino. Duda aún, ¿qué debe hacer? Avanza otro poco más, otro poco. Ya está abierta la gran verja de la finca. Un paso más y será libre. Solamente un paso es lo que necesita. Y la sombra en la ventana continúa inmóvil. Aurelia se resuelve a salir; va a hacerlo. Pero no lo hará; nunca, nunca. Trágicamente derrotada, increíblemente sola, regresa paso a paso hacia la casa. Todo ha terminado; es el fin. La muerte en vida que la reclama. La herencia definitiva de la soledad. La soledad de muerte que la atará tanto como dure su vida a la profundidad tenebrosa del asesino lago que no la dejó partir.

Cuando penetra en la casa y cierra tras ella la puerta, una suave y alegre brisa nocturna agita las silenciosas aguas del lago, y en la ventana, misteriosamente, vuelve a apagarse la luz.

martes, 19 de septiembre de 2023

Contestador de Liliana Heker

 Los artefactos no me son propicios. Puedo resolver con cierta elegancia un sistema de ecuaciones con incógnitas y ni siquiera le temo al producto vectorial, pero basta que ensaye multiplicar veintitrés por ocho en una vulgar calculadora de bolsillo para que cifras altamente improbables invadan la pantallita y, pese a mis intentos desesperados, perseveren en quedarse ahí. Para decirlo de una vez por todas, aun la más arcaica de las batidoras eléctricas tiende a insubordinarse apenas la toco.

       Pero el contestador era otra cosa para mí. Lo creía un artefacto benévolo, un amortiguador gentil entre el mundo exterior y yo. Confieso que mi primer -remoto- contacto con uno de ellos no fue amable: yo estaba llamando por teléfono a un poeta melancólico; olvidé (o no tuve en cuenta) que además era veterinario. Luego de unos segundos irrumpió su voz, sólo que solemne y odiosa, y dijo: “Soy el contestador telefónico del doctor Julio César Silvain; tiene treinta segundos para contarme su problema”.

       Ahora las cosas han cambiado. Sin que nada lo haga prever, Bach o Los Redonditos pueden irrumpir en nuestra oreja y atenuarnos toda angustia, y una voz amistosa o seductora, o el escueto anuncio: “Flacos, no estoy o mezarpé; llamen después”, anticipan con bastante aproximación qué vamos a encontrar cuando por fin nos atienda un humano.

       Conscientes de esta cualidad anticipatoria, Ernesto y yo, apenas tuvimos un contestador pusimos singular esmeroen la grabación. Verano porteño fue el resultado de un análisis minucioso: yo redacté el mensaje (distante pero cordial) y él lo leyó con voz grata.

       Todo parecía benigno. No sólo por la libertad que el contestador nos otorgaría en el futuro y por su virtud poética —¿no hay cierta belleza en la sucesión arbitraria de mensajes, en el contraste a veces violento entre los tonos y los propósitos de unos y otros?-; era benigno sobre todo por la esperanza. Sí. Aunque nunca hablábamos de eso, nos pasaba que al regresar de un viaje o de una mera tarde fuera de casa, apenas activábamos el playback había un suspenso, un instante brevísimo pero embriagador en el que los dos sabíamos que una noticia afortunada podía saltar sobre nosotros y catapultarnos a la alegría. Cierto que muchas veces un acreedor o una madre nos traían tristemente a la realidad, pero quién nos quitaba ese instante privilegiado en que el mensaje era puro futuro y la felicidad podía estar al acecho.

       Hasta que el lunes 28 de abril todo cambió. Llegamos a casa, apretamos el playback y, como siempre, esperamos la salvación. Justo después del mensaje de un estudioso de Texas apareció la voz. Era una voz de mujer, sonriente y aliviada, como de quien se ha liberado de una carga pertinaz. Decía: “Nico, habla Amanda; lo estuve pensando todos estos meses y tenías razón: no podemos vivir separados. Llamame”. Me inquieté; era evidente que Amanda no dudaba del amor de Nico, ¿cuánto tardaría en deponer su orgullo y volver a llamar (esta vez al número correcto) así se aclaraba todo? Después me olvidé, hasta que el miércoles, mientras me estaba bañando, volví a escuchar la voz: “Nico, habla Amanda; hace dos días que estoy...”. Salí chorreando del baño; cuando llegué al teléfono Amanda había cortado. El mensaje del sábado ya aportaba algunos detalles oscuros sobre el carácter de Nico; según Amanda, él también había hecho lo suyo para que esto terminara, ¿qué se venía a hacer el ofendido ahora? Ernesto y yo nos miramos con desaliento; el amor es un estado excelso e infrecuente, no podíamos dejar que estos dos se desencontraran. Decidimos desconectar el contestador y quedarnos en casa todo el fin de semana. Inútil: Amanda no llamó. Dos veces, eso sí, atendí yo y me cortaron con violencia; el mensaje del martes nos indicó que mi voz no había hecho más que empeorar las cosas. Probó Ernesto; durante dos días se dedicó nada más que a atender el teléfono con voz desdibujada pero, al parecer, Amanda también le cortó a él. Creí entender la razón: a esta altura, ella no tenía el menor interés en facilitarle las cosas a Nico. Si estaba en casa, que se tomase el trabajo de llamar él, qué diablos, si todavía creía que este amor “tan exaltado por él en otros tiempos” (tonito irónico de Amanda) seguía valiendo la pena.

       El quinto mensaje nos decidió: era desolador y vengativo. Se están destruyendo, dijimos. Había que idear una solución. Calculamos que, si Amanda recordaba mal el número, era probable que el teléfono de Nico se pareciera al nuestro. Empezamos por variar un número cada vez. Cuarenta y cinco posibilidades, y otras diez incluyendo aquellas características que podrían confundirse con la de casa. Nos llevó dos días.

       Encontramos a dos personas llamadas Nicolás, pero no conocían a ninguna Amanda. En dieciocho casos nos respondió un contestador. Nos pareció que ahí lo más sencillo sería que yo misma, imitando lo mejor que podía la voz de Amanda, grabase el primer mensaje. Por Amanda, cada vez más despiadada, supimos que mi mensaje no había llegado a destino. Encaramos la variación simultánea de dos cifras. Para ordenar el trabajo hice un cálculo previo: hay 6.075 combinaciones posibles, sin contar las variantes por característica. A razón de sesenta llamados por día, antes de cuatro meses terminábamos. El amor de esos dos y la recuperación de nuestra alegría, ¿no valían el esfuerzo? Ernesto se encargó de los humanos; yo, de grabar el primer mensaje en los contestadores.

       Todo en vano; Amanda seguía registrando pormenores cada vez más oprobiosos sobre los hábitos de Nico. Un día Ernesto tuvo lo que creyó una revelación. Dijo:

       —No sé si yo hubiese contestado al primer llamado de Amanda. Al fin y al cabo, fue ella la que lo dejó.

       Me agobió el porvenir pero tuve que darle la razón. Mientras seguíamos avanzando con los primerizos empecé a grabar, en los contestadores ya registrados y con odio creciente, los mensajes sucesivos de Amanda. Mientras, su ferocidad seguía aumentando en nuestro propio contestador. Ayer tuve un desfallecimiento. El mensaje de Amanda aludía a un suceso particularmente repugnante de la relación entre ellos dos.

       —No hay nada que hacer —le dije a Ernesto—; Amanda, a esta altura, ya no podría volver con Nico. Ahora lo único que quiere es destruirlo.

       Nos miramos con fatiga. Habíamos entendido que era inútil seguir buscando a Nico; aunque lo encontrásemos ya nada detendría los mensajes sangrientos de Amanda. Entonces recibimos un nuevo mensaje en el contestador. Era una voz de mujer, sonriente y aliviada. Decía: “Nico, habla Amanda; lo estuve pensando todos estos meses y tenías razón, no podemos vivir separados. Llamame”. No era la voz de Amanda: la conozco demasiado bien. Era la imitación de mi propia voz imitándola. Dios, alguien a quien yo había llamado (y cuántos vendrían detrás) iniciaba el infructuoso trabajo de unir a Amanda y Nico. Algo irreparable está desencadenado. Ahora, el acto de escuchar los mensajes del contestador da miedo: ¿con cuál etapa del odio de Amanda nos vamos a encontrar? Ya no hay paz para nosotros.

lunes, 18 de septiembre de 2023

Delicadeza de Liliana Heker

 La señora Brun estaba terminando de arreglarse para ir a visitar a su amiga Silvina cuando advirtió que, por el surtidor del bidet, salía un poco de agua. Trató de cerrar bien las canillas pero no dio resultado. Las abrió a fondo para luego cerrarlas con el envión pero, por más que apretó, el chorro de agua caliente salía con tanta presión que casi llegaba al techo.

       Volvió a abrir y cerrar la canilla de agua caliente; fue inútil: el chorro seguía saliendo. El baño entero estaba mojado y lleno de vapor y ella misma estaba empapada, de modo que no le quedó más remedio que cerrar la llave de paso del agua caliente, cambiarse de ropa y ponerse a la tarea de conseguir un plomero.

       Nada fácil. El que siempre venía a su casa tenía trabajo comprometido para tres días, el del consorcio no dispondría de tiempo hasta la tarde siguiente. Por fin, un plomero cuyo teléfono le acababa de pasar el portero de al lado le dio su palabra de que iba a estar ahí en media hora.

       La señora Brun bajó a preguntarle al portero de al lado si el plomero era de confianza.

       –No lo conozco, señora –le dijo el portero–, pero hoy en día, ni en la madre de uno se puede confiar.

       No era muy alentador pero ¿qué salida le quedaba? Llamó a su amiga Silvina y le contó el contratiempo.

       –Por ahí es una cosa de nada y puedo ir más tarde –le dijo.

       Precavida, guardó bajo llave la billetera y las joyas; también llamó a su marido para contarle el incidente y avisarle que estaba por venir un plomero al que no conocía. Ante cualquier situación anómala, su marido sabría a qué atenerse.

       El plomero, un hombre enjuto de unos cincuenta años, llegó a la media hora, como había dicho. Lo que no le cayó muy bien a la señora Brun fue que viniera acompañado por otro, un muchacho grandote de pelo largo y enrulado, recogido en una cola de caballo.

       –Ay, no sabía que iba a traerse un ayudante –dijo con mucha cordialidad–. Como parece un trabajo tan sencillito…

       –Todavía no lo vimos, señora –dijo cortante el plomero.

       Parece un tipo con pocas pulgas, pensó la señora Brun. Los condujo a los dos hasta el baño y explicó el problema.

       –¿Dónde está la llave de paso? –dijo el plomero.

       –¿Necesita abrirla? –la mirada del plomero la desalentó. Se apuró a decir–: Claro, claro, no se preocupe, ahora voy.

       Fue hasta la cocina y abrió la llave de paso. Volvió y el agua salía a chorros. El ayudante manipulaba algo con una especie de llave inglesa, el plomero le daba indicaciones.

       –Ay, me está empapando todo el baño –dijo la señora Brun.

       –Es agua, señora –dijo el plomero–. Después se seca.

       Ella suspiró.

       –¿Le parece que...?

       –Ahora hay que cerrar la llave de paso –dijo el plomero.

       Ella fue corriendo, cerró la llave, y volvió.

       –Necesito un trapo –dijo el plomero.

       Fue a buscar un trapo. Cuando lo trajo, el plomero estaba trabajando.

       –Secá un poco, por favor –le dijo al ayudante–. Es el cuerito del agua caliente –le dijo a la señora Brun–, pero además está rota la transferencia. ¿Sabía que estaba rota?

       –No –dijo ella–, siempre anduvo perfectamente.

       –¿Perfectamente? –dijo el plomero–. ¿Podía pasar del surtidor central a los chorros laterales?

       –La verdad que no.

       –Entonces no andaba perfectamente. Es la transferencia.

       –¿Y va a demorar mucho el arreglo?

       –Una media hora. Lo que sí, voy a tener que probar varias veces con la llave de paso. Mejor me dice dónde está.

