jueves, 17 de noviembre de 2022

Juan Polti,half-back de Horacio Quiroga

Cuando un muchacho llega, por a o b, y sin previo entrenamiento, a gustar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremisiblemente. Es un paraíso demasiado artificial para su joven corazón. A veces pierde algo más, que después se encuentra en la lista de defunciones.
Tal es el caso de Juan Polti, half-back de Nacional. Como entrenamiento en el juego, el muchacho lo tenía a conciencia. Tenía, además, una cabeza muy dura, y ponía el cuerpo rígido como un taco al saltar; por lo cual jugaba al billar con la pelota, lanzándola de corrida hasta el mismo gol.
Polti tenía veinte años, y había pisado la cancha a los quince, en un ignorado Club de quinta categoría. Pero alguien de Nacional lo vio cabeceador, comunicándolo en seguida a su gente. Nacional lo contrató, y Polti fue feliz.
Al muchacho le sobraba, naturalmente, fuego, y este brusco salto en la senda de la gloria lo hizo girar sobre sí mismo como un torbellino. Llegar desde una portería de juzgado a un ministerio, es cosa que razonablemente, puede marear; pero dormirse forward de un Club desconocido y despertar de half-back de Nacional, toca en lo delirante. Polti deliraba, pateaba, y aprendía frases de efecto:
-Yo, señor presidente, quiero honrar el baldón que me han confiado...
El quería decir blasón, pero lo mismo daba, dado que el muchacho valía en la cancha lo que una o dos docenas de profesores en sus respectivas cátedras.
Sabía apenas escribir, y se le consiguió un empleo de archivista con cincuenta pesos oro. Dragoneaba furtivamente con mayor o menor lujo de palabras rebuscadas, y adquirió una novia en forma, con madre, hermanas y una casa que él visitaba.
La gloria lo circundaba como un halo. "El día que no me encuentre más en forma", decía, "me pego un tiro".
Una cabeza que piensa poco, y se usa, en cambio, como suela de taco de billar para recibir y contralanzar una pelota de football que llega como una bala, puede convertirse en un caracol sonante, donde el tronar de los aplausos repercute más de lo debido. Hay pequeñas roturas, pequeñas congestiones, y el resto. El half-back cabeceaba toda una tarde de internacional. Sus cabezazos eran tan eficaces como las patadas del team entero. Tenía tres pies: esta era su ventaja.
Pues bien: un día, Polti comenzó a decaer. Nada muy sensible; pero la pelota partía demasiado hacia la derecha o demasiado hacia la izquierda; o demasiado alto, o tomaba demasiado efecto. Cosas estas que no engañaban a nadie sobre la decadencia del gran half-back. Sólo él se engañaba, y no era tarea amable hacérselo notar.
Corrió un año más, y la comisión se decidió al fin a reemplazarlo. Medida dura, si las hay, y que un club mastica meses enteros, porque es algo que llega al corazón de un muchacho que durante cuatro años ha sido la gloria de field.
Cómo lo supo Polti antes de serle comunicado, o cómo lo previó -lo que es más posible-, son cosas que ignoramos. Pero lo cierto es que una noche el half-back salió contento de casa de su novia, porque había logrado convencer a todos de que debía casarse el 3 del mes entrante, y no otro día. El 3 cumplía años ella. Y se acabó.
Así fueron informados los muchachos esa misma noche en el club, por donde pasó Polti hacia medianoche. Estuvo alegre y decidor como siempre. Estuvo un cuarto de hora, y después de confrontar, reloj en mano, la hora del último tranvía a la Unión, salió.
Esto es lo que se sabe de esa noche. Pero esa madrugada fue hallado el cuerpo del half-back acostado en la cancha, con el lado izquierdo del saco un poco levantado, y la mano derecha oculta bajo el saco.
En la mano izquierda apretaba un papel, donde se leía:
"Querido doctor y presidente: le recomiendo a mi vieja y a mi novia. Usted sabe, mi querido doctor, por qué hago esto. ¡Viva el club Nacional!"
Y más abajo estos versos:
Que siempre esté adelante
El club para nosotros anhelo
Yo doy mi sangre por todos mis compañeros,
Ahora y siempre el club gigante
¡Viva el club Nacional!
El entierro del half-back Juan Polti no tuvo, como acompañamiento de consternación, sino dos precedentes en Montevideo. Porque lo que llevaban a pulso por espacio de una legua era el cadáver de una criatura fulminada por la gloria, para resistir la cual es menester haber sufrido mucho tras su conquista. Nada, menos que la gloria, es gratuito. Y si la obtiene así, se paga fatalmente con el ridículo, o con un revólver sobre el corazón.

domingo, 13 de noviembre de 2022

Patriotismo Yukio Mishima

 I

El veintiocho de febrero de 1936, al tercer día del incidente del 26 de febrero, el teniente Shinji Takeyama, del batallón de transportes, profundamente perturbado al saber que sus colegas más cercanos estaban en connivencia con los amotinados, e indignado ante la inminente perspectiva del ataque de las tropas imperiales contra tropas imperiales, tomó su espada de oficial y ceremoniosamente se vació las entrañas en la habitación de ocho tatami de su residencia privada en la sexta manzana de Aoba-cho, en el distrito Yotsuya. Su esposa, Reiko, lo siguió clavándose un puñal hasta morir.

La nota de despedida del teniente consistía en una sola frase: “¡Vivan las Fuerzas Imperiales!” La de su esposa, luego de implorar el perdón de sus padres por precederlos en el camino a la tumba, concluía: “Ha llegado el día para la mujer de un soldado”. Los últimos momentos de esta heroica y abnegada pareja hubieran hecho llorar a los dioses. Es menester destacar que la edad del teniente era de treinta y un años; la de su esposa, veintitrés.

Hacía sólo dieciocho meses que se habían casado.


II

Los que contemplaron el retrato conmemorativo del novio y de la novia no dejaron de admirar, quizás tanto como quienes habían asistido a la boda, el elegante porte de la pareja.

El teniente, de pie junto a su esposa, estaba majestuoso en su uniforme militar. Su mano derecha descansaba sobre el puño de la espada y con la izquierda sostenía la gorra de oficial. Su expresión severa traducía claramente la integridad de su juventud.

En cuanto a la belleza de la novia, envuelta en sus blancas vestiduras, sería difícil encontrar las palabras adecuadas para describirla.Había sensualidad y refinamiento en sus ojos, en las finas cejas y en los labios llenos. Una mano, tímidamente asomada a la manga del vestido, sostenía un abanico, y las puntas de los dedos, agrupados delicadamente, eran como el capullo de una flor de luna.

Luego de consumado el suicidio, muchos tomaron la fotografía y se entregaron a tristes reflexiones acerca de las maldiciones que suelen recaer sobre las uniones sin tacha. Quizás fuera sólo efecto de la imaginación, pero, al observar el retrato, parecía casi que los dos jóvenes, ante el biombo dorado, contemplaran, con absoluta claridad, la muerte que los aguardaba.

Gracias a los buenos oficios de su mediador, el teniente general Ozeki, habían podido instalarse en su nuevo hogar de Aoba-cho, en Yotsuya.En realidad aquel nuevo hogar no era sino una vieja casona alquilada, de tres dormitorios y con un pequeño jardín detrás.Utilizaban la habitación del piso superior, de ocho tatami, como dormitorio y habitación de huésped, pues el resto de la casa no recibía la luz del sol.

No tenían sirvientes y Reiko cuidaba del hogar en ausencia de su marido.

El viaje de boda quedó postergado por coincidir con una época de emergencia nacional. El teniente y su esposa pasaron la primera noche de casados en la vieja casa. Muy tieso, sentado sobre el piso y con su espada frente a él, Shinji había hecho escuchar a su esposa un discurso de corte militar antes de llevarla al lecho nupcial. Una mujer que contraía matrimonio con un soldado debía saber y aceptar sin vacilaciones el hecho de que la muerte de su marido podría llegar en cualquier momento. Quizás al día siguiente. No importaba cuándo.¿Estaba ella conforme con aceptarlo? Reiko se puso de pie y, abriendo la vitrina, tomó de ella su más preciado bien, un puñal regalado por su madre.Se comprendieron perfectamente sin necesidad de palabras y el teniente no puso nunca más a prueba la resolución de su mujer.

Durante los primeros meses que siguieron a la boda, la belleza de Reiko se hizo cada día más radiante.Brillaba, serena, como la luna después de la lluvia.

Como ambos estaban dotados de cuerpos sanos y vigorosos,su relación era apasionada y no se limitaba a las horas de la noche.En más de una ocasión, al volver a su hogar directamente del campo de maniobras, y aún con el uniforme salpicado de barro, el teniente había poseído a su mujer en el suelo, apenas abierta la puerta de la casa. Reiko le correspondía con el mismo ardor. En aproximadamente un mes, contando con la noche de bodas,Reiko conoció la absoluta felicidad, y el teniente, al comprobarlo, se sintió también muy feliz.

