martes, 16 de noviembre de 2021

El jardín de senderos que se bifurcan Jorge Luis Borges

 Jorge Luis Borges

         En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.

         “... y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y —pero eso parecía muy secundario, o debería parecérmelo— también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado[1]. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la muerte de dos agentes del Imperio Alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que es día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que los oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo —tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos— me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, un carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: vivía n un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.

         Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yo sentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza —a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré: el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un sodado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.

         De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación. ¿Ashgrove? les pregunté a unos chicos en el andén. Ashgrove, contestaron. Bajé.

         Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de la sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert? Sin aguardar contestación, otro dijo: La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme.

          Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts’ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.

         Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:

         —Veo que el piadoso Hsi P’êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?

         Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:

         —¿El jardín?

         —El jardín de senderos que se bifurcan.

         Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:

         —El jardín de mi antepasado Ts’ui Pên.

         —¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.

         El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros artífices copiaron de los alfareros de Persia...

         Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”.

         Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.

         —Asombroso destino el de Ts’ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de su provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje taoísta o budista— insistió en la publicación.

         —Los de la sangre de Ts’ui Pên —repliqué— seguimos execrando a ese monje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts’ui Pên, a su Laberinto...

         —Aquí está el Laberinto —dijo indicándome un alto escritorio laqueado.

         —¡Un laberinto de marfil! —exclamé—. Un laberinto mínimo...

         —Un laberinto de símbolos —corrigió—. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts’ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela me sugirió que ése era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.

         Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts’ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:

         —Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.

         Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir.

         Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:

         —No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, preo también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?

         Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:

         —En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?

         Reflexioné un momento y repuse:

         —La palabra ajedrez.

         —Precisamente —dijo Albert—, El jardín de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts’ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.

         —En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts’ui Pên.

         —No en todos —murmuró con una sonrisa—. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.

         Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.

         —El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?

         Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación.

         Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona con ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.


[1] Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la orden de arresto, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)

lunes, 8 de noviembre de 2021

Kurd Lasswitz: La biblioteca universal

—Venga a sentarse a mi lado, Max —dijo el profesor Wallhausen—, y deje de rebuscar en mi escritorio. Le aseguro que en él no hay nada que pueda utilizar para su revista.

Max Burkel se acercó a la mesa de la sala de estar, se sentó lentamente y tendió la mano hacia la jarra de cerveza.

—Bueno, entonces prosit. Me alegra volver a estar aquí. Pero, diga usted lo que diga, sigue teniendo que escribir algo para mí.

—Por desgracia, no tengo ninguna buena idea en este momento. Además, ya se están escribiendo y, desgraciadamente, imprimiendo demasiadas cosas superfluas…

—Eso es algo que no necesita decírselo a un director de revista tan atareado como su seguro servidor. Sin embargo, mi pregunta es: ¿Qué es lo realmente superfluo? Los autores y su público no logran ponerse de acuerdo en absoluto al respecto.

Y lo mismo ocurre con los directores de revista y los críticos. Bueno, mis tres semanas de vacaciones acaban de empezar. Mientras tanto, que se preocupe mi ayudante.

—A veces me he preguntado —dijo la señora Wallhausen— cómo puede seguir encontrando usted algo nuevo que publicar. Me parece que, en la actualidad, ya debe de haberse escrito todo lo que puede ser expresado con palabras.

—Cabría pensar eso, pero la mente humana parece ser inagotable.

—Querrá decir en sus repeticiones.

—Bueno, sí —admitió Burkel—. Pero también en lo referente a nuevas ideas y expresiones.

—De todos modos —meditó el profesor Wallhausen—, uno podría expresar en letras de molde todo lo que pueda ser dado a la Humanidad, ya sea información histórica, conocimientos científicos de las leyes de la naturaleza, imaginación poética, todas las formas de expresión, e incluso las enseñanzas de la sabiduría. Dado, claro está, que todo ello pueda ser expresado en palabras. Después de todo, nuestros libros conservan y propagan los resultados del pensamiento. Pero el número de combinaciones posibles de una cierta cantidad de letras es limitado. Por consiguiente, toda la literatura posible debería poder ser impresa en un número finito de volúmenes.

