domingo, 18 de julio de 2021

Periplo

Tendría que haberlo imaginado cuando Olivia toco a mi puerta. Me rodeo de spray de alcohol y con unos guantes me entrego un pasaje de un supuesto concurso ganado. Esa visita no era nada normal, para nada.

Pero tampoco me imaginaba que seria la única persona en el mundo, si en el mundo, que no se había aplicado la vacuna contra el coronavirus. Así fue como llegue a esta torre

Desde fuera, cuando me trajeron, no grite por auxilio ni mucho menos sentí culpa. Me ganaba una curiosidad repentina al desconocer hoy siglo XXI la existencia de un lugar así. Bueno, la verdad es que nunca viaje y la idea de lo gratuito pudo mas que el sentido común.

El cuartito por alguna razón era exactamente igual a mi casa. Cada mueble, cada frasco medio lleno de condimentos olvidados, ese estúpido libro titulado "Isska nombre cincelado en un florete" que me acompañaba en la mesa del dormitorio porque me daba pereza ponerlo en su lugar. El tocadiscos con ese éxito que ya nadie recuerda "Santina y el mar". 

¿Podrían haber copiado otro cuarto, no? Cuestiono. Uno de la casa de algún millonario, repleto de vajilla de oro, de muñecos de peluches sumamente abrazables. No se. Encerrada con mis propios pensamientos se sentía dentro de todo como un vacío habitado

Fue dentro de una tarde de siesta, que destapé una magia de la cual no me esperaba. Ya acostumbrada al encierro, a no mirar el exterior, me dispongo a tomar el libro de Isska cuando se me cruza por mi mente la idea de viajar a Paris, donde se narraba la historia. Las paredes de la torre cambiaron y me encontré rodeada de personas en una cafetería "les vents de l'amitié" donde se repetía Bonjour y la torre Eiffel se lucia. Justo estaba en piyamas, por eso solté el libro, nada mas que por eso. Así volvió a la oscura pared gris ladrillo.

Fue momentáneo pero el olor a café, el barullo de las calles de Francia. El suelo verde que me había hecho cosquilla las rodillas. Debía probar de nuevo, acá hay mago o algo encerrado, si, además que yo.

Me vestí, puse a reproducir el disco de Sabina pensando que me llevaría a una playa de España. Me encontré pisando arena dorada, frente a mi un hermoso oleaje. La playa de Maspalomas en las Islas Canarias, me dije cuando a mi costado reconocí a las personas desnudas disfrutando el sol. El sueño de Pablito, ese compañero de secundaria que me hacia sonrojar con sus chistes verdes. Solo doy suerte que la música se detuvo. 

Fue en cuando me encontraba en el Castillo de Predjama, en Eslovenia. Un castillo conocido por ser el que ocupo el conocido Robin Hood Esloveno. Un hermoso lugar construido dentro de una cueva, llena de túneles, donde observando una vieja espada vi mi reflejo. Viajando y recorriendo este vasto mundo no me di cuenta del paso del tiempo, no reconocí mi vejez, mi soledad.

Volviendo a la vieja torre gris me decidí en escribir esta historia, mi historia, para mantenerla como un recuerdo bien guardado cuando la edad me impida recordar, y porque nada mas importa. En tantos años y con todo el conocimiento que este lugar me dio. No tuve tiempo de extrañar, de odiar o de decir adiós.


sábado, 17 de julio de 2021

No fueron gratas las noticias. El viaje y el azar se parecían tanto esa noche..
Ebrios de amor cruzaron el sendero. Bajo su cabello rubio sonreían unos ojos color arena. Ella expresaba su amor como quien acaricia un pichón de primavera. Él en tanto mantenía su silencio. Pretendía mantener su promesa.
No estaban hechos el uno para el otro. De igual modo compartían el deseo de no ser lastimados de vuelta. Lo único que los unía era la hora, la ubicación y la caída al vacío.

martes, 13 de julio de 2021

Algunas peculiaridades de los ojos de Philip K. Dick

Descubrí por puro accidente que la Tierra había sido invadida por una forma de vida procedente de otro planeta. Sin embargo, aún no he hecho nada al respecto; no se me ocurre qué. Escribí al gobierno y en respuesta me enviaron un folleto sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier caso, es de conocimiento general; no soy el primero que lo ha descubierto. Hasta es posible que la situación esté controlada.

