lunes, 26 de abril de 2021

Cordero asado de Roald Dahl

La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.

Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.

De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.

Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.

Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.

—¡Hola, querido! —dijo ella.

—¡Hola! —contestó él.

Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.

—¿Cansado, querido?

—Sí —respondió él—, estoy cansado.

Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.

Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.

—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.

—Siéntate —dijo él secamente.

Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.

—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.

—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella.

El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.

—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.

—No —dijo él.

—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.

Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.

—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.

—No quiero —dijo él.

Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.

—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.

—No me apetece —dijo él.

—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.

Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.

—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada.

—Vamos —dijo él—, siéntate.

Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.

—Tengo algo que decirte.

—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?

El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.

—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.

Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.

—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.

Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.

—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.

Esta vez él no contestó.

Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.

Era una pierna de cordero.

Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.

Se detuvo.

—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.

En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.

La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.

Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.

«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»

Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?

Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.

Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.

—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.

—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.

Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.

Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.

—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.

—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?

—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.

El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.

—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.

—¿Quiere carne, señora Maloney?

—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.

—¡Oh!

—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?

—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?

—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.

—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?

—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?

El hombre echó una mirada a la tienda.

—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.

—Magnífico —dijo ella—, le encanta.

Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:

—Gracias, Sam. Buenas noches.

Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.

«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»

Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.

—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.

Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.

Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:

—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!

—¿Quién habla?

—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.

—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?

—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.

—Iremos en seguida —dijo el hombre.

El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.

—¿Está muerto? —preguntó ella.

—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?

Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.

Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.

Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.

—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.

Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.

«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...»

Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.

—No —dijo ella.

No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.

—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.

—No —dijo ella.

Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.

La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.

—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.

Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.

—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?

—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.

—¿Y un atizador?

—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.

La búsqueda continuó.

Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.

—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?

—Sí, claro. ¿Quiere whisky?

—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.

—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.

—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.

Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.

El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:

—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?

—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!

—¿Quiere que vaya a apagarlo?

—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.

Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.

—Jack Nooan —dijo.

—¿Sí?

—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?

—Si está en nuestras manos, señora Maloney...

—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.

—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.

—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.

Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.

—¿Quieres más, Charlie?

—No, será mejor que no lo acabemos.

—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.

—Bueno, dame un poco más.

—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.

—Por eso debería ser fácil de encontrar.

—Eso es lo que a mí me parece.

—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:

—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.

—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?

En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.

El hombre, ¿cómo servirlo?» de Damon Knigth

 Los kanamitas no eran muy atractivos, es cierto. Parecían un poco cerdos y un poco hombres, y ésta no es una combinación agradable. Verlos por vez primera era un auténtico shock; este era su handicap. Cuando una cosa con el aspecto de una fiera viene de las estrellas y te ofrece un regalo, te sientes inclinado a no aceptarlo.

No sé cómo esperábamos que fueran los visitantes interestelares..., es decir, los que habíamos pensado alguna vez en ello. Quizá ángeles, o bien algo demasiado extraño para ser realmente espantoso. Posiblemente fue por eso que nos horrorizamos tanto y experimentamos tal repugnancia cuando aterrizaron en sus grandes naves y vimos cómo eran en realidad.

Los kanamitas eran bajos y muy peludos..., con pelos gruesos y erizados de un color grismarrón en todo su cuerpo abominablemente rechoncho. Su nariz parecía una trompa y tenían ojos pequeños, y manos muy gruesas de tres dedos cada una. Llevaban tirantes de cuero verde y pantalones cortos, pero creo que los pantalones eran una concesión a nuestras ideas sobre decencia pública. La ropa estaba cortada a la última moda, con bolsillos verticales y medio cinturón en la parte posterior. Sea como fuere, los kanamitas tenían sentido del humor.

Había tres de ellos en aquella sesión de la O.N.U, y puedo asegurarles que su presencia en una solemne Sesión Plenaria resultaba muy extraña..., tres rechonchas criaturas con aspecto de cerdos, vestidas con tirantes verdes y pantalones cortos, sentadas a la larga mesa de debajo de la tarima, rodeadas por los bancos atestados de delegados procedentes de todas las naciones. Estaban correctamente erguidos, y miraban cortésmente a todos los oradores. Sus orejas planas caían por encima de los audífonos. Creo que más tarde aprendieron todos los idiomas humanos, pero en aquella época solo sabían francés e inglés.