—Mi querido amigo —intervino Burkel—, ahora está hablando usted más como un matemático que como un filósofo. ¿Cómo puede toda la literatura posible, incluida la del futuro, caber en un número finito de libros?

—En un momento le calcularé cuántos volúmenes se necesitarían para constituir una Biblioteca Universal. ¿Quieres —se volvió hacia su hija— darme una hoja de papel y un lápiz de mi escritorio?

—Trae también la tabla de logaritmos —añadió Burkel, bromeando.

—No es necesario; no lo es en lo más mínimo —declaró el profesor—. Pero ahora, mi literario amigo, tiene usted que ayudarme. Dígame: si somos frugales y eliminamos los diversos tipos de letra, escribiendo únicamente para un lector hipotético que esté dispuesto a soportar algunos inconvenientes tipográficos y sólo esté interesado en el contenido…

—No existe tal lector —dijo con firmeza Burkel.

—He dicho «lector hipotético». ¿Cuántos caracteres diferentes se necesitarían para imprimir todo tipo de literatura?

—Bueno —dijo Burkel—, limitémonos a las letras mayúsculas y minúsculas del alfabeto latino, los signos de puntuación acostumbrados, y los espacios que separan las palabras. Todo esto no sería mucho. Pero, para las obras científicas, la cosa varía. Especialmente las de ustedes, los matemáticos, que utilizan una enorme cantidad de símbolos.

—Que podrían ser reemplazados, de mutuo acuerdo, por pequeños índices tales como a1, a2 y a3, y a1, a2 y a3, añadiendo únicamente dos veces diez caracteres. Uno podría incluso usar este sistema para escribir palabras de los idiomas que no usan el alfabeto latino.

—De acuerdo. Quizá su lector hipotético o, mejor dicho, ideal, estaría dispuesto a aceptar también esto. Bajo esas condiciones, probablemente podríamos expresarlo todo con, digamos, un centenar de caracteres.

—Bien, bien. Ahora, ¿de qué tamaño desea que sea cada volumen?

—Me parece que uno podría agotar bastante bien un tema con unas quinientas páginas de libro. Digamos que hay cuarenta líneas por página y cincuenta caracteres por línea, o sea que tendremos cuarenta veces por cincuenta veces por quinientas veces, y eso nos dará el número de caracteres por volumen, es decir… Calcúlelo usted.

—Un millón —dijo el profesor—. Por consiguiente, si tomamos nuestro centenar de caracteres, lo repetimos en cualquier orden lo bastante a menudo como para llenar un volumen con espacio para un millón de caracteres, obtendremos algún tipo de obra literaria. Así que, si producimos mecánicamente todas las combinaciones posibles, lograremos al fin todas las obras que han sido escritas en el pasado o que puedan escribirse en el futuro.

Burkel dio una palmada en el hombro a su amigo.

—¿Sabe? Me voy a suscribir ahora mismo. Eso me suministrará todos los futuros volúmenes de mi revista; no tendré que seguir leyendo manuscritos. Es algo maravilloso, tanto para el director de una revista como para su editor: ¡la eliminación del autor del negocio literario! ¡El reemplazo del escritor por la imprenta automática! ¡Un triunfo de la tecnología!

—¿Cómo? —exclamó la señora Wallhausen—. ¿Decís que todo estará en esa biblioteca? ¿Las obras completas de Goethe? ¿La Biblia? ¿Las obras de todos los filósofos clásicos?

—Sí, y con todas las variaciones en las que nadie ha pensado aún. Encontrarías las obras perdidas de Tácito y su traducción a todos los idiomas, vivos y muertos. Además, todas las obras futuras de mi amigo Burkel y mías, todos los discursos ya olvidados, y los que aún deben ser pronunciados, de todos los parlamentos, la versión oficial de la Declaración Universal de la Paz, la historia de todas las guerras subsiguientes, todas las redacciones que todos nosotros escribimos en el colegio y en la universidad…

—Me hubiera gustado haber podido disponer de ese volumen cuando estudiaba —dijo la señora Wallhausen—. ¿O serían volúmenes?