El cuerpo de Reiko era blanco y puro, y de sus pechos turgentes emanaba un rechazo firme y casto que, cuando gozaba, se mudaba en la mas íntima y acogedora tibieza. Aun en los momentos de mayor intimidad se mantenían extraordinariamente serios. Conservaban sus corazones sobrios y austeros en medio de las más embriagadoras demostraciones de pasión.

El teniente recordaba a su mujer durante el día en los cortos periodos de descanso entre su entrenamiento y su retorno al hogar, y Reiko no olvidaba a su marido en ningún momento. Cuando estaban separados, les bastaba con mirar solamente la fotografía de su casamiento para ratificar una vez más su felicidad.A Reiko no le sorprendía en lo mas mínimo que un hombre que había sido un extraño hasta algunos meses atrás se hubiese convertido en el sol alrededor del cual giraban su vida y su mundo.

Esta relación tenía una base moral y seguía fielmente el mandato de los Principios de la Educación en los que se estipula que “la armonía reinará entre el marido y la mujer”.Reiko no encontró jamás la ocasión de contradecir a su marido, y el teniente no tuvo motivo alguno para reñir a su mujer.

En el nicho, debajo de la escalera, junto a la tablilla del Gran Santuario Ise, habían colocado fotografías de sus Majestades Imperiales, y cada mañana, antes de partir hacia sus obligaciones, el teniente y su mujer se detenían frente a ese lugar santificado y juntos se inclinaban en una profunda reverencia.

La ofrenda de agua se renovaba cada mañana y la rama sagrada de sakasi estaba siempre verde y fresca. Sus vidas se deslizaban bajo la solemne protección de los dioses y estaban colmadas de una felicidad intensa que hacía vibrar cada fibra de sus cuerpos.


III

Aun cuando la casa de Saito, Señor del Sello Privado, se hallaba en la vecindad, nadie escuchó allí el tiroteo de la mañana del 26 de febrero. Aquel fue un ruidoso toque de atención en el amanecer nevado e interrumpió bruscamente el sueño del teniente.Saltó inmediatamente de la cama y, sin pronunciar palabra, vistió el uniforme, se ajustó la espada que le tendía su mujer y se precipitó hacia la calle cubierta de nieve en el oscuro amanecer. No regresó a su hogar hasta la noche del día veintiocho.

Algo más tarde, Reiko escuchó por la radio las noticias sobre aquella súbita erupción de violencia.Vivió los dos días siguientes en completa y tranquila soledad tras las puertas cerradas.

Reiko había leído la presencia de la muerte en el rostro de su marido al marcharse a toda prisa bajo la nieve. Si Shinji no regresaba, su propia decisión era también muy firme. Moriría con él.

Se dedicó, entonces, a ordenar sus pertenencias personales. Eligió su mejor conjunto de kimonos como recuerdo para sus amigas de colegio y escribió un nombre y una dirección sobre el rígido papel en el que los había doblado uno por uno.

Como su marido le recordaba constantemente que no hay que pensar en el mañana, Reiko ni siquiera había escrito un diario, y se encontraba, ahora, en la imposibilidad de releer los pasajes en los que hubiera dado testimonio de su felicidad.Sobre la radio se destacaban un perrito de porcelana,un conejo, una ardilla, un oso y un zorro. Tampoco faltaban allí un jarrón y un recipiente para el agua. Estos objetos constituían la única colección de Reiko.Sin embargo, de nada serviría regalarlos como recuerdos.Tampoco sería apropiado pedir específicamente que fueran incluidos en su ataúd. Mientras estos objetos desfilaban por su mente, Reiko tuvo la sensación de que los animalitos parecían cada vez más tristes y desamparados.

Tomó la ardilla en su mano y la observó.Fue entonces cuando, con sus pensamientos puestos en un reino mucho más alejado que estos afectos infantiles, vio en la lontananza los principios,vitales como el sol, que personificaba su marido. Estaba pronta y feliz de terminar sus días en compañía de aquel hombre deslumbrante, pero en ese momento de soledad se permitió refugiarse con el inocente afecto por aquellas bagatelas. Ya había pasado el tiempo en que realmente las había amado.

Ahora solamente acariciaba su recuerdo y el lugar que ocuparan en su corazón se había colmado definitivamente con pasiones más intensas.

Reiko jamás había supuesto que las turbadoras emociones de la carne fueran sólo un placer. La baja temperatura de febrero y el contacto con la gélida porcelana de la ardilla habían entumecido sus dedos.Sin embargo, bajo los dibujos simétricos de su acicalado kimono meisen podía sentir, cuando recordaba los poderosos brazos del teniente, una cálida humedad que, desde su piel, desafiaba al frío.

No experimentaba absolutamente ningún temor por la muerte que rondaba en la cercanía. Mientras esperaba sola en su casa, Reiko no dudaba que la angustia y la congoja que estaría experimentando su marido en aquellos momentos la llevarían, con tanta certeza como su intensa pasión, a una muerte agradable. Sentía en lo más hondo que su cuerpo podría disolverse con facilidad y convertirse en una sola cosa con el pensamiento de su marido.

A través de las informaciones de la radio, escuchó los nombres de varios colegas de su marido mencionados entre los insurgentes.Éstas eran noticias de muerte. Se preguntaba ansiosamente, a medida que la situación se hacía más difícil, por qué no se emitía una Ordenanza Imperial. El movimiento, que en un principio había parecido ser un intento de restaurar el honor nacional,se había convertido gradualmente en algo llamado motín.El regimiento no había dado ningún comunicado y se suponía que,en cualquier momento, podría comenzar la lucha en las calles aún cubiertas de nieve.

El veintiocho, a la caída del sol, furiosos golpes estremecieron a Reiko.Bajó precipitadamente las escaleras, y mientras, con dedos inexpertos, tiraba del pasador,la silueta apenas delineada tras los vidrios cubiertos de escarcha,no emitía sonido alguno. Sin embargo,no dudó de la presencia de su marido.Nunca antes había tenido tanta dificultad en abrir la puerta .Cuando finalmente pudo lograrlo, se encontró frente al teniente enfundado en un capote color kaki y con las botas de campaña salpicadas de barro.

Reiko no comprendió por qué Shinji cerró la puerta y corrió nuevamente el pasador.

-Bienvenido a casa -la joven ejecuta una profunda reverencia a la cual su marido no responde.Se había quitado la espada y comenzaba a desembarazarse del capote.Ella quiso ayudarlo. La chaqueta, que estaba fría y húmeda y había perdido el olor a estiércol que tenía normalmente cuando se la exponía al sol, le pesaba en el brazo.La colgó de una percha y sosteniendo la espada y el cinturón de cuero entre sus mangas, esperó a que su marido se quitase las botas. Luego, lo siguió hasta el cuarto de estar: la habitación de seis tatami.

Bajo la clara luz de la lámpara, el rostro barbudo y agotado de su marido era casi irreconocible. Las mejillas hundidas habían perdido su brillo y elasticidad.

En circunstancias normales hubiera cambiado su ropa por otra de casa, y la hubiera urgido a servir la comida de inmediato. En cambio, aquella noche se sentó frente a la mesa vistiendo el uniforme y con la cabeza hundida sobre el pecho.

Reiko se abstuvo de preguntar si debía preparar la comida.

-Yo no sabía nada -dijo el hombre al cabo de un silencio-. No me pidieron que me uniera a ellos .Quizás no lo hicieron al saberme recién casado.Kano, Homma y, también,Yamaguchi.

Reiko evocó los rostros de los alegres oficiales jóvenes, amigos de su marido, que habían ido a aquella casa en calidad de invitados.

-Quizás mañana se publique una Ordenanza Imperial. Supongo que serán juzgados como rebeldes. Estaré a cargo de la unidad conórdenes de atacarlos… No puedo hacerlo.Sería simplemente imposible -guardó un corto silencio-. Me han dispensado de las guardias y estoy autorizado para volver a casa por una noche.Mañana, a primera hora, deberé unirme al ataque sin proferir una réplica.No puedo hacerlo, Reiko…

Reiko estaba sentada, muy tiesa, con los ojos bajos.

Comprendía muy claramente que su marido hablaba en términos de muerte.El teniente estaba resuelto y, aun cuando todavía planteaba el dilema, en su mente ya no cabían vacilaciones.

Sin embargo, en el silencio que se estableció entre ambos, todo quedó claro con la misma transparencia de un cauce alimentado por el deshielo.

Ya en su casa después de la larga prueba de dos días y contemplando el rostro de su hermosa mujer, el teniente experimentó, por primera vez, una verdadera paz interior. Había intuido de inmediato que su mujer conocía la resolución que ocultaban sus palabras.