       A la señora Brun la insistencia del plomero le dio mala espina pero consideró preferible no contrariarlo. Con esta gente nunca se sabe, pensó que le iba a decir a su amiga Silvina cuando le contase, y lo guió hacia la cocina. Esperó. El plomero abrió la llave de paso, le gritó algo al ayudante, que le contestó, y al fin la cerró.

       –¿Lo acompaño hasta el baño? –dijo la señora Brun.

       El plomero la miró de manera inamistosa.

       –Conozco el camino –dijo.

       Ella esperó a que el hombre se alejase y fue hasta el escritorio desde donde, al menos, podía ver la puerta del baño. Tenía ganas de llamar a su amiga Silvina para contarle lo antipático que era el plomero, pero al fin decidió que lo mejor era no llamarla: con la puerta abierta los hombres la iban a escuchar y si cerraba no iba a poder vigilar la puerta del baño. No es que les esté encima, pensó que le hubiese dicho a Silvina; no me gusta eso de andar vigilando a la gente que trabaja, pero este plomero es un tipo tan raro, y encima con ese ayudante… Decime vos si el tipo tenía necesidad de traer un ayudante. Vieras qué manera de insistir en que la llave de paso la tenía que manejar él, ¿qué le iba a decir? Así que ahí lo tengo, circulando de acá para allá como Pancho por su casa.

       Fue hasta el baño.

       –Y, ¿cómo va eso? –preguntó con jovialidad.

       –Bien –dijo el plomero–, en seguida va a estar.

       –Ay, qué suerte, entonces voy a hacer a tiempo para ir a lo de mi amiga, pobre, está inmovilizada con un esguince de tobillo.

       No hubo comentarios al respecto, ni por parte del plomero ni por parte del ayudante, así que la señora Brun esperó un poco y al fin se fue al dormitorio a preparar la ropa: pensaba cambiarse en cuanto se fuera el plomero, así se iba en seguida a lo de su amiga Silvina. Sacó del alhajero los aros que se iba a poner y fue en ese momento cuando se acordó de la cadenita con la lágrima: la había dejado en el botiquín del baño. como hacía siempre antes de entrar a la ducha. Trató de serenarse: el plomero no habría tenido ningún motivo para abrir el botiquín.

       Fue hasta el baño y se quedó en la puerta; no quería parecer ansiosa.

       –Y, ¿todo bien?–dijo–, ¿ya van terminando?

       –Así es, señora –dijo el plomero.

       –¿Después ya se van a su casa a descansar?

       –Todavía no –dijo el ayudante.

       –Ay, qué trabajo ingrato –dijo la señora Brun–, siempre alguna urgencia de último momento. Si me permiten, voy a buscar una cosita.

       Entró en el baño y abrió el botiquín. Un hálito de pavor la recorrió de cuerpo entero: la lágrima no estaba.

       Sin muchas esperanzas echó un vistazo a su alrededor por si había quedado sobre el vanitory o en alguna repisa. Nada. En el piso. Nada.

       –Ay –involuntariamente exclamó.

       El plomero la miró.

       –¿Le pasa algo? –dijo.

       –No, nada, es que me acordé de una cosa –dijo, y salió del baño.

       Claro que estoy segura, pensó que le hubiese dicho a su amiga Silvina, siempre la dejo ahí antes de ducharme (por las dudas, iba registrando el alhajero, la cómoda, la mesita de luz), justamente la guardo en el botiquín para que no pueda caerse, imaginate, es un diamante de tres quilates. No, claro que no la uso para todos los días, te creés que estoy loca, con la inseguridad que hay; sólo para alguna salida especial, y siempre que vaya con Ricardo. Por eso justamente es que me la pongo cuando estoy en casa, que no hay ningún riesgo. Si no, cuándo la voy a usar. Y yo adoro esa lágrima.

       Había terminado de buscar en todos los lugares posibles y nada. Qué tenía que hacer ahora. Por supuesto no puedo plantarme ahí y decirle “usted me robó mi lágrima”, pensó que le habría dicho a su amiga Silvina. Por delicadeza, te das cuenta, vos no podés ir así como así y acusar a un tipo de ladrón si no tenés pruebas. Además tiene un carácter… Capaz que se le sube la mostaza y me da un mazazo en la cabeza. Y ahí sí que te quiero ver, escopeta. Encima son dos; conmigo desmayada en cinco minutos me desvalijan la casa y si te he visto no me acuerdo.

       La señora Brun estaba de pie en mitad del hall, preguntándose cómo debía actuar; por mucha delicadeza que tuviera, tampoco podía permitir que el plomero, así como así, se llevara su diamante. Muy probable que el tipo ni siquiera fuese un ladrón profesional: lo había visto en el botiquín, se había dado cuenta del valor que tenía, y ahí nomás lo había manoteado. En ese momento la señora Brun empezó a ver claro: lo que debía hacer era darle una oportunidad al tipo para que lo devolviera. Pegó un grito. De golpe, el plomero había aparecido ante sus ojos.

       –¡A dónde va! –le gritó.

       El hombre la miró, un poco sorprendido.

       –A abrir la llave de paso –dijo.

       –Ay, sí, claro, perdone: es que estaba pensando en otra cosa –dijo la señora Brun.

       Caminó hasta el baño repasando lo que iba a decir. El muchacho de los rulos estaba manipulando la canilla de la transferencia.

       –Abrí –se escuchó el grito del plomero desde la cocina.

       El muchacho abrió la canilla de agua caliente. Salió un razonable chorro de agua. Hizo girar la transferencia: el agua salió por abajo. Cerró: el agua dejó de salir.

       –Qué bien, eh –dijo la señora Brun. Hizo como que buscaba algo en el vanitory.

       –¿Todo en orden? –dijo el plomero, que acababa de entrar en el baño.

       –Sí –dijo el muchacho.

       –¡Ay, Dios mío! –dijo la señora Brun. El plomero y el muchacho la miraron–. Si lo dejé acá, podría jurarlo –dijo con tono de angustia; esperó que le preguntaran algo, pero no–. Es que soy tan distraída, no tengo remedio. ¿Ustedes, por casualidad, no habrán visto un colgantito sobre la mesada?

       Los dos hombres dijeron que no.

       –Ay, me quiero matar. Tenía un valor sentimental tan grande para mí. Me lo regaló mi marido cuando nos casamos, era de su madre, pobre, murió tan joven.

       –¿No lo habrá dejado en otro lado, señora? –dijo el plomero, un poco impaciente.

       –No, seguro que no.

       –Bueno, después lo busca bien –dijo el plomero–. Nosotros ya terminamos.

       Es un cínico, pensó la señora Brun que le iba a decir a su amiga Silvina, pero yo ya lo tenía todo bien pensado; la cuestión era darles la oportunidad de que lo devolvieran.

       –Dígame –dijo–, ¿no se puede haber caído por el desagüe de la pileta?

       El plomero se encogió de hombros.

       –Como poder, puede –dijo–. Depende del tamaño.

       –Era chiquito –se apuró a decir la señora Brun. Total, si el tipo lo tenía en su poder no le iba a decir, no señora, yo sé que es enorme.

       –Y, entonces puede –dijo el plomero.

       –¿Usted no sería tan amable de fijarse? Yo mientras les preparo un cafecito.

       El plomero intercambió con el ayudante una mirada que no escapó a la perspicacia de la señora Brun.

       –Con algo fresco es suficiente, señora –dijo el plomero.

       Ella se fue para la cocina. Pensó que era muy hábil de su parte dejarlos solos. Había que darles tiempo. Si no eran ladrones profesionales, capaz que se conmovían y, cuando ella volvía con los vasos, le decían: Acá lo tiene; estaba en el desagüe.

       –¿Y? –dijo cuando volvió con los vasos.

       El hombre había sacado la rejillita de la bacha.

       –Acá no se ve –dijo.

       –Pero qué contratiempo –dijo la señora Brun–. Fíjese que no puede haber desaparecido.

       El plomero la miró inamistosamente.

       –No, señora –dijo–, desaparecer no desaparece nada en este mundo.

       –Entonces en algún lado tiene que estar –dijo la señora Brun.

       –Y sí –dijo el plomero; miró la hora.

       –¿Dónde? –dijo la señora Brun–. ¿Dónde le parece que puede estar?

       –Y, si se fue con el agua capaz que está en el sifón.

       –Ay, ¿no lo puede buscar ahí?

       –¿Ahí, dónde? –dijo el plomero.

       –En el sifón.

       El plomero se encogió de hombros.

       –Poder, puedo, señora. Pero hay que sacar la pileta entera.

       –No importa –dijo la señora Brun–, no sabe lo importante que es para mí ese colgantito. Yo se lo agradecería tanto.

       –Señora, a ver si nos entendemos: usted no va a tener que agradecerme. Yo hago lo que me pida, y después le cobro. Es mi trabajo.

       –Claro, hombre, claro que es su trabajo. Faltaba más. Yo los dejo acá tranquilos. Saquen todo lo que tengan que sacar. Seguro que en el momento menos pensado me dan una buena noticia. Yo voy a andar por ahí cerca. Cualquier cosita me llaman.

       Y qué querías que hiciera, pensó que le habría dicho a su amiga Silvina, ahora que ya llegué hasta este punto, tengo que darles la última oportunidad, ¿no te parece? Encima el tipo me mira con una cara de asesino… Qué sabe una cómo reacciona esta gente.

       Caminó nerviosamente entre el escritorio y el living, escuchando los golpes. Se desvivía por entrar en el baño, pero no: tenía que darles tiempo para que lo conversasen entre ellos, capaz que recapacitaban: había leído que aun los peores criminales guardan un gramo de sentimiento.

       Cuando los golpes dejaron de oírse entró en el baño: su hermoso vanitory con tapa de mármol estaba en el suelo, y había agujeros en los azulejos.

       La señora Brun juntó las palmas como si rogara.

       –Díganme que lo encontraron –dijo.

       –Lamentablemente no, señora –dijo el plomero.

       Ella se enfureció; pensó que esto ya se estaba pasando de castaño oscuro.

       –¡Pero es imposible! –dijo con tono autoritario–. ¡Yo lo dejé acá, sobre esta mesada! ¡Revisen bien, en algún lado tiene que estar!

       –Seguro, sí, en algún lado tiene que estar –dijo con calma el plomero.

       Es un hombre perverso, pensó la señora Brun que le iba a decir a su amiga Silvina; goza atormentándome pero yo no me voy a rendir así nomás.

       –Y entonces, ¿qué solución me da? –dijo.

       El plomero, ahora sin el menor disimulo, clavó en la señora Brun una mirada fría y feroz.

       –Podemos romper el baño hasta llegar a la caja, si quiere, a ver si en algún sector del caño aparece al fin su colgantito.

       Quiere matarme, pensó la señora Brun. Me miraba con esa cara de asesino, pensó que le diría a su amiga Silvina, y yo me di cuenta de que, si llegaba a contradecirlo, me iba a matar.

       –Sí, rompa, rompa –dijo–. Si me garantiza que así va a aparecer.

       –Sí, señora, va a aparecer –dijo el plomero con ferocidad muy controlada–. Todo aparece tarde o temprano.

       La señora Brun lo miró con miedo.

       –¿Pero si tampoco entonces lo encuentran? –dijo, desesperada.

       El plomero clavó los ojos en ella.

       –Si rompemos hasta la caja y tampoco lo encontramos, ¿sabe lo que podemos hacer? –hizo una pausa. Matarla, pensó la señora Brun que iba a decir el plomero–. Vamos a seguir rompiendo hasta que lleguemos al río. Seguro que si no aparece acá, en el río va a tener que estar, ¿no le parece? Lo importante es que encontremos su colgantito.

       –El río, tiene razón, el río –dijo la señora Brun, borracha de terror–. Seguro que si no está acá, en el río va a aparecer –con disimulo se fue desplazando hacia la puerta del baño–. Rompan, por favor, rompan hasta el río. Tranquilos, eh, trabajen muy tranquilos, que yo me voy a dormir. Sírvanse lo que gusten, mi marido después les paga.