Estaba sentado en mi butaca, pasando las páginas de un libro de bolsillo que alguien había olvidado en el autobús, cuando topé con la referencia que me puso en la pista. Por un momento, no reaccioné. Tardé un rato en comprender su importancia. Cuando la asimilé, me pareció extraño que no hubiera reparado en ella de inmediato.

Era una clara referencia a una especie no humana, extraterrestre, de increíbles características. Una especie, me apresuro a señalar, que adopta el aspecto de seres humanos normales. Sin embargo, las siguientes observaciones del autor no tardaron en desenmascarar su auténtica naturaleza. Comprendí enseguida que el autor lo sabía todo. Lo sabía todo, pero se lo tomaba con extraordinaria tranquilidad. La frase (aún tiemblo al recordarla) decía:

…sus ojos pasearon lentamente por la habitación.

Vagos escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban como monedas? El fragmento indicaba que no; daba la impresión que se movían por el aire, no sobre la superficie. En apariencia, con cierta rapidez. Ningún personaje del relato se mostraba sorprendido. Eso es lo que más me intrigó. Ni la menor señal de estupor ante algo tan atroz. Después, los detalles se ampliaban.

…sus ojos se movieron de una persona a otra.

Lacónico, pero definitivo. Los ojos se habían separado del cuerpo y tenían autonomía propia. Mi corazón latió con violencia y me quedé sin aliento. Había descubierto por casualidad la mención a una raza desconocida. Extraterrestre, desde luego. No obstante, todo resultaba perfectamente natural a los personajes del libro, lo cual sugería que pertenecían a la misma especie.

¿Y el autor? Una sospecha empezó a formarse en mi mente. El autor se lo tomaba con demasiada tranquilidad. Era evidente que lo consideraba de lo más normal. En ningún momento intentaba ocultar lo que sabía. El relato proseguía:

…a continuación, sus ojos acariciaron a Julia.

Julia, por ser una dama, tuvo el mínimo decoro de experimentar indignación. La descripción revelaba que enrojecía y arqueaba las cejas en señal de irritación. Suspiré aliviado. No todos eran extraterrestres. La narración continuaba:

…sus ojos, con toda parsimonia, examinaron cada centímetro de la joven.

¡Santo Dios! En este punto, por suerte, la chica daba media vuelta y se largaba, poniendo fin a la situación. Me recliné en la butaca, horrorizado. Mi esposa y mi familia me miraron, asombrados.

—¿Qué pasa, querido?, preguntó mi mujer.

No podía decírselo. Revelaciones como ésta serían demasiado para una persona corriente. Debía guardar el secreto.

—Nada, respondí, con voz estrangulada.

Me levanté, cerré el libro de golpe y salí de la sala a toda prisa.

Seguí leyendo en el garaje. Había más. Leí el siguiente párrafo, temblando de pies a cabeza:

…su brazo rodeó a Julia. Al instante, ella pidió que se lo quitara, cosa a la que él accedió de inmediato, sonriente.

No consta qué fue del brazo después que el tipo se lo quitara. Quizá se quedó apoyado en la pared, o lo tiró a la basura. Da igual en cualquier caso, el significado era diáfano. Era una raza de seres capaces de quitarse partes de su anatomía a voluntad. Ojos, brazos…, y tal vez más. Sin pestañear. En este punto, mis conocimientos de biología me resultaron muy útiles. Era obvio que se trataba de seres simples, unicelulares, una especie de seres primitivos compuestos por una sola célula. Seres no más desarrollados que una estrella de mar. Estos animalitos pueden hacer lo mismo.

Seguí con mi lectura. Y entonces topé con esta increíble revelación, expuesta con toda frialdad por el autor, sin que su mano temblara lo más mínimo:

…nos dividimos ante el cine. Una parte entró, y la otra se dirigió al restaurante para cenar.

Fisión binaria, sin duda. Se dividían por la mitad y formaban dos entidades. Existía la posibilidad que las partes inferiores fueran al restaurante, pues estaba más lejos, y las superiores al cine. Continué leyendo, con manos temblorosas. Había descubierto algo importante. Mi mente vaciló cuando leí este párrafo:

…temo que no hay duda. El pobre Bibney ha vuelto a perder la cabeza.

Al cual seguía:

…y Bob dice que no tiene entrañas.

Pero Bibney se las ingeniaba tan bien como el siguiente personaje. Éste, no obstante, era igual de extraño. No tarda en ser descrito como:

…carente por completo de cerebro.

El siguiente párrafo despejaba toda duda. Julia, que hasta el momento me había parecido una persona normal se revela también como una forma de vida extraterrestre similar al resto:

…con toda deliberación, Julia había entregado su corazón al joven.

No descubrí a qué fin había sido destinado el órgano, pero daba igual. Resultaba evidente que Julia se había decidido a vivir a su manera habitual, como los demás personajes del libro. Sin corazón, brazos, ojos, cerebro, vísceras, dividiéndose en dos cuando la situación lo requería. Sin escrúpulos.

…a continuación le dio la mano.

Me horroricé. El muy canalla no se conformaba con su corazón, también se quedaba con su mano. Me estremezco al pensar en lo que habrá hecho con ambos, a estas alturas.

…tomó su brazo.

Sin reparo ni consideración, había pasado a la acción y procedía a desmembrarla sin más. Rojo como un tomate, cerré el libro y me levanté, pero no a tiempo de soslayar la última referencia a esos fragmentos de anatomía tan despreocupados, cuyos viajes me habían puesto en la pista desde un principio:

…sus ojos le siguieron por la carretera y mientras cruzaba el prado.

Salí como un rayo del garaje y me metí en la bien caldeada casa, como si aquellas detestables cosas me persiguieran. Mi mujer y mis hijos jugaban al monopolio en la cocina. Me uní a la partida y jugué con frenético entusiasmo. Me sentía febril y los dientes me castañeteaban.

Ya había tenido bastante. No quiero saber nada más de eso. Que vengan. Que invadan la Tierra. No quiero mezclarme en ese asunto.

No tengo estómago para esas cosas.


 

domingo, 11 de julio de 2021

algún poema

Tengo miedo a volar
le digo a un pájaro en mi ventana
sonrió y pienso
no es que tenga prisa
no me faltan ganas
solo busco donde pertenecer.
Así un día abandone mi nido
volé lejos sabiendo mi destino
acompañada de otra ave jubilosa
y en ese nuevo hogar
mi pichón nació 

Colibrí que en mi jardín asomas
verdes tus plumas,
ágil tu vuelo,
apenas tocas las flores
mientras flotas..
abrazas su sabor a jazmín
no te importa si es
de China o Italia,
apenas la besas
vuelas hacia otra,
con otros labios de color y forma.
Y yo te veo
quiero ser parte de tu juego.
Saber que se siente perderse
entre tantas divinas maravillas
que dan vida a mi parque
y a tu corazón día a día.

¿Si te descubro con un beso?
La noche es larga,
los pájaros no vuelan
cuando cae la luna.
Solo soy una gaviota
perdida en la arena de tu piel
pensando en el balanceo de tus olas
en la hora prohibida para naufragar
queriendo hacer nido en tu colina
y alimentarme de tus besos
hasta que no quede otro alimento
que desee probar.

jueves, 1 de julio de 2021

La nena, Ricardo Piglia

 Los dos primeros hijos del matrimonio hicieron una vida normal, con las dificultades que significa en un pueblo chico tener una hermana como ella. La nena (Laura) había nacido sana y recién al tiempo empezaron a notar signos extraños. Su sistema de alucinaciones fue objeto de un complicado informe aparecido en una revista científica, pero mucho antes su padre ya lo había descifrado. Yves Fonagy lo había llamado «extravagancias de la referencia». En esos casos, muy poco frecuentes, el paciente imagina que todo lo que sucede a su alrededor es una proyección de su personalidad. Excluye de su experiencia a las personas reales, porque se considera muchísimo más inteligente que los demás.

El mundo era una extensión de sí misma y su cuerpo se desplazaba y se reproducía. La preocupaban continuamente las maquinarias, sobre todo las bombitas eléctricas. Las veía como palabras, cada vez que se encendían alguien empezaba a hablar. Consideraba entonces la oscuridad una forma del pensamiento silencioso. Una tarde de verano (a los cinco años) se fijó en un ventilador eléctrico que giraba sobre un armario. Consideró que era un objeto vivo, de la especie de las hembras. La nena del aire, con el alma enjaulada. Laura dijo que vivía «ahí», y levantó la mano para mostrar el techo. Ahí, dijo, y movía la cabeza de izquierda a derecha. La madre apagó el ventilador. En ese momento empezó a tener dificultades con el lenguaje.

Perdió la capacidad de usar correctamente los pronombres personales y al tiempo casi dejó de usarlos y después escondió en el recuerdo las palabras que conocía. Solo emitía un pequeño cloqueo y abría y cerraba los ojos. La madre separó a los chicos de la hermana por temor al contagio, cosas de los pueblos. La locura no se puede contagiar y la nena no era loca. Lo cierto es que mandaron a los dos hermanos internos a un colegio de curas en Del Valle y la familia se recluyó en el caserón de Bolívar. El padre enseñaba matemáticas en el colegio nacional y era un músico frustrado. La madre era maestra y había llegado a directora de escuela, pero decidió jubilarse para cuidar a su hija. No querían internarla. La llevaban dos veces por mes a un instituto en La Plata y seguían las indicaciones del doctor Arana, que la sometía a una cura eléctrica. Le explicó que la nena vivía en un vacío emocional extremo. Por eso el lenguaje de Laura poco a poco se iba volviendo abstracto y despersonalizado.

Al principio nombraba correctamente la comida; decía «manteca», «azúcar», «agua», pero después empezó a referirse a los alimentos en grupos desconectados de su carácter nutritivo. El azúcar pasó a ser «arena blanca», la manteca, «barro suave», el agua, «aire húmedo». Era claro que al trastrocar los nombres y al abandonar los pronombres personales estaba creando un lenguaje que convenía a su experiencia emocional. Lejos de no saber cómo usar las palabras correctamente, se veía ahí una decisión espontánea de crear un lenguaje funcional a su experiencia del mundo. El doctor Arana no estuvo de acuerdo, pero el padre partió de esa comprobación y decidió entrar en el mundo verbal de su hija. Ella era una máquina lógica conectada a una interfase equivocada. La niña funcionaba según el modelo del ventilador; un eje fijo de rotación era su esquema sintáctico, al hablar movía la cabeza y hacía sentir el viento de sus pensamientos inarticulados.

La decisión de enseñarle a usar el lenguaje suponía explicarle el modo de almacenar las palabras. Se le perdían como moléculas en el aire cálido y su memoria era la brisa que agitaba las cortinas blancas en la sala de una casa vacía. Había que lograr llevar ese velero al aire quieto. El padre abandonó la clínica del doctor Arana y comenzó a tratar a la niña con un profesor de canto. Necesitaba incorporarle una secuencia temporal y pensó que la música era un modelo abstracto del orden del mundo. Cantaba arias de Mozart en alemán, con Madame Silenzky, una pianista polaca que dirigía el coro de la iglesia luterana en Carhué. La nena, sentada en una banqueta, aullaba siguiendo el ritmo y Madame Silenzky estaba aterrorizada, porque pensaba que la chica era un monstruo. Tenía doce años y era gorda y bella como una madonna, pero sus ojos parecían de vidrio y cloqueaba antes de cantar. Era un híbrido, la nena, para Madame Silenzky, una muñeca de goma-pluma, una máquina humana, sin sentimientos y sin esperanzas. Cantaba a los gritos y desafinaba, pero empezó a ser capaz de seguir una línea melódica.