-Bien, entonces… -el teniente abrió, grandes, los ojos. Pese al cansancio, su mirada era fuerte y transparente y no la apartó de su esposa-. Esta noche me abriré el estómago.

Reiko no vaciló.

-Estoy preparada -dijo-, permíteme acompañarte.

El teniente se sintió casi hipnotizado por la mirada implorante de su esposa.Sus palabras comenzaron a fluir rápida y fácilmente,como expresadas en delirio.

Otorgó su aprobación a aquella empresa vital en una forma descuidada y negligente que parecía escapar a su entendimiento.

-Bien. Nos iremos juntos. Pero, antes, quiero que seas testigo de mi muerte.

Ya de acuerdo, sus corazones se vieron inundados por una repentina felicidad.

Reiko estaba profundamente conmovida por la confianza que depositaba en ella su marido. Era vital para el teniente que no se cometieran irregularidades en su muerte. Por esta razón era necesario un testigo. Y el haber elegido para tal fin a su mujer,demostraba una profunda y absoluta confianza. En segundo lugar, y esto era aun más importante,aunque había rogado a Reiko que muriera con él, ni siquiera intentaba matar a su esposa primero, sino que dejaba aquel momento librado al criterio de ella, para cuando él ya no estuviera allí, verificándolo todo. Si el teniente hubiera abrigado la menor sospecha, cumpliendo el pacto de los suicidas, hubiera preferido matarla primero.

Cuando Reiko dijo: “Permíteme acompañarte”,el teniente apreció en estas palabras el fruto final de las enseñanzas impartidas a su mujer desde la noche del casamiento. La había educado en forma tal que, llegado el momento, respondía en los exactos términos que correspondían. Era éste un halago a la confianza en sí mismo que alimentaba Shinji… No era ni tan romántico ni tan presuntuoso como para creer que esas palabras eran dichas espontáneamente,sólo por amor.

Sus corazones estaban tan inundados de felicidad, que no podían dejar de sonreír. Reiko se sentía nuevamente en la noche de bodas.Ante sus ojos no existían ni el dolor ni la muerte. Sólo creía ver un ilimitado espacio abierto hacia vastos horizontes.

-El agua está caliente. ¿Te darás un baño ahora?

-Sí, por supuesto.

-¿Y la comida…?

Las palabras fueron pronunciadas en un tono tan tranquilo y doméstico,que, por una fracción de segundo, el teniente creyó haber sido juguete de una alucinación.

-No creo que sea necesario. ¿Podrás calentar un poco de sake?

-Como quieras.

Reiko se levantó y al tomar del ropero un vestido tanzan para después del baño, atrajo deliberadamente la atención de su marido sobre los cajones vacíos. El teniente observó el interior del mueble. Leyó las direcciones sobre los regalos recordatorios. No hubo pena en él frente a la heroica determinación de Reiko. Como un marido a quien su joven esposa enseña con orgullo sus compras pueriles, el teniente, inundado de afecto, abrazó a su mujer cariñosamente por la espalda y le besó el cuello.

Reiko sintió la aspereza de aquel rostro sin afeitar. Esta sensación encerraba para ella toda la alegría del mundo, y ahora -sintiendo que iba a perderla para siempre- contenía una frescura mas allá de toda experiencia. Cada momento parecía contener una infinita fuerza vital. Los sentidos se despertaron en todo su cuerpo.

Aceptando las caricias de Shinji, Reiko se alzó sobre la punta de los pies y dejó que aquella vitalidad atravesara su cuerpo.

-Primero, el baño, y luego, después de tomar sake… Prepara las camas arriba, ¿quieres?

El teniente susurró algo en el oído de su mujer,y ella asintió silenciosamente.

El teniente se quitó apresuradamente el uniforme y se dirigió al baño.

Al escuchar el suave rugido del agua, Reiko llevó carbón hasta el cuarto de estar y empezó a calentar el sake.

Tomó el tanzen, un fajín y su ropa interior. Se dirigió al baño para controlar el calor del agua. En medio de una nube de vapor, el teniente se afeitaba con las piernas cruzadas en el suelo. Ella pudo distinguir los músculos de su fuerte espalda húmeda que respondían a los movimientos de sus brazos.

Nada sugería algún acontecimiento anormal. Reiko se ocupaba diligentemente de sus tareas y preparaba platos improvisados.

Sus manos no temblaban y se mostraba más eficiente y desenvuelta que de costumbre. De tanto en tanto sentía extrañas palpitaciones en el centro del pecho, pero eran como luces distantes. Tenían un momento de gran intensidad y luego se desvanecían sin dejar huellas. Omitiendo esto, no parecía ocurrir nada fuera de lo habitual.

Mientras se afeitaba en el baño, el teniente sintió que su cuerpo tibio se libraba milagrosamente de la desesperada fatiga de aquellos días de incertidumbre y se llenaba de una agradable expectativa pese a la muerte que lo aguardaba. Podía oír vagamente los ruidos habituales con que su mujer cumplía sus quehaceres, y un saludable deseo físico, postergado durante dos días, se presentó nuevamente.

El teniente confiaba en que no había habido impureza en el goce experimentado mientras resolvían morir.

Ambos habían sentido en aquel momento, aun cuando no de una manera clara y consciente, que esos placeres permisibles estaban nuevamente bajo la protección del Bien y del Poder Divino. Los protegía una moralidad total e intachable. Al mirarse a los ojos descubrieron en su interior una muerte honorable, estaban de nuevo a salvo tras las paredes de acero que nadie podría destruir,enfundados en la impenetrable coraza de la Belleza y la Verdad.

El teniente podía entonces considerar su patriotismo y las urgencias de su carne como un todo.

Acercó más aun la cara al oscuro y agrietado espejo de pared y se afeitó cuidadosamente. Aquel era el rostro que presentaría a la muerte y era importante que no tuviera imperfecciones. Sus mejillas, recién afeitadas, irradiaban nuevamente el brillo de la juventud y parecían iluminar la opacidad del espejo. Sintió que había cierta elegancia en la asociación de la muerte con aquella cara sana y radiante.

Sería su rostro de difunto.En realidad ya había dejado a medias de pertenecerle para convertirse en el busto de un soldado muerto. A título de experimento, cerró fuertemente los ojos y todo quedó envuelto en la oscuridad.Ya no era una criatura viviente.

Al salir del baño, con un tenue reflejo azulado bajo la tersa piel de las mejillas, se sentó junto al brasero de carbón. Advirtió que, pese a hallarse ocupada, Reiko había encontrado el tiempo necesario para retocar su cara. Su rostro estaba fresco y sus labios húmedos. Era imposible encontrar en ella el menor rastro de tristeza, y al observar aquella demostración de la personalidad apasionada de su mujer, el teniente pensó que había elegido la esposa que le correspondía.

Tan pronto como hubo vaciado su taza de sake, se la ofreció a Reiko, quien nunca lo había probado. La joven bebió un sorbo, tímidamente.

-Ven aquí-dijo el teniente.

Reiko se acercó a su marido, y mientras él la abrazaba ella se sintió profundamente conmovida, como si la tristeza, la alegría y el poderoso sake se mezclaran dentro de ella.

El teniente contemplo las facciones de su esposa. Era el último rostro que vería en este mundo. Lo estudió minuciosamente con los ojos de un viajero despidiéndose de espléndidos paisajes.

Reiko tenía una cara de rasgos regulares, sin ser fríos, y de labios suaves. El teniente, que no se cansaba de contemplarla, la besó en la boca. Y repentinamente, sin que se alterara su belleza por el llanto, las lágrimas comenzaron a brotar lentamente bajo las largas pestañas y corrieron como hilos brillantes por sus mejillas.

Luego Shinji quiso subir al dormitorio, pero ella le suplicó que le diera tiempo a tomar su baño. El teniente subió, pues, solo, y se acostó con los brazos y las piernas abiertas en la habitación entibiada por la estufa de gas. El tiempo que transcurrió esperando a su mujer no fue más largo de lo habitual.

Colocó las manos bajo la cabeza y observó las vigas del techo. ¿Esperaba la muerte? ¿Un salvaje éxtasis de los sentidos? Ambas cosas parecían sobreponerse, como si el objeto del deseo físico fuera la muerte propia.

El teniente nunca había gozado de una libertad tan absoluta.

Un coche frenó y pudo escuchar el chirrido de las ruedas patinando sobre la nieve apilada en los bordes de la calle. La bocina repercutió en las paredes cercanas. Al percibir esos ruidos, Shinji pensó que aquella casa se levantaba como una isla solitaria en el océano de una sociedad ocupada incansablemente en los mismos asuntos de siempre. A su alrededor se extendía desordenadamente el país por el cual estaba sufriendo y a punto de dar la vida. No sabía ni le importaba si aquella gran nación reconocería su sacrificio. En su campo de batalla no existía la gloria. Era la trinchera del espíritu.