       Se encerró en el dormitorio en el momento justo en que empezaban los golpes. Se tomó una pastilla para dormir y se acostó. Apenas apoyó la cabeza se acordó de que la lágrima de diamante la había escondido ahí, debajo de la almohada, a los apurones porque el plomero había tocado el timbre justo cuando se la estaba sacando. Era un hecho que, si la lágrima estaba, su marido nunca iba a entender qué necesidad había de romper todo el baño, así que se levantó, fue hasta el balcón, y tiró la lágrima bien lejos, para que no volviera. Pensó si esto se lo contaría o no a su amiga Silvina.

       Los golpes se oían cada vez más fuertes de modo que, antes de acostarse de nuevo, se puso algodones en los oídos. Ahora sí, que rompieran todo lo que quisieran. Hasta dar con la caja, o hasta llegar al río, o hasta que, de ese mundo seguro y confortable del que había disfrutado la señora Brun, no quedara piedra sobre piedra.

domingo, 17 de septiembre de 2023

Ahora de May Sarton

Ahora me convierto en mí. Está

llevando tiempo, muchos años y lugares.

Me disolvieron y agitaron,

usé la cara de otra gente,

corrí como loca, como si el Tiempo estuviera ahí,

tremendamente viejo, gritando su advertencia,

«Apúrate, o te vas a morir  antes de-»

(¿Qué? ¿Antes de alcanzar la mañana?

¿Antes de que esté claro el final del poema?

¿O de amar a resguardo entre los muros de la ciudad?)

Ahora a quedarme quieta, estar ahí,

¡sentir mi propio peso y densidad!

La sombra negra en el papel

es mi mano; la sombra de una palabra

mientras el pensamiento da forma a quien la forma

cae pesadamente sobre la página, se deja oír.

Ahora todo se funde, ocupa su lugar

del deseo a la acción, de la palabra al silencio.

Mi trabajo, mi amor, mi cara, mi tiempo

reunidos en el gesto intenso

de crecer como una flor.

Despacio como fruta que madura

fértil, se separa y siempre se agota

y cae, pero no agota a la raíz,

Así es el poema, puede dar,

crece en mí para volverse el canto,

hecho para y por el amor.

Ahora hay tiempo y Tiempo es joven.

Oh, en esta sola hora vivo

toda yo y no me muevo.

¡Yo, la perseguida, que corría como loca,

me quedo quieta, quieta y detengo al sol!

viernes, 8 de septiembre de 2023

Flash

 Me detuve.

El reloj no marcó la hora

La campanada sonó desigual.

El gato me mira,

Debería avanzar en la carretera,

pero ni la rueda ni vos estan.

Todo vive pinchado,

en mi cuerpo las agujas se pierden.

Los segundos que miro al norte,

los segundos que esperan,

a que alguien me aplaste

y mi cuerpo me abandone

Atascado entre las piedras

y salir a la hora de la cena

en el noticiero flash.

jueves, 7 de septiembre de 2023

libro

Entre las líneas
De lo que mí mente
Recuerda y extraña.
Entre las palabras
Que mí infancia replica,
Siempre un libro encontró
La magia en mí vida.
Fueron el cobijo de la noche
Me dieron el hábito de soñar.
Tristemente,
Solo recuerdo el título
"Cuentos para dormir
O para despertar fantasías".
Una mañana solo supe
Que se perdió 
lloré y aún lo lloró.
Ojalá alguien esa vez te haya encontrado,
Ojalá ayudes a alguien más a soñar,
Ojala algún día 
nos volvamos a encontrar.

lunes, 4 de septiembre de 2023

Amigos por el viento, de Liliana Bodoc

A veces, la vida se comporta como un viento: desordena y arrasa. Algo susurra pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta lo que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojo con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve mas rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresara la calma.

Así ocurrio el día que se papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso. Yo recuerdo la puerta que se cerró detras de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio.

– Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
– Me parece bien – mentí.

Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:

– No me lo estás deciendo muy convencida…
– Yo no tengo que estar convencida.
– ¿Y eso que significa? – preguntó la mujer que más preguntas me hizo en mi vida.

Me vi obligada a levantar los ojos del libro:

– Significa que es tu cumpleaños, y no el míó – respondí.

La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte.

– Se van a entender bien – dijo mamá -. Juanjo tiene tu edad.

La gata, único ser que entendía mi desolación, salto sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros. Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disimuladas como estalactitas en el congelador, disfrazadas de pedacitos de cristal. «Se me acaba de romper una copa», inventaba mamá, que, contal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrozas hechicerías.

Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, apareciá un tal Ricardo y todo volvía a peligrar.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo. Despues pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no pude conseguir.

– Me voy a arreglar un poco – dijo mamá mirandose las manos. – Lo u´nico que falta es que lleguen y me encuentren hecha un desastre.
– ¿Qué te vas a poner? – le pergunté en un supremo esfuerzo de amor.
– El vestido azul.

Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo que me esperaba.
Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue quedarián pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con tal de desmerecer a mi gata.
Pude verlo por mi casa transitando con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, aún más que ninguna otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones.

– ¡Mamá! – grité pegada a la puerta del baño.
– ¿Que pasa? – me respondió desde la ducha.
– ¿Cómo se llaman esas palabras que parecen ruidos?

El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo esperaba.

– ¿Palabras que parecen ruidos? – repitió.
– Sí. – Y aclaré -: Plum, Plaf, Ugg…

¡Ring!

– Por favor – dijo mamá -, estan llamando.

No tuve más remedio que abrir la puerta.

– ¡Hola! – dijeron las rosas que traía Ricardo.
– ¡Hola! – dijo Ricardo asomado detrás de las rosas.

Yo mira a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta una remera ridícula y un pantalón que le quedaba corto.
Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba a ella. Y el azul les quedaba muy bien a sus cejas espesas.


– Podrían ir a escuchar música a tu habitación – sugirió la mujer que cumplía años, deseperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había tragado todo para matar por afixia a los invitados.

Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él se sentó en la otra. Sin dudas, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su propiedad. Y yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de preguntas:

– ¿Cuánto hace que se murió tu mamá?

Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo.

– Cuatro años – contestó.

Pero mi rabia no se conformó con eso:

– ¿Y cómo fue? – volví a preguntar.

Esta vez, entrecerró los ojos.
Yo esperaba oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada.

– Fue… fue como un viento – dijo.

Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida?

– ¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados? – pregunté.
– Sí, es ese.
– ¿Y también susurra…?
– Mi viento susurraba – dijo Juanjo -. Pero no entendí lo que decía.
– Yo tampoco entendí. – Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza.

Pasó un silencio.

– Un viento tan fuerte que movió los edificios – dijo él -. Y éso que los edificios tienen raíces…

Pasó una respiración.

– A mí se me ensuciaron los ojos – dije.

Pasaron dos.

– A mí también.
– ¿Tu papá cerró las ventanas? – pregunté.
– Sí.
– Mi mamá también.
– ¿ Por qué lo habrán echo? – Juanjo parecía asustado.
– Debe de haber sido para que algo quedara en su sitio.

A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.

– Si querés vamos a comer cocadas – le dije.

Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quiza ya era tiempo de abrir las ventanas.

jueves, 17 de agosto de 2023

Cambie de Clarice Lispector

Cambie, pero comience despacio, la dirección es más importante que la velocidad.

Siéntese en otra silla, del otro lado de la mesa, más tarde cambie de mesa.

Cuando salga intente caminar por el otro lado de la calle. Después cambie de camino, camine por otras calles, con calma, observando los lugares por donde pasa.

Tome otros ómnibus. Cambie por un tiempo el estilo de su ropa. Regale sus viejos zapatos. Camine descalzo algunos días.

Tómese una tarde entera para pasear libremente por la playa o por el parque, escuchando el canto de los pájaros. Mire al mundo desde otras perspectivas.

Abra y cierre los cajones y las puertas con la otra mano. Duerma del otro lado de la cama, después intente dormir en otras camas.

Mire otros programas de TV, compre otros diarios, lea otro tipo de libros.

No haga del hábito un estilo de vida.

Ame la novedad.

Duérmase más tarde.

Duérmase más temprano.

Aprenda una palabra nueva cada día en otro idioma.

Corrija su postura.

Coma un poco menos, elija comidas diferentes, nuevos condimentos, nuevos

colores, nuevas delicias.

Intente lo nuevo todo el día, el nuevo lugar, el nuevo método, el nuevo sabor, el nuevo modo, el nuevo placer, el nuevo amor, la nueva vida.

Intente.

Busque nuevos amigos. Haga nuevas relaciones.

Almuerce en otros lugares, vaya a otros restaurantes, tome un nuevo tipo de bebida, compre pan en otra panadería.

Almuerce más temprano, cene más tarde o viceversa.

Elija otro mercado… otra marca de jabón, otra crema dental… báñese en nuevos horarios.

Use lapiceras de otros colores.

Vaya a pasear a otros lugares.

Ame mucho, cada vez más, de modos diferentes.

Cambie de cartera, de billetera, de valijas, cambie de auto, compre nuevos anteojos, escriba otras poesías.

Tire los relojes viejos, quiebre delicadamente esos horrorosos despertadores.

Abra una cuenta en otro banco.

Vaya a otros cines, otros peluqueros, otros teatros, visite nuevos museos.

Cambie.

Acuérdese que la vida es una sola.

Y piense seriamente en conseguir otro trabajo, una nueva ocupación, un empleo más light, más placentero, más digno, más humano.

Si usted no encuentra razones para ser libre, invéntelas. Sea creativo.

Y aproveche para hacer un viaje relajado, largo y si es posible sin destino. Experimente cosas nuevas.

Cambie nuevamente. Experimente otra vez.

Usted seguramente conocerá cosas mejores y cosas peores que las que ya conoce, pero no es eso lo que importa.

Lo más importante es el cambio, el movimiento, el dinamismo, la energía.

Sólo lo que está muerto no cambia!

sábado, 12 de agosto de 2023

Orfandad de Ines Arredondo

 Creí que todo era este sueño: sobre una cama dura, cubierta por una blanquísima sábana, estaba yo, pequeña, una niña con los brazos cortados arriba de los codos y las piernas cercenadas por encima de las rodillas, vestida con un pequeño batoncillo que descubría los cuatro muñones.

La pieza donde estaba era a ojos vistas un consultorio pobre, con vitrinas anticuadas. Yo sabía que estábamos a la orilla de una carretera de Estados Unidos por donde todo el mundo, tarde o temprano, tendría que pasar. Y digo, estábamos porque junto a la cama, de perfil, había un médico joven, alegre, perfectamente rasurado y limpio. Esperaba.

Entraron los parientes de mi madre: altos, hermosos, que llenaron el cuarto de sol y de bullicio. El médico les explico:

-Sí, es ella. Sus padres tuvieron un accidente no lejos de aquí y ambos murieron, pero a ella pude salvarla. Por eso puse el anuncio, para que se detuvieran ustedes.

Una mujer muy blanca, que me recordaba vivamente a mi madre, me acarició las mejillas.

-¡Qué bonita es!

-¡Mira qué ojos!

-¡Y ese pelo rubio y rizado!

Mi corazón palpitó con alegría. Había llegado el momento de los parecidos, y en medio de aquella fiesta de alabanzas no hubo ni una sola mención a mis mutilaciones. Había llegado la hora de la aceptación: yo era parte de ellos.

Pero por alguna razón misteriosa, en medio de sus risas y parloteo, fueron saliendo alegremente y no volvieron la cabeza.

Luego vinieron los parientes de mi padre. Cerré los ojos. El doctor repitió lo que dijo a los primeros parientes:

-¿Para qué salvó eso?

-Es francamente inhumano.

-No, un fenómeno siempre tiene algo de sorprendente y hasta cierto punto chistoso.

Alguien fuerte, bajo de estatura, me asió por los sobacos y me zarandeó.

-Verá usted que se puede hacer algo más con ella.

Y me colocó sobre una especie de riel suspendido entre dos soportes.

-Uno, dos, uno, dos.

Iba adelantando por turnos los troncos de mis piernas en aquel apoyo de equilibrista, sosteniéndome por el cuello del camisoncillo como a una muñeca grotesca. Yo apretaba los ojos.

Todos rieron.

-¡Claro que se puede hacer algo más con ella!

-¡Resulta divertido!

Y entre carcajadas soeces salieron sin que yo los hubiera mirado.

-Cuando abrí los ojos, desperté.

Un silencio de muerte reinaba en la habitación oscura y fría. No había médico, ni consultorio, ni carretera. Estaba aquí. ¿Por qué soñé en Estados Unidos? Estoy en el cuarto interior de un edificio. Nadie pasaba ni pasaría nunca. Quizá nadie pasó antes tampoco.

Los cuatro muñones y yo, tendidos en una cama sucia de excremento.

Mi rostro horrible, totalmente distinto al del sueño: las facciones son informes. Lo sé. No puedo tener una cara porque nunca ninguno me reconoció ni lo hará jamás.

Alta cocina de Amparo Dávila

 Nacían en tiempo de lluvia, en las huertas. Escondidos entre las hojas, adheridos a los tallos, o entre la hierba húmeda. De allí los arrancaban para venderlos, y los vendían bien caros. A tres por cinco centavos regularmente y, cuando había muchos, a quince centavos la docena. En mi casa se compraban dos pesos cada semana, por ser el platillo obligado de los domingos y, con más frecuencia, si había invitados a comer. Con este guiso mi familia agasajaba a las visitas distinguidas o a las muy apreciadas. “No se pueden comer mejor preparados en ningún otro sitio”, solía decir mi madre, llena de orgullo, cuando elogiaban el platillo.

Recuerdo la sombría cocina y la olla donde los cocinaban, preparada y curtida por un viejo cocinero francés; la cuchara de madera muy oscurecida por el uso y a la cocinera, gorda, despiadada, implacable ante el dolor. Aquellos gritos desgarradores no la conmovían, seguía atizando el fogón, soplando las brasas como si nada pasara. Desde mi cuarto del desván los oía chillar. Siempre llovía. Sus gritos llegaban mezclados con el ruido de la lluvia. No morían pronto. Su agonía se prolongaba interminablemente.

Yo pasaba todo ese tiempo encerrado en mi cuarto con la almohada sobre la cabeza, pero aun así los oía. Cuando despertaba, a medianoche, volvía a escucharlos. Nunca supe si aún estaban vivos, o si sus gritos se habían quedado dentro de mí, en mi cabeza, en mis oídos, fuera y dentro, martillando, desgarrando todo mi ser. A veces veía cientos de pequeños ojos pegados al cristal goteante de las ventanas. Cientos de ojos redondos y negros. Ojos brillantes, húmedos de llanto, que imploraban misericordia. Pero no había misericordia en aquella casa. Nadie se conmovía ante aquella crueldad. Sus ojos y sus gritos me seguían y, me siguen aún, a todas partes. Algunas veces me mandaron a comprarlos; yo siempre regresaba sin ellos asegurando que no había encontrado nada. Un día sospecharon de mí y nunca más fui enviado. Iba entonces la cocinera. Ella volvía con la cubeta llena, yo la miraba con el desprecio con que se puede mirar al más cruel verdugo, ella fruncía la chata nariz y soplaba desdeñosa.

Su preparación resultaba ser una cosa muy complicada y tomaba tiempo. Primero los colocaba en un cajón con pasto y les daban una hierba rara que ellos comían, al parecer con mucho agrado, y que les servía de purgante. Allí pasaban un día. Al siguiente los bañaban cuidadosamente para no lastimarlos, los secaban y los metían en la olla llena de agua fría, hierbas de olor y especias, vinagre y sal. Cuando el agua se iba calentando empezaban a chillar, a chillar, a chillar… Chillaban a veces como niños recién nacidos, como ratones aplastados, como murciélagos, como gatos estrangulados, como mujeres histéricas… Aquella vez, la última que estuve en mi casa, el banquete fue largo y paladeado.

domingo, 23 de julio de 2023

Un gato en un piso vacío de Wislawa Szymborska

Morir, eso no se le hace a un gato.

Porque qué puede hacer un gato

en un piso vacío.

Trepar por las paredes.

Restregarse entre los muebles.

Parece que nada ha cambiado

y, sin embargo, ha cambiado.

Que nada se ha movido,

pero está descolocado.

Y por la noche la lámpara ya no se enciende.

Se oyen pasos en la escalera,

pero no son ésos.

La mano que pone el pescado en el plato

tampoco es aquella que lo ponía.

Hay algo aquí que no empieza

a la hora de siempre.


Hay algo que no ocurre

como debería.

Aquí había alguien que estaba y estaba,

que de repente se fue

e insistentemente no está.


Se ha buscado en todos los armarios.

Se ha recorrido la estantería.

Se ha husmeado debajo de la alfombra y se ha mirado.

Incluso se ha roto la prohibición

y se han desparramado los papeles.

Qué más se puede hacer.

Dormir y esperar.


 

Ya verá cuando regrese,

ya verá cuando aparezca.

Se va a enterar

de que eso no se le puede hacer a un gato.

Irá hacia él

como si no quisiera,

despacito,

con las patas muy ofendidas.

Y nada de saltos ni maullidos al principio.

sábado, 22 de julio de 2023

Solicitud

Era una rivalidad como ninguna otra. Algunos podrían decir que era del tipo "fuego contra fuego", pero para mí era "agua contra fuego". Hablo sobre el carácter fuerte de Ernesto y el manso de Fausto. Él, que se prendía a cazar cualquier animal salvaje, y él, un alma llena de paz. Sin conocerlos, incluso, por el color de sus ojos, se podría reafirmar cuál era cuál.

Siempre los miré de lejos cuando vivíamos en el pueblo. Antes de llegar a estos parajes y cruzarnos con su comunidad. Déjeme que avive el fuego y le cuente mi historia.

Soy una bruja, hija de Pachamama. He creado todo tipo de ungüentos y pociones para distintos dolores. Siempre nómade, ninguna tierra es propia en este vasto universo. Sé que no me entenderá, pero tenga presente que viaje tanto y por tantos rincones que, una vez más, me trajeron aquí. Nos trajo aquí.

En aquel pueblo todo lo corriente sucedía una y otra vez. El sol salía y se perdía en el firmamento como mi rutina. Solo escuchaba los murmullos de mis clientes sobre Fausto y Ernesto.

Hasta que apareció ella: Luisa. Su tersa piel y su fino rostro hacía enloquecer a los muchachos más jóvenes, y claro, todos la coqueteaban. Su sola presencia avivó el avispero. Ella los ignoraba y rehuía como el pobre aleteo de un pájaro lastimado, o como una brisa suave y caliente, que contradecía al viento. No pude evitar verla y conocerla. La hospedé ni bien percibí su alma de vendaval.

Por un lado, se hablaba de que iría tras la llama del corazón de Ernesto. Otros la imaginaban más bien atraída por las olas que sacudían la mente de Fausto. Mientras tanto, Luisa se mantenía callada, apenas mostraba su rostro por las ventanas y solo dormía cuando estaba a mi lado en el rancho.

Como se imaginará. Todos los ojos estaban en quién contraería matrimonio con ella. Si esa rivalidad entre Fausto y Ernesto terminaría cuando uno de los dos lograra hacer sonar las campanas de la vieja iglesia. Pero, ¿Quién sería el primero en pedir su mano? ¿A quién le daría el amor ese tornado de emociones?

Luisa pasó unas horas al día conociendo a ambos muchachos. Salía a una fogata en la noche, o a nadar por un lago calmo. Pescar o cazar, leer o mirar el paisaje detrás de las colinas. 

Ernesto y Fausto se cruzaron una mañana justo en la puerta. Escuché como discutieron y como quedaron en encontrarse y poner fin a los problemas. Dictaminaron el lugar, el día y la hora.

El rumor sonó y resonó en cada punta. Esa mañana todos, realmente todos, estaban en la plaza impacientes. Creo que algunos incluso durmieron ahí, para evitar perderse la riña. 

Llegaron casi al compás. Y sin decirse nada, se miraban. Se relojeaban. Casi no pestañeaban. El silencio era aterrador. La gente apenas susurraba la gran incógnita: ¿Usarán puños, cuchillos o pistolas?

¿Cree que me perdería tal espectáculo? Jamás. Me armé de un pequeño vallado y una mesa, Luisa me acompañaba subida a un caballo, y me encargué de armar apuestas. Ella estaba como una recompensa invaluable, hermosa y sonriente. Incitaba y persuadía a la multitud. Todo para que subieran la cantidad de monedas que me entregaban a nombre de uno de los combatientes. Cada monto iba directo hacia una bolsa que acomodaba prolijamente en un potro, el más rápido de mi rancho.

Ernesto y Fausto seguían en su contienda. Callados. Moviéndose lentamente en sintonía. Alejándose un poco, para acercarse luego. Hasta que la distancia se acortó. Uno levanto el ceño. El otro levantó la mirada. Levanto levemente el cuello. Movió un poco la cabeza para atrás. Ante todo el pueblo se dieron un beso. Los brazos se enredaban, se acariciaban, se buscaban. Nadie entendía nada y luego todos entendieron todo.

Las manos que esperaban la pelea se volvieron puños. El silencio fue callado a gritos. Una búsqueda de sangre, de eliminar esa vergüenza. Ya no eran ni serían más aceptados. No había cobijo para tal desgracia. El caballo se puso nervioso, había llegado la hora. Luisa me tendió una mano.

¡Suban! Grite con todas mis fuerzas. El potro se sacudió de golpe cuando sintió a los dos hombres. Cabalgamos y cabalgamos hasta llegar aquí. Porque los conocía y sabía que no seriamos rechazados.

Sí nos permite, Señor alcalde, sería un gusto dejar esa vida atrás y quedarnos. Haremos lo necesario para ayudar a esta comunidad.

 


jueves, 20 de julio de 2023

Biombos de Martina Cruz

 Hace ya un verano en la sala de espera

en una clínica de escalada

un médico sale de la habitación

donde está internado mi viejo

me avisa que el paciente de al lado

con el que comparte habitación

pidió un biombo

un biombo

yo le puse cara de que no entiendo

el médico me explica

un biombo

porque el otro paciente mejora

y lo angustiaba ver a alguien muriendo

que lo angustiaba ver a alguien muriendo


señor, a mí también me angustia ver a alguien muriendo

ver el cuerpo con tumores

las telarañas de venas violetas

que este verde la piel

que los ojos amarillos

que el cuerpo

yo entiendo señor

es angustiante ver a alguien muriendo

pero a mi

a mí me angustia ver a mi viejo morir

que ya no habla

que ya no entiende

que ya no reconoce

que no sabe

no sabe su nombre

no sabe mi nombre

que ya nunca

nunca más verlo caminando por la estación de Temperley

nunca más mirar una película con él

nunca más caminar

nunca más charlar

nunca más me va a mirar


entonces mientras usted pide por favor

un biombo

yo repito y repito en mi cabeza

por favor que no se olvide de mi nombre

por favor que no se olvide de mi nombre

por favor que no se olvide de mi nombre

entonces cuando él dice mi nombre

y me reconoce


pero usted señor no puede escucharlo

ni verlo

porque está del otro lado del biombo

señor usted tampoco vio

cuando llore sonriendo

o cuando rogué

o cuando me desarme

o cuando acepte

cuando repetí

te amo

te amo

te amo

no te vayas

porque usted simplemente estaba del otro lado

y no lo juzgo

yo también quise poner biombos

para que no duela


quise poner un biombo

en la puerta de mis viejos

para no escucharlos gritar

para no ver a mi mamá tirada en la cama

llorando o durmiendo

olvidándose de comer

olvidándose

quise poner un biombo

entre mi cuerpo y los médicos

para que no me digan malas noticias

para que no me digan

que tengo un tumor

que quimio

qué rayos

que un músculo más o uno menos

no hace la diferencia

quise poner un biombo señor

entre los tipos que violaron a mi hermana

y ella

porque quería protegerla de todo

que no le pase nada

de nada

nada

de nada

que no tenga pesadillas con sus voces

que no sienta que es su culpa


un biombo señor

yo también quise poner un biombo

un biombo

tiene que entender que por eso estoy enojada

porque yo no puedo poner un biombo

porque

no hay biombo lo suficientemente grande para tapar la vida


la posta es que no sé si quiero

si hubiera tenido un biombo señor

no hubiera visto a mi vieja levantarse

no hubiera escuchado la frase te curaste

no hubiera visto a mi hermana en la lucha feminista

no hubiera escuchado a mi viejo decir mi nombre así

si hubiera tenido un biombo señor

no tendría idea de lo que es

que me salve escribir una poesía

esta poesía.

domingo, 9 de julio de 2023

tósigo

Me acerco a tocar el timbre y observo que la puerta está abierta. Me imagino que me estaba esperando y entró. El pequeño patio estaba lleno de pequeñas hojas del otoño. Cruzo el zaguán. Ingreso en la primera puerta y la encuentro a la señora, viuda, vestida de negro, en posición de luto, y con un velo de tul que no me permite ver su rostro, sentada en un banco bajo junto a una mesa ratona repleta. Pan tostado a medio comer, mermeladas varias y dulces de etiquetas amarillas, y una taza con una bebida negra junto a un recipiente con azúcar y etiquetado amarillo, que le daba pequeños sorbos cada tanto.