—Probablemente volúmenes. No olvides que el espacio entre palabras es también un carácter tipográfico. Un libro quizá contuviese una sola línea, y todo el resto estuviera vacío. Por otra parte, incluso las obras más largas tendrían cabida, puesto que, caso de no caber en un volumen, podrían ser continuadas a lo largo de varios.

—No gracias. Encontrar algo ahí sería un verdadero problema.

—Sí, ésa sería una de las dificultades —dijo el profesor Wallhausen con una sonrisa complacida, contemplando el humo de su cigarro—. Claro que, a primera vista, uno podría pensar que esto quedaría simplificado por el hecho mismo de que la biblioteca tiene que contener por definición su propio catálogo e índice…

—¡Excelente!

—El problema sería hallarlo. Además, aunque uno encontrase un volumen índice, no le serviría de nada, dado que el contenido de la Biblioteca Universal se halla reflejado en un índice no sólo correctamente, sino de todas las maneras incorrectas y equívocas posibles.

—¡Diablos! Por desgracia, eso es cierto.

—Sí, habría un cierto número de dificultades. Digamos que tomamos un primer volumen de la Biblioteca Universal. Su primera página está vacía, y también lo están la segunda, la tercera y las demás quinientas páginas. Éste es el volumen en el que el «espaciado» ha sido repetido un millón de veces.

—Al menos ese volumen no contendrá ninguna tontería —observó la señora Wallhausen.

—Menudo consuelo. Pero tomemos el segundo volumen. También está vacío, hasta que en la página quinientos, línea cuarenta, al final, hay una solitaria «a» minúscula. Lo mismo ocurre en el tercer volumen, pero la «a» ha adelantado un lugar. Y a partir de ahí la «a» va avanzando lentamente, lugar a lugar, a través del primer millón de volúmenes, hasta que alcanza el primer espacio de la página uno, línea uno, del primer volumen del segundo millón. Las cosas continúan de esta manera durante el primer centenar de millones de volúmenes, hasta que cada uno de los cien caracteres ha efectuado su solitario viaje desde el último al primer lugar de la línea de libros. Luego lo mismo ocurre con la «aa», o con cualquier combinación de otros dos caracteres. Y un volumen puede contener un millón de puntos, y otro un millón de interrogantes.

—Bueno —dijo Burkel—, debería ser fácil reconocer y eliminar tales volúmenes.

—Quizá. Pero aún falta lo peor. Eso sucede cuando uno ha encontrado un volumen que parece tener sentido. Digamos que uno desea refrescar su memoria acerca de un pasaje del Fausto de Goethe, y logra alcanzar un volumen que parece tener sentido. Pero cuando ha leído una o dos páginas, todo pasa a ser «aaaaa», y esto es lo único que hay en el resto de las páginas del libro, o quizás uno halle una tabla de logaritmos. Pero no puede saber si es correcta. Recordad que la Biblioteca Universal contiene todo lo correcto, pero también todas las variaciones incorrectas posibles. De la misma forma, uno tampoco puede fiarse de los títulos de los capítulos. Un volumen puede comenzar con las palabras «Historia de la Guerra de los Treinta Años», y luego decir: «Tras las nupcias del príncipe Blücher con la reina de Dahomey, que fueron celebradas en las Termopilas…», ya saben lo que quiero decir. Naturalmente, nadie quedará en ridículo por esto. Si un autor ha escrito las tonterías más increíbles, estarán naturalmente en la Biblioteca Universal. Aparecerán bajo su nombre. Pero también estarán firmadas por William Shakespeare, y por cualquier otro autor posible. Encontrará uno de sus libros en el que tras cada frase se asegure que todo aquello son tonterías, y otro en el que se diga, tras las mismas frases, que constituyen la más prístina de las verdades.

—Ya basta —exclamó Burkel—. En cuanto comenzó usted a hablar, supe que esto iba a ser una broma. No me suscribiré a su Biblioteca Universal. Sería imposible separar lo cierto de lo falso, lo que tuviera sentido de lo que no lo tuviera. Si voy a encontrar varios millones de volúmenes que afirman ser todos la verdadera historia de Alemania durante el siglo XX, y todos ellos se contradicen, me valdrá más seguir leyendo los originales de los historiadores.

—¡Muy astuto por su parte! Porque, de otro modo, se enfrentaría con una tarea imposible. Pero no estaba tratando de gastarle una broma, como usted pretende. Nunca afirmé que se pudiera utilizar la Biblioteca Universal; simplemente dije que era posible calcular, exactamente, cuántos volúmenes se necesitarían para que una tal Biblioteca Universal contuviera toda la literatura posible.

—Adelante, calcúlalo —dijo la señora Wallhausen—. Podemos ver que esta hoja de papel en blanco te está molestando.

—No la necesito —dijo el profesor—. Puedo hacer el cálculo mentalmente. Lo único que necesito es comprender exactamente cómo se va a producir esa biblioteca. Primero, tenemos cada uno de esos cien caracteres. Luego, añadimos a cada uno de ellos cada uno de los otros cien caracteres, de modo que tenemos un centenar de veces un centenar de grupos formado cada uno por dos caracteres. Añadiendo el tercer grupo de nuestros caracteres, tendremos 100 × 100 × 100 grupos de tres caracteres cada uno, etc. Dado que tenemos un millón de posiciones posibles por volumen, el número total de volúmenes es cien elevado a la millonésima potencia. Y, como cien es el cuadrado de diez, obtenemos el mismo número con un diez con dos millones como exponente. Esto significa, simplemente, un uno seguido por dos millones de ceros. Aquí lo tenéis.

—Gracias por facilitarnos tanto la vida —indicó la señora Wallhausen—. Pero ¿por qué no lo escribes de la forma habitual?

—No seré yo quien lo haga. Me ocuparía al menos dos semanas, sin perder tiempo en comer o dormir. Si imprimiese ese número, tendría algo más de tres kilómetros de largo.

—¿Qué nombre tiene ese número? —quiso saber su hija.

—No tiene nombre. Ni siquiera hay forma alguna en que podamos esperar comprender alguna vez un número así, dado lo colosal que es, aunque sea finito.

—¿Y si lo expresáramos en trillones? —preguntó Burkel.

—El trillón de los matemáticos es un número bastante grande: un uno seguido por dieciocho ceros. Pero si expresas el número de volúmenes en trillones, obtendrás una cifra con 1 999 982 ceros en lugar de los dos millones de antes. No sirve de nada; resulta tan incomprensible como el otro. Pero esperad un momento.

El profesor escribió algunos números en la hoja de papel.

—¡Sabía que acabaría haciendo eso! —exclamó satisfecha la señora Wallhausen.

—Ya está —anunció su esposo—. Suponiendo que cada volumen tuviera dos centímetros de grueso, y que toda la biblioteca estuviera dispuesta en una sola y larga hilera, ¿qué longitud creéis que tendría?

—Yo lo sé —dijo su hija—. ¿Quieres que te lo diga?

—Adelante.

—El doble de centímetros que el número de volúmenes.

—Bravo, cariño. Absolutamente exacto. Ahora, estudiemos esto más detenidamente. Sabéis que la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por segundo, lo cual equivale aproximadamente 10 billones de kilómetros en un año, lo que es igual a 1 000 000 000 000 000 000 de centímetros, su trillón matemático, Burkel. Si nuestro bibliotecario pudiera moverse a la velocidad de la luz, necesitaría dos años para pasar un trillón de volúmenes. Ir desde un extremo a otro de la biblioteca, a la velocidad de la luz, le representaría el doble de años que trillones de volúmenes hay en ella. Teníamos ya esta cifra antes, y creo que nada puede mostrar con mayor claridad lo imposible que es captar el significado de ese 102 000 000 a pesar de que, como he dicho repetidas veces, se trate de un número finito.

—Si las damas me lo permiten, desearía hacerle una última pregunta —intervino Burkel—. Sospecho que ha calculado usted una biblioteca para la que no existe lugar en el universo.

—Lo veremos en un instante —respondió el profesor, tomando el lápiz—. Bien, supongamos que se empaquetase la biblioteca en cajas de mil volúmenes, y que cada caja tuviese la capacidad exacta de un metro cúbico. Todo el espacio hasta las más lejanas galaxias en espiral conocidas no podría contener la Biblioteca Universal. De hecho, se necesitarla tantas veces este espacio, que el número de universos empaquetados vendría representado por una cantidad con únicamente unos 60 ceros menos que la cantidad que indica el número de volúmenes. Sea cual sea la forma en que tratemos de visualizaría, no lo conseguiremos.

—Yo siempre pensé que sería infinita —dijo Burkel.

—No, ése es exactamente el quid de la cuestión. El número no es infinito, es una cantidad finita, las matemáticas que hemos empleado no tienen fallo alguno. Lo que resulta sorprendente es que podamos escribir en un trocito de papel el número de volúmenes que comprenderían toda la literatura posible, algo que, a primera vista, parece ser infinito. Pero si después tratamos de visualizarlo…, por ejemplo, tratamos de hallar un volumen específico, nos damos cuenta de que no podemos abarcar lo que, por otra parte, es un pensamiento muy claro y lógico que nosotros mismos hemos desarrollado.

—Bueno —concluyó Burkel—, la coincidencia actúa, pero la razón crea. Y por esto, mañana me escribirá usted todo esto con lo que hoy nos ha divertido. De esta forma conseguiré un artículo para mi revista que me podré llevar conmigo.

—De acuerdo. Se lo escribiré. Pero le advierto que sus lectores van a llegar a la conclusión de que se trata de un extracto de uno de los volúmenes superfluos de la Biblioteca Universal.

martes, 2 de noviembre de 2021

La biblioteca de Babel - Borges

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número

indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de

ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier

hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La

distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos

anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los

pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un

angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A

izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite

dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera

espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que

fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la

Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo

prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz

procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada

hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he

peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis

ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas

leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren

por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá

largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es

infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las

salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de

nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o

pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular

con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes;

pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.)

Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo

centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada

anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de

cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de

unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro;

esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión,

alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento,

a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero

rememorar algunos axiomas.

El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo colorario

inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar.

El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos

malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos

enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el

bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que

hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que

mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del

interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.

El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa

comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la

Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había

descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi

padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las

letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro

(muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página

penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o

una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de

incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la

supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de

buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los

inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero

sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese

dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a

lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros

bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad

que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba,

es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas

de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o

rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la

subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que 

puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no

prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido

aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.

Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan

confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas.

Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas

en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el

idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico.

También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por

ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un

bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este

pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos

iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También

alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta

Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la

Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones

de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o

sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa

del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca,

miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la

demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de

Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese

evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las

lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda

pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos

de Tácito.

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera

impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de

un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente

solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo

bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se

habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para

siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos

prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono

natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su

Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían

oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros

engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones

remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que

se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los 

buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o

alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.

También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la

humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves

misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la

multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los

vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres

fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en

el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin

peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario;

alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames.

Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La

certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y

de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta

blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y

símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros

canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La

secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se

ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y

débilmente remedaban el divino desorden.

Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles.

Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con

fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético,

se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero

quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos

notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano

resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la

Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles

imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la

opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones

cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos

fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono

Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y

mágicos.

También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro.

En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro

que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo

ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún

vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. 

Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el

venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método

regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el

sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo

infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece

inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los

dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo

haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí,

que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea

ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se

justifique.

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo

razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción.

Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el

incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo

confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el

desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo

y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras

verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos,

pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los

muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre

de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes,

sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación

es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos

caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de

sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una

sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos

lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta

epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco

anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un

número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo

biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías

hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete

palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de

entender mi lenguaje?).

La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La

certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco

distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las

páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias

heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han 

diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más

frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie

humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada,

solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil,

incorruptible, secreta.

Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre

retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan

limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos

pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin

límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar

esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un

eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los

siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido,

sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.