Los pasos de Reiko resonaron en la escalera. Crujían los empinados escalones de la antigua morada y estos sonidos inundaron al teniente de gratos recuerdos. En cuantas ocasiones los había escuchado desde la cama. Al reflexionar en que ya no volvería a percibirlos, se concentró en ellos tratando de que cada rincón de aquel tiempo precioso se colmara con el ruido de las suaves pisadas de la vieja escalera. Tales instantes parecieron transformarse en joyas rutilantes de luz interior.

Reiko tenia un fajín sobre el yukata y su rojo estaba atenuado por la media luz. El teniente quiso asirla y la mano de Reiko corrió en su ayuda. El fajín cayó al suelo.

Ella estaba de pie frente a él, vistiendo su yukata.

El hombre hundió las manos en las aberturas laterales bajo las mangas y la abrazó intensamente. El roce de sus dedos sobre la piel desnuda, sentir que las axilas se cerraban suavemente sobre sus manos, encendió aun más su pasión y, pocos instantes más tarde, ambos yacían desnudos frente al brillante fuego de la estufa.

No pronunciaron palabra alguna, pero sus cuerpos y sus corazones se inflamaron al saber que aquel sería el último encuentro. Era como si las palabras “ÚLTIMA VEZ” hubieran sido estampadas con pinceladas invisibles sobre cada centímetro de sus cuerpos.

El teniente atrajo a su mujer y la besó con vehemencia. Sus lenguas exploraron las bocas, adentrándose en su interior suave y húmedo, y fue como si las aún desconocidas agonías de la muerte templaran sus sentidos como el acero al rojo vivo. Los lejanos dolores finales habían refinado su percepción amorosa.

-Es la ultima vez que voy a verte -murmuró el teniente-. Déjame mirar… -y tomando la lámpara en su mano, dirigió un haz de luz sobre el cuerpo extendido de Reiko.

Ella había cerrado los ojos. La luz de la lámpara destacaba la majestuosidad de su carne blanca. El teniente con un dejo de egocentrismo, se alegró pensando en que jamás vería esa belleza derrumbándose frente a la muerte.

El teniente contempló sin apuro aquel inolvidable espectáculo. Acariciaba la sedosa cabellera, palmeaba suavemente el bello rostro y besaba todos los puntos donde se detenía su mirada. La frente alta tenía una serena frescura, los ojos cerrados se orlaban de largas pestañas bajo las cejas finamente dibujadas y el brillo de los dientes se entreveía por los labios llenos y regulares… Todo ello configuraba en la mente del teniente la visión de una máscara mortuoria verdaderamente radiante y una y otra vez apretó sus labios contra la blanca garganta donde la mano de Reiko no tardaría en descargar su certero golpe. El cuello enrojeció bajo los besos y volviendo suavemente a los labios de su amada, apoyó su boca sobre ellos con el fluctuante movimiento de un pequeño bote. Cerrando los ojos, el mundo se convertirá, así, en una mecedora.

La boca del teniente seguía fielmente el recorrido de sus ojos. Los pechos altos y turgentes, terminados como capullos de cerezo silvestre, se endurecían al contacto de sus labios. Los brazos emergían malsanamente a ambos lados, afinándose hacia las muñecas, pero sin perder su redondez ni simetría.

Los dedos delicados eran aquellos que habían sostenido el abanico durante la ceremonia nupcial. A medida que el teniente los besaba, se retraían como avergonzados. El hueco natural de esa curva entre el pecho y el estómago tenía en sus líneas no sólo la sugestión de la tersura, sino la fuerza de la elasticidad y anunciaba las ricas curvas que se extendían hasta las caderas. La riqueza y la blancura del vientre y las caderas eran como la leche contenida en un recipiente amplio. El hoyo sombreado del ombligo podía haber sido la huella de una gota de agua recién caída allí. Donde las sombras se hacían más intensas, el vello crecía apretado, dulce y sensible, y a medida que la excitación aumentaba en aquel cuerpo que había dejado de mostrarse pasivo, un aroma de flores ardientes se hacia cada vez más penetrante.

Reiko habló, por fin, con voz trémula:

-Muéstrame… Déjame mirar por última vez…

Shinji no había escuchado nunca de labios de su mujer un ruego tan firme y definido. Era como si su modestia ya no podía ocultar algo que, ahora, se libraba de las trabas que la oprimían. El teniente se recostó sumisamente para someterse a los requerimientos de su mujer. Ella alzó ágilmente su cuerpo blanco y tembloroso y ardiendo en un inocente deseo de devolverle todo cuanto había hecho por ella, puso los dedos sobre los ojos de Shinji y los cerró suavemente.

Repentinamente inundada de ternura, con las mejillas encendidas por el vértigo de la emoción, Reiko abrazó la cabeza rapada del teniente y el pelo afeitado lastimó su pecho. Aflojando el abrazo, contempló luego el rostro varonil de su marido. Las cejas severas, los ojos cerrados, el espléndido puente de la nariz, los labios bien dibujados y firmes. Reiko comenzó a besarlos, se detuvo en la ancha base del cuello, en los hombros fuertes y erguidos, en el pecho poderoso con sus círculos gemelos semejantes a escudos de ásperos pezones. Un olor dulce y melancólico se desprendía de las axilas profundamente sombreadas por la carne abundante del pecho y de los hombros. En cierto modo, la esencia de la muerte joven estaba contenida en aquella dulzura. La piel desnuda del teniente relucía como un campo de cebada y podía observar los músculos en relieve convergiendo sobre el abdomen alrededor del ombligo pequeño y modesto.

Al mirar el estómago firme y joven, púdicamente cubierto por un vello vigoroso, Reiko pensó que pronto iba a ser cruelmente lacerado por la espada y, reclinando la cabeza, rompió en sollozos y lo cubrió con sus besos.

Al sentir las lágrimas de su mujer, el teniente se sintió capaz de afrontar valerosamente las más crueles agonías del suicidio. Resulta fácil imaginar a qué éxtasis llegaron después de aquellos tiernos intercambios. El teniente se incorporó y rodeó con un potente abrazo a su mujer, cuyo cuerpo estaba exhausto luego de tantas lágrimas y aflicciones. Juntaron sus caras apasionadamente, restregando las mejillas. El cuerpo de Reiko temblaba. Sus pechos húmedos estaban fuertemente apretados y cada milímetro de aquellos cuerpos jóvenes y hermosos se habían compenetrado tanto con el otro que parecía imposible que se separaran jamás.

Reiko gritó.

Desde las altura se sumergieron en el abismo, y, de allí, una vez más hasta embriagantes alturas. El teniente jadeaba como el portador de un estandarte…

Al terminarse su ciclo, surgía inmediatamente una nueva ola de placer y, juntos, sin muestras de fatiga, se elevaron nuevamente hasta la cima misma de un nuevo movimiento jadeante.


IV

Cuando Shinji se volvió finalmente no fue por cansancio. No quería agotar la considerable fuerza física que necesitaría para llevar a cabo el suicidio. Ademas, hubiera lamentado enturbiar la dulzura de aquellos últimos momentos abusando de esos goces.

Reiko, con su habitual complacencia, siguió el ejemplo de su marido. Los dos yacían desnudos, con los dedos entrelazados, mirando fijamente el oscuro cielo raso. La habitación estaba caldeada por la estufa y en la noche silenciosa no se escuchaba el trafico callejero. Ni siquiera llegaba hasta ellos el fragor de los trenes y autobuses de la estación Yotsuya, que se perdía en el parque densamente arbolado frente a la ancha carretera que bordea el Palacio Akasaka. Resultaba difícil pensar en la tensión existente en el barrio donde las dos facciones del Ejercito Imperial se preparaban para la lucha.

Deleitándose en su propio calor, los jóvenes rememoraron en silencio los éxtasis recientes. Revivieron cada momento de la pasada experiencia, recordaron el gusto de los besos nunca agotados, el contacto de la piel desnuda, tanta embriagante felicidad .Pero ya entonces, el rostro de la muerte acechaba desde las vigas del techo. Aquellos habían sido los últimos placeres de los que sus cuerpos no disfrutarían nunca más. Ambos pensaron que, aun cuando vivieran hasta una edad avanzada, no volverían a disfrutar de un goce tan intenso.

También se desprenderían sus dedos entrelazados. Hasta los dibujos de las oscuras vetas de la madera, desaparecerían pronto. Era posible detectar el avance de la muerte. En aquel momento ya no cabían dudas. Era menester tener el coraje necesario, salirle al encuentro y atraparla.

-Podemos prepararnos -dijo el teniente.

La determinación que encerraban sus palabras era inconfundible, pero tampoco había habido nunca tan cálidas y tiernas inflexiones en su voz.