Parecían completamente a sus anchas... y esto, junto con su sentido del humor, fue algo que me impulsó a experimentar cierta simpatía hacia ellos. Yo formaba parte de la minoría; no creía que fueran a atacar el mundo. Habían explicado que lo único que querían era ayudarnos y yo les creí. Como traductor de la O.N.U, mi opinión no importaba, pero me pareció que su venida era lo mejor que había ocurrido jamás a la Tierra.

El delegado de Argentina se puso en pie y dijo que su Gobierno estaba interesado en la demostración de una nueva y barata fuente de energía, que los kanamitas habían realizado en la sesión precedente, pero que el Gobierno argentino no podía comprometerse en cuanto a su política futura sin un examen mucho más concienzudo.

Era lo que decían todos los delegados, pero yo tuve que prestar particular atención al señor Valdés, porque tenía cierta tendencia a tartamudear y su dicción era mala. No tropecé con demasiadas dificultades en la traducción, y solo tuve una o dos vacilaciones, tras lo cual conecté la línea polaco–inglesa para oír cómo se las arreglaba Gregori con Janciewicz. Janciewicz era la cruz que Gregori tenía que soportar, igual que Valdés era la mía.

Janciewicz repitió las observaciones anteriores con unas cuantas variaciones ideológicas, y entonces el secretario general cedió la palabra al delegado de Francia, que presentó al doctor Denis Lévéque, el criminalista, y se procedió a introducir una gran cantidad de complicados aparatos.

El doctor Lévéque hizo hincapié en que la cuestión que preocupaba a mucha gente había sido expresada por el delegado de la URSS en la sesión precedente, al inquirir: «¿Cuál es el móvil de los kanamitas? ¿Qué se proponen al ofrecernos estos regalos sin precedentes sin pedir nada a cambio?» A continuación, el doctor dijo:

—A petición de varios delegados y con el pleno consentimiento de nuestros huéspedes, los kanamitas, mis compañeros y yo hemos elaborado una serie de pruebas con los aparatos que ven ustedes aquí. Ahora las repetiremos.

Un murmullo agitó la cámara. Hubo una descarga de flashes, y una de las cámaras de televisión pasó a enfocar el cuadro de instrumentos del equipo del doctor. Al mismo tiempo, la enorme pantalla de televisión que había detrás del podio se encendió, y vimos las esferas de dos cuadrantes, con sus respectivas manecillas en el cero, y una tira de papel con una aguja inmovilizada sobre ella, los ayudantes del doctor estaban fijando unos alambres a las sienes de uno de los kanamitas, anudando un tubo de goma envuelto en lona alrededor de su antebrazo, y pegando algo a la palma de su mano derecha.

En la pantalla, vimos que la tira de papel empezaba a moverse y la aguja trazaba un lento zigzag a lo largo de ella. Una de las manecillas empezó a saltar rítmicamente; la otra dio una sacudida y se detuvo, oscilando ligeramente.

—Estos son los instrumentos habituales para comprobar la verdad de una afirmación –dijo el doctor Lévéque–. Nuestro primer objetivo, puesto que la fisiología de los kanamitas es desconocida para nosotros, fue determinar si reaccionaban o no a estas pruebas del mismo modo que los humanos. Ahora repetiremos uno de los muchos experimentos que fueron realizados con el fin de averiguarlo.

Señaló hacia la primera esfera.

—Este instrumento registra el latido cardíaco del sujeto. Muestra la conductividad eléctrica de la piel en la palma de su mano, una medida de transpiración, que aumenta con el esfuerzo. Y este –señalando hacia la tira de papel y la aguja –muestra el tipo de intensidad de las ondas eléctricas que emanan de su cerebro. Se ha demostrado, con sujetos humanos, que todas estas lecturas varían sensiblemente si el sujeto dice la verdad o no.

Cogió dos cartulinas, una roja y una negra. La roja era un cuadrado de un metro de lado aproximadamente; la negra era un rectángulo de un metro y medio de largo. Se volvió hacia el kanamita.

—¿Cuál de los dos es el más largo?

—El rojo –dijo el kanamita.

Las dos agujas saltaron violentamente, al igual que la línea trazada sobre el papel.

—Repetiré la pregunta –dijo el doctor–. ¿Cuál de los dos es el más largo?

—El negro –contestó la criatura.

Esta vez los instrumentos continuaron su ritmo normal.

—¿Cómo llegaron a este planeta? –preguntó el doctor.

—Andando –repuso el kanamita.

Los instrumentos volvieron a reaccionar, y un coro de risas ahogadas invadió la cámara.

—Una vez más –dijo el doctor–, ¿cómo llegaron a este planeta?

—En una nave espacial –contestó el kanamita, y los instrumentos no saltaron.

El doctor se enfrentó de nuevo con los delegados.

—Se realizaron muchos de estos experimentos –dijo–, y mis colegas y yo mismo estamos convencidos de que los mecanismos son efectivos. Ahora –se volvió hacia el kanamita –pediré a nuestro distinguido huésped que conteste a la pregunta formulada en la última sesión por el delegado de la URSS, es decir, ¿cuál es el motivo de que los kanamitas ofrezcan estos regalos a los habitantes de la Tierra?

El kanamita se levantó. En inglés, dijo:

—En mi planeta hay un proverbio: «Hay más misterios en una piedra que en la cabeza de un científico.» Los fines de los seres inteligentes, aunque a veces parezcan oscuros, son muy sencillos si se comparan con las complejidades del universo natural. Por lo tanto, espero que los habitantes de la Tierra me comprendan y me crean si les digo que nuestra misión en su planeta es simplemente ésta: traerles la paz y muchas cosas que nosotros mismos disfrutamos, y que en el pasado hemos llevado a otras razas esparcidas por toda la galaxia. Cuando su mundo deje de tener hambre, cuando deje de haber guerras y sufrimientos innecesarios, nos consideraremos recompensados.

Y las agujas no saltaron ni una sola vez.

El delegado de Ucrania se puso en pie de un salto, solicitando que se le cediera la palabra, pero el tiempo había finalizado y el secretario general cerró la sesión.

Encontré a Gregori cuando salíamos de la cámara de la O.N.U. Su rostro estaba encarnado de excitación.

—¿Quién ha promovido este circo?– preguntó.

—Las pruebas me han parecido veraces–le dije.

—¡Un circo!– exclamó con vehemencia –¡Una farsa de segundo orden! Si eran veraces, Peter, ¿por qué se ha suprimido el debate?

—Seguramente mañana habrá tiempo para el debate.

—Mañana el doctor y sus instrumentos estarán de vuelta en París. Pueden ocurrir muchas cosas antes de mañana. En nombre del cielo, ¿cómo es posible que alguien confíe en unos seres que parecen alimentarse de niños?

Me sentí un poco molesto. Repuse:

—¿Estás seguro de que no te preocupa más su política que su aspecto?

El repuso, «Bah», y se alejó.

Al día siguiente empezaron a llegar informes de todos los laboratorios gubernamentales del mundo donde la fuente energética de los kanamitas estaba siendo verificada. Eran tremendamente entusiastas. Yo no entiendo de estas cuestiones, pero parecía que aquellas pequeñas cajas de metal proporcionarían más energía eléctrica que una pila atómica, por casi nada y para casi siempre. Y se decía que eran tan baratas de fabricar que todo el mundo podría tener una. A primeras horas de la tarde se sabía que diecisiete países ya habían empezado a edificar fábricas para elaborarlas.

Al día siguiente, los kanamitas mostraron los planos y muestras de un aparato que incrementaría la fertilidad de cualquier terreno cultivable de un sesenta a un ciento por ciento. Aceleraba la formación de nitratos en el subsuelo, o algo parecido. Ya no se hablaba de otra cosa más que de los kanamitas. Al día siguiente de esto, lanzaron su bomba.

—Ahora ya disponen de energía potencialmente ilimitada y mayor suministro alimenticio –dijo uno de ellos. Señaló con su mano de tres dedos hacia un instrumento que se encontraba sobre la mesa que había junto a él. Era una caja colocada encima de un trípode, con un reflector parabólico en la parte anterior–. Hoy les ofrecemos un tercer regalo que, por lo menos, es tan importante como los dos primeros.

Hizo señas a los cámaras de la televisión para que tomaran un primer plano del aparato en cuestión. Entonces cogió una gran cartulina cubierta de dibujos y rótulos en inglés. Nosotros lo vimos en la pantalla de encima del podio; todo era claramente legible.

—Nos han informado de que esta emisión se transmite a todo su mundo –dijo el kanamita–. Deseo que todos los que tengan equipo apropiado para tomar fotografías de la pantalla de televisión, lo utilicen.

El secretario general se inclinó hacia delante y formuló vivamente una pregunta, que el kanamita ignoró.

—Este aparato –dijo –proyecta un campo en el cual ningún explosivo, sea de la naturaleza que fuere, puede estallar.

Reinó un silencio expectante.

El kanamita dijo:

—Ya no puede ser suprimido. Si una nación lo tiene, todas deben tenerlo.

Como nadie pareciera comprender, explicó bruscamente:

—No habrá más guerras.

Esta fue la mayor novedad del milenio, y resultó perfectamente cierta. Sucedió que los explosivos a los que se refiriera el kanamita incluían las explosiones de gasolina y diesel. Hicieron simplemente imposible que se armara o equipara un ejército moderno.

Naturalmente, hubiéramos podido volver a los arcos y flechas, pero esto no habría satisfecho a los militares. Y mucho menos después de tener bombas atómicas y todo el resto. Además, no habría ninguna razón para hacer la guerra. Todas las naciones tendrían pronto de todo.

Nadie volvió a dedicar otro pensamiento a los experimentos con el detector de mentiras, ni preguntó a los kanamitas cuál era su política. Gregori se sintió desconcertado; no tenía nada con qué probar sus sospechas.

Abandoné mi empleo en la O.N.U. unos meses después, porque preví que de todos modos tendría que acabar haciéndolo. En aquel momento, la O.N.U. estaba en auge, pero al cabo de uno o dos años no tendría nada que hacer. Todas las naciones de la Tierra estaban en camino de bastarse a sí mismas; no iban a necesitar mucho arbitraje.

Acepté un puesto de traductor en la Embajada kanamita, y fue allí donde volví a tropezarme con Gregori. Me alegré de verle, pero no pude imaginarme lo que estaba haciendo allí.

—Pensaba que estabas en la oposición –le dije–. No irás a decirme que te has convencido de la bondad de los kanamitas.

Me pareció avergonzado.

—Sea como fuere, no eran lo que yo creía –dijo.

Viniendo de él, esto era una verdadera concesión, y le invité a bajar al bar de la embajada para tomar una copa. Era un lugar muy íntimo, y él se puso confidencial al segundo daiquiri.

—Me fascinan –dijo–. Aún detesto instintivamente su aspecto..., esto no ha cambiado, pero me sobrepongo. Evidentemente, tú tenías razón; no querían hacernos más que bien. Pero ¿sabes? –se inclinó por encima de la mesa–, la pregunta del delegado soviético no fue contestada.

Me temo que solté una carcajada.

—No, hablo en serio –prosiguió–. Nos contaron lo que querían hacer... «traerles la paz y muchas cosas que nosotros mismos disfrutamos». Pero no dijeron por qué.

—¿Por qué los misioneros...?

—¡Tonterías! –exclamó airadamente–. Los misioneros tienen un motivo religioso. Si estas criaturas tienen una religión, nunca han hablado de ella. Te diré aún más, no enviaron a un grupo de misioneros, sino a una delegación diplomática... a un grupo que representaba la voluntad y política de todo su pueblo. Ahora bien, ¿qué tienen que ganar los kanamitas, como pueblo o como nación, con nuestro bienestar?

Yo dije:

—Cultura...

—¡Qué cultura ni qué bobadas! No, es algo menos evidente, algo oscuro que pertenece a su psicología y no a la nuestra. Pero confía en mí, Peter, no existe una cosa tal como el altruismo completamente desinteresado. De una forma u otra, tienen algo que ganar...