El padre estaba tratando de incorporarle una memoria temporal, una forma vacía, hecha de secuencias rítmicas y de modulaciones. La nena carecía de sintaxis (carecía de la noción misma de sintaxis). Vivía en un universo húmedo, para ella el tiempo era una sábana recién lavada a la que se retuerce en el centro. Se ha reservado un territorio propio, decía su padre, del que quiere ahuyentar toda experiencia. Todo lo nuevo, cualquier acontecimiento no vivido y aún por vivir se le aparece como una amenaza y un sufrimiento y se le transforma en terror. El presente petrificado, la monstruosa y viscosa detención, la nada cronológica solo puede ser alterada por la música. No es una experiencia, es la forma pura de la vida, no tiene contenido, no la puede asustar, decía su padre, y Madame Silenzky (aterrorizada) agitaba su cabecita gris y relajaba sus manos sobre las teclas antes de empezar con una cantata de Haydn. Cuando por fin logró que la nena entrara en una secuencia temporal, la madre se enfermó y hubo que internarla. La nena asociaba la desaparición de su madre (que murió a los dos meses) con un lied de Schubert. Cantaba la música como quien llora a un muerto y recuerda el pasado perdido. Entonces el padre se apoyó en la sintaxis musical de su hija y comenzó a trabajar con el léxico. La nena carecía de referencias, era como enseñarle una lengua extranjera a un muerto. (Como enseñarle una lengua muerta a un extranjero.)

Decidió empezar a contarle relatos breves. La nena estaba inmóvil, cerca de la luz, en la galería que daba al patio. El padre se sentaba en un sillón y le narraba una historia igual que si estuviera cantando. Esperaba que las frases entraran en la memoria de su hija como bloques de sentido. Por eso eligió contarle siempre la misma historia y variar las versiones. De ese modo, el argumento era un modelo único del mundo y las frases se convertían en modulaciones de una experiencia posible. El relato era sencillo. En su Chronicle of the Kings of England (siglo XII), William de Malmesbury refiere la historia de un joven y potentado noble romano que acaba de casarse. Tras los festejos de la celebración, el joven y sus amigos salen a jugar a las bochas en el jardín. En el transcurso del juego, el joven pone su anillo de casado, porque teme perderlo, en el dedo apenas abierto de una estatua de bronce que está junto al cerco del fondo. Al volver a buscarlo, se encuentra con que el dedo de la estatua está cerrado y que no puede sacar el anillo. Sin decirle nada a nadie, vuelve al anochecer con antorchas y criados y descubre que la estatua ha desaparecido. Le esconde la verdad a la recién casada y, al meterse en la cama esa noche, advierte que algo se interpone entre los dos, algo denso y nebuloso que les impide abrazarse. Paralizado de terror, oye una voz que susurra en su oído:

–Abrázame, hoy te uniste conmigo en matrimonio. Soy Venus y me has entregado el anillo del amor.

La nena, la primera vez, pareció haberse dormido. Estaban al fresco, frente al jardín del fondo. No parecía haber cambios, a la noche se arrastró hacia la pieza y se acurrucó en la oscuridad con su cloqueo de siempre. Al día siguiente, a la misma hora, el padre la sentó en la galería y le contó otra versión de la historia. La primera variante de importancia había aparecido unos veinte años después, en una recopilación alemana de mediados del siglo XII de fábulas y leyendas conocidas con el nombre de Kaiserchronik. Según esta versión, la estatua en cuyo dedo el joven coloca su anillo es una figura de la Virgen María y no de Venus. Cuando trata de unirse con la recién casada, la Madre de Dios se interpone castamente entre los cónyuges, suscitando la pasión mística del joven. Tras abandonar a su mujer, el joven se hace monje y entrega el resto de su vida al servicio de Nuestra Señora. En un cuadro anónimo del siglo XII, se ve a la Virgen María con el anillo en el anular izquierdo y una enigmática sonrisa en los labios.

Todos los días, al caer la tarde, el padre le contaba la misma historia en sus múltiples versiones. La nena que cloqueaba era la anti-Scheherezade que en la noche recibía, de su padre, el relato del anillo contado una y mil veces. Al año la nena ya sonríe, porque sabe cómo sigue la historia y a veces se mira la mano y mueve los dedos, como si ella fuera la estatua. Una tarde, cuando el padre la sienta en el sillón de la galería, la nena empieza a contar ella misma el relato. Mira el jardín y, con un murmullo suave, da por primera vez su versión de los hechos. «Mouvo miró la noche. Donde había estado su cara apareció otra, la de Kenia. De nuevo la extraña risa. De pronto Mouvo estuvo en un costado de la casa y Kenia en el jardín y los círculos sensorios del anillo eran muy tristes», dijo. A partir de ahí, con el repertorio de palabras que había aprendido y con la estructura circular de la historia, fue construyendo un lenguaje, una serie ininterrumpida de frases que le permitieron comunicarse con su padre. Durante los meses siguientes fue ella la que contó la historia, todas las tardes, en la galería que daba al patio del fondo. Llegó a ser capaz de repetir palabra por palabra la versión de Henry James, quizá porque ese relato, The Last of the Valerii, era el último de la serie. (La acción se ha trasladado a la Roma del Risorgimento, en donde una joven y rica heredera americana, en uno de esos típicos enlaces jamesianos, contrae matrimonio con un noble italiano de distinguida alcurnia, pero venido a menos. Una tarde unos obreros que realizan excavaciones en los jardines de la Villa desentierran una estatua de Juno, el Signor Conte siente una extraña fascinación ante esa obra maestra del mejor período de la escultura griega. Traslada la estatua a un invernadero abandonado y la oculta celosamente a la vista de todos. En los días siguientes transfiere gran parte de la pasión que siente por su bella mujer a la estatua de mármol y pasa cada vez más tiempo en el salón de vidrio. Al final la contessa, para liberar a su marido del hechizo, arranca el anillo que adorna el anular de la diosa y lo entierra en los fondos del jardín. Entonces la felicidad vuelve a su vida.)

Una llovizna suave caía en el patio y el padre se hamacaba en el sillón. Esa tarde por primera vez la nena se fue de la historia, como quien cruza una puerta salió del círculo cerrado del relato y le pidió a su padre que comprara un anillo (anello) de oro para ella. Estaba ahí, canturreando y cloqueando, una máquina triste, musical. Tenía dieciséis años, era pálida y soñadora como una estatua griega. Tenía la fijeza de los ángeles.

EL FIN Jorge Luis Borges

RECABARREN, TENDIDO, ENTREABRIÓ los ojos y vio el oblicuo cielo raso de

junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de

pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente…

 Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no

cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho

de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los

barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido,

pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar

con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo

agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El

ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de

cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de

contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de

alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar;

acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a

ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese

contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había

muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de

apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos

apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido

Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las

soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales,

ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de

lluvia.

 Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta.

Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico,

taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado

se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si

ejerciera un poder. 

 La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un

sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que

venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo

poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin,

sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas

dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo

al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.

 Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro

dijo con dulzura:

 —Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.

 El otro, con voz áspera, replicó:

 —Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí

he venido.

 Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:

 —Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.

 El otro explicó sin apuro:

 —Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos.

 Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda

a las puñaladas.

 —Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.

 El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena

gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.

 —Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no

cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la

sangre del hombre.

 Un lento acorde precedió la respuesta de negro:

 —Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.

 —Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz

alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el

cuchillo en la mano.

 El negro, como si no lo oyera, observó:

 —Con el otoño se van acortando los días.

 —Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.

 Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:

 —Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.

 Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:

 —Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.

 El otro contestó con seriedad: 

 —En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de

llegar al segundo.

 Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la

llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se

detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en

el antebrazo, cuando el negro dijo:

 —Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este

encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace

siete años, cuando mató a mi hermano.

 Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su

sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y

marcó la cara del negro.

 Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo

dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos

pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el

fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara

y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después

vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó.

Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón

ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para

atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el

otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.