Varias tareas los aguardaban. El teniente, que no había ayudado nunca a guardar las camas, empujó la puerta corrediza del armario, alzó el colchón y lo depositó dentro de él.

Reiko apagó la estufa y la luz. En ausencia del teniente lo había aseado todo cuidadosamente, y ahora aquella habitación de ocho tatami presentaba la apariencia de una sala lista para recibir a importantes invitados.

-Aquí bebieron Kano y Homma y Noguchi…

-Sí, eran todos grandes bebedores.

-Nos reuniremos pronto con ellos en el otro mundo. Se burlarán de nosotros cuando adviertan que te llevo conmigo.

Al bajar la escalera, el teniente se volvió para contemplar la limpia y tranquila habitación iluminada por la lámpara. En su mente flotaba el recuerdo de los jóvenes oficiales que allí habían bebido y bromeado inocentemente. Nunca había imaginado, entonces, que en aquella habitación se abriría el estómago.

El matrimonio se ocupó despacio y serenamente de sus respectivos preparativos en las dos habitaciones de la planta baja. El teniente fue primero al retrete, y luego, al baño a lavarse. Mientras tanto, Reiko doblaba y guardaba la bata acolchada de su marido; ordenaba la túnica del uniforme, los pantalones y un taparrabos blanco recién cortado; disponía unas hojas de papel sobre la mesa del comedor para las notas de despedida. Luego, tomó la caja que contenía los instrumentos para escribir, y comenzó a raspar la tableta para hacer tinta. Ya había decidido el contenido de su última misiva.

Los dedos de Reiko apretaron fuertemente las frías letras doradas de la tableta y el agua del tintero se tiñó inmediatamente como si una oscura nube hubiera pasado sobre él. Todo aquello no era sino una solemne preparación para la muerte. La rutina doméstica o una forma de pasar el tiempo hasta que llegara el momento del enfrentamiento definitivo. Una inexplicable oscuridad brotaba del olor de la tinta al espesarse.

El teniente salió del baño. Vestía el uniforme sobre la piel. Sin pronunciar una palabra, tomó asiento frente a la mesa y, empuñando el pincel, permaneció indeciso frente al papel que tenía delante.

Reiko tomó un kimono de seda blanca y, a su vez, entró en el baño. Cuando reapareció en la habitación, ligeramente maquillada, la misiva ya estaba terminada. El teniente la había colocado bajo la lámpara .Las gruesas pinceladas solo decían:

“¡Vivan las fuerzas imperiales! – Teniente del ejército, Takeyama Shinji.”

El teniente observó en silencio los controlados movimientos con que los dedos de su mujer manejaban el pincel.

Con sus respectivas esquelas en la mano -la espada del teniente ajustada sobre su costado y la pequeña daga de Reiko dentro de la faja de su kimono blanco-, ambos permanecieron frente al santuario, rezando en silencio. Luego, apagaron todas las luces de la planta baja. Mientras subían, el teniente volvió la cabeza y observó la llamativa silueta de su mujer que, toda vestida de blanco y los ojos bajos, iba tras él.

Acomodaron las notas de despedida una junto a la otra en la alcoba de la planta baja.

Por un momento pensaron en descolgar el pergamino, pero como había sido escrito por su mediador el teniente general Ozzeki y consistía en dos caracteres chinos que significaban “Sinceridad”, lo dejaron donde estaba. Pensaron que, aunque se manchara con sangre, el teniente general no se ofendería.

Shinji tomó asiento de espaldas a la habitación y, muy erguido, colocó su espada frente a él. Reiko se sentó frente a él, a un tatami de distancia. El toque de pintura en sus labios parecía aun más seductor sobre el severo fondo blanco.

Se miraron intensamente a los ojos a través de la distancia de un tatami que los separaba. La espada del teniente casi tocaba sus rodillas. Al verla, Reiko recordó la primera noche de casada, y se sintió abrumada de tristeza.

Finalmente, el teniente habló con voz ronca:

-Como no voy a tener quién me ayude, me haré un corte profundo. Puede que sea desagradable. Por favor, no te asustes. La muerte es algo horrible de presenciar, en cualquier circunstancia. No debes dejarte atemorizar, ¿comprendes?

Reiko asintió con una profunda inclinación de cabeza.

Al mirar la figura esbelta de su mujer, el teniente experimentó una extraña excitación. Estaba por llevar a cabo un acto que requería toda su capacidad de soldado, algo que exigía una resolución similar al coraje que se necesita para entrar en combate. Sería una muerte no menos importante ni de menor calidad que si hubiera muerto en el frente de batalla.

Por unos instantes el pensamiento llevó al teniente a elaborar una rara fantasía. Una muerte solitaria en el campo de lucha, una muerte frente a los ojos de su hermosa esposa… Una dulzura sin límites lo invadió al experimentar la sensación de que iba a morir en aquellas dos dimensiones, conjugando la imposible unión de ambas.

“Este debe ser el pináculo de la buena fortuna”, pensó. El hecho de que aquellos hermosos ojos observaran cada minuto de su muerte, equivaldría a ser llevado al más allá en alas de una brisa fragante y sutil.

Presentía en aquella circunstancia una suerte de merced especial, vedada a los demás, a él solo dispensada. El teniente creyó ver en su radiante esposa, ataviada como una novia, el compendio de todo lo amado por lo cual iba, ahora, a entregar la vida. La Casa Imperial, la Nación, la bandera del Ejército. Todas ellas eran presencias que, como su esposa, lo observaban atentamente con ojos transparentes y firmes. Reiko también contemplaba a su marido que tan pronto habría de morir, pensando que jamás había visto algo tan maravilloso en el mundo.

El uniforme siempre le sentaba bien, pero ahora, mientras se enfrentaba a la muerte con cejas severas y labios firmemente apretados, irradiaba lo que podría llamarse una esplendorosa belleza varonil.

-Es hora de partir -dijo, por fin.

Reiko dobló su cuerpo hasta el suelo en una profunda reverencia. No podía alzar el rostro. No quería arruinar su maquillaje con las lágrimas que le resultaban imposibles de contener.

Cuando finalmente alzó la mirada, vio borrosamente, a través de las lágrimas, que su marido había enroscado una venda blanca alrededor de su espada ahora desenvainada; sólo dejaba en la punta doce o quince centímetros de acero al desnudo.

Apoyando la espada en el tatami que tenía frente a él, el teniente se alzó sobre las rodillas, se sentó nuevamente con las piernas cruzadas y desabrochó el cuello del uniforme. Sus ojos no verían ya a su mujer. Lentamente, se desprendió uno por uno los botones chatos de metal. Observó primero su pecho oscuro y, luego, su estómago. Desató el cinturón y se desabrochó los pantalones. Tomó el taparrabos con ambas manos y lo tiró hacia abajo para dejar más libre al estómago. Luego empuñó la espada con la venda blanca en su filo, mientras que, con la mano izquierda, masajeaba su abdomen. Conservaba la mirada baja.

Para verificar el filo, el teniente abrió la parte izquierda del pantalón, dejando parte del muslo a la vista, y deslizó el filo sobre la piel. La sangre brotó inmediatamente de la herida y varias gotas brillaron a la luz.

Era la primera vez que Reiko veía la sangre de su marido y experimentó violentas palpitaciones en el pecho. Observó el rostro del teniente y vio que estudiaba con calma su propia sangre. Pese a que aquel era un consuelo superficial, Reiko sintió cierto alivio.

Los ojos del hombre se fijaron en ella con una mirada penetrante como la de un halcón. Colocando la espada frente a él, se alzó ligeramente sobre sus músculos e inclinó la parte superior del cuerpo sobre la punta de la espada. La excesiva tensión que presentaba la tela del uniforme, indicaba a las claras que estaba reuniendo todas sus fuerzas. Se proponía asestar un profundo golpe en la parte izquierda del estómago y su grito agudo traspasó el silencio de la habitación.

Pese al esfuerzo, el teniente tuvo la sensación de que era otro quien había golpeado su estómago como con una gruesa barra de hierro. Durante algunos segundos su cabeza giró vertiginosamente y no recordó cuánto había sucedido. Los doce o quince centímetros de punta desnuda habían desaparecido completamente en su carne, y el vendaje blanco, fuertemente sujeto por su puño cerrado, le presionaba directamente el estómago.

Recuperó la conciencia. Pensó que el filo debía haber atravesado las paredes del abdomen. Su respiración era dificultosa, el pecho le palpitaba violentamente y en alguna zona remota, aparentemente desligada de su persona, un dolor terrible e insoportable se alzaba en forma avasalladora como si la tierra se abriera para vomitar un cauce de rocas hirvientes. El dolor se acercó, de pronto, a una velocidad vertiginosa. El teniente se mordió el labio inferior y sofocó un lamento instintivo.