—Y esa es la razón de que estés aquí –dije–, intentar averiguarlo, ¿verdad?

—Exacto. Quería formar parte de uno de sus grupos de intercambio con destino a su planeta natal, pero no pude; el cupo estaba lleno una semana después de que hicieran el anuncio. En lugar de eso, estoy estudiando su idioma, y ya sabes que el idioma refleja las características básicas de las personas que lo utilizan. Ya domino bastante bien su jerga lingüística. No es muy difícil, la verdad, y me está proporcionando algunos indicios. Algunas expresiones son muy parecidas a las nuestras. Estoy seguro de que no tardaré en encontrar la solución.

—Todo es cuestión de estudio –dije, y volvimos a trabajar.

A partir de entonces vi a Gregori con frecuencia, y me mantuvo informado de sus progresos. Un mes después de aquella primera entrevista lo encontré enormemente excitado; dijo que había conseguido obtener un libro de los kanamitas y que estaba intentando descifrarlo. Escribían en ideogramas, peores que los chinos, pero estaba decidido a desentrañarlo aunque le costara años. Quería que yo le ayudara.

Bueno, me interesó a pesar mío, pues sabía que sería una larga tarea. Pasamos algunas tardes juntos, trabajando con material extraído de los tablones de anuncios kanamitas y sitios por el estilo, así como del diccionario inglés–kanamita extremadamente limitado que proporcionaban al personal. Al principio me remordía la conciencia acerca del libro robado, pero gradualmente fui sintiéndome absorbido por el problema. Al fin y al cabo, los idiomas son mi fuerte. No pude evitar sentirme fascinado.

Desciframos el título a las pocas semanas. Era Cómo servir al hombre, evidentemente un manual que distribuían entre los nuevos miembros kanamitas del personal de la embajada. Ahora llegaban continuamente, un cargamento una vez al mes; estaban abriendo toda clase de laboratorios de investigación, clínicas y así sucesivamente. Si en la Tierra había alguien que desconfiaba de ellos aparte de Gregori, debía encontrarse en el Tíbet.

Era asombroso ver los cambios que se habían forjado en menos de un año. Ya no había ejércitos permanentes, ni escasez, ni desempleo. Cuando tomabas un periódico no veías las palabras «BOMBA H» o «V–2»; las noticias siempre eran buenas. Resultaba difícil acostumbrarse a ello. Los kanamitas estaban trabajando en bioquímica humana, y en nuestra embajada corría la voz de que estaban a punto de anunciar métodos para hacer nuestra raza más alta, más fuerte y más sana–prácticamente una raza de superhombres–y ya tenían una cura potencial para las enfermedades cardíacas y el cáncer.

Estuve quince días sin ver a Gregori después de haber descifrado el título del libro; me fui de vacaciones a Canadá. Al volver, me quedé impresionado al observar el cambio que había experimentado.

—¿Qué ha pasado, Gregori? –le pregunté–. Pareces el demonio en persona.

—Bajemos al bar.

Fui con él, y se tomó un escocés de un solo trago como si lo necesitara.

—Vamos, hombre, ¿qué es lo que pasa? –apremié.

—Los kanamitas me han incluido en la lista de pasajeros de la próxima nave de intercambio –dijo–. A ti también, de lo contrario no estaría hablando contigo.

—Bueno –dije–, pero...

 —No son altruistas.

Intenté razonar con él. Le hice notar que habían convertido la Tierra en un paraíso comparándola con lo que era antes. Él se limitó a menear la cabeza.

Entonces le pregunté:

—Bueno, ¿qué hay de las pruebas realizadas con el detector de mentiras?

—Una farsa –replicó, sin calor–. Ya te lo dije en su momento. Sin embargo, en aquella ocasión dijeron la verdad.

—¿Y el libro? –pregunté, molesto– ¿Qué hay de ese... ¿Cómo servir al hombre? Eso no te lo dieron para que lo leyeras. Está escrito en serio. ¿Cómo puedes explicarlo?

—He leído el primer párrafo de ese libro –dijo–. ¿Por qué crees que llevo una semana sin dormir?

—¿Por qué?– inquirí yo, y él esbozó una extraña sonrisa.

—Es un libro de cocina– repuso.