martes, 27 de junio de 2023

Los ojos de Celina, por Roberta.

 Cuando vi a esa mujer en mi campo, sabía que tramaba algo. Viví toda mi vida ayudando en la granja y cuidando todo en el terreno de mis padres. Sé que por eso vino esa señora a verme, conocía de mi persona y me veía con buenos ojos. Por eso no me sorprendí cuando a los pocos días apareció con su hijo, el mayor. 

Mis padres vieron su campo, sus regalos y me entregaron fácilmente. 

-Roberta, tenes que casarte con ese hombre. (Más fuerte)

 No esperaba nada distinto. Como ocurre siempre. No conocía nada distinto. Por eso acepté y me fui a vivir con ellos. 

(....) Más de la casa... Creí que no había nada peor que... (Clan)

El pobre hermano menor y como se lo veía de enamorado con la Celina, me cautivo. Incluso creí que pelearía por ella, que cambiaria su vida, pero no. 

La vida siguio.. con sus rigores

Yo tendría tuve mis hijos, cuidaría cuide el campo como había aprendido aprendí y así se los enseñe. Pero no podía dejar de pensar en eso.

(Desplayar) en la barbarie, destinos de Celina.. injusticia 

No podía callar tanto. Cuando escuchaba a la vieja hablar mal de la Celina me daba un revoltijo en el estómago. Y aquella tarde.. 

La bolsa de arpillera que se llevó mi marido de mi casa me dio las pistas que necesitaba. Pobre muchacha. Ellos la asesinaron señor comisario. 

Sorpresa

 Cuando el fantasma toco el timbre en mi portón no me asuste, lo vi más bien como a un pequeño perro vagabundo. Me contó que necesitaba asustar a alguien para poder dejar de caminar y dar vueltas en la nada. Accedí sabiendo bien que soy difícil de asustar. 

Empezó como era de esperarse, apagando y encendiendo las luces de la casa. Luego con ruidos que iban desde puertas cerrándose hasta sillas moviéndose, pero sin cambios. Yo me entretenía, lo tomaba como algo gracioso que me hacía salir de la rutina.

Cuando el fantasma se cansó decidió comunicarme que se daba por vencido.

El grito que pegue, dios mío. Nunca me había asustado tanto en mi vida. Y, por el lado de él, supongo que se marchó al cielo. Se me eriza la piel, la idea de repetirlo. El fantasma, el que se veía tan mágico y amable, me llamo… me llamo señora.

viernes, 16 de junio de 2023

CUENTO EL ARTEFACTO PRECIOSO de Philip K Dick

 Por debajo del helicóptero de Milt Biskle se veían las nuevas tierras fértiles. Había hecho un buen trabajo en esta zona de Marte, floreciente gracias a su reconstrucción del antiguo sistema de riego. La primavera llegaba dos veces al año a este mundo otoñal de arena y sapos saltarines, de un suelo alguna vez reseco y resquebrajado que soportaba el polvo de tiempos pasados, de una desolación monótona y sin agua. Había sido víctima del reciente conflicto entre Prox y la Tierra.

Muy pronto llegarían los primeros inmigrantes terráqueos, harían valer sus derechos y se apoderarían de esos terrenos. Ya se podía retirar. Tal vez pudiera regresar a la Tierra o traer a Marte a su familia, utilizando su prioridad en el otorgamiento de terrenos por su labor como ingeniero reconstructor. El Área Amarilla había progresado mucho más rápido que las de los otros ingenieros. Y ahora esperaba una recompensa.

Inclinándose hacia delante, Milt Biskle presionó el botón de su transmisor de largo alcance.

- Aquí el ingeniero Reconstructor Amarillo - dijo -. Necesito un psiquiatra. Cualquiera estará bien si puede estar disponible inmediatamente.

Cuando Milt Biskle entró en el consultorio, el doctor DeWinter se levantó y le tendió la mano.

- Me han contado - dijo el doctor DeWinter - que usted, de entre los cuarenta ingenieros reconstructores, es el más creativo. No es sorprendente que esté cansado. Incluso Dios tuvo que descansar después de trabajar duramente después de seis días, y usted lo ha estado haciendo durante años. Mientras lo esperaba recibí un memo con noticias de la Tierra que seguramente le interesarán - recogió el memo de su escritorio -. El primer transporte de colonos está a punto de llegar a Marte... y se dirigirán directamente a su área. Felicitaciones, señor Biskle.

Tomando fuerzas, Milt Biskle dijo:

- ¿Qué pasará si regreso a la Tierra?

- Pero si puede hacer que le otorguen terrenos para su familia aquí...

- Quiero que haga algo por mí - dijo Milt Biskle -. Me siento muy cansado, demasiado - hizo un gesto -. O tal vez estoy deprimido. De todos modos, me gustaría que dispusiera las cosas para que mis pertenencias, incluyendo mi planta wug, sean llevadas a bordo de un transporte que esté por partir hacia la Tierra.

- Seis años de trabajo - dijo el doctor DeWinter -. Y de pronto renuncia a su recompensa. Recientemente visité la Tierra y todo está como usted lo recuerda...

- ¿Cómo sabe lo que recuerdo yo?

- Más bien - se corrigió DeWinter suavemente -, quise decir que nada ha cambiado. Superpoblación, departamentos comunitarios donde se hacinan siete familias con una única cocina. Autopistas tan sobrecargadas que casi no se mueves hasta las once de la mañana.

- En lo que a mí respecta - dijo Milt Biskle -, la superpoblación sería un descanso tras seis años trabajando con el equipo robótico autónomo.

Estaba firme en su decisión. A pesar de lo que había logrado aquí, o tal vez precisamente a causa de ello, pretendía regresar a casa contrariando los argumentos del psiquiatra.

El doctor DeWinter agregó:

- ¿Qué pasará si su esposa y sus hijos, Milt, están entre los pasajeros de este primer transporte? - Una vez más tomó un documento de su escritorio cuidadosamente ordenado. Estudió el informe, luego dijo -: Biskle, Fay; Laura C.; June C. Una mujer y dos niñas. ¿Es su familia?

- Sí - admitió en tono seco Milt Biskle y miró directamente al psiquiatra.

- Se da usted cuenta de que no puede regresar a la Tierra. Póngase el pelo y vaya a recibirlos al Campo Tres. Y cámbiese los dientes. Todavía lleva los de acero inoxidable.

Biskle asintió a disgusto. Como todos los terráqueos, había perdido el pelo y los dientes bajo la lluvia radioactiva durante la guerra. En los días de servicio en su solitario trabajo de reconstrucción del Área Amarilla de Marte no usaba la costosa peluca que había traído de la Tierra y, en cuanto a los dientes, personalmente encontraba que los de acero eran más cómodos que la prótesis de plástico de color natural. Eso mostraba cuánto se había alejado de la interacción social. Se sintió vagamente culpable; el doctor DeWinter tenía razón.

Pero se había sentido culpable desde la derrota de los proxitas. La guerra le había dejado una sensación de amargura; no parecía justo que una de las dos culturas que competían tuviera que desaparecer puesto que las necesidades de ambas eran legítimas.

El mismo Marte había sido el centro de los combates. Las dos culturas lo requerían como colonia para establecer allí sus excesos de población. Gracias a Dios, la Tierra se las había arreglado para mostrar la supremacía táctica durante el último año de la guerra... y por lo tanto fueron los terrícolas como él, y no los proxitas, los que reconstruyeron Marte.

- A propósito - dijo el doctor DeWinter -. Conozco sus intenciones en relación a sus colegas, los ingenieros reconstructores.

Milt Biskle le lanzó una súbita mirada.

- De hecho - dijo el doctor DeWinter -, sabemos que en este momento están reunidos en el Área Roja para escucharlo - abrió un cajón de su escritorio y extrajo un yo-yo, se puso de pie y comenzó a manipularlo expertamente e hizo el perrito -. Su discurso es provocado por un ataque de pánico y tendrá como efecto que sospechen que algo anda mal, aunque por lo visto usted no puede decir qué podría ser.

- Ése es un juguete popular en el sistema Prox. Al menos es lo que leí alguna vez en un artículo - dijo Biskle observando el yo-yo.

- Ajá. Creí que era originario de las Filipinas - concentrado, el doctor DeWinter ahora hacía la vuelta al mundo. Le salía muy bien -. Me tomé la libertad de enviar una nota a la reunión de ingenieros reconstructores, dando testimonio de su condición mental. La leerán en voz alta... Siento tener que decírselo.

- Todavía tengo la intención de dirigirme a la reunión - dijo Biskle.

- Bien, entonces se me ocurre un compromiso. Reciba a su familia cuando llegue a Marte, y después dispondremos un viaje a la Tierra para usted. A nuestra cuenta. Y a cambio usted se comprometerá a no dirigirse a la reunión de ingenieros reconstructores o a agobiarlos de la forma que sea con sus nebulosas corazonadas - DeWinter lo miró directamente -. Después de todo, éste es un momento crítico. Están llegando los primeros inmigrantes. No queremos problemas; no queremos que nadie se sienta inquieto.

- ¿Me haría un favor? - preguntó Biskle -. Muéstreme que tiene puesta una peluca. Y que sus dientes son falsos. Solo para estar seguro de que es terrícola.

El doctor DeWinter se quitó la peluca y se extrajo la prótesis de dientes falsos.

- Aceptaré el ofrecimiento - dijo Milt Biskle -, si me prometen que mi mujer obtendrá la parcela de terreno que le he asignado.

Asintiendo, DeWinter le arrojó un pequeño sobre blanco.

- Aquí está su pasaje. Ida y vuelta, por supuesto, porque supongo que regresará.

Eso espero, pensó Biskle mientras sacaba el pasaje. Pero depende de lo que vea en la Tierra. O más bien de lo que me dejen ver.

Tenía la sensación de que le dejarían ver muy poco. En realidad tan poco como fuera posible a la manera de Prox.

Cuando su nave llegó a la Tierra lo estaba esperando una guía elegantemente uniformada.

- ¿Señor Biskle? - maquillada, atractiva y extraordinariamente joven, dio unos pasos hacia él, atenta -. Me llamo Mary Ableseth, su acompañante en la visita turística. Le mostraré todo el planeta durante su breve estadía - Sonrío de un modo vivaz y muy profesional. Lo sorprendió -. Estaré con usted constantemente, día y noche.