“¿Es esto el seppuku?”, pensó.

Experimentaba una sensación de caos total, como si el cielo se hubiera desplomado sobre él y todo el universo girara como bajo el efecto de una enorme borrachera. Su fuerza de voluntad y coraje, que tan fuertes se manifestaran antes de la incisión, se habían reducido, ahora, a una fibra de acero del grosor de un cabello. Lo asaltó la incómoda sensación de que tendría que avanzar asido a esa fibra con toda su desesperación.

Algo humedecía su puño y, bajando la mirada, vio que, tanto su mano como el paño que envolvía la hoja, estaban empapados en sangre. También su taparrabos estaba teñido de un rojo intenso. Le pareció increíble que en medio de aquella agonía, las cosas visibles pudieran ser todavía vistas y las cosas existentes, existir.

Reiko luchó por no correr al lado de su esposo al observar la mortal palidez que invadía sus rasgos después de clavarse la espada. Sucediera lo que sucediera, su misión era la de observar. Ser testigo. Tal era la obligación contraída con el hombre amado. Frente a ella, a un tatami de distancia, podía ver cómo su marido se mordía los labios para ahogar el dolor.

Reiko no contaba con ningún medio para rescatarlo a él.

La transpiración brillaba en su frente. Shinji cerró los ojos para abrirlos luego, nuevamente, como quien hace un experimento. Su mirada había perdido todo brillo y los suyos parecían los ojos inocentes y vacíos de un animalito.

La agonía que se desarrollaba frente a Reiko la quemaba como un implacable sol de verano, pero era algo totalmente alejado de la pena que parecía estar partiéndola en dos.

El dolor crecía con regularidad. Reiko sentía que su marido se había convertido en un ser de un mundo aparte, en un hombre íntegramente disuelto en el dolor, en un prisionero en una jaula de sufrimiento, y mientras pensaba, comenzó a sentir como si alguien hubiera levantado una cruel muralla de cristal entre ellos.

Desde su matrimonio, la existencia de su marido se había convertido en la suya propia, y cada respiración de Shinji parecía pertenecer a Reiko. En cambio, ahora, mientras que la existencia de su marido en el dolor era una realidad viviente, Reiko no podía encontrar en su pena ninguna prueba concluyente de su propia existencia.

Usando solamente la mano derecha, el teniente comenzó a cortarse el vientre de un lado a otro. Pero a medida que la hoja se enredaba en las entrañas, era rechazada hacia fuera por la blanda resistencia que encontraba allí. El teniente comprendió que sería menester usar ambas manos para mantener la punta profundamente hundida en su cuerpo. Tiró hacia un costado, pero el corte no se produjo con la facilidad que había esperado. Concentró toda la energía de su cuerpo en la mano derecha y tiró nuevamente. El corte se agrandó ocho o diez centímetros.

El dolor se extendió como una campana que sonara en forma salvaje. O como mil campanas tocando al unísono con cada respiración y con cada latido, estremeciendo todo su ser. El teniente no podía contener los gemidos. Pero la hoja ya se había abierto camino hasta debajo del ombligo. Al advertirlo, Shinji sintió un renovado coraje.

El volumen de la sangre no había dejado de aumentar y ahora manaba por la herida como originado por el latir del pulso. La estera estaba empapada de sangre que seguía renovándose con aquella que chorreaba de los pliegues del pantalón kaki del teniente. Una salpicadura, semejante a un pájaro, voló hacia Reiko y manchó la falda de su kimono de seda blanca. Cuando el teniente pudo, por fin, desplazar la espada hacia el costado derecho, ésta ya cortaba superficialmente y era posible contemplar su punta desnuda resbalándose de sangre y grasa. Atacado súbitamente por terribles vómitos, el teniente gritó roncamente. Los vómitos volvieron aun más horrendo el dolor, y el estómago, que hasta aquel momento se había mantenido firme y compacto, explotó de repente, dejando que las entrañas reventaran por la herida abierta. Ignorantes del sufrimiento de su dueño, las entrañas de Shinji causaban una impresión de salud y desagradable vitalidad que las hacía escurrirse blandamente y desparramándose sobre la estera. La cabeza del hombre se abatió, sus hombros se estremecieron y un fino hilo de saliva goteó de su boca. Las insignias doradas brillaban a la luz.

Todo estaba lleno de sangre. El teniente estaba empapado de ella hasta las rodillas, y ahora se sentaba en una posición encogida y desamparada con una mano en el piso. Un olor acre inundaba la habitación. La cabeza del hombre colgaba en el vacío y su cuerpo se sacudía en interminables arcadas. La hoja de la espada, expulsada de sus entrañas, estaba totalmente expuesta y aun sostenida por la mano derecha del teniente.

Sería difícil imaginar una visión más heroica que la del teniente reuniendo sus fuerzas y echando la cabeza hacia atrás. La violencia del movimiento hizo que la cabeza del teniente chocara contra uno de los pilares de la alcoba.

Hasta aquel momento, Reiko había permanecido sentada con la mirada baja, como encandilada por el flujo de la sangre que avanzaba hacia sus rodillas, pero el golpe la sorprendió y tuvo que alzar la vista.

El rostro del teniente no era el del hombre con vida. Los ojos estaban vacíos, la piel lívida, las mejillas y los labios tenían el color de la tierra seca. Sólo la mano derecha se movía aun sosteniendo laboriosamente la espada. Se agitó convulsamente en el aire, como la mano de un títere, y luchó por dirigir la punta de la espada hasta la base del cuello.

Reiko contempló cómo su marido intentaba este último, conmovedor y fútil esfuerzo. Brillando de sangre y grasa, la punta se descargaba una y otra vez sobre la garganta. Siempre fallaba. No le quedaban fuerzas para guiarla y sólo chocaba contra las insignias del cuello del uniforme que se había cerrado nuevamente y protegía la garganta.

Reiko no soportó aquella visión por más tiempo. Intentó ir en ayuda de Shinji, pero le resultaba imposible ponerse en pie. Se arrastró de rodillas y su falda se tiñó de un rojo intenso. Se colocó detrás de su marido y lo ayudó abriendo solamente el cuello del uniforme. La hoja vacilante tomó finalmente contacto con la piel desnuda de la garganta. Reiko tuvo la sensación de haber empujado a su marido hacia adelante.

No fue así. El teniente había dado una última demostración de fortaleza. Echó su cuerpo violentamente contra la hoja y el filo perforó su cuello, apareciendo luego por la nuca. El teniente permaneció inmóvil mientras un tremendo chorro de sangre lo inundaba todo.


V

Reiko descendió lentamente la escalera. Sus medias estaban resbalosas de sangre. En la habitación superior reinaba ahora la más absoluta calma.

Encendió las luces de la planta baja, verificó los quemadores y la llave principal del gas. Echó agua sobre el carbón humeante y semiapagado del brasero. Se detuvo frente al espejo de la habitación de cuatro tatami, y medio alzó su falda. Las manchas de sangre parecían un alegre dibujo estampado en la parte inferior de su kimono blanco. Al instalarse frente al espejo, sintió la fría humedad de la sangre de su marido en los muslos y tuvo un estremecimiento. Se entretuvo largamente en el baño. Aplicó una generosa capa de rouge sobre sus mejillas y también abundante pintura en los labios. Este maquillaje ya no estaba destinado a agradar a su marido. Se maquillaba para el mundo que estaba a punto de abandonar. Había algo espectacular y magnífico en los toques de su pincel. Al levantarse, advirtió que la sangre había mojado la estera dispuesta frente al espejo. Reiko no lo tuvo ya en cuenta.

La joven se detuvo al pisar el corredor de cemento que llevaba a la galería. Su marido había cerrado el pestillo de la puerta la noche anterior en un acto de preparación a la muerte, y durante un instante se sumió en la consideración de un simple problema, ¿dejaría el cerrojo echado? De hacerlo así, podrían transcurrir varios días antes de que los vecinos advirtieran el suicidio. A Reiko no le agradó la idea de dos cadáveres descomponiéndose antes de ser descubiertos. Después de todo, sería mejor dejar la puerta abierta…

Abrió el cerrojo y dejó la puerta de vidrios escarchados ligeramente entreabierta. El viento helado se coló de inmediato en la habitación. Nadie pasaba por la calle, era medianoche y las estrellas resplandecían tan frías como el hielo.

Reiko dejó la puerta entornada y subió las escaleras. Durante varios minutos caminó de un lado a otro. La sangre ya se había secado en sus medias .De pronto, un olor peculiar llegó hasta ella.

El teniente yacía, boca abajo, en un mar de sangre. La punta de la espada, que sobresalía de su nuca, parecía haberse hecho más prominente aun. Reiko anduvo negligentemente entre la sangre y se sentó al lado del cadáver de su marido. Lo observó atentamente. Tenía la mejilla apoyada en la alfombra, los ojos estaban muy abiertos, como si algo hubiera despertado su atención. Ella alzó la cabeza, la apoyó sobre su manga y, limpiándose la sangre de los labios, lo besó por ultima vez.

