miércoles, 7 de junio de 2023

La nube de Tomás Downey

 Al principio no era más que una madeja deshilachada, blanca y traslúcida, colgando inmóvil del cielo como un dibujo. El año recién empezaba y todos estábamos entusiasmados. Martín arrancaba primer grado y Clarita cuarto. Pía había superado la peor etapa y hacía meses que no le agarraban los ataques de inquietud. Éramos felices.

Con los días, la nube fue espesándose y tomando un tinte grisáceo. Pasada la primer semana ocupaba el cielo de punta a punta, se cerraba sólida sobre el horizonte.

En casa esperábamos la lluvia. Nos sentábamos bajo el toldo del patio porque ya venía, estaba por caer, y mirábamos el pedazo de cielo negro que se recortaba en la línea del edificio vecino. Martín y Clara jugaban con los caracoles que salían de a docenas del cantero. Pía los miraba sonriendo y yo pensaba que sí, que teníamos una linda familia.

El calor fue subiendo despacio, desapercibido. Se lo toleraba porque bajaría en cualquier momento, cuando lloviese. Las ramas de los árboles caían pesadas hacia abajo. El aire se estancaba, quieto y pegajoso. Las habitaciones de la casa se impregnaron de un olor ácido, como a cartón mojado. Las paredes y los pisos se cubrieron de gotitas, todo transpiraba. Los muebles empezaron a hincharse y se llenaron de babosas que se alimentaban de la madera húmeda.

Pía, al ritmo del calor, empezó a ponerse rara de nuevo. La energía parecía sobrarle, la desbordaba. Se quedaba hablando hasta muy tarde de lo linda que era la bruma, de lo misterioso que se había vuelto todo de repente.    

La nube crecía hacia abajo, se volvía espumosa. Y desde el cemento húmedo subía la niebla. Uno de esos días saltó el primer trozo de parquet. Se elevó en el aire con un chasquido y cayó sobre la mesa mientras cenábamos. Pía largó un grito que parecía venir desde muy adentro, imposible de atajar. Después nos miró y estalló en una carcajada nerviosa. Mandé a Martín y a Clarita a acostarse y me quedé calmándola.

La llevé a la cama y me acosté con ella. Las sábanas se me pegaban a la espalda y no había forma de estar cómodo. La escuché hablar de fantasmas, contaba historias de su niñez en el campo, de cómo los muertos salían al amanecer mimetizados con la niebla. Hablaba como si los viera. O como si ellos estuviesen ahí, mirándonos a nosotros. Cuando se quedó dormida me levanté, estaba desvelado. Quise fumar un cigarrillo, pero ningún encendedor funcionaba y los fósforos se descabezaban sin encenderse. Los faroles de calle, bajo los halos de bruma, emitían una luz débil.

Los hongos lo cubrieron todo; una pelusa blanca omnipresente, sobre los pisos, los techos, los muebles. Una mañana, Martín resbaló y se dislocó el codo. El auto no arrancaba, el tambor se había oxidado y no podía hacer girar la llave. Subimos a un taxi que casi choca dos veces. No se veía absolutamente nada. Los autos aparecían de golpe, a centímetros. Yo llevaba a Martín a upa y a Clara sentada al lado; más allá, junto a la otra ventana, Pía colapsaba con la mirada perdida.

Dentro del hospital parecía de noche. Los médicos caminaban por los pasillos oscuros arrastrando los pies, como sonámbulos en bata. La sala de espera, enorme, parecía un baño de vapor. Se escuchaban murmullos apagados, toses, llantos. Había sombras que pasaban y desaparecían al alejarse.

Tardaron una hora en atender a Martín. Le acomodaron el hueso y le pusieron un cabestrillo. Pero la inflamación no bajaba y unos días después le aumentaron los analgésicos. La dosis era muy fuerte, le arruinaba el estómago y lo hacía dormir todo el día.

Pía no podía quedarse quieta. Iba por la casa tarareando melodías. A veces se quedaba en silencio, escondida en la nube. Yo la buscaba sin poder encontrarla, hasta que de repente aparecía, su cara saliendo de entre la niebla, la garganta rugiendo. Después la risa, esa risa, que de nuevo se perdía en algún rincón.         

Instalé a Martín en nuestra cama. Nuestra habitación era la más ventilada de la casa, el aire en el cuarto de los chicos era irrespirable. Clarita empezó a ayudarme con los quehaceres. Un día me acompañó al supermercado. Colas eternas, discusiones. Todos querían llevar más del cupo permitido. Al pagar había que sacar los billetes con cuidado, uno a uno, e ir depositándolos en la mano de la cajera para que no se deshicieran. Fueron dos horas de caminata, entre la ida y la vuelta. Las calles parecían desiertas y el cuerpo nos pesaba como madera húmeda. Conseguimos unas pocas latas de conserva oxidadas.           

Las babosas y los caracoles ya eran plaga, estaban por todos lados. Caían del techo, nos subían por las piernas. Tratábamos de hacer barreras con sal, pero la poca que teníamos era una pasta que se adhería a nuestras manos. Clarita se ocupó de barrer los bichos hacia afuera hasta que empezó con los ahogos. El aire estaba cargado de esporas que te cerraban la garganta. La instalé en mi cama, con Martín. Por más que intentara acomodarlos quedaban en poses inverosímiles, como muñecos rotos. Cada vez que inhalaban, les subía desde del pecho un silbido sucio.

Pía perfeccionó sus escondites y ya no la encontré. Desde algún rincón, tarareaba en voz baja de la mañana a la noche.

La primera llaga la encontré en mi dedo índice. La piel se abrió dejando entrever unos hilos de carne rojizos. No sangraba, apenas supuraba un líquido aguachento. Me desnudé. Tenía el cuerpo repleto de pequeñas aberturas. Úlceras con labios tirantes, abiertos hacia afuera. No dolían, picaban. Revisé a los chicos y estaban igual. Los cuerpos casi inmóviles, hinchados y cubiertos de heridas.

Preparé una comida que no pudieron tragar. Tenían las mandíbulas duras. Cuando les acercaba el tenedor a la boca emitían un estertor ahogado, rechazándome.

Me moví por la casa. La voz de Pía parecía venir de todos lados, como si se hubiera vuelto parte de la nube. Salí a la calle y traté de gritar, pero no tenía aire. Y tampoco sabía qué decir, o a quién decírselo.

Volví como pude y me acosté con los chicos. Estaba demasiado cansado, decidido a no levantarme más. No sé cuántas horas pasaron, si dos o veinte. El día se diferenciaba de la noche por un brillo débil que apenas llegaba hasta la ventana. Creí que me ahogaba y apreté las manos, cerré los puños sobre las sábanas. Vi manchas de color que explotaban en la oscuridad y sentí un murmullo en los oídos, como una interferencia.

Supuse que morir era eso: una confusión creciente, un ruido molesto que alcanza un clímax y se apaga de golpe. Pero no. Estaba lloviendo.

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