- ¿Por la noche también? - se compuso para decir.

- Sí, señor Biskle. Es mi trabajo. Suponemos que se sentirá desorientado por sus años de trabajo en Marte... trabajo que nosotros en la Tierra aplaudimos y honramos, como corresponde - se puso a su lado, conduciéndolo hacia un helicóptero estacionado -. ¿Adónde le gustaría ir primero? ¿A la ciudad de Nueva York? ¿Broadway? ¿A los clubes nocturnos, los teatros y restaurantes...?

- No, a Central Park. Quiero sentarme en un banco.

- Pero ya no existe más Central Park, señor Biskle. Mientras usted estaba en Marte lo convirtieron en una playa de estacionamiento para los empleados del gobierno.

- Ya veo - dijo Milt Biskle -. Bien, entonces vayamos al parque Portsmouth en San Francisco.

Abrió la puerta del helicóptero.

- Tuvo el mismo destino - dijo la señorita Ableseth, sacudiendo tristemente la larga y luminosa cabellera roja -. Estamos tan detestablemente superpoblados. Podemos intentarlo igual, señor Biskle; han quedado unos pocos parques, uno en Kansas, creo, y dos en Utah, en el sur, cerca de St. George.

- Son malas noticias - dijo Milt -. ¿Me permite ir hasta esa máquina proveedora de anfetaminas y ponerle una moneda? Necesito un estimulante que me levante el ánimo.

- Por supuesto - asintió con gracia la señorita Ableseth.

Milt Biskle caminó hacia la máquina proveedora de estimulantes que estaba fuera del espaciopuerto, buscó en el bolsillo, encontró una moneda y la introdujo por la ranura.

La moneda atravesó por completo la máquina y repiqueteó en el pavimento.

- ¡Qué extraño! - dijo sorprendido Biskle.

- Creo que eso tiene una explicación - dijo la señorita Ableseth -. Esa moneda es marciana, hecha para una gravedad más ligera.

- Sí - dijo Milt Biskle mientras la recuperaba. Como había predicho la señorita Ableseth, se sentía desorientado. Se quedó inmóvil mientras ella ponía una moneda propia y obtenía un pequeño tubo de estimulantes anfetaminas para él. Por cierto, la explicación parecía adecuada, pero...

- Ahora son las veinte, hora local - dijo la señorita Ableseth -. Y yo no he cenado, aunque seguramente usted lo hizo a bordo de la nave. ¿Por qué no me lleva a cenar? Podemos hablar con una botella de Pinot Noir de por medio y me puede contar sobre esas vagas corazonadas que lo trajeron a la Tierra, sobre algo que va terriblemente mal, y sobre su maravilloso trabajo de reconstrucción que, según dice, carece de sentido. Me encantaría escucharlo.

Lo guió de regreso al helicóptero, al que ambos entraron, sentándose juntos y apretados en el asiento trasero, Milt Biskle la encontraba agradable y complaciente, decididamente terráquea. Se sentía un poco perturbado y su corazón se aceleró. Había pasado mucho tiempo desde que había estado tan cerca de una mujer.

- Escucha - dijo Biskle, mientras el circuito automático del helicóptero hacía que se elevaran sobre la playa de estacionamiento del espaciopuerto -, estoy casado. Tengo dos hijas y vine aquí por negocios. Estoy en la Tierra para demostrar que los proxitas en realidad ganaron y los pocos terrícolas que quedamos somos esclavos de las autoridades prox, y que trabajamos para...

Se detuvo; no le quedaban esperanzas. La señorita Ableseth permanecía apretada contra él.

- ¿Usted realmente cree - dijo la señorita Ableseth poco después, mientras el helicóptero pasaba sobre la ciudad de Nueva York - que soy una agente prox?

- No... no - dijo Milt Biskle -. Supongo que no.

No parecía probable dadas las circunstancias.

- Mientras permanezca en la Tierra - dijo la señorita Ableseth -, ¿por qué quedarse en un hotel ruidoso y superpoblado? ¿Por qué no viene a mi departamento comunal en Nueva Jersey? Hay lugar de sobra y usted será más que bienvenido.

- Muy bien - estuvo de acuerdo Biskle, sintiendo que sería inútil discutir.

- Bien - la señorita Ableseth le dio una orden al helicóptero, que giró hacia el norte -. Cenaremos allí. Así ahorrará dinero. Y además en todos los restaurantes decentes hay una cola de dos horas a esta altura de la noche, de manera que es casi imposible conseguir mesa. Probablemente ya no recuerde eso. ¡Qué maravilloso será cuando la mitad de nuestra población pueda emigrar!

- Sí - dijo Biskle -. Y les gustará Marte; hicimos un buen trabajo - sintió que algo de entusiasmo regresaba a él, una sensación de orgullo por el trabajo de reconstrucción que él y sus compatriotas habían hecho -. Espere a verlo, señorita Ableseth.

- Llámeme Mary - dijo la señorita Ableseth mientras se acomodaba la pesada peluca escarlata que se le había desaliñado en los últimos minutos en la apretada cabina del helicóptero.

- Muy bien - dijo Biskle, y, a pesar de cierta inoportuna sensación de infidelidad hacia Fay, creció su sensación de bienestar.

- Las cosas pasan rápido en la Tierra - dijo Mary Ableseth -. Debido a la terrible presión de la superpoblación.

Se acomodó los dientes.

- Ya veo - agregó Milt Biskle, y también se acomodó su propia peluca y los dientes. ¿Podría estar equivocado?, se preguntó a sí mismo. Después de todo, podía ver las luces de Nueva York allá abajo. Decididamente la Tierra no era una ruina despoblada y su civilización estaba intacta.

¿O era una ilusión, impuesta por las desconocidas técnicas psiquiátricas de Prox a su sistema de percepción? Era verdad que la moneda había atravesado completamente la máquina de anfetaminas. ¿Eso indicaba que algo andaba sutil y terriblemente mal?

Tal vez la máquina en realidad no estaba allí.

Al día siguiente él y Mary Ableseth visitaron uno de los pocos parques que quedaban. En la región sur de Utah, cerca de las montañas, el parque, aunque pequeño, era de un verde brillante y atrayente. Milt Biskle estaba recostado sobre la hierba y observaba a una ardilla que trepaba por un árbol dando saltos ligeros, con su cola colgando detrás como un torrente gris.

- No hay ardillas en Marte - dijo adormecido.

Llevando un ligero traje de baño, Mary Ableseth se desperezó a sus espaldas, entrecerrando los ojos.

- Este lugar es tan agradable, Milt. Así me imagino a Marte.

Más allá del parque, el tránsito pesado se movía por la autopista. El susurro le recordaba a Milt el oleaje del Océano Pacífico. Ese sonido lo adormeció. Todo parecía estar bien, le arrojó una nuez a la ardilla, que se dio vuelta y a saltos se dirigió hacia la nuez, haciendo una mueca inteligente en respuesta.

Cuando la ardilla estuvo erguida sosteniendo la nuez, Milt Biskle arrojó una segunda nuez hacia la derecha. La ardilla la escuchó caer entre las hojas de los arces. Irguió sus orejas, lo que le recordó a Milt el juego que había practicado una vez con un gato que le pertenecía a él y a su hermano, en los días en que la Tierra no estaba tan superpoblada, cuando las mascotas todavía eran algo legal. Había esperado hasta que Calabaza - el gato - estuvo casi dormido y entonces arrojó un pequeño objeto a un rincón de la habitación. Calabaza se despertó. Con sus ojos abiertos de par en par y sus orejas erguidas, se volvió y se sentó durante quince minutos escuchando y observando, meditando sobre qué objeto podía haber hecho ese ruido. Era una manera inocente de molestar al viejo gato, y Milt se sintió triste, pensando en cuánto hacía que había muerto Calabaza, su última mascota legal. En Marte, sin embargo, las mascotas serían legales otra vez. Eso lo consoló. En realidad, en Marte, durante los años en que trabajó en la reconstrucción, lo consoló una mascota. Una planta marciana. La había traído con él a la Tierra y ahora estaba sobre la mesa de la sala de estar del departamento del departamento compartido de Mary Ableseth, con sus ramas caídas. No se había adaptado al clima poco familiar de la Tierra.

- Es raro - murmuró Milt - que mi planta wug no haya florecido. Había pensado que en una atmósfera con tanta humedad...

- Es la gravedad - dijo Mary, los ojos todavía cerrados, sus senos subiendo y bajando regularmente. Estaba casi dormida -. Es demasiado para ella.

Milt consideró la forma de la mujer, recordando a Calabaza en circunstancias similares. El momento de la vigilia, entre el sueño y el despertar, cuando la conciencia y la inconciencia se funden... estirándose, tomó una piedra.

La arrojó hacia un montón de hojas que estaban cerca de la cabeza de Mary.

Ella se sentó repentinamente, los ojos completamente abiertos y con el traje de baño cayéndosele.

Sus orejas estaban erguidas.

- Nosotros los terrícolas - dijo Milt - perdimos el control de la musculatura de nuestras orejas, Mary. Incluso de los reflejos básicos.

- ¿Qué? - murmuró ella, parpadeando confusa mientras se acomodaba el traje de baño.

- La habilidad para erguir las orejas se nos atrofió - explicó Milt -. A diferencia de los perros y los gatos. Aunque si nos examinaran morfológicamente no se darían cuenta porque nuestros músculos todavía están allí. Así que cometieron un error.

- No sé de qué estás hablando - dijo Mary, de mal humor. Se dedicó a acomodar el sostén del traje de baño, ignorándolo por completo.

- Volvamos al departamento - dijo Milt poniéndose en pie.

Ya no podía sentir que estaba recostado en un parque porque ya no podía creer en el parque. Una ardilla irreal, hierba irreal... ¿lo eran en verdad? ¿Le mostrarían alguna vez la sustancia que había bajo la ilusión? Lo dudaba.

La ardilla los siguió durante un breve tramo mientras caminaban hacia el helicóptero, luego volvió su atención a una familia de terráqueos que incluía a dos niños pequeños. Los niños le arrojaron nueces a la ardilla que correteaba con vigorosa actividad.

- Convincente - dijo Milt. Y en verdad lo era.

- Es muy malo que no haya vuelto a ver al doctor DeWinter, Milt - dijo Mary -. Podría haberle ayudado.

Su voz sonaba extrañamente dura.

- Sin la menor duda - agregó Milt Biskle mientras reingresaba en el helicóptero.

Cuando regresaron al departamento de Mary encontraron a la planta wug marciana muerta. Era evidente que había perecido por deshidratación.

- No intentes explicarme esto - le dijo a Mary mientras los dos contemplaban de pie las ramas muertas de la planta -. Sabes lo que significa. La Tierra supuestamente es más húmeda que Marte, incluso que el Marte reconstruido. Sin embargo, la planta se ha secado por completo. No hay humedad en la Tierra porque debo suponer que las explosiones de los Prox vaciaron los mares. ¿Estoy en lo correcto?

Mary no dijo nada.

- Lo que no comprendo - dijo Milt - es por qué les preocupa mantener las ilusiones funcionando. Ya terminé mi trabajo.

- Tal vez haya más planetas que requieran un trabajo de reconstrucción, Milt - dijo Mary, después de una pausa.

- ¿Es tan grande la población de ustedes?

- Estaba pensando en la Tierra. Aquí - dijo Mary -. El trabajo de reconstrucción tomará generaciones; se necesitaría todo el talento y la habilidad que poseen sus ingenieros reconstructores - agregó -: Solo estoy siguiendo tu lógica hipotética, por supuesto.

- Así que la Tierra es nuestro siguiente trabajo. Así que ése es el motivo por el que me dejaron venir hasta aquí. En realidad vine para quedarme aquí.

Se dio cuenta de eso, completa y absolutamente, en un relámpago de comprensión.

- No volveré a Marte y no veré a Fay otra vez. Tú la estás reemplazando - todo cobraba sentido.

- Bien - dijo Mary, con una sonrisa que casi parecía mueca -, se puede decir que lo estoy intentando.

Le dio un pequeño golpe a Milt en el brazo. Descalza, todavía con su traje de baño, se le acercó lentamente.

Se apartó de ella, asustado. Recogió la planta wug muerta y, aturdido, se dirigió hacia la abertura para los desperdicios y arrojó los restos resecos y quebradizos. Se desvanecieron en el acto.

- Y ahora - dijo Mary diligentemente -, vamos a ir a visitar el Museo de Arte Moderno en Nueva York y luego, si tenemos tiempo, el Museo Smithsoniano en Washington D.C. Me pidieron que te mantuviera muy ocupado para que no pudieras comenzar a darle vueltas al tema.

- Pero ya lo estoy haciendo - dijo Milt mientras la contemplaba dejar el traje de baño y ponerse una prenda gris de lana. Nada puede evitarlo, se dijo. Ahora lo sabes. Y a medida de que los ingenieros reconstructores terminen su labor va a suceder una y otra vez. Yo solo fui el primero.

Al menos no estoy solo, comprendió. Se sintió un poco mejor.

- ¿Qué tal me veo? - le preguntó Mary mientras se ponía lápiz de labios frente al espejo del dormitorio.

- Muy bien - dijo él con indiferencia. Se preguntó si Mary a su debido tiempo se encontraría con todos los ingenieros reconstructores, convirtiéndose en la amante de todos ellos. La cuestión ya no era únicamente si ella era lo que parecía, sino también si podría conservarla.

Le pareció una pérdida gratuita, fácilmente evitable.

Se dio cuenta de que ella estaba comenzando a gustarle. Mary está viva. Era muy real, terráquea o no. Al menos no habían perdido la guerra ante cualquiera; habían perdido ante auténticos organismos vivos. En cierto sentido se sintió reconfortado.

- ¿Estás listo para ir al Museo de Arte Moderno? - dijo Mary vivamente, con una sonrisa.

Más tarde, en el Smithsoniano, después de haber visto el Spirit of St. Louis y el avión increíblemente antiguo de los hermanos Wright - que parecía tener al menos un millón de años - vio la oportunidad de echarle una mirada a una sala por la que había estado esperando con ansiedad.

No le dijo nada a Mary - ella estaba concentrada estudiando una vitrina de piedras semipreciosas en su estado natural sin pulir -, se escabulló y, un momento más tarde, estaba ante una sección con una vitrina llamada:


MILITARES PROX DE 2014

Había tres soldados prox estáticos, con sus oscuras caras, manchados y mugrientos, las armas portátiles listas, en un refugio conformado por los restos de uno de sus transportes. Allí colgaba inerte una bandera prox manchada de sangre. Aquel era un enclave derrotado del enemigo; las tres criaturas parecían estar a punto de rendirse o de ser fusiladas.

Un grupo de visitantes terráqueos estaba ante la exhibición, mirando tontamente.

- Convincente, ¿no le parece? - le dijo Milt Biskle al hombre que estaba más cerca.

- Por supuesto - estuvo de acuerdo el hombre de mediana edad, de anteojos y pelo gris -. ¿Estuvo en la guerra? - le preguntó a Milt, mirándolo directamente.

- Trabajo en la tarea de reconstrucción - dijo Milt -. Soy ingeniero Amarillo.

- Oh - asintió el hombre, impresionado -. Muchacho, estos proxitas dan miedo. Parece como que van a salir de la vitrina y nos van a matar. - Lanzó una sonrisita -. Los proxitas pelearon duramente hasta que los derrotamos, hay que reconocerles eso.

- Esas armas me provocan escalofríos - dijo a su lado la esposa, de pelo gris y muy bien arreglada -. Parecen muy reales.

Continuó caminando con desagrado.

- Usted está en lo correcto - dijo Milt Biskle -. Parecen estremecedoramente reales puesto que en verdad lo son.

No tenía ningún sentido crear una ilusión de este tipo ya que el objeto real estaba disponible. Milt pasó por debajo de la barandilla, se acercó al cristal que protegía la exhibición, levantó un pie y lo rompió. Estalló en pedazos y llovieron fragmentos astillados con un enorme alborozo.

En el preciso momento en que llegaba corriendo Mary, Milt tomó el rifle de uno de los proxitas y se volvió hacia ella.

La muchacha se detuvo, respirando entrecortadamente, y lo miró sin decir nada.

- Estoy dispuesto a trabajar para ustedes - le dijo Milt, sosteniendo expertamente el rifle -. Después de todo, si mi propia raza ya no existe difícilmente pueda reconstruir una colonia en un mundo para ella. Puedo entender eso. Pero quiero saber la verdad. Muéstrenmela y continuaré con mi trabajo.

- No, Milt - dijo Mary -, si supieras la verdad no seguirías con tu trabajo. Volverías esa arma contra ti mismo.

Sonaba tranquila, incluso compasiva, pero sus ojos brillantes y abiertos de par en par estaban muy atentos.

- Entonces te mataré - dijo Milt. Y después se suicidaría.

- Espera - le suplicó -. Milt... esto es muy difícil. No sabes absolutamente nada y sin embargo fíjate lo desdichado que se te ve. ¿Cómo esperas sentirte cuando puedas ver el estado en que está tu propio planeta? Casi es demasiado para mí y yo soy... - vaciló.

- Dilo.

- Yo soy solo una... - balbuceó - una visitante.

- Pero entonces yo estaba en lo cierto - dijo -. Dilo. Admítelo.

- Estás en lo cierto, Milt - ella suspiró.

Aparecieron dos guardias uniformados del museo llevando pistolas.

- ¿Está bien, señorita Ableseth?

- Por el momento - dijo Mary. Ella no apartó los ojos de Milt y del rifle que llevaba -. Esperen - les ordenó a los guardias.

- Sí, señora - los guardias esperaron. Ninguno se movió.

- ¿Ha sobrevivido alguna mujer terrícola? - preguntó Milt.

- No, Milt - dijo Mary, tras una pausa -. Pero los proxitas pertenecemos también a la misma especie, como bien sabes. Podemos cruzar nuestra sangre. ¿Eso te hace sentirte mejor?

- Por supuesto - dijo él -. Muchísimo mejor.

Tenía ganas de volver el rifle sobre sí mismo, sin esperar nada más. Hizo todo lo posible por resistir el impulso. Así que todo el tiempo había tenido razón. No había estado Fay en el Campo Tres en Marte.

- Escucha - le dijo a Mary Ableseth -. Quiero volver a Marte otra vez. Vine aquí para saber algo. Ya lo sé, ahora quiero regresar. Tal vez hable otra vez con el doctor DeWinter, tal vez pueda ayudarme. ¿Tienes alguna objeción?

- No - ella pareció comprender cómo se sentía -. Después de todo, hiciste tu trabajo allí. Tienes derecho a regresar. Pero tarde o temprano tendrás que regresar a la Tierra. Podemos esperar un año o más, tal vez incluso dos. Pero eventualmente Marte estará completo y necesitaremos más lugar. Y va a ser mucho más duro aquí... como ya podrás descubrir. - Ella intentó sonreír pero fracasó; él apreció el esfuerzo -. Discúlpame, Milt.

- A mí también - dijo Milt Biskle -. Mierda, me sentí mal cuando murió la planta wug. Entonces supe la verdad. No era solo una sospecha.

- Te interesaría saber que tu colega ingeniero reconstructor Rojo, Cleveland Andre, se dirigió a la reunión en tu lugar. Y les transmitió tus sospechas junto con las suyas. Votaron el envío de un delegado oficial a la Tierra para investigar. Está en camino.

- Me parece interesante - dijo Milt -, pero no es realmente importante. Difícilmente cambie las cosas. - Bajó el rifle -. ¿Puedo regresar ahora a Marte? - se sentía cansado -. Dile al doctor DeWinter que voy para allá.

Dile, pensó, que tenga todas las técnicas psiquiátricas de su repertorio listas para mí, porque serán necesarias.

- ¿Qué pasó con los animales de la Tierra? - preguntó -. ¿Sobrevivió alguna forma de vida? ¿Qué pasó con los perros y los gatos?

Mary les lanzó una mirada a los guardias del museo; un destello de comunicación fluyó silenciosamente entre ellos, luego dijo:

- Quizá sea lo mejor después de todo.

- ¿Qué es lo mejor? - preguntó Milt Biskle.

- Que lo veas. Solo durante un momento. Parece que estás mejor preparado de lo que habíamos pensado. En nuestra opinión tienes derecho a ello - luego agregó -. Sí, Milt, los perros y los gatos sobrevivieron; viven entre las ruinas. Vamos y echemos una mirada.

Fue tras ella pensando para sí mismo, ¿ella no estaría en lo correcto la primera vez?, ¿de verdad quiero mirar? ¿Puedo enfrentar la verdadera realidad? ¿Por qué tuvieron la necesidad de mantener la ilusión hasta ahora?

En la rampa de salida del museo Mary se detuvo y dijo:

- Ve al exterior. Yo me quedaré aquí, estaré esperando a que regreses.

Dándose por vencido, descendió por la rampa.

Y vio.

Todo estaba en ruinas, por supuesto, como ella había dicho. La ciudad había sido decapitada, nivelada a un metro sobre el nivel del suelo; los edificios se habían convertido en recuadros vacíos, sin contenido, como antiguos patios infinitos e inútiles. No podía creer que lo que estaba viendo era nuevo. Parecía que estos restos abandonados siempre habían estado allí, exactamente como estaban ahora. Y... ¿cuánto tiempo más permanecerían de ese modo?

Hacia la derecha vio una compleja máquina recorriendo la calle llena de escombros. Mientras él observaba, se extendió una multitud de seudópodos que hurgaban en los cimientos más cercanos. Los cimientos, de acero y concreto, fueron pulverizados abruptamente; el suelo desnudo, expuesto, se veía ahora de una marrón oscuro, chamuscado por el calor atómico provocado por el equipo automático de reparación, una máquina, pensó Milt Biskle, que no era muy diferente a la que usaba en Marte. Evidentemente, la máquina tenía la tarea de limpiar todo lo antiguo en una pequeña área. Sabía muy bien por su propia experiencia durante el trabajo de reconstrucción de Marte lo que seguiría a continuación, probablemente en solo minutos, llevado adelante por un mecanismo igualmente elaborado que establecería los cimientos para las estructuras que allí se levantaría,

Y, de pie en el otro lado de la calle desierta, observando el trabajo de limpieza que llevaba adelante la máquina, se podía ver a dos figuras delgadas y grises. Dos proxitas de nariz aguileña, con su pelo natural y pálido dispuesto en espiral y los lóbulos de sus orejas estirados por los objetos pesados que colgaban de ellos.

Los vencedores, pensó para sí mismo. Experimentando cierta satisfacción ante el espectáculo, fue testigo de cómo destruían los últimos artefactos de la raza perdedora. Algún día una ciudad puramente prox se elevaría aquí: arquitectura prox, calles de amplios y extraños patrones prox, construcciones uniformes con el aspecto de cajas con muchos niveles subterráneos. Y ciudadanos como esos deambulando por las rampas, recorriendo los túneles de alta velocidad en su rutina diaria. ¿Y que pasaría, pensó, con los perros y los gatos terráqueos que ahora habitaban estas ruinas, como había dicho Mary? ¿También desaparecerían? Probablemente no por completo. Habría un lugar para ellos, tal vez en los museos y zoológicos, como rarezas para ser admiradas. Sobrevivientes de un ecología que ya no existía. Puede que ni siquiera eso.

Y sin embargo... Mary estaba en lo correcto. Los proxitas pertenecían a la misma especie. Aun si no se pudieran cruzar con los terráqueos que sobrevivieron, la especie como él la conocía continuaría. Y se cruzarían, pensó. La relación que tenía con Mary era una prueba. El resultado incluso podía ser bueno.

El fruto, pensó mientras se alejaba y comenzaba el regreso hacia el museo, podía ser una raza que no fuera prox ni terráquea por completo. De la unión podía surgir algo genuinamente nuevo. Al menos podemos tener esperanzas de eso.

La Tierra sería reconstruida. Había visto una pequeña muestra de ese trabajo con sus propios ojos. Tal vez los proxitas carecieran del talento que él y sus colegas, los ingenieros reconstructores, poseían... Y ahora que Marte estaba virtualmente terminado podían comenzar aquí. No era completamente desesperanzador. No del todo.

Caminó de regreso hasta donde lo aguardaba Mary y le dijo con voz ronca:

- Hazme un favor. Consígueme un gato que pueda llevar conmigo en mi regreso a Marte. Siempre me gustaron los gatos. Especialmente los de color naranja con rayas.

Uno de los guardias del museo, después de lanzarle una mirada a su compañero, dijo:

- Podemos solucionar eso, señor Biskle. Podemos conseguir un... cachorro, ¿esa es la palabra?

- Gatito, creo - corrigió Mary.

En el viaje de regreso a Marte, Milt Biskle estaba sentado con la caja que contenía el gatito naranja en su regazo, pensando en sus planes. En quince minutos las nave descendería sobre Marte y el doctor DeWinter - o lo que se hacía pasar por el doctor DeWinter - estaría esperándolo. Sería demasiado tarde. Desde donde estaba sentado podía ver la salida de emergencia con su luz roja de advertencia. Sus planes estaban enfocados sobre la compuerta. No era lo ideal pero serviría.

En la caja el gatito naranja extendía una pata y golpeaba contra la mano de Milt. Sentía las agudas las agudas y delgadas zarpas raspar contra su carne y con la mirada ausente apartaba su mano de la caricia del animal. Marte no te gustará nada, pensó y se puso de pie.

Cargando la caja se dirigió velozmente hacia la compuerta de emergencia. Antes de que la pudiera alcanzar la azafata la había abierto. Se metió en su interior y la compuerta se cerró a sus espaldas. Durante un instante estuvo quieto dentro del estrecho compartimiento, y luego comenzó a tratar de abrir la pesada puerta exterior.

- ¡Señor Biskle! - le llegó la voz de la azafata amortiguada por la puerta. La oyó abrir la puerta y andar a tientas para poder asirlo.

Mientras él giraba la puerta exterior el gatito que estaba dentro de la caja que sostenía bajo el brazo maulló.

¿Tú también?, pensó Milt Biskle, e hizo una pausa.

La muerte, el vacío y la pronunciada falta de calor del espacio exterior se filtraron a su alrededor, a través de la puerta parcialmente abierta. Milt los olfateó y algo en su interior, como en el gatito, hizo que por instinto se apartara. Se tomó una pausa, aún sosteniendo la caja, sin intentar abrir la puerta exterior más allá de lo que estaba, y ese momento la azafata lo agarró.

- Señor Biskle - dijo ella a medias sollozando -, ¿se ha vuelto loco? Por Dios, ¿qué está haciendo? - ella se las arregló para tirar hacia dentro y cerrar la puerta exterior, ajustando la sección de emergencia otra vez a su posición de cerrado.

- Sabe muy bien lo que estoy haciendo - le dijo Milt Biskle mientras le permitía que lo impulsara hacia el interior de la nave, hacia su asiento. Y no creo que pudiera detenerme, se dijo a sí mismo. Porque no fue usted. Podría haber seguido adelante y haberlo hecho. Pero decidí no hacerlo.

Se preguntó por qué.

Más tarde, en el Campo Tres en Marte, el doctor DeWinter salió a su encuentro, como él había estado esperando.

Ambos caminaron hacia el helicóptero estacionado y DeWinter dijo, con un tono de voz preocupado:

- Me informaron que durante el viaje...

- Es cierto. Intenté suicidarme, pero cambié de opinión. Tal vez usted sepa el motivo. Usted es el psicólogo, la autoridad en todo lo que sucede en nuestro interior - entró en el helicóptero teniendo cuidado de no golpear la caja que contenía al gatito terrestre.

- ¿Va a seguir adelante y trabajar en su parcela con Fay? - le preguntó el doctor DeWinter tan pronto como el helicóptero levantó vuelo sobre los campos de trigales verdes y húmedos -. A pesar de... lo sabe?

- Sí - asintió él. Después de todo hasta donde sabía, no había otra cosa que pudiera hacer.

- Ustedes los terrícolas - sacudió la cabeza DeWinter -. Son admirables.

Notó la caja en el regazo de Milt Biskle.

- ¿Qué tiene allí? ¿Una criatura de la Tierra? - Fijó sus ojos sobre la caja con cierta sospecha. Para él era una manifestación de una forma extraña de vida -. Un organismo de aspecto bastante peculiar.

- Me va a hacer compañía - dijo Milt Biskle -, mientras sigo con mi trabajo, ya sea construyendo mi propia propiedad o... - O ayudando a los proxitas en la Tierra, pensó.

- ¿Es lo que llaman una «serpiente de cascabel»? Escucho el sonido de sus cascabeles - el doctor DeWinter se apartó un poco.

- Está ronroneando - Milt Biskle sacudió al gatito mientras el piloto automático del helicóptero los guiaba a través del monótono cielo rojo marciano. Tener contacto con una forma de vida familiar, se dijo, me mantendrá cuerdo. Me permitirá seguir adelante. Se sintió agradecido. Mi raza puede haber sido derrotada y destruida, pero no han perecido todas las criaturas terrícolas. Cuando reconstruyamos la Tierra tal vez podamos lograr que las autoridades nos permitan tener lugares protegidos. Será una parte de nuestra tarea, se dijo a sí mismo, y otra vez acarició al gatito. Al menos podemos tener la esperanza de que así sea.

Cerca de él, el doctor DeWinter también estaba sumergido en sus pensamientos. Admiraba la intrincada destreza de los ingenieros en el tercer planeta, los que habían logrado el simulacro que descansaba en la caja sobre el regazo de Milt Biskle. El logro técnico era impresionante, incluso para él, y lo vio con absoluta claridad... como por supuesto no podía hacer Milt Biskle. Este artefacto, aceptado por el terrícola como un organismo auténtico de su pasado conocido, proveería una punto de apoyo sobre el cual este hombre podría mantener su equilibrio psíquico.

Pero, ¿qué pasaría con los otros ingenieros reconstructores? ¡Qué pasaría cuando cada uno de ellos hubiera terminado su trabajo y tuvieran - les gustara o no - que tomar conciencia de la situación?

Variaría de un terráqueo a otro. Un perro para uno, un simulacro más elaborado, probablemente de una hembra núbil humana para otro. En todo caso, cada uno sería provisto como una «excepción» a las reglas. Una entidad sobreviviente esencial, seleccionada entre las que se habían desvanecido por completo. Las pistas sobre las inclinaciones de cada uno de los ingenieros serían obtenidas al investigar el pasado de cada uno, como había sucedido en el caso de Biskle. El simulacro del gato estaba terminado varias semanas antes de su abrupto viaje de regreso a la Tierra provocado por un ataque de pánico. Por ejemplo, en el caso de Andre ya estaba en construcción el simulacro de un loro. Estaría listo para cuando realizara su viaje a casa.

- Lo llamaré Trueno - explicó Milt Biskle.

- Un buen nombre - dijo el doctor DeWinter. Pensó que era una vergüenza que no pudieran mostrarle la verdadera situación de la Tierra. En realidad, sería bastante interesante que aceptara lo que veía, porque en algún nivel debía comprender que nada podía sobrevivir a una guerra como la que habían sostenido. Obviamente quería creer con desesperación que perduraban ciertos vestigios, aunque no fueran más que cascotes. Pero es típico de la mente terráquea aferrarse a ciertos fantasmas. Eso podía ayudar a explicar su derrota en el conflicto; simplemente no eran realistas.

- Este gato - dijo Milt Biskle - va a ser un excelente cazador de ratones marcianos.

- Seguro - agregó el doctor DeWinter, y pensó, mientras sus baterías no se agoten. También él acarició al gatito.

Se activó el conmutador y el gatito comenzó a ronronear más fuerte.

jueves, 8 de junio de 2023

El límite de las listas Umberto Eco

 “La lista es el origen de la cultura. Es parte de la historia del arte y de la literatura. ¿Qué quiere la cultura? Hacer comprensible el infinito. También quiere crear orden, no siempre, pero a menudo. ¿Y de qué manera, como ser humano, uno se enfrenta al infinito? ¿Cómo se intenta captar lo incomprensible? A través de listas, de catálogos, por medio de colecciones en museos, de enciclopedias y diccionarios”, dijo Umberto Eco (Alessandria, 1932-Milán, 2016) en una entrevista con Susanne Beyer y Lothar Gorris para Der Spiegel en noviembre de 2009.

Eco admitió que tenemos un límite, “un límite muy desalentador, humillante: la muerte. Por eso nos gustan todas las cosas que suponemos que no tienen límites y, por tanto, no tienen fin. Es una forma de escapar de los pensamientos sobre la muerte. Nos gustan las listas porque no queremos morir.”

El lugar donde mueren los pájaros de Tomás Downey

 Al primero no lo enterramos muy profundo. A los pocos días volvimos y estaba con medio cuerpo afuera; lleno de hormigas que le caminaban por las plumas, todo hinchado. Lo olimos y nos dieron ganas de vomitar. La pala estaba ahí, en la casa abandonada. Ahora los pozos los hago yo. Castro no tiene fuerza.

En el lugar donde mueren los pájaros hay más árboles que en el resto del bosque, las ramas se enredan y casi no se ve el cielo. La casa abandonada está igual que el verano pasado, solo que antes había unas montañas de arena y ladrillos que ya no están.

Papá viene los fines de semana porque tiene que trabajar. Dice que los adultos no pueden tomarse dos meses de vacaciones, que tenemos suerte porque mamá está con la licencia de maternidad, que si no hubiese sido por la beba no habríamos podido instalarnos en la costa todo el verano.

Pero no es nuestra culpa que acá sea todo tan aburrido. Hace como una semana que llueve, y si sale el sol a la playa no podemos ir porque a la beba le hace mal. Tampoco podemos ir al centro porque llora todo el tiempo, y mamá se pone nerviosa cuando la gente mira.

Tenemos prohibido cruzar, aunque nunca pasan autos. Las calles son de tierra y están siempre embarradas. Además acá no hay nadie, para el lado de la principal hay más casas pero papá dice que le gusta el silencio. Solo nos podemos escapar cuando mamá duerme la siesta. El lugar donde mueren los pájaros está a dos cuadras, bajando una lomada.

La beba se llama Jazmín y nació hace menos de dos meses. El nombre se me ocurrió a mí, pero cuando mamá y papá decidieron ponérselo me dio bronca. Me lo quería guardar. Solo sabe hacer seis cosas, con Castro las contamos: tomar la teta, vomitar, hacer pis y caca, dormir, apretar la mano si le ponés un dedo, y llorar a los gritos. Nos despierta casi todas las noches. Ni siquiera puede abrir los ojos del todo, los tiene como pegados.

Yo soy la hermana mayor y Castro es la del medio. En realidad se llama Martina, pero papá le puso ese apodo. A él le causa mucha gracia, a mí no porque no lo entiendo, y a Castro le da lo mismo cualquier cosa. Le llevo casi tres años, ella tiene seis. A veces quiere decirme qué hacer y tengo que explicarle que la jefa soy yo. Si no me hace caso le tiro del pelo. Pero ella me la devuelve, cada vez tiene más fuerza.

Las dos estamos de acuerdo en que una hermana más, y encima mujer, sobraba.

Veraneamos acá desde siempre, salvo el año en que fuimos a Perú. Yo era muy chica y no me acuerdo, Castro y la beba no existían. Papá siempre cuenta que recorrieron la cordillera de punta a punta conmigo en una mochila. Entonces no entiendo por qué nos tenemos que quedar todo el día encerradas, por qué no podemos llevar a la beba ni acá a tres cuadras, a la playa.

Pero no, no podemos, repite mamá con cara de cansada, y nos sienta a mí y a Castro en el comedor a ver la misma película por décima vez, con el volumen bajo, en un televisor que no es ni la mitad de grande del que tenemos en casa. Castro se pone a caminar como un robot y hago fuerza para no reírme porque estoy enojada.

Papá dice que es una suerte que la gente no haya descubierto este lugar, que el día que alguna inmobiliaria se avive todo el bosque que tenemos alrededor se va a llenar de casas y negocios. Un country, dice, acá van a hacer como un country.

Jose, mi mejor amiga, tiene casa en un country. Al perro le ponen un collar que le da una patada si sale del jardín, como el lavarropas de casa si lo tocás descalzo. Pero papá dice que no va a ser así, que va a ser más lindo y los perros van a poder ir donde quieran. Se la pasa hablando de que tenemos que comprar un terreno y nos pregunta a mí y a Castro si le vamos a prestar nuestros ahorros. Delirante, le dice mamá mientras sirve los fideos, si ni siquiera terminamos de pagar el auto. Todos los días comemos fideos.

Ojalá hubiese negocios. Aunque sea una cancha de golf, para ir a buscar pelotitas entre los árboles. A mí y a Castro nos encanta el bosque, pero no hay nada para hacer. Salvo en el lugar donde mueren los pájaros.

Mamá estuvo cocinando porque hoy llega papá. Está acostada en el sillón con ese aparato horrible que le saca leche. Pongo la mesa. La beba está durmiendo, hoy lloró casi todo el día y por fin se cansó. Castro le mira los pies.

Esperamos, muertas de hambre, y llama papá. Atiendo yo. Me pide que le pase con mamá pero le contesto que está acostada, que la beba no la deja dormir. Mamá bosteza, asiente y sonríe con los ojos cerrados. Papá dice que hay un embotellamiento terrible, que todos los boludos salen a la ruta a la misma hora, que no sabe a qué hora llega, que no lo esperemos a comer. Le repito todo a mamá y Castro grita: boludos, qué boludos. Mamá le dice que se calle y yo le pregunto a papá si mañana nos va a llevar a la playa. Me jura que sí.

Después de cenar, mamá me pide que la ayude a darle la mamadera a la beba. Pero no me deja hacer nada, solo sentarme con ella y mirar. Jazmín tiene los cachetes colorados y me hace acordar a una muñeca que me regalaron cuando era chica. Fue mi favorita hasta que Castro le sacó los ojos con una tijera.

Castro se ocupa de agarrar los pájaros porque no le dan asco. Los levanta de las alas o de las patas y los tira al pozo. Siempre que vamos hay uno, a veces dos o tres. Yo los tapo y después saltamos sobre la tierra. Castro dice que los pájaros se comen los gusanos, y que cuando los pájaros se mueren es al revés. Me mira, muy seria. Son enemigos, dice.

Después de tapar el pozo ponemos una piedra arriba. Nos gusta saber dónde quedó cada uno y cuántos hay. En lo que va del verano enterramos once, y aunque estos estén más profundos en los días de calor el olor se siente.

Sueño que los pájaros lloran porque saben que se van a morir, pero cuando me despierto es la beba. Papá la tiene en brazos y se acerca a mi cama. Todavía es de noche. Le pregunto cuándo llegó y él dice shh, dormí. Me da un beso en la frente y entorna la puerta.

Castro me despierta temprano. Ya tiene puesta la malla y dice que vamos al mar. Me levanto y corremos al cuarto de papá y mamá, pero todavía duermen. La beba también. Me acerco a despertarlos y mamá me pide que los deje un rato más porque no descansaron en toda la noche. Cierra los ojos y se acurruca contra papá. ¿Dale, sí?, murmura.

¡No!, grita Castro. Papá y mamá se despiertan de golpe. La beba se mueve en su cuna y todos nos quedamos muy quietos, sin respirar. Pero por suerte no llora, se duerme de nuevo. Mamá agarra a Castro de un brazo y le tapa la boca con la mano. Mi hermana le muerde un dedo y mamá la agarra del pelo, la lleva hasta el sillón del comedor. Te quedás acá quietita, dice con los dientes apretados, no hablás ni hacés ruido ni te movés. Vos también, me dice a mí, y vuelve a su habitación.

Tenemos hambre. Castro está enojada porque papá y mamá no se levantan. Prende la tele y sube el volumen. Yo lo bajo y le digo que espere, que no moleste. Para que se calme agarro un paquete de galletitas. Pero ella se pone cada vez más pesada, dice que quiere una chocolatada caliente. Le digo que le preparo una fría y ella grita: ¡chocolatada fría, qué asco! Callate, le digo, si no hacés ruido te la hago.

Prender la hornalla es fácil, primero el fósforo y después el gas. Pongo la leche en una jarra y al fuego. Castro corre de acá para allá, se tira al piso y se arrastra, le encanta esconderse debajo de la mesa y agarrarte los pies cuando pasás por al lado. La reto porque tiene puesta una remera blanca que ahora quedó toda sucia.

Me subo a un banco y veo que la leche empieza a burbujear, apago el fuego y agarro dos tazas. Castro se acerca, quiere ver. Y como no se puede quedar quieta me empuja, la jarra se me resbala de la mano y me cae leche caliente en el brazo.

Grito y Castro también. ¡Te quemaste, te quemaste!, repite como un loro, y quiere tocarme el brazo. Papá viene corriendo. ¿Qué pasa ahora?, pregunta. Pero me ve y me sienta en la mesada para que ponga la quemadura bajo el chorro de agua fría. ¡Les dijimos que no usaran la cocina!, grita, siempre haciendo quilombo ustedes. ¡Es culpa de la beba!, grita Castro. ¡Qué pasa!, escuchamos a mamá desde el cuarto; y después el llanto, que empieza bajito y de repente nos aturde a todos.

Papá se viste y nos sube al auto. Me arde mucho. Pregunto por qué no viene mamá y me contesta que se tiene que quedar con Jazmín. En la salita de primeros auxilios me ponen una venda toda pegajosa. Tiene grasa, dice el médico, para que la piel esté húmeda. Castro se acerca y la huele, pone cara de asco pero lo vuelve a hacer dos veces más.

También dicen que no puedo ir a la playa por una semana. Se me puede infectar.

Mamá me abraza, me pregunta si duele. Le digo que sí y me pide perdón por no haberse levantado a prepararnos el desayuno. ¡Denme algo!, grita Castro, ¡tengo hambre!

Calmate, dice mamá, si seguís gritando te quedás todo el verano en penitencia. Pero lo dice sin ganas y Castro no le hace caso, se sube a una silla y grita más fuerte: ¡La beba toma toda la leche que quiere y nosotras nos morimos de hambre!

Papá se ríe. No le festejes, dice mamá. Castro lo mira con odio y baja de la silla de un salto, le pega una patada en la pierna y sale corriendo por la puerta. Mamá y papá se miran. No lo puedo creer, dice él, pendeja de mierda. Andá, andá, le dice ella, y mientras papá sale corriendo me pone a la beba en brazos. Cuidala, dice, y sale a buscarlos. Jazmín me mira, abre la boca y toma aire. Se me resbala de las manos y la aprieto. Empieza a llorar a los gritos.

Tardan un montón en volver, o a mí me parece mucho porque la beba no para y no sé cómo calmarla. Papá entra con Castro agarrada de un brazo, ella forcejea pero él la arrastra hasta la habitación y le cierra la puerta de un golpe. No se te ocurra salir, grita. Mamá me saca a la beba de los brazos. Trata de calmarla pero tampoco puede, y le veo lágrimas en los ojos. Papá sale del cuarto, agarra a Jazmín y le dice a mamá que no pasa nada, que se acueste y se relaje un poco. Mamá dice sí y mira el piso, papá le pone una mano en el hombro y la lleva hasta el cuarto. Después me prende la tele, me dice que no hable con Castro porque está castigada y se va a cuidar a mamá a la habitación.

A la noche, Castro me muestra su brazo. Tiene un moretón violeta y se hace la canchera. No me dolió nada, dice, ni un poco. Yo me levanto la venda y le muestro mi quemadura, que es mucho peor. Tengo unas ampollas amarillas y la piel muy roja. Parece queso de pizza, dice ella, qué asco.

El domingo al mediodía vamos a comer a la principal. Nos prometieron que después podíamos ir un rato a los videojuegos, pero mamá está quieta y muy callada. Algo le pasa. Terminamos de almorzar y papá dice que tiene que salir temprano a la ruta, que vamos a tener que esperar al otro fin de semana.

La quemadura casi no arde, pero cuando mamá me pregunta le digo que me duele mucho, lloro un poco. Ella me dice que me acerque y me abraza. Tiene olor a vómito de bebé en el pelo y en la ropa.

Antes de que naciera la beba me habían dicho que iba a tener que ayudar. Porque soy la mayor y porque siempre me porté bien. Pero ahora no me dejan ni tocarla, papá dice que es muy frágil y nosotras dos muy brutas. Después se ríe. Mamá bosteza, yo me ofendo y Castro ni escucha, mira por la ventana con cara de concentrada. Desde la casa no se ve, pero para ese lado está el lugar donde mueren los pájaros.

Mamá cuenta siempre que nosotras casi no llorábamos pero que Castro tocaba todo, que cuando empezó a caminar era un peligro. Una vez la encontraron subida a una mesita, al lado de la ventana abierta, medio asomada y mirando para abajo. Vivíamos en el cuarto piso.

No sabemos qué hora es. Hace varias noches que casi no dormimos, que la beba no deja de llorar. Nos levantamos porque no soportamos más el ruido y vamos hasta el cuarto de mamá, que duerme boca arriba con los brazos abiertos.

Tiene el camisón corrido y se le ve una teta. Por un momento me asusto, parece desmayada, pero después se mueve un poco. Abre y cierra la boca como si soñara que es un pez. Me acerco a taparla y me doy vuelta porque escucho un ruido. Castro tiene a Jazmín a upa. Le digo que la deje, no podemos levantarla sin papá o mamá cerca. No me hace caso, la acuna despacio y la beba deja de llorar.

Salimos a jugar al bosque y mamá dice que no nos alejemos. Por la ventana vemos que se acuesta y nos mira, pero después se queda dormida. Corremos rápido, tenemos mucho trabajo.

Hay cuatro para enterrar, uno es todo negro y tiene el pico largo, es el más grande que encontramos hasta ahora. Antes de tirarlo al pozo, Castro le arranca una pluma. Le digo que es un asco pero ni me escucha, la hace girar entre los dedos y la mira como hipnotizada.

Mamá nos lleva a la salita en un remís. Castro, la beba y yo. El médico me mira y dice que curó muy bien, que ya puedo ir a la playa pero que me tengo que poner mucho protector solar, hasta que el brazo quede todo blanco. Antes de irnos me da un chupetín para mí y otro para Castro.

Insistimos tanto que mamá nos lleva un rato. Hace días que tenemos las mallas puestas. Corremos al mar. Mamá nos grita que basta, pero Castro se mete hasta que el agua le llega al cuello. Salta y se ríe, me da miedo ir a buscarla. Mamá la llama y mi hermana no hace caso; entonces le pide ayuda a un señor gordo, que se mete y la agarra. Mamá la reta, dice que no le podemos hacer esto, que tenemos que colaborar. Por favor, chicas, dice, no puedo más así, necesito que me ayuden. Parece a punto de largarse a llorar y yo digo sí, ma, te prometo, te prometemos.

Volvemos a casa y no le hablo a Castro en todo el día, por su culpa no nos pudimos quedar ni cinco minutos. Y además, pobre mamá. Parece que se lo hiciera a propósito.

Es tarde y todavía no comimos. Mamá está hablando por teléfono en su cuarto. Cuando sale se nota que estuvo llorando, pero piensa que no nos damos cuenta, dice que papá nos manda saludos. Hace fideos con manteca y le salen todos pegoteados. Ella no come.

Papá llega el viernes a la noche y el sábado muy temprano nos lleva un rato a la playa. Nos enseña a barrenar, aunque yo ya sabía. Volvemos a la casa a almorzar y nos promete que a la tarde vamos de nuevo, pero se nubla y al final nos quedamos en casa durmiendo. Me acuesto con papá en el sillón, tiene olor a sol y a mar. Cuando era chica siempre dormía la siesta en su cama mientras él leía el diario.

A la noche juntamos piñas y ramas para el fuego. Papá nos enseña a armar la pila de carbón, hay que dejar espacio para que entre aire. Me dice que lo prenda pero Castro se queja. Entonces nos da un fósforo a cada una.

El domingo a la tarde se va. Parece que hubiera llegado recién, que no estuvo ni un día entero. Mamá no se levanta a despedirlo, tiene un poco de fiebre. Nosotras lo saludamos hasta que el auto desaparece detrás de los árboles.

Estoy haciendo un pozo, el pájaro está en el piso y de repente mueve un ala. Castro está por ahí, busca entre los árboles si no hay otros. La llamo y lo levanta de las patas, lo sacude. Es marrón claro y mueve la cabeza, trata de agitar el ala libre, abre y cierra el pico. Tiro la pala y digo que vamos a curarlo. Castro dice que no, que está casi muerto. Lo tira al pozo.

Yo la empujo y se cae al piso. Me arrodillo para sacar el pájaro pero Castro agarra la pala y se la clava en el cuello. Queda el cuerpo de un lado y la cabeza del otro. En el filo hay un poco de sangre. Me largo a llorar y Castro tapa el pozo sola.

Los árboles se llenan de orugas. Son verdes, casi fosforescentes, y cuando las pisamos largan un juguito azul que se nos pega a las ojotas.

Castro va hasta nuestra habitación y vuelve con la pluma negra. Mamá se durmió sentada en el sillón, con la beba a upa; la agarra con un brazo pero tiene los ojos cerrados y la cabeza caída para atrás. La beba está tranquila, nos mira. Castro saca la pluma negra y se la muestra. Le hace cosquillas en la nariz hasta hacerla llorar. Contamos el tiempo en el reloj de mamá, que tarda tres minutos y doce segundos en abrir los ojos.

Papá llega de noche y dice que mañana nos volvemos. Que mamá está demasiado cansada y no nos puede cuidar. Que puede ser que la beba esté enferma, hay que llevarla al médico porque no es normal que llore tanto. Castro dice que ya sabíamos que no era normal, que en casa va a ser lo mismo, que queremos quedarnos. Papá le dice que está harto de que conteste y la manda a nuestra habitación. ¡Es una injusticia!, grita ella. Papá la agarra de un brazo y Castro se suelta, lo mira con bronca y se va a la habitación sola. Cierra dando un portazo que hace temblar las ventanas.

Castro me despierta, es de noche. Me dice que los pájaros van a morir ahí porque están enfermos. Yo estoy medio dormida y no entiendo de qué me habla. Ella sale de la habitación y me levanto, la sigo hasta el cuarto de mamá y papá. La veo alzar a la beba y le pregunto en voz baja qué hace. No me contesta. Jazmín sonríe y nos mira con sus ojos grandes. Castro empieza a caminar hacia el comedor con ella a upa y le digo que basta, que le voy a decir a papá. Pero no me hace caso, abre la puerta y sale al bosque.

La sigo, tengo miedo. Le digo que volvamos y trato de frenarla; la agarro pero no quiero hacer mucha fuerza, se le puede caer la beba al piso. Castro se suelta, camina rápido.

Llegamos y me dice que haga un pozo. Le contesto que está loca, que me dé a Jazmín, que es muy chica y se puede lastimar con cualquier cosa. Nunca habíamos venido de noche. Está muy oscuro y estamos descalzas, en el piso hay ramas que pinchan. Castro dice no y me mira, muy seria. Entonces escuchamos un ruido y vemos que las ramas están llenas de pájaros. Oscuros, negros, pero también parece que brillan. Aunque me den miedo, no puedo dejar de mirarlos. Hay muchísimos más de los que puedo contar. No se ve la luna, ni las estrellas. Es como un techo negro que se mueve.

De repente empiezan a hacer ruidos, chillan y agitan las alas. Grito que nos tenemos que ir. Castro no me contesta, no sé si me escucha, apoya a la beba en el piso. Voy a levantarla pero bajan todos los pájaros al mismo tiempo. Me arrodillo y me cubro la cabeza con los brazos, siento las alas tocándome y caigo sobre la tierra, tengo barro y hojas secas en la boca.

El estruendo es muy fuerte, me aturde, hasta que de golpe se termina. Me da miedo levantarme porque ahora hay demasiado silencio. Me quedo quieta y me tapo los ojos hasta que escucho la voz de papá que nos llama a los gritos desde lejos. Lo veo entre los árboles con una linterna, corriendo para nuestro lado. Castro está llena de barro, arrodillada en el piso; mira para arriba y sonríe con los ojos, con la boca muy abierta, como si hubiese visto la cosa más increíble del mundo. La beba ya no está, los pájaros tampoco.

miércoles, 7 de junio de 2023

Trampolín de Tomás Downey

 El estacionamiento del complejo está lleno de autos. Facundo estaciona lejos de la entrada y camina con su hija bajo el sol. Siempre tenés que mirar para todos lados, le dice. Acá los coches van despacio pero pueden salir de la nada, hay que estar atento. Josefina sonríe. ¿De la nada?, pregunta. Es una forma de decir, le explica Facundo sin terminar de entender si su hija lo está cargando. Siente la mano pequeña y transpirada en la suya, el tacto lo reconforta. 

 Están caminando hacia la boletería. Él le pregunta si lo extrañó y ella asiente. ¿Seguro? Sí, papá, dice riéndose. Te extrañé.

 Facundo paga las entradas. Josefina pasa con tarifa de niño, todavía. Buscan dos reposeras libres cerca de la parte poco profunda. Ella tiene una mochila colgando de un hombro, rosa como su traje de baño y como la gomita que le ata el pelo. Adentro hay una bombacha, una toalla y una remera. Facundo piensa en el momento en que tenga que cambiarla. Ya es demasiado grande para el vestuario de hombres. Va a tener que esperar junto a la puerta, buscar a una mujer que le parezca confiable, pedirle por favor, esperar. Como hace unos meses en el baño de un cine, los cinco minutos más largos de su vida.

 La pileta es enorme y está llena de gente. Tiene forma de L. La parte más profunda, anuncia un cartel, llega a los tres metros. Sobre ese extremo, el trampolín. La escalera sube lo suficiente para que incluso Facundo adivine el vértigo que debe sentirse desde allá arriba. La tabla se prolonga sobre el agua y la gente pasa. Uno por uno. Algunos se asoman y dudan un momento, pero miran hacia atrás y ven al próximo, que ya sube y bloquea la única salida. Entonces saltan, rebotan y al agua. Con los ojos cerrados, o tapándose la nariz, o los brazos bien abiertos y un grito agudo que se corta con el ruido de la zambullida. Pero hay otros más decididos, que no vacilan. La vista fija hacia adelante, la columna erguida, la carrera y el salto.

 ¿Puedo ir?, pregunta Josefina. Facundo se ríe. No, mi amor. Es para los grandes. Está prohibido para los chicos. Pero entonces mira de nuevo y hay un nene más joven que su hija. Un chico petiso y flaco que no tendrá más de siete años. Un hombre que debe ser el padre lo aplaude desde el agua. El guardavidas los mira a través de sus anteojos de sol. No grita, no toca el silbato, no hace nada. El chico saluda, sonríe nervioso, corre hasta el final de la tabla y se tira de bomba. El padre se sumerge y un instante después sale con el hijo agarrado a su cuello. Josefina lo mira de nuevo. Más tarde vemos, le dice él.

 El pie de la L es la parte baja. Facundo camina con su hija hasta las escaleras. Trata de agarrarle la mano, pero ella sale corriendo y se le escapa. Te podés resbalar, la llama, pero Josefina no lo escucha. Él apura el paso y la alcanza cuando está por meterse.  

 Su hija quiere mostrarle todo lo que aprendió en las clases de natación. Pide que él diga un estilo y después nada de una punta a la otra de la parte baja. Facundo la ve ir y venir. Crawl, espalda, rana, perro. ¿Perro?, pregunta ella. Eso no existe, papá. Facundo le muestra, Josefina se ríe. Y después de un silencio ella mira de nuevo hacia el trampolín. ¿Ahora puedo? Él responde que no, es peligroso. Pero Josefina apoya los brazos en el borde y recuesta la cabeza. La boca fruncida, el cuerpo apretado. Él se acerca y le saca el pelo de la cara, pegado a sus mejillas por el agua. Más tarde, le promete. Ahora vamos a almorzar. 

Hamburguesas con papas fritas y Coca-Cola. Facundo apenas come, mira el trampolín. Las mesas están cerca de la parte poco profunda, separadas del agua por una reja. El piso está lleno de comida aplastada y pegotes. Para volver al otro sector hay que enjuagarse los pies, así la gente no arrastra la mugre. De todas formas, el agua parece sucia. Una capa de aceite, de bronceador, que flota sobre la superficie y devuelve reflejos tornasolados. Una señora gorda salta desde el trampolín y al caer salpica las reposeras más cercanas. Dos mujeres la aplauden desde abajo. La siguen un hombre de la edad de Facundo, rubio y con mucho pelo en el pecho. Después una mujer en bikini, a la que se le desprende el corpiño por el choque con el agua. Alguien chifla y la mujer se tapa, se ríe.

 Dos chicos, apenas más jóvenes que Josefina, se asoman a la tabla. El guardavidas se para y hace sonar el silbato. Facundo apoya su hamburguesa. Pero el guardavidas levanta un dedo y los nenes entienden antes que él que les está diciendo que salten de a uno, que lo único que no pueden hacer es ir juntos.

 Josefina come la mitad de su plato. ¿Ahora?, pregunta. Hay que hacer la digestión, le contesta Facundo, en un rato. Vuelven a las reposeras, y ella se mete al agua, se acerca a dos chicas con timidez. Enseguida se hacen amigas. 

Facundo lee pero no puede concentrarse demasiado, todo el tiempo mira por sobre el libro. Está todo bien, su hija parece divertirse, pero hay que estar atento al agua, a la multitud, al sol que empieza a bajar y lo adormece.

 Después de un rato, las amigas de Josefina se van. Ella sale del agua y se acerca a su papá. Voy al trampolín, dice. Y es una pregunta pero también una afirmación. Él cierra su libro. Ella salta de un pie al otro. Está mojada y juega a imprimir sus huellas sobre el piso, está contenta.

 Ya no queda tanta gente. En la cola hay unas diez personas y Facundo la acompaña. ¿Vas a subir?, pregunta ella. Él dice que no, que va a esperarla en el agua para ayudarla a salir. Puedo sola, se defiende Josefina. Es muy alto, mi amor, cuando caigas te vas a hundir. Ya sé que podés sola, pero por las dudas.  

 Detrás de ellos se ubica una mujer joven. La fila avanza, dan un paso. Josefina se da vuelta y la mira. La mujer le sonríe. ¿Vas a saltar? Josefina responde que sí. Qué valiente, dice la mujer, yo no sé si me voy a animar. Josefina mira al trampolín, los ojos le brillan. Yo te empujo si querés. Las dos se ríen. 

 Facundo aprovecha y le explica a la mujer que él prefiere esperar a su hija en el agua, que si ella puede cuidarla mientras suben, que si no le molesta... Ella lo interrumpe. Sí, no hay ningún problema, queda tranquilo. Es una linda mujer, piensa Facundo, y se pregunta si habrá venido sola.

 Arriba, un chico salta, da media vuelta y cae mal. El sonido del cachetazo contra el agua hace que todos miren. El chico sale con la espalda y la cara rojas. De palito, le dice Facundo a su hija, tenés que saltar derecha, con los brazos pegados al cuerpo para caer con los pies. Sí, papá, le contesta ella con un hastío que aprendió de su madre, como si hubiera nacido sabiéndolo todo. 

 Ya están al pie de la escalera. Josefina se agarra de la baranda. Facundo mira a la mujer, que lo tranquiliza con un gesto. Él agradece una vez más y se tira al agua. Se agarra  del borde con una mano y sigue a su hija con la mirada. Agarrate bien, le grita. Pero ella no parece escucharlo. La mujer, aunque no se pueda subir de a dos, va detrás de Josefina para atajarla en caso de que resbale. 

 Facundo mira hacia arriba, la luz lo ciega. Trata de hacerse sombra sobre los ojos mientras patalea para mantenerse a flote. Su hija ya está sobre la tabla y mira hacia abajo, asoma la cabeza con los pies firmes sobre la madera. Él apenas ve su contorno, recortado contra el sol que baja.  

 Josefina se asoma una vez más, calculando la distancia. Camina hacia atrás para tomar carrera. Corre, salta. Él cierra los ojos por un segundo, los tiene irritados por el sol y por el cloro. Escucha un grito, o una risa. Vuelve a mirar, y Josefina debería estar en el aire, a punto de caer, pero no. Tampoco se escuchó la zambullida. Arriba, la mujer se asoma a la tabla, mira hacia abajo. Facundo se queda inmóvil durante uno o dos segundos, sin entender. Después se sumerge. 

 Abajo no hay nadie, ni burbujas que suben, ni agua revuelta. Sólo el fondo celeste, pintado con rayas negras. Todo muy quieto, congelado. Facundo saca la cabeza y le hace señas al guardavida, que en un mismo movimiento se para, se saca los lentes y se tira al agua. 


* * *


El guardavidas nada con movimientos ágiles, girando sobre su eje para ver en todas direcciones. Facundo baja hasta tocar el fondo con la mano, se queda sin aire y sale a respirar. La mujer está bajando las escaleras, la gente protesta. El guardavidas saca la cabeza y pregunta qué pasó, no hay nadie para rescatar. Él le explica: mi hija saltó, estaba en el aire, y después nada. No puede ser, responde el guardavidas. La mujer corre hacia ellos. ¿Dónde está?, pregunta. Ella la vio, dice Facundo, los dos la vimos. 

 No puede ser, repite el guardavidas. La gente se acerca a escuchar. Facundo mira a su alrededor. Recorre las caras de todos los niños. Se sumerge de nuevo. 

 Dos o tres empleados preguntan a la multitud si alguien vio a una nena saltando del trampolín, tenía una malla rosa. Facundo sale a respirar, está agitado. Excepto la mujer que subió con Josefina, nadie vio nada. Un gerente se acerca a preguntar qué está pasando. No puede ser, dice cuando le explican. Facundo sale del agua y va hasta su reposera. Su remera, su libro y la mochila de su hija siguen ahí. Le muestra las cosas y ellos le dicen que está bien, que en algún lado tiene que estar. La mujer está con él. Yo la vi, saltó, dice. El guardavidas y el gerente la miran. Ya avisamos en la puerta y llamamos a la policía, quédense tranquilos. 

 El público empieza a irse. Nadie más saltó después de Josefina. Yo la vi, murmura la chica, como si hablara para sí misma. Facundo les muestra la mochila una vez más. La abre, saca la remera, las colitas de pelo, la toalla. 

Un policía, en la puerta, pide documentos a la gente que sale. Algunos no los tienen encima y protestan. Alguien llama a Facundo desde allá, para que diga si una nena morocha de pelo corto es Josefina. Él corre hacia la puerta, la ve y sacude la cabeza. La madre de la chica le sonríe con gesto comprensivo, sin soltar la mano de su hija. Otro policía revisa los vestuarios y un tercero el alambrado que bordea al complejo. Es imposible, repiten todos. 

 Suena el celular de Facundo, es la madre de Josefina. No la va atender ahora. El lugar está casi vacío, se está haciendo de noche. Quedan los policías y los empleados de un lado, la mujer y él del otro. Facundo la mira. Vos la viste. Ella se muerde el labio. Deciles que la viste, por favor. Sí, murmura la mujer. Pero después mira al piso y dice que no sabe, que no puede ser. Tenemos que tomarles declaración, interrumpen los policías. La mujer mira su reloj, se muerde el labio. Facundo sigue con la mochila en la mano, se da cuenta porque los dedos empiezan a dolerle de tan fuerte que aprieta. La deja sobre una reposera. El trampolín se asoma sobre el agua, allá arriba. Facundo camina hacia la escalera. Lo llaman, pero no se detiene. Sube rápido y se asoma a la tabla, se para en el borde, mira hacia abajo. Desde ahí parece más alto. El agua está demasiado quieta y el vértigo le nubla la vista. Pero cierra los ojos y salta.

 Siente la velocidad de la caída en la boca del estómago, luego el golpe. Su cuerpo se hunde y él abre los ojos. Las burbujas se despejan, se disparan hacia arriba. El agua, el fondo celeste, las rayas negras. Nada más.

La nube de Tomás Downey

 Al principio no era más que una madeja deshilachada, blanca y traslúcida, colgando inmóvil del cielo como un dibujo. El año recién empezaba y todos estábamos entusiasmados. Martín arrancaba primer grado y Clarita cuarto. Pía había superado la peor etapa y hacía meses que no le agarraban los ataques de inquietud. Éramos felices.

Con los días, la nube fue espesándose y tomando un tinte grisáceo. Pasada la primer semana ocupaba el cielo de punta a punta, se cerraba sólida sobre el horizonte.

En casa esperábamos la lluvia. Nos sentábamos bajo el toldo del patio porque ya venía, estaba por caer, y mirábamos el pedazo de cielo negro que se recortaba en la línea del edificio vecino. Martín y Clara jugaban con los caracoles que salían de a docenas del cantero. Pía los miraba sonriendo y yo pensaba que sí, que teníamos una linda familia.

El calor fue subiendo despacio, desapercibido. Se lo toleraba porque bajaría en cualquier momento, cuando lloviese. Las ramas de los árboles caían pesadas hacia abajo. El aire se estancaba, quieto y pegajoso. Las habitaciones de la casa se impregnaron de un olor ácido, como a cartón mojado. Las paredes y los pisos se cubrieron de gotitas, todo transpiraba. Los muebles empezaron a hincharse y se llenaron de babosas que se alimentaban de la madera húmeda.

Pía, al ritmo del calor, empezó a ponerse rara de nuevo. La energía parecía sobrarle, la desbordaba. Se quedaba hablando hasta muy tarde de lo linda que era la bruma, de lo misterioso que se había vuelto todo de repente.    

La nube crecía hacia abajo, se volvía espumosa. Y desde el cemento húmedo subía la niebla. Uno de esos días saltó el primer trozo de parquet. Se elevó en el aire con un chasquido y cayó sobre la mesa mientras cenábamos. Pía largó un grito que parecía venir desde muy adentro, imposible de atajar. Después nos miró y estalló en una carcajada nerviosa. Mandé a Martín y a Clarita a acostarse y me quedé calmándola.

La llevé a la cama y me acosté con ella. Las sábanas se me pegaban a la espalda y no había forma de estar cómodo. La escuché hablar de fantasmas, contaba historias de su niñez en el campo, de cómo los muertos salían al amanecer mimetizados con la niebla. Hablaba como si los viera. O como si ellos estuviesen ahí, mirándonos a nosotros. Cuando se quedó dormida me levanté, estaba desvelado. Quise fumar un cigarrillo, pero ningún encendedor funcionaba y los fósforos se descabezaban sin encenderse. Los faroles de calle, bajo los halos de bruma, emitían una luz débil.

Los hongos lo cubrieron todo; una pelusa blanca omnipresente, sobre los pisos, los techos, los muebles. Una mañana, Martín resbaló y se dislocó el codo. El auto no arrancaba, el tambor se había oxidado y no podía hacer girar la llave. Subimos a un taxi que casi choca dos veces. No se veía absolutamente nada. Los autos aparecían de golpe, a centímetros. Yo llevaba a Martín a upa y a Clara sentada al lado; más allá, junto a la otra ventana, Pía colapsaba con la mirada perdida.

Dentro del hospital parecía de noche. Los médicos caminaban por los pasillos oscuros arrastrando los pies, como sonámbulos en bata. La sala de espera, enorme, parecía un baño de vapor. Se escuchaban murmullos apagados, toses, llantos. Había sombras que pasaban y desaparecían al alejarse.

Tardaron una hora en atender a Martín. Le acomodaron el hueso y le pusieron un cabestrillo. Pero la inflamación no bajaba y unos días después le aumentaron los analgésicos. La dosis era muy fuerte, le arruinaba el estómago y lo hacía dormir todo el día.

Pía no podía quedarse quieta. Iba por la casa tarareando melodías. A veces se quedaba en silencio, escondida en la nube. Yo la buscaba sin poder encontrarla, hasta que de repente aparecía, su cara saliendo de entre la niebla, la garganta rugiendo. Después la risa, esa risa, que de nuevo se perdía en algún rincón.         

Instalé a Martín en nuestra cama. Nuestra habitación era la más ventilada de la casa, el aire en el cuarto de los chicos era irrespirable. Clarita empezó a ayudarme con los quehaceres. Un día me acompañó al supermercado. Colas eternas, discusiones. Todos querían llevar más del cupo permitido. Al pagar había que sacar los billetes con cuidado, uno a uno, e ir depositándolos en la mano de la cajera para que no se deshicieran. Fueron dos horas de caminata, entre la ida y la vuelta. Las calles parecían desiertas y el cuerpo nos pesaba como madera húmeda. Conseguimos unas pocas latas de conserva oxidadas.           

Las babosas y los caracoles ya eran plaga, estaban por todos lados. Caían del techo, nos subían por las piernas. Tratábamos de hacer barreras con sal, pero la poca que teníamos era una pasta que se adhería a nuestras manos. Clarita se ocupó de barrer los bichos hacia afuera hasta que empezó con los ahogos. El aire estaba cargado de esporas que te cerraban la garganta. La instalé en mi cama, con Martín. Por más que intentara acomodarlos quedaban en poses inverosímiles, como muñecos rotos. Cada vez que inhalaban, les subía desde del pecho un silbido sucio.

Pía perfeccionó sus escondites y ya no la encontré. Desde algún rincón, tarareaba en voz baja de la mañana a la noche.

La primera llaga la encontré en mi dedo índice. La piel se abrió dejando entrever unos hilos de carne rojizos. No sangraba, apenas supuraba un líquido aguachento. Me desnudé. Tenía el cuerpo repleto de pequeñas aberturas. Úlceras con labios tirantes, abiertos hacia afuera. No dolían, picaban. Revisé a los chicos y estaban igual. Los cuerpos casi inmóviles, hinchados y cubiertos de heridas.

Preparé una comida que no pudieron tragar. Tenían las mandíbulas duras. Cuando les acercaba el tenedor a la boca emitían un estertor ahogado, rechazándome.

Me moví por la casa. La voz de Pía parecía venir de todos lados, como si se hubiera vuelto parte de la nube. Salí a la calle y traté de gritar, pero no tenía aire. Y tampoco sabía qué decir, o a quién decírselo.

Volví como pude y me acosté con los chicos. Estaba demasiado cansado, decidido a no levantarme más. No sé cuántas horas pasaron, si dos o veinte. El día se diferenciaba de la noche por un brillo débil que apenas llegaba hasta la ventana. Creí que me ahogaba y apreté las manos, cerré los puños sobre las sábanas. Vi manchas de color que explotaban en la oscuridad y sentí un murmullo en los oídos, como una interferencia.

Supuse que morir era eso: una confusión creciente, un ruido molesto que alcanza un clímax y se apaga de golpe. Pero no. Estaba lloviendo.