Luego tomó del armario una bata blanca y un cordón. Para evitar que su falda se desordenara, envolvió la manta alrededor de su cintura y la sujetó firmemente con el cordón.

Reiko se sentó muy cerca de Shinji. Extrajo la daga de su faja, examinó el brillo opaco de la hoja y la acercó a su lengua. El gusto del acero bruñido era ligeramente dulce.

Reiko no perdió tiempo. Pensó que el dolor que la había separado de su marido moribundo iba a formar ahora parte de su propia experiencia. Sólo vislumbró ante sí el gozo de penetrar en un reino que el amado Shinji ya había hecho suyo.

Había percibido algo inexplicable en la fisonomía agonizante de su marido. Algo nuevo. Le sería dado, pues, resolver el enigma.

Reiko sintió que, por fin, también podría participar de la verdadera y amarga dulzura del gran principio moral en que había creído el teniente.

Empujó entonces la punta de la daga contra la base de su garganta. La empujó fuertemente. La herida resultó poco profunda. Le ardía la cabeza y sus manos temblaban de forma incontrolable. Forzó la hoja hacia un costado y una sustancia caliente le anudó la boca. Todo se tiñó de rojo frente a sus ojos como el fluir de un río de sangre. Reunió todas sus fuerzas y hundió aun más profundamente la daga en su garganta.

Un día perfecto para el pez plátano J. D. Salinger

 En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.

No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o quinta llamada— levantó el auricular del teléfono.

—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.

—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.

—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.

A través del auricular llegó una voz de mujer:

—¿Muriel? ¿Eres tú?

La chica alejó un poco el auricular del oído.

—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.

—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?

—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han…

—¿Estás bien, Muriel?

La chica separó un poco más el auricular de su oreja.

—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…

—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…

—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…

—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.

—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.

—¿Cuándo llegaron?

—No sé… el miércoles, de madrugada.

—¿Quién condujo?

—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.

—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…

—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, esa es la verdad.

—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?

—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el carro?

—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, solo para…

—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para…

—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el auto y demás…

—Muy bien—dijo la chica.

—¿Sigue llamándote con ese horroroso…?

—No. Ahora tiene uno nuevo.

—¿Cuál?

—Mamá… ¿qué importancia tiene?

—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre…

—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita.

—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo…

—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza…

—Lo tienes tú.

—¿Estás segura?—dijo la chica.

—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la… ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?

—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el carro. Me preguntó si lo había leído.

—¡Pero está en alemán!

—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia —dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma… nada menos…

—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste… Ya decía tu padre anoche…

—Un segundo, mamá —dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá? —dijo, echando una bocanada de humo.

—Muriel, mira, escúchame.

—Te estoy escuchando.

—Tu padre habló con el doctor Sivetski.

—¿Sí? —dijo la chica.

—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas… ¡Todo!

—¿Y…? —dijo la chica.

—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.

—Aquí, en el hotel, hay un siquiatra —dijo la chica.

—¿Quién? ¿Cómo se llama?

—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un siquiatra muy bueno.

—Nunca lo he oído nombrar.

—De todos modos, dicen que es muy bueno.

—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que… anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa…

—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma.

—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la…

—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí —dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.

—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está…

—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.

—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?

—Me he quemado toda, mamá, toda.

—¡Qué horror!

—No me voy a morir.

—Dime, ¿has hablado con ese siquiatra?

—Bueno… sí… más o menos… —dijo la chica.

—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?

—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.

—Bueno, ¿qué dijo?

—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar! Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije…

—¿Por que te hizo esa pregunta?

—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé —dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo…

—¿El verde?

—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas…! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison… la mercería…

—Pero ¿qué dijo él? El médico.

—Ah, sí… Bueno… en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.

—Sí, pero… ¿le… le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?

—No, mamá. No entré en detalles —dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.

—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse… ya sabes, raro, o algo así? ¿De que pudiera hacerte algo?

—En realidad, no —dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno… todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.

—En fin. ¿Y tu abrigo azul?

—Bien. Le subí un poco las hombreras.

—¿Cómo es la ropa este año?

—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.

—¿Y tu habitación?

—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra —dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.

—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?

—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.

—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más… ¿En serio, va todo bien?

—Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez.

—¿Y no quieres volver a casa?

—No, mamá.

—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos…

—No, gracias —dijo la chica, y descruzó las piernas—. Mamá, esta llamada va a costar una for…

—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra… quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que…

—Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.

—¿Dónde está?

—En la playa.

—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?

—Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.

—No he dicho nada de eso, Muriel.

—Bueno, esa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la bata.

—¿Que no se quita la bata? ¿Por qué no?

—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.

—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?

—Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.

—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?

—No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.

—Muriel, hazme caso.

—Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.

—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro… ya me entiendes. ¿Me oyes?

—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.

—Muriel, quiero que me lo prometas.

—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—. Besos a papá —y colgó.

*

—Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?

—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estate quieta, por favor.

La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.

—No era más que un simple pañuelo de seda… una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo —dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.

—Por lo que dice, debía de ser precioso —asintió la señora Carpenter.

—Estate quieta, Sybil, cariño…

—¿Viste más vidrio? —dijo Sybil.

La señora Carpenter suspiró.

—Muy bien —dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.

Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.

Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.

—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.

El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas de la bata. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.

—¡Ah!, hola, Sybil.

—¿Vas a ir al agua?

—Te esperaba —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?

—¿Qué? —dijo Sybil.

—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?

—Mi papá llega mañana en un avión —dijo Sybil, tirándole arena con el pie.

—No me tires arena a la cara, niña —dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.

—¿Dónde está la señora? —dijo Sybil.

—¿La señora? —el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.

Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.

—Pregúntame algo más, Sybil —dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.

Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.

—Es amarillo —dijo—. Es amarillo.

—¿En serio? Acércate un poco más.

Sybil dio un paso adelante.

—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.

—¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil.

—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.

Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.

—Necesita aire —dijo.

—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil —dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti —estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?

—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano —dijo Sybil.

—¿Sharon Lipschutz dijo eso?

Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.

—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?

—Sí que podías.

—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?

—¿Qué?

—Me imaginé que eras tú.

Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.

—Vayamos al agua —dijo.

—Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.

—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.

—¿Que eche a quién?

—A Sharon Lipschutz.

—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos —de repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.

—¿Un qué?

—Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su bata.

Se la quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó la bata, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la bata plegada. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.

Los dos echaron a andar hacia el mar.

—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano —dijo el joven.

Sybil negó con la cabeza.

—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?

—No sé —dijo Sybil.

—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y solo tiene tres años y medio.

Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.

—Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.

—Whirly Wood, Connecticut —dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?

Sybil lo miró:

—Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.

Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.

—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.

Sybil soltó el pie:

—¿Has leído El negrito Sambo? —dijo.

—Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche —se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?

—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?

—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.

—No eran más que seis —dijo Sybil.

—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?

—¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil.

—¿Si me gusta qué?

—La cera.

—Mucho. ¿A ti no?

Sybil asintió con la cabeza:

—¿Te gustan las aceitunas? —preguntó.

—¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.

—¿Te gusta Sharon Lipschutz? —preguntó Sybil.

—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.

Sybil no dijo nada.

—Me gusta masticar velas —dijo ella por último.

—Ah, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está! —dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.

Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.

—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso? —preguntó él.

—No me sueltes —dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?

—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo —dijo el joven—. Ocúpate solo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.

—No veo ninguno —dijo Sybil.

—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.

Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho.

—Llevan una vida triste —dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?

Ella negó con la cabeza.

—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos —empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.

—No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos?

—¿Qué pasa con quiénes?

—Con los peces plátano.

—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?

—Sí —dijo Sybil.

—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.

—¿Por qué? —preguntó Sybil.

—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.

—Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa.

—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos.

Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.

Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:

—Acabo de ver uno.

—¿Un qué, amor mío?

—Un pez plátano.

—¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?

—Sí —dijo Sybil—. Seis.

De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.

—¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose.

—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?

—¡No!

—Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.

—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.

El joven se puso la bata, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.

En el primer nivel de la planta baja del hotel —que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.

—Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.

—¿Cómo dice? —dijo la mujer.

—Dije que veo que me está mirando los pies.

—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.

—Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.

—Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.

Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.

—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso, por favor.

Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su bata.

Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.

Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7.65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

Zanahoria rallada, de Miyó Vestrini

 El primer suicidio es único.

Siempre te preguntas si fue un accidente

o un firme propósito de morir.

Te pasan un tubo por la nariz,

con fuerza,

para que duela

y aprendas a no perturbar al prójimo.

Cuando comienzas a explicar que

la-muerte-en realidad-te-parecía-la-única-salida

o que lo haces

para-joder-a-tu-marido-y-a-tu-familia,

ya te han dado la espalda

y están mirando el tubo transparente

por el que desfila tu última cena.

Apuestan si son fideos o arroz chino.

El médico de guardia se muestra intransigente:

es zanahoria rallada.

Asco, dice la enfermera bembona.

Me despacharon furiosos,

porque ninguno ganó la apuesta.

El suero bajó aprisa

y en diez minutos,

ya estaba de vuelta a casa.

No hubo espacio donde llorar,

ni tiempo para sentir frío y temor.

La gente no se ocupa de la muerte por exceso de amor.

Cosas de niños,

dicen,

como si los niños se suicidaran a diario.

Busqué a Hammett en la página precisa:

nunca diré una palabra sobre tu vida

en ningún libro,

si puedo evitarlo.


Historia completamente absurda Giovanni Papini

 Hace ya cuatro días, mientras me hallaba escribiendo con una ligera irritación algunas de las páginas más falsas de mis memorias, oí golpear levemente a la puerta pero no me levanté ni respondí. Los golpes eran demasiado débiles y no me gusta tratar con tímidos.

Al día siguiente, a la misma hora, oí llamar nuevamente; esta vez los golpes eran más fuertes y resueltos. Pero tampoco quise abrir ese día porque no estimo absolutamente a quienes se corrigen demasiado pronto.

El día posterior, siempre a la misma hora, los golpes fueron repetidos en tono violento y antes de que pudiese levantarme vi abrirse la puerta y adelantarse la mediocre figura de un hombre bastante joven, con el rostro algo encendido y la cabeza cubierta de cabellos rojos y crespos que se inclinaba torpemente sin decir palabra. No bien encontró una silla se arrojó encima y como yo permanecía de pie me indicó el sillón para que me sentara. Después de obedecerlo, creí tener el derecho de preguntarle quién era y le rogué, con tono nada cortés, que me indicara su nombre y la razón que lo había forzado a invadir mi cuarto. Pero el hombre no se alteró y de inmediato me hizo comprender que deseaba seguir siendo por el momento lo que hasta entonces era para mi: un desconocido.

-El motivo que me trae ante usted -prosiguió sonriendo- se halla dentro de mi cartera y se lo haré conocer enseguida.

En efecto, advertí que llevaba en la mano un maletín de cuero amarillo sucio con guarniciones de latón gastado que abrió al momento extrayendo de él un libro.

-Este libro -dijo poniéndome ante la vista el grueso volumen forrado de papel náutico con grandes flores de rojo herrumbe- contiene una historia imaginaria que he creado, inventado, redactado y copiado. No he escrito más que esto en toda mi vida y me atrevo a creer que no le desagradará. Hasta ahora no le conocía más que su nombradía y sólo hace unos pocos días una mujer que lo ama me dijo que es usted uno de los pocos hombres que no se aterra de sí mismo y el único que ha tenido el valor de aconsejar la muerte a muchos de sus semejantes. A causa de esto he pensado leerle mi historia, que narra la vida de un hombre fantástico al que le ocurren las más singulares e insólitas aventuras. Cuando usted la haya escuchado me dirá qué debo hacer. Si mi historia le agrada, me prometerá hacerme célebre en el plazo de un año; si no le gusta me mataré dentro de veinticuatro horas. Dígame si acepta estas condiciones y comenzaré.

Comprendí que no podía hacer otra cosa que proseguir en esa actitud pasiva que había mantenido hasta entonces y le indiqué, con un gesto que no logró ser amable, que lo escucharía y haría todo lo que deseaba.

“¿Quien podrá ser -pensaba entre mí- la mujer que me ama y le habló de mí a este hombre? Jamás he sabido que me amara una mujer y si ello hubiera ocurrido no lo habría tolerado porque no hay situación más incómoda y ridícula que la de los ídolos de un animal cualquiera…” Pero el desconocido me arrancó de estos pensamientos con un zapateo poco elocuente pero claro. El libro estaba abierto y mi atención era considerada necesaria.

El hombre comenzó la lectura. Las primeras palabras se me escaparon; puse mayor atención en las siguientes. De pronto agucé el oído y sentí un breve estremecimiento en la espalda. Diez o veinte segundos más tarde mi rostro enrojeció; mis piernas se movieron nerviosamente; al cabo de otros diez segundos me incorporé. El desconocido suspendió la lectura y me miró, interrogándome humildemente con la mirada. Yo también lo miré del mismo modo e incluso como suplicando, pero estaba demasiado aturdido para echarlo y le dije simplemente, como cualquier idiota sociable:

-Continúe, se lo ruego.

La extraordinaria lectura continuó. No podía estarme quieto en el sillón y los escalofríos recorrían no sólo mi espalda, sinó también la cabeza y el cuerpo entero. Si hubiese visto mi cara en un espejo tal vez me hubiera reído y todo habría pasado, ya que probablemente reflejaba un abyecto estupor y un furor indeciso. Traté por un momento de no seguir oyendo las palabras del calmo lector pero no logré sino confundirme más y escuché íntegra, palabra por palabra, pausa tras pausa, la historia que el hombre leía con su cabeza roja inclinada sobre el bien encuadernado volumen. ¿Que podía o debía hacer en tan especialísima circunstancia? ¿Aferrar al maldito lector, morderlo y lanzarlo fuera del cuarto como a un fantasma inoportuno?

¿Pero por qué debía hacer eso? Sin embargo, aquella lectura me producía un fastidio inexpresable, una impresión penosísima de sueño absurdo y desagradable sin esperanza de poder despertar. Creí por un momento que caería en un furor convulsivo y vi en mi imaginación a un enfermero uniformado de blanco que me ponía la camisa de fuerza con infinitas y desmañadas precauciones.

Pero finalmente terminó la lectura. No recuerdo cuántas horas duró, pero aún en medio de mi confusión noté que el lector tenía la voz ronca y la frente húmeda de sudor. Una vez cerrado el libro y guardado en su maletín, el desconocido me miró con ansiedad aunque su mirada no tenía ya la avidez del comienzo. Mi abatimiento era tan grande que él mismo lo advirtió y su admiración aumentó enormemente al ver que me restregaba un ojo y no sabía qué contestarle. Me parecía en ese momento que nunca más podría volver a hablar y hasta las cosas más simples que me rodeaban se presentaron a mis ojos tan extrañas y hostiles que casi tuve una sensación de repugnancia. Todo esto parece demasiado vil y vergonzoso; pienso lo mismo y no tengo indulgencia alguna para mi turbación. Pero el motivo de mi desequilibrio era de mucho peso: la historia que aquel hombre había leído era la narración detallada y completa de toda mi vida íntima interior y exterior. Durante aquel lapso yo había escuchado la relación minuciosa, fiel, inexorable de todo lo que había sentido, soñado y hecho desde que vine al mundo. Si un ser divino, lector de corazones y testigo invisible, hubiese estado a mi lado desde mi nacimiento y hubiera escrito lo que observó de mis pensamientos y de mis acciones, habría redactado una historia perfectamente igual a la que el ignoto lector declaraba imaginaria e inventada por él. Las cosas más pequeñas y secretas eran recordadas y ni siquiera un sueño o un amor o una vileza oculta o un cálculo innoble escaparon al escritor. El terrible libro contenía hasta sucesos o matices de pensamiento que ya había olvidado y que recordaba solamente al escucharlas.

Mi confusión y mi temor provenían de esta exactitud impecable y de esta inquietante escrupulosidad. Jamás había visto a ese hombre; ese hombre afirmaba no haberme visto nunca. Yo vivía muy solitario, en una ciudad a la que nadie viene si no es forzado por el destino o la necesidad, y a ningún amigo, si aun podía decir que los tenía, le había confiado nunca mis aventuras de cazador furtivo, mis viajes de salteador de almas, mis ambiciones de buscador de lo inverosímil. No había escrito nunca, ni para mí ni para los demás, una relación completa y sincera de mi vida y justamente en aquellos días estaba fabricando fingidas memorias para ocultarme a los hombres incluso después de la muerte.

¿Quien, pues, podía haberle dicho a ese visitante todo lo que narraba sin pudor y sin piedad en su odioso libro forrado de papel antiguo color herrumbre? ¡Y él afirmaba que había inventado esa historia y me presentaba, a mí, mi vida, mi vida entera, como una historia imaginaria!

Me hallaba terriblemente turbado y conmovido, pero de una cosa estaba bien seguro: ese libro no debía ser divulgado entre los hombres. Aun cuando debiera morir ese increíble infeliz autor y lector, yo no podía permitir que mi vida fuese difundida y conocida en el mundo, entre todos mis impersonales enemigos. Esta decisