martes, 2 de noviembre de 2021

La biblioteca de Babel - Borges

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número

indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de

ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier

hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La

distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos

anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los

pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un

angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A

izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite

dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera

espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que

fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la

Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo

prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz

procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada

hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he

peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis

ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas

leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren

por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá

largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es

infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las

salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de

nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o

pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular

con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes;

pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.)

Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo

centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada

anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de

cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de

unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro;

esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión,

alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento,

a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero

rememorar algunos axiomas.

El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo colorario

inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar.

El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos

malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos

enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el

bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que

hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que

mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del

interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.

El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa

comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la

Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había

descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi

padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las

letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro

(muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página

penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o

una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de

incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la

supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de

buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los

inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero

sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese

dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a

lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros

bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad

que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba,

es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas

de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o

rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la

subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que 

puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no

prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido

aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.

Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan

confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas.

Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas

en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el

idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico.

También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por

ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un

bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este

pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos

iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También

alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta

Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la

Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones

de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o

sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa

del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca,

miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la

demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de

Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese

evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las

lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda

pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos

de Tácito.

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera

impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de

un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente

solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo

bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se

habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para

siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos

prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono

natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su

Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían

oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros

engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones

remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que

se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los 

buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o

alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.

También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la

humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves

misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la

multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los

vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres

fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en

el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin

peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario;

alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames.

Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La

certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y

de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta

blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y

símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros

canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La

secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se

ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y

débilmente remedaban el divino desorden.

Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles.

Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con

fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético,

se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero

quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos

notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano

resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la

Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles

imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la

opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones

cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos

fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono

Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y

mágicos.

También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro.

En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro

que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo

ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún

vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. 

Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el

venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método

regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el

sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo

infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece

inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los

dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo

haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí,

que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea

ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se

justifique.

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo

razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción.

Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el

incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo

confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el

desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo

y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras

verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos,

pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los

muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre

de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes,

sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación

es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos

caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de

sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una

sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos

lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta

epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco

anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un

número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo

biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías

hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete

palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de

entender mi lenguaje?).

La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La

certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco

distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las

páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias

heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han 

diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más

frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie

humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada,

solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil,

incorruptible, secreta.

Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre

retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan

limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos

pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin

límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar

esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un

eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los

siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido,

sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.

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