jueves, 1 de julio de 2021

EL FIN Jorge Luis Borges

RECABARREN, TENDIDO, ENTREABRIÓ los ojos y vio el oblicuo cielo raso de

junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de

pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente…

 Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no

cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho

de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los

barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido,

pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar

con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo

agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El

ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de

cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de

contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de

alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar;

acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a

ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese

contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había

muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de

apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos

apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido

Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las

soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales,

ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de

lluvia.

 Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta.

Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico,

taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado

se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si

ejerciera un poder. 

 La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un

sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que

venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo

poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin,

sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas

dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo

al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.

 Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro

dijo con dulzura:

 —Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.

 El otro, con voz áspera, replicó:

 —Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí

he venido.

 Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:

 —Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.

 El otro explicó sin apuro:

 —Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos.

 Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda

a las puñaladas.

 —Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.

 El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena

gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.

 —Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no

cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la

sangre del hombre.

 Un lento acorde precedió la respuesta de negro:

 —Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.

 —Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz

alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el

cuchillo en la mano.

 El negro, como si no lo oyera, observó:

 —Con el otoño se van acortando los días.

 —Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.

 Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:

 —Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.

 Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:

 —Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.

 El otro contestó con seriedad: 

 —En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de

llegar al segundo.

 Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la

llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se

detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en

el antebrazo, cuando el negro dijo:

 —Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este

encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace

siete años, cuando mató a mi hermano.

 Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su

sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y

marcó la cara del negro.

 Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo

dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos

pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el

fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara

y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después

vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó.

Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón

ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para

atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el

otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.

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