Llevo años trabajando en atender, como cuidador, a abuelitos de la tercera edad y sabía que acompañarla en el duelo no es tarea fácil. Pero la compañía en momentos así ayudan a pasar el grave acontecimiento. 

Es así como me acerque lentamente, me presente con la voz suave para no perturbar su tranquilidad y le conté la razón de mi visita. Dulcemente, me dijo su nombre y me dio indicaciones de que tome asiento.

Mire un poco alrededor mientras buscaba una silla. Era una casita apagada, con muchos muebles de roble y pino de distintas formas y tamaños. Un gran televisor junto a una radio. Una ligera capa de polvillo cubría todo. Muchas fotos familiares que iban desde adolescentes sonriendo hasta adultos mayores en distintos tipos de fiestas. También pequeños adornos que acompañaban a cada imagen. Una pequeña sensación de abandono transmitía la escena. Una nostalgia de años pasados se reposaba entre los cuadros antiguos de paisajes lejanos y desérticos. 

Sobre una mesa lista para almorzar se encontraba algunos envases a medio terminar con etiquetas amarillas. Tazas de café y de té listas junto a una tetera de porcelana. A la derecha del living se encontraba un estrecho pasillo que daba a dos cuartos. Una puerta semiabierta donde se podía observar que era el baño, y una puerta más al fondo, cerrada, que sería la de su habitación.

Conversamos inicialmente del clima. Hice un par de chistes para romper el hielo, podía notar su sonrisa a pesar del velo. La primera hora se pasaba y de a poco me dejaba entrar en su mundo. 

Le pregunté por sus programas de televisión favoritos, qué música escucha en la vieja radio, hace cuanto que vive en aquella casa. De a veces contaba un poco de mí, de lo agradecida de tener este trabajo, de como llegue a conocer distintas personas. Sentí como la soledad  invadía cada respuesta que me daba.

Dijo que se casó a muy corta edad, y daba las gracias de sus casi 60 años de casados. Que recordaba aún a su primer amor, un joven apuesto, de familia rica, que le enviaba cartas y le sonreía desde un Siam Di Tella al que conducía por toda la ciudad. En ese entonces, maldice, el muchacho por la edad y cosas de la época era el prometido de su hermana mayor. Pocos días antes de la boda muere envenenado.

Le pregunto si se supo quién lo asesinó, si salió en las noticias. Hace un silencio incómodo y con un tono bajo, casi en secreto, me confiesa que fue ella. Como si aún quedaran testigos de aquella época o como si hubiera espíritus que la condenarían. Pensé que quizás aún sentía culpa y le pregunto por su hermana, si luego de ello consiguió pretendiente. Ella mira al cielo y luego al suelo. Mi hermana se suicidó el día de su casamiento. Lloré por obligación en su entierro, me dice, peleaban todo el tiempo y no había ningún tipo de apego porque eran en realidad medio hermanas. Su padre, un borracho golpeador, tenía varias mujeres. En otro momento te contaré de él, me dice.

Le comento que me dio sed tanta conversación y que buscaré en la heladera alguna bebida fría. Tomo una botella de agua con etiqueta amarilla y antes de abrirla ella se acerca.
Por primera vez la veo caminar con tanta rapidez para arrebatarla de mis manos. No toques nada con etiquetas, me dice. Está envenenada.
Le pregunto por qué y me dice que es para que tome su marido. Me ha dicho que era viuda, le exclamo. En proceso, responde. Pienso en todas las etiquetas que vi en la casa.
Una puerta del fondo de la casa se cierra con violencia. Es mi marido, me dice.
Le doy las gracias por la conversación y del modo más diplomático posible, me despido. No es mi trabajo atender fantasmas.

viernes, 7 de julio de 2023

Esperar


Llevaban esperando varios años, mirando de lejos, observando todo.
La guerra, el fuego, los gritos. Más y Más. Todo pasaba bajo sus ojos.
Menos y cada vez menos; plantas, animales y suelo.
Finalmente, cuando solo quedó un único ser humano, la nave extraterrestre se lo llevó. 
Por razones éticas lo conservaron en formol.

 

Estimado fantasma:

Me imagino que aún recuerdas cuando calzabas piel y transitabas como todo ser humano las calles grises del invierno.

Yo, por mi parte, no puedo olvidarlo. Ese calor que me inundaba en un abrazo, esa sonrisa con todos los dientes brillantes, y esa picardía de hacerme reír a deshoras. 

Seguro sabe cuanto lo extraño, cuanto lo admiro, aun siendo viento que mi mente dibuja los días tristes.

Y si no me quedan más palabras, sepa humildemente que le quiero como sabana blanca entre mis jardines, como fantasma viendo transitar mi triste vida sin usted.

Saluda Atte. Romiku

martes, 27 de junio de 2023

Los ojos de Celina, por Roberta.

 Cuando vi a esa mujer en mi campo, sabía que tramaba algo. Viví toda mi vida ayudando en la granja y cuidando todo en el terreno de mis padres. Sé que por eso vino esa señora a verme, conocía de mi persona y me veía con buenos ojos. Por eso no me sorprendí cuando a los pocos días apareció con su hijo, el mayor. 

Mis padres vieron su campo, sus regalos y me entregaron fácilmente. 

-Roberta, tenes que casarte con ese hombre. (Más fuerte)

 No esperaba nada distinto. Como ocurre siempre. No conocía nada distinto. Por eso acepté y me fui a vivir con ellos. 

(....) Más de la casa... Creí que no había nada peor que... (Clan)

El pobre hermano menor y como se lo veía de enamorado con la Celina, me cautivo. Incluso creí que pelearía por ella, que cambiaria su vida, pero no. 

La vida siguio.. con sus rigores

Yo tendría tuve mis hijos, cuidaría cuide el campo como había aprendido aprendí y así se los enseñe. Pero no podía dejar de pensar en eso.

(Desplayar) en la barbarie, destinos de Celina.. injusticia 

No podía callar tanto. Cuando escuchaba a la vieja hablar mal de la Celina me daba un revoltijo en el estómago. Y aquella tarde.. 

La bolsa de arpillera que se llevó mi marido de mi casa me dio las pistas que necesitaba. Pobre muchacha. Ellos la asesinaron señor comisario. 

Sorpresa

 Cuando el fantasma toco el timbre en mi portón no me asuste, lo vi más bien como a un pequeño perro vagabundo. Me contó que necesitaba asustar a alguien para poder dejar de caminar y dar vueltas en la nada. Accedí sabiendo bien que soy difícil de asustar. 

Empezó como era de esperarse, apagando y encendiendo las luces de la casa. Luego con ruidos que iban desde puertas cerrándose hasta sillas moviéndose, pero sin cambios. Yo me entretenía, lo tomaba como algo gracioso que me hacía salir de la rutina.

Cuando el fantasma se cansó decidió comunicarme que se daba por vencido.

El grito que pegue, dios mío. Nunca me había asustado tanto en mi vida. Y, por el lado de él, supongo que se marchó al cielo. Se me eriza la piel, la idea de repetirlo. El fantasma, el que se veía tan mágico y amable, me llamo… me llamo señora.

viernes, 16 de junio de 2023

CUENTO EL ARTEFACTO PRECIOSO de Philip K Dick

 Por debajo del helicóptero de Milt Biskle se veían las nuevas tierras fértiles. Había hecho un buen trabajo en esta zona de Marte, floreciente gracias a su reconstrucción del antiguo sistema de riego. La primavera llegaba dos veces al año a este mundo otoñal de arena y sapos saltarines, de un suelo alguna vez reseco y resquebrajado que soportaba el polvo de tiempos pasados, de una desolación monótona y sin agua. Había sido víctima del reciente conflicto entre Prox y la Tierra.

Muy pronto llegarían los primeros inmigrantes terráqueos, harían valer sus derechos y se apoderarían de esos terrenos. Ya se podía retirar. Tal vez pudiera regresar a la Tierra o traer a Marte a su familia, utilizando su prioridad en el otorgamiento de terrenos por su labor como ingeniero reconstructor. El Área Amarilla había progresado mucho más rápido que las de los otros ingenieros. Y ahora esperaba una recompensa.

Inclinándose hacia delante, Milt Biskle presionó el botón de su transmisor de largo alcance.

- Aquí el ingeniero Reconstructor Amarillo - dijo -. Necesito un psiquiatra. Cualquiera estará bien si puede estar disponible inmediatamente.

Cuando Milt Biskle entró en el consultorio, el doctor DeWinter se levantó y le tendió la mano.

- Me han contado - dijo el doctor DeWinter - que usted, de entre los cuarenta ingenieros reconstructores, es el más creativo. No es sorprendente que esté cansado. Incluso Dios tuvo que descansar después de trabajar duramente después de seis días, y usted lo ha estado haciendo durante años. Mientras lo esperaba recibí un memo con noticias de la Tierra que seguramente le interesarán - recogió el memo de su escritorio -. El primer transporte de colonos está a punto de llegar a Marte... y se dirigirán directamente a su área. Felicitaciones, señor Biskle.

Tomando fuerzas, Milt Biskle dijo:

- ¿Qué pasará si regreso a la Tierra?

- Pero si puede hacer que le otorguen terrenos para su familia aquí...

- Quiero que haga algo por mí - dijo Milt Biskle -. Me siento muy cansado, demasiado - hizo un gesto -. O tal vez estoy deprimido. De todos modos, me gustaría que dispusiera las cosas para que mis pertenencias, incluyendo mi planta wug, sean llevadas a bordo de un transporte que esté por partir hacia la Tierra.

- Seis años de trabajo - dijo el doctor DeWinter -. Y de pronto renuncia a su recompensa. Recientemente visité la Tierra y todo está como usted lo recuerda...

- ¿Cómo sabe lo que recuerdo yo?

- Más bien - se corrigió DeWinter suavemente -, quise decir que nada ha cambiado. Superpoblación, departamentos comunitarios donde se hacinan siete familias con una única cocina. Autopistas tan sobrecargadas que casi no se mueves hasta las once de la mañana.

- En lo que a mí respecta - dijo Milt Biskle -, la superpoblación sería un descanso tras seis años trabajando con el equipo robótico autónomo.

Estaba firme en su decisión. A pesar de lo que había logrado aquí, o tal vez precisamente a causa de ello, pretendía regresar a casa contrariando los argumentos del psiquiatra.

El doctor DeWinter agregó:

- ¿Qué pasará si su esposa y sus hijos, Milt, están entre los pasajeros de este primer transporte? - Una vez más tomó un documento de su escritorio cuidadosamente ordenado. Estudió el informe, luego dijo -: Biskle, Fay; Laura C.; June C. Una mujer y dos niñas. ¿Es su familia?

- Sí - admitió en tono seco Milt Biskle y miró directamente al psiquiatra.

- Se da usted cuenta de que no puede regresar a la Tierra. Póngase el pelo y vaya a recibirlos al Campo Tres. Y cámbiese los dientes. Todavía lleva los de acero inoxidable.

Biskle asintió a disgusto. Como todos los terráqueos, había perdido el pelo y los dientes bajo la lluvia radioactiva durante la guerra. En los días de servicio en su solitario trabajo de reconstrucción del Área Amarilla de Marte no usaba la costosa peluca que había traído de la Tierra y, en cuanto a los dientes, personalmente encontraba que los de acero eran más cómodos que la prótesis de plástico de color natural. Eso mostraba cuánto se había alejado de la interacción social. Se sintió vagamente culpable; el doctor DeWinter tenía razón.

Pero se había sentido culpable desde la derrota de los proxitas. La guerra le había dejado una sensación de amargura; no parecía justo que una de las dos culturas que competían tuviera que desaparecer puesto que las necesidades de ambas eran legítimas.

El mismo Marte había sido el centro de los combates. Las dos culturas lo requerían como colonia para establecer allí sus excesos de población. Gracias a Dios, la Tierra se las había arreglado para mostrar la supremacía táctica durante el último año de la guerra... y por lo tanto fueron los terrícolas como él, y no los proxitas, los que reconstruyeron Marte.

- A propósito - dijo el doctor DeWinter -. Conozco sus intenciones en relación a sus colegas, los ingenieros reconstructores.

Milt Biskle le lanzó una súbita mirada.

- De hecho - dijo el doctor DeWinter -, sabemos que en este momento están reunidos en el Área Roja para escucharlo - abrió un cajón de su escritorio y extrajo un yo-yo, se puso de pie y comenzó a manipularlo expertamente e hizo el perrito -. Su discurso es provocado por un ataque de pánico y tendrá como efecto que sospechen que algo anda mal, aunque por lo visto usted no puede decir qué podría ser.

- Ése es un juguete popular en el sistema Prox. Al menos es lo que leí alguna vez en un artículo - dijo Biskle observando el yo-yo.

- Ajá. Creí que era originario de las Filipinas - concentrado, el doctor DeWinter ahora hacía la vuelta al mundo. Le salía muy bien -. Me tomé la libertad de enviar una nota a la reunión de ingenieros reconstructores, dando testimonio de su condición mental. La leerán en voz alta... Siento tener que decírselo.

- Todavía tengo la intención de dirigirme a la reunión - dijo Biskle.

- Bien, entonces se me ocurre un compromiso. Reciba a su familia cuando llegue a Marte, y después dispondremos un viaje a la Tierra para usted. A nuestra cuenta. Y a cambio usted se comprometerá a no dirigirse a la reunión de ingenieros reconstructores o a agobiarlos de la forma que sea con sus nebulosas corazonadas - DeWinter lo miró directamente -. Después de todo, éste es un momento crítico. Están llegando los primeros inmigrantes. No queremos problemas; no queremos que nadie se sienta inquieto.

- ¿Me haría un favor? - preguntó Biskle -. Muéstreme que tiene puesta una peluca. Y que sus dientes son falsos. Solo para estar seguro de que es terrícola.

El doctor DeWinter se quitó la peluca y se extrajo la prótesis de dientes falsos.

- Aceptaré el ofrecimiento - dijo Milt Biskle -, si me prometen que mi mujer obtendrá la parcela de terreno que le he asignado.

Asintiendo, DeWinter le arrojó un pequeño sobre blanco.

- Aquí está su pasaje. Ida y vuelta, por supuesto, porque supongo que regresará.

Eso espero, pensó Biskle mientras sacaba el pasaje. Pero depende de lo que vea en la Tierra. O más bien de lo que me dejen ver.

Tenía la sensación de que le dejarían ver muy poco. En realidad tan poco como fuera posible a la manera de Prox.

Cuando su nave llegó a la Tierra lo estaba esperando una guía elegantemente uniformada.

- ¿Señor Biskle? - maquillada, atractiva y extraordinariamente joven, dio unos pasos hacia él, atenta -. Me llamo Mary Ableseth, su acompañante en la visita turística. Le mostraré todo el planeta durante su breve estadía - Sonrío de un modo vivaz y muy profesional. Lo sorprendió -. Estaré con usted constantemente, día y noche.

- ¿Por la noche también? - se compuso para decir.

- Sí, señor Biskle. Es mi trabajo. Suponemos que se sentirá desorientado por sus años de trabajo en Marte... trabajo que nosotros en la Tierra aplaudimos y honramos, como corresponde - se puso a su lado, conduciéndolo hacia un helicóptero estacionado -. ¿Adónde le gustaría ir primero? ¿A la ciudad de Nueva York? ¿Broadway? ¿A los clubes nocturnos, los teatros y restaurantes...?

- No, a Central Park. Quiero sentarme en un banco.

- Pero ya no existe más Central Park, señor Biskle. Mientras usted estaba en Marte lo convirtieron en una playa de estacionamiento para los empleados del gobierno.

- Ya veo - dijo Milt Biskle -. Bien, entonces vayamos al parque Portsmouth en San Francisco.

Abrió la puerta del helicóptero.

- Tuvo el mismo destino - dijo la señorita Ableseth, sacudiendo tristemente la larga y luminosa cabellera roja -. Estamos tan detestablemente superpoblados. Podemos intentarlo igual, señor Biskle; han quedado unos pocos parques, uno en Kansas, creo, y dos en Utah, en el sur, cerca de St. George.

- Son malas noticias - dijo Milt -. ¿Me permite ir hasta esa máquina proveedora de anfetaminas y ponerle una moneda? Necesito un estimulante que me levante el ánimo.

- Por supuesto - asintió con gracia la señorita Ableseth.

Milt Biskle caminó hacia la máquina proveedora de estimulantes que estaba fuera del espaciopuerto, buscó en el bolsillo, encontró una moneda y la introdujo por la ranura.

La moneda atravesó por completo la máquina y repiqueteó en el pavimento.

- ¡Qué extraño! - dijo sorprendido Biskle.

- Creo que eso tiene una explicación - dijo la señorita Ableseth -. Esa moneda es marciana, hecha para una gravedad más ligera.

- Sí - dijo Milt Biskle mientras la recuperaba. Como había predicho la señorita Ableseth, se sentía desorientado. Se quedó inmóvil mientras ella ponía una moneda propia y obtenía un pequeño tubo de estimulantes anfetaminas para él. Por cierto, la explicación parecía adecuada, pero...

- Ahora son las veinte, hora local - dijo la señorita Ableseth -. Y yo no he cenado, aunque seguramente usted lo hizo a bordo de la nave. ¿Por qué no me lleva a cenar? Podemos hablar con una botella de Pinot Noir de por medio y me puede contar sobre esas vagas corazonadas que lo trajeron a la Tierra, sobre algo que va terriblemente mal, y sobre su maravilloso trabajo de reconstrucción que, según dice, carece de sentido. Me encantaría escucharlo.

Lo guió de regreso al helicóptero, al que ambos entraron, sentándose juntos y apretados en el asiento trasero, Milt Biskle la encontraba agradable y complaciente, decididamente terráquea. Se sentía un poco perturbado y su corazón se aceleró. Había pasado mucho tiempo desde que había estado tan cerca de una mujer.

- Escucha - dijo Biskle, mientras el circuito automático del helicóptero hacía que se elevaran sobre la playa de estacionamiento del espaciopuerto -, estoy casado. Tengo dos hijas y vine aquí por negocios. Estoy en la Tierra para demostrar que los proxitas en realidad ganaron y los pocos terrícolas que quedamos somos esclavos de las autoridades prox, y que trabajamos para...

Se detuvo; no le quedaban esperanzas. La señorita Ableseth permanecía apretada contra él.

- ¿Usted realmente cree - dijo la señorita Ableseth poco después, mientras el helicóptero pasaba sobre la ciudad de Nueva York - que soy una agente prox?

- No... no - dijo Milt Biskle -. Supongo que no.

No parecía probable dadas las circunstancias.

- Mientras permanezca en la Tierra - dijo la señorita Ableseth -, ¿por qué quedarse en un hotel ruidoso y superpoblado? ¿Por qué no viene a mi departamento comunal en Nueva Jersey? Hay lugar de sobra y usted será más que bienvenido.

- Muy bien - estuvo de acuerdo Biskle, sintiendo que sería inútil discutir.

- Bien - la señorita Ableseth le dio una orden al helicóptero, que giró hacia el norte -. Cenaremos allí. Así ahorrará dinero. Y además en todos los restaurantes decentes hay una cola de dos horas a esta altura de la noche, de manera que es casi imposible conseguir mesa. Probablemente ya no recuerde eso. ¡Qué maravilloso será cuando la mitad de nuestra población pueda emigrar!

- Sí - dijo Biskle -. Y les gustará Marte; hicimos un buen trabajo - sintió que algo de entusiasmo regresaba a él, una sensación de orgullo por el trabajo de reconstrucción que él y sus compatriotas habían hecho -. Espere a verlo, señorita Ableseth.

- Llámeme Mary - dijo la señorita Ableseth mientras se acomodaba la pesada peluca escarlata que se le había desaliñado en los últimos minutos en la apretada cabina del helicóptero.

- Muy bien - dijo Biskle, y, a pesar de cierta inoportuna sensación de infidelidad hacia Fay, creció su sensación de bienestar.

- Las cosas pasan rápido en la Tierra - dijo Mary Ableseth -. Debido a la terrible presión de la superpoblación.

Se acomodó los dientes.

- Ya veo - agregó Milt Biskle, y también se acomodó su propia peluca y los dientes. ¿Podría estar equivocado?, se preguntó a sí mismo. Después de todo, podía ver las luces de Nueva York allá abajo. Decididamente la Tierra no era una ruina despoblada y su civilización estaba intacta.

¿O era una ilusión, impuesta por las desconocidas técnicas psiquiátricas de Prox a su sistema de percepción? Era verdad que la moneda había atravesado completamente la máquina de anfetaminas. ¿Eso indicaba que algo andaba sutil y terriblemente mal?

Tal vez la máquina en realidad no estaba allí.

Al día siguiente él y Mary Ableseth visitaron uno de los pocos parques que quedaban. En la región sur de Utah, cerca de las montañas, el parque, aunque pequeño, era de un verde brillante y atrayente. Milt Biskle estaba recostado sobre la hierba y observaba a una ardilla que trepaba por un árbol dando saltos ligeros, con su cola colgando detrás como un torrente gris.

- No hay ardillas en Marte - dijo adormecido.

Llevando un ligero traje de baño, Mary Ableseth se desperezó a sus espaldas, entrecerrando los ojos.

- Este lugar es tan agradable, Milt. Así me imagino a Marte.

Más allá del parque, el tránsito pesado se movía por la autopista. El susurro le recordaba a Milt el oleaje del Océano Pacífico. Ese sonido lo adormeció. Todo parecía estar bien, le arrojó una nuez a la ardilla, que se dio vuelta y a saltos se dirigió hacia la nuez, haciendo una mueca inteligente en respuesta.

Cuando la ardilla estuvo erguida sosteniendo la nuez, Milt Biskle arrojó una segunda nuez hacia la derecha. La ardilla la escuchó caer entre las hojas de los arces. Irguió sus orejas, lo que le recordó a Milt el juego que había practicado una vez con un gato que le pertenecía a él y a su hermano, en los días en que la Tierra no estaba tan superpoblada, cuando las mascotas todavía eran algo legal. Había esperado hasta que Calabaza - el gato - estuvo casi dormido y entonces arrojó un pequeño objeto a un rincón de la habitación. Calabaza se despertó. Con sus ojos abiertos de par en par y sus orejas erguidas, se volvió y se sentó durante quince minutos escuchando y observando, meditando sobre qué objeto podía haber hecho ese ruido. Era una manera inocente de molestar al viejo gato, y Milt se sintió triste, pensando en cuánto hacía que había muerto Calabaza, su última mascota legal. En Marte, sin embargo, las mascotas serían legales otra vez. Eso lo consoló. En realidad, en Marte, durante los años en que trabajó en la reconstrucción, lo consoló una mascota. Una planta marciana. La había traído con él a la Tierra y ahora estaba sobre la mesa de la sala de estar del departamento del departamento compartido de Mary Ableseth, con sus ramas caídas. No se había adaptado al clima poco familiar de la Tierra.

- Es raro - murmuró Milt - que mi planta wug no haya florecido. Había pensado que en una atmósfera con tanta humedad...

- Es la gravedad - dijo Mary, los ojos todavía cerrados, sus senos subiendo y bajando regularmente. Estaba casi dormida -. Es demasiado para ella.

Milt consideró la forma de la mujer, recordando a Calabaza en circunstancias similares. El momento de la vigilia, entre el sueño y el despertar, cuando la conciencia y la inconciencia se funden... estirándose, tomó una piedra.

La arrojó hacia un montón de hojas que estaban cerca de la cabeza de Mary.

Ella se sentó repentinamente, los ojos completamente abiertos y con el traje de baño cayéndosele.

Sus orejas estaban erguidas.

- Nosotros los terrícolas - dijo Milt - perdimos el control de la musculatura de nuestras orejas, Mary. Incluso de los reflejos básicos.

- ¿Qué? - murmuró ella, parpadeando confusa mientras se acomodaba el traje de baño.

- La habilidad para erguir las orejas se nos atrofió - explicó Milt -. A diferencia de los perros y los gatos. Aunque si nos examinaran morfológicamente no se darían cuenta porque nuestros músculos todavía están allí. Así que cometieron un error.

- No sé de qué estás hablando - dijo Mary, de mal humor. Se dedicó a acomodar el sostén del traje de baño, ignorándolo por completo.

- Volvamos al departamento - dijo Milt poniéndose en pie.

Ya no podía sentir que estaba recostado en un parque porque ya no podía creer en el parque. Una ardilla irreal, hierba irreal... ¿lo eran en verdad? ¿Le mostrarían alguna vez la sustancia que había bajo la ilusión? Lo dudaba.

La ardilla los siguió durante un breve tramo mientras caminaban hacia el helicóptero, luego volvió su atención a una familia de terráqueos que incluía a dos niños pequeños. Los niños le arrojaron nueces a la ardilla que correteaba con vigorosa actividad.

- Convincente - dijo Milt. Y en verdad lo era.

- Es muy malo que no haya vuelto a ver al doctor DeWinter, Milt - dijo Mary -. Podría haberle ayudado.

Su voz sonaba extrañamente dura.

- Sin la menor duda - agregó Milt Biskle mientras reingresaba en el helicóptero.

Cuando regresaron al departamento de Mary encontraron a la planta wug marciana muerta. Era evidente que había perecido por deshidratación.

- No intentes explicarme esto - le dijo a Mary mientras los dos contemplaban de pie las ramas muertas de la planta -. Sabes lo que significa. La Tierra supuestamente es más húmeda que Marte, incluso que el Marte reconstruido. Sin embargo, la planta se ha secado por completo. No hay humedad en la Tierra porque debo suponer que las explosiones de los Prox vaciaron los mares. ¿Estoy en lo correcto?

Mary no dijo nada.

- Lo que no comprendo - dijo Milt - es por qué les preocupa mantener las ilusiones funcionando. Ya terminé mi trabajo.

- Tal vez haya más planetas que requieran un trabajo de reconstrucción, Milt - dijo Mary, después de una pausa.

- ¿Es tan grande la población de ustedes?

- Estaba pensando en la Tierra. Aquí - dijo Mary -. El trabajo de reconstrucción tomará generaciones; se necesitaría todo el talento y la habilidad que poseen sus ingenieros reconstructores - agregó -: Solo estoy siguiendo tu lógica hipotética, por supuesto.

- Así que la Tierra es nuestro siguiente trabajo. Así que ése es el motivo por el que me dejaron venir hasta aquí. En realidad vine para quedarme aquí.

Se dio cuenta de eso, completa y absolutamente, en un relámpago de comprensión.

- No volveré a Marte y no veré a Fay otra vez. Tú la estás reemplazando - todo cobraba sentido.

- Bien - dijo Mary, con una sonrisa que casi parecía mueca -, se puede decir que lo estoy intentando.

Le dio un pequeño golpe a Milt en el brazo. Descalza, todavía con su traje de baño, se le acercó lentamente.

Se apartó de ella, asustado. Recogió la planta wug muerta y, aturdido, se dirigió hacia la abertura para los desperdicios y arrojó los restos resecos y quebradizos. Se desvanecieron en el acto.

- Y ahora - dijo Mary diligentemente -, vamos a ir a visitar el Museo de Arte Moderno en Nueva York y luego, si tenemos tiempo, el Museo Smithsoniano en Washington D.C. Me pidieron que te mantuviera muy ocupado para que no pudieras comenzar a darle vueltas al tema.

- Pero ya lo estoy haciendo - dijo Milt mientras la contemplaba dejar el traje de baño y ponerse una prenda gris de lana. Nada puede evitarlo, se dijo. Ahora lo sabes. Y a medida de que los ingenieros reconstructores terminen su labor va a suceder una y otra vez. Yo solo fui el primero.

Al menos no estoy solo, comprendió. Se sintió un poco mejor.

- ¿Qué tal me veo? - le preguntó Mary mientras se ponía lápiz de labios frente al espejo del dormitorio.

- Muy bien - dijo él con indiferencia. Se preguntó si Mary a su debido tiempo se encontraría con todos los ingenieros reconstructores, convirtiéndose en la amante de todos ellos. La cuestión ya no era únicamente si ella era lo que parecía, sino también si podría conservarla.

Le pareció una pérdida gratuita, fácilmente evitable.

Se dio cuenta de que ella estaba comenzando a gustarle. Mary está viva. Era muy real, terráquea o no. Al menos no habían perdido la guerra ante cualquiera; habían perdido ante auténticos organismos vivos. En cierto sentido se sintió reconfortado.

- ¿Estás listo para ir al Museo de Arte Moderno? - dijo Mary vivamente, con una sonrisa.

Más tarde, en el Smithsoniano, después de haber visto el Spirit of St. Louis y el avión increíblemente antiguo de los hermanos Wright - que parecía tener al menos un millón de años - vio la oportunidad de echarle una mirada a una sala por la que había estado esperando con ansiedad.

No le dijo nada a Mary - ella estaba concentrada estudiando una vitrina de piedras semipreciosas en su estado natural sin pulir -, se escabulló y, un momento más tarde, estaba ante una sección con una vitrina llamada:


MILITARES PROX DE 2014

Había tres soldados prox estáticos, con sus oscuras caras, manchados y mugrientos, las armas portátiles listas, en un refugio conformado por los restos de uno de sus transportes. Allí colgaba inerte una bandera prox manchada de sangre. Aquel era un enclave derrotado del enemigo; las tres criaturas parecían estar a punto de rendirse o de ser fusiladas.

Un grupo de visitantes terráqueos estaba ante la exhibición, mirando tontamente.

- Convincente, ¿no le parece? - le dijo Milt Biskle al hombre que estaba más cerca.

- Por supuesto - estuvo de acuerdo el hombre de mediana edad, de anteojos y pelo gris -. ¿Estuvo en la guerra? - le preguntó a Milt, mirándolo directamente.

- Trabajo en la tarea de reconstrucción - dijo Milt -. Soy ingeniero Amarillo.

- Oh - asintió el hombre, impresionado -. Muchacho, estos proxitas dan miedo. Parece como que van a salir de la vitrina y nos van a matar. - Lanzó una sonrisita -. Los proxitas pelearon duramente hasta que los derrotamos, hay que reconocerles eso.

- Esas armas me provocan escalofríos - dijo a su lado la esposa, de pelo gris y muy bien arreglada -. Parecen muy reales.

Continuó caminando con desagrado.

- Usted está en lo correcto - dijo Milt Biskle -. Parecen estremecedoramente reales puesto que en verdad lo son.

No tenía ningún sentido crear una ilusión de este tipo ya que el objeto real estaba disponible. Milt pasó por debajo de la barandilla, se acercó al cristal que protegía la exhibición, levantó un pie y lo rompió. Estalló en pedazos y llovieron fragmentos astillados con un enorme alborozo.

En el preciso momento en que llegaba corriendo Mary, Milt tomó el rifle de uno de los proxitas y se volvió hacia ella.

La muchacha se detuvo, respirando entrecortadamente, y lo miró sin decir nada.

- Estoy dispuesto a trabajar para ustedes - le dijo Milt, sosteniendo expertamente el rifle -. Después de todo, si mi propia raza ya no existe difícilmente pueda reconstruir una colonia en un mundo para ella. Puedo entender eso. Pero quiero saber la verdad. Muéstrenmela y continuaré con mi trabajo.

- No, Milt - dijo Mary -, si supieras la verdad no seguirías con tu trabajo. Volverías esa arma contra ti mismo.

Sonaba tranquila, incluso compasiva, pero sus ojos brillantes y abiertos de par en par estaban muy atentos.

- Entonces te mataré - dijo Milt. Y después se suicidaría.

- Espera - le suplicó -. Milt... esto es muy difícil. No sabes absolutamente nada y sin embargo fíjate lo desdichado que se te ve. ¿Cómo esperas sentirte cuando puedas ver el estado en que está tu propio planeta? Casi es demasiado para mí y yo soy... - vaciló.

- Dilo.

- Yo soy solo una... - balbuceó - una visitante.

- Pero entonces yo estaba en lo cierto - dijo -. Dilo. Admítelo.

- Estás en lo cierto, Milt - ella suspiró.

Aparecieron dos guardias uniformados del museo llevando pistolas.

- ¿Está bien, señorita Ableseth?

- Por el momento - dijo Mary. Ella no apartó los ojos de Milt y del rifle que llevaba -. Esperen - les ordenó a los guardias.

- Sí, señora - los guardias esperaron. Ninguno se movió.

- ¿Ha sobrevivido alguna mujer terrícola? - preguntó Milt.

- No, Milt - dijo Mary, tras una pausa -. Pero los proxitas pertenecemos también a la misma especie, como bien sabes. Podemos cruzar nuestra sangre. ¿Eso te hace sentirte mejor?

- Por supuesto - dijo él -. Muchísimo mejor.

Tenía ganas de volver el rifle sobre sí mismo, sin esperar nada más. Hizo todo lo posible por resistir el impulso. Así que todo el tiempo había tenido razón. No había estado Fay en el Campo Tres en Marte.

- Escucha - le dijo a Mary Ableseth -. Quiero volver a Marte otra vez. Vine aquí para saber algo. Ya lo sé, ahora quiero regresar. Tal vez hable otra vez con el doctor DeWinter, tal vez pueda ayudarme. ¿Tienes alguna objeción?

- No - ella pareció comprender cómo se sentía -. Después de todo, hiciste tu trabajo allí. Tienes derecho a regresar. Pero tarde o temprano tendrás que regresar a la Tierra. Podemos esperar un año o más, tal vez incluso dos. Pero eventualmente Marte estará completo y necesitaremos más lugar. Y va a ser mucho más duro aquí... como ya podrás descubrir. - Ella intentó sonreír pero fracasó; él apreció el esfuerzo -. Discúlpame, Milt.

- A mí también - dijo Milt Biskle -. Mierda, me sentí mal cuando murió la planta wug. Entonces supe la verdad. No era solo una sospecha.

- Te interesaría saber que tu colega ingeniero reconstructor Rojo, Cleveland Andre, se dirigió a la reunión en tu lugar. Y les transmitió tus sospechas junto con las suyas. Votaron el envío de un delegado oficial a la Tierra para investigar. Está en camino.

- Me parece interesante - dijo Milt -, pero no es realmente importante. Difícilmente cambie las cosas. - Bajó el rifle -. ¿Puedo regresar ahora a Marte? - se sentía cansado -. Dile al doctor DeWinter que voy para allá.

Dile, pensó, que tenga todas las técnicas psiquiátricas de su repertorio listas para mí, porque serán necesarias.

- ¿Qué pasó con los animales de la Tierra? - preguntó -. ¿Sobrevivió alguna forma de vida? ¿Qué pasó con los perros y los gatos?

Mary les lanzó una mirada a los guardias del museo; un destello de comunicación fluyó silenciosamente entre ellos, luego dijo:

- Quizá sea lo mejor después de todo.

- ¿Qué es lo mejor? - preguntó Milt Biskle.

- Que lo veas. Solo durante un momento. Parece que estás mejor preparado de lo que habíamos pensado. En nuestra opinión tienes derecho a ello - luego agregó -. Sí, Milt, los perros y los gatos sobrevivieron; viven entre las ruinas. Vamos y echemos una mirada.

Fue tras ella pensando para sí mismo, ¿ella no estaría en lo correcto la primera vez?, ¿de verdad quiero mirar? ¿Puedo enfrentar la verdadera realidad? ¿Por qué tuvieron la necesidad de mantener la ilusión hasta ahora?

En la rampa de salida del museo Mary se detuvo y dijo:

- Ve al exterior. Yo me quedaré aquí, estaré esperando a que regreses.

Dándose por vencido, descendió por la rampa.

Y vio.

Todo estaba en ruinas, por supuesto, como ella había dicho. La ciudad había sido decapitada, nivelada a un metro sobre el nivel del suelo; los edificios se habían convertido en recuadros vacíos, sin contenido, como antiguos patios infinitos e inútiles. No podía creer que lo que estaba viendo era nuevo. Parecía que estos restos abandonados siempre habían estado allí, exactamente como estaban ahora. Y... ¿cuánto tiempo más permanecerían de ese modo?

Hacia la derecha vio una compleja máquina recorriendo la calle llena de escombros. Mientras él observaba, se extendió una multitud de seudópodos que hurgaban en los cimientos más cercanos. Los cimientos, de acero y concreto, fueron pulverizados abruptamente; el suelo desnudo, expuesto, se veía ahora de una marrón oscuro, chamuscado por el calor atómico provocado por el equipo automático de reparación, una máquina, pensó Milt Biskle, que no era muy diferente a la que usaba en Marte. Evidentemente, la máquina tenía la tarea de limpiar todo lo antiguo en una pequeña área. Sabía muy bien por su propia experiencia durante el trabajo de reconstrucción de Marte lo que seguiría a continuación, probablemente en solo minutos, llevado adelante por un mecanismo igualmente elaborado que establecería los cimientos para las estructuras que allí se levantaría,

Y, de pie en el otro lado de la calle desierta, observando el trabajo de limpieza que llevaba adelante la máquina, se podía ver a dos figuras delgadas y grises. Dos proxitas de nariz aguileña, con su pelo natural y pálido dispuesto en espiral y los lóbulos de sus orejas estirados por los objetos pesados que colgaban de ellos.

Los vencedores, pensó para sí mismo. Experimentando cierta satisfacción ante el espectáculo, fue testigo de cómo destruían los últimos artefactos de la raza perdedora. Algún día una ciudad puramente prox se elevaría aquí: arquitectura prox, calles de amplios y extraños patrones prox, construcciones uniformes con el aspecto de cajas con muchos niveles subterráneos. Y ciudadanos como esos deambulando por las rampas, recorriendo los túneles de alta velocidad en su rutina diaria. ¿Y que pasaría, pensó, con los perros y los gatos terráqueos que ahora habitaban estas ruinas, como había dicho Mary? ¿También desaparecerían? Probablemente no por completo. Habría un lugar para ellos, tal vez en los museos y zoológicos, como rarezas para ser admiradas. Sobrevivientes de un ecología que ya no existía. Puede que ni siquiera eso.

Y sin embargo... Mary estaba en lo correcto. Los proxitas pertenecían a la misma especie. Aun si no se pudieran cruzar con los terráqueos que sobrevivieron, la especie como él la conocía continuaría. Y se cruzarían, pensó. La relación que tenía con Mary era una prueba. El resultado incluso podía ser bueno.

El fruto, pensó mientras se alejaba y comenzaba el regreso hacia el museo, podía ser una raza que no fuera prox ni terráquea por completo. De la unión podía surgir algo genuinamente nuevo. Al menos podemos tener esperanzas de eso.

La Tierra sería reconstruida. Había visto una pequeña muestra de ese trabajo con sus propios ojos. Tal vez los proxitas carecieran del talento que él y sus colegas, los ingenieros reconstructores, poseían... Y ahora que Marte estaba virtualmente terminado podían comenzar aquí. No era completamente desesperanzador. No del todo.

Caminó de regreso hasta donde lo aguardaba Mary y le dijo con voz ronca:

- Hazme un favor. Consígueme un gato que pueda llevar conmigo en mi regreso a Marte. Siempre me gustaron los gatos. Especialmente los de color naranja con rayas.

Uno de los guardias del museo, después de lanzarle una mirada a su compañero, dijo:

- Podemos solucionar eso, señor Biskle. Podemos conseguir un... cachorro, ¿esa es la palabra?

- Gatito, creo - corrigió Mary.

En el viaje de regreso a Marte, Milt Biskle estaba sentado con la caja que contenía el gatito naranja en su regazo, pensando en sus planes. En quince minutos las nave descendería sobre Marte y el doctor DeWinter - o lo que se hacía pasar por el doctor DeWinter - estaría esperándolo. Sería demasiado tarde. Desde donde estaba sentado podía ver la salida de emergencia con su luz roja de advertencia. Sus planes estaban enfocados sobre la compuerta. No era lo ideal pero serviría.

En la caja el gatito naranja extendía una pata y golpeaba contra la mano de Milt. Sentía las agudas las agudas y delgadas zarpas raspar contra su carne y con la mirada ausente apartaba su mano de la caricia del animal. Marte no te gustará nada, pensó y se puso de pie.

Cargando la caja se dirigió velozmente hacia la compuerta de emergencia. Antes de que la pudiera alcanzar la azafata la había abierto. Se metió en su interior y la compuerta se cerró a sus espaldas. Durante un instante estuvo quieto dentro del estrecho compartimiento, y luego comenzó a tratar de abrir la pesada puerta exterior.

- ¡Señor Biskle! - le llegó la voz de la azafata amortiguada por la puerta. La oyó abrir la puerta y andar a tientas para poder asirlo.

Mientras él giraba la puerta exterior el gatito que estaba dentro de la caja que sostenía bajo el brazo maulló.

¿Tú también?, pensó Milt Biskle, e hizo una pausa.

La muerte, el vacío y la pronunciada falta de calor del espacio exterior se filtraron a su alrededor, a través de la puerta parcialmente abierta. Milt los olfateó y algo en su interior, como en el gatito, hizo que por instinto se apartara. Se tomó una pausa, aún sosteniendo la caja, sin intentar abrir la puerta exterior más allá de lo que estaba, y ese momento la azafata lo agarró.

- Señor Biskle - dijo ella a medias sollozando -, ¿se ha vuelto loco? Por Dios, ¿qué está haciendo? - ella se las arregló para tirar hacia dentro y cerrar la puerta exterior, ajustando la sección de emergencia otra vez a su posición de cerrado.

- Sabe muy bien lo que estoy haciendo - le dijo Milt Biskle mientras le permitía que lo impulsara hacia el interior de la nave, hacia su asiento. Y no creo que pudiera detenerme, se dijo a sí mismo. Porque no fue usted. Podría haber seguido adelante y haberlo hecho. Pero decidí no hacerlo.

Se preguntó por qué.

Más tarde, en el Campo Tres en Marte, el doctor DeWinter salió a su encuentro, como él había estado esperando.

Ambos caminaron hacia el helicóptero estacionado y DeWinter dijo, con un tono de voz preocupado:

- Me informaron que durante el viaje...

- Es cierto. Intenté suicidarme, pero cambié de opinión. Tal vez usted sepa el motivo. Usted es el psicólogo, la autoridad en todo lo que sucede en nuestro interior - entró en el helicóptero teniendo cuidado de no golpear la caja que contenía al gatito terrestre.

- ¿Va a seguir adelante y trabajar en su parcela con Fay? - le preguntó el doctor DeWinter tan pronto como el helicóptero levantó vuelo sobre los campos de trigales verdes y húmedos -. A pesar de... lo sabe?

- Sí - asintió él. Después de todo hasta donde sabía, no había otra cosa que pudiera hacer.

- Ustedes los terrícolas - sacudió la cabeza DeWinter -. Son admirables.

Notó la caja en el regazo de Milt Biskle.

- ¿Qué tiene allí? ¿Una criatura de la Tierra? - Fijó sus ojos sobre la caja con cierta sospecha. Para él era una manifestación de una forma extraña de vida -. Un organismo de aspecto bastante peculiar.

- Me va a hacer compañía - dijo Milt Biskle -, mientras sigo con mi trabajo, ya sea construyendo mi propia propiedad o... - O ayudando a los proxitas en la Tierra, pensó.

- ¿Es lo que llaman una «serpiente de cascabel»? Escucho el sonido de sus cascabeles - el doctor DeWinter se apartó un poco.

- Está ronroneando - Milt Biskle sacudió al gatito mientras el piloto automático del helicóptero los guiaba a través del monótono cielo rojo marciano. Tener contacto con una forma de vida familiar, se dijo, me mantendrá cuerdo. Me permitirá seguir adelante. Se sintió agradecido. Mi raza puede haber sido derrotada y destruida, pero no han perecido todas las criaturas terrícolas. Cuando reconstruyamos la Tierra tal vez podamos lograr que las autoridades nos permitan tener lugares protegidos. Será una parte de nuestra tarea, se dijo a sí mismo, y otra vez acarició al gatito. Al menos podemos tener la esperanza de que así sea.

Cerca de él, el doctor DeWinter también estaba sumergido en sus pensamientos. Admiraba la intrincada destreza de los ingenieros en el tercer planeta, los que habían logrado el simulacro que descansaba en la caja sobre el regazo de Milt Biskle. El logro técnico era impresionante, incluso para él, y lo vio con absoluta claridad... como por supuesto no podía hacer Milt Biskle. Este artefacto, aceptado por el terrícola como un organismo auténtico de su pasado conocido, proveería una punto de apoyo sobre el cual este hombre podría mantener su equilibrio psíquico.

Pero, ¿qué pasaría con los otros ingenieros reconstructores? ¡Qué pasaría cuando cada uno de ellos hubiera terminado su trabajo y tuvieran - les gustara o no - que tomar conciencia de la situación?

Variaría de un terráqueo a otro. Un perro para uno, un simulacro más elaborado, probablemente de una hembra núbil humana para otro. En todo caso, cada uno sería provisto como una «excepción» a las reglas. Una entidad sobreviviente esencial, seleccionada entre las que se habían desvanecido por completo. Las pistas sobre las inclinaciones de cada uno de los ingenieros serían obtenidas al investigar el pasado de cada uno, como había sucedido en el caso de Biskle. El simulacro del gato estaba terminado varias semanas antes de su abrupto viaje de regreso a la Tierra provocado por un ataque de pánico. Por ejemplo, en el caso de Andre ya estaba en construcción el simulacro de un loro. Estaría listo para cuando realizara su viaje a casa.

- Lo llamaré Trueno - explicó Milt Biskle.

- Un buen nombre - dijo el doctor DeWinter. Pensó que era una vergüenza que no pudieran mostrarle la verdadera situación de la Tierra. En realidad, sería bastante interesante que aceptara lo que veía, porque en algún nivel debía comprender que nada podía sobrevivir a una guerra como la que habían sostenido. Obviamente quería creer con desesperación que perduraban ciertos vestigios, aunque no fueran más que cascotes. Pero es típico de la mente terráquea aferrarse a ciertos fantasmas. Eso podía ayudar a explicar su derrota en el conflicto; simplemente no eran realistas.

- Este gato - dijo Milt Biskle - va a ser un excelente cazador de ratones marcianos.

- Seguro - agregó el doctor DeWinter, y pensó, mientras sus baterías no se agoten. También él acarició al gatito.

Se activó el conmutador y el gatito comenzó a ronronear más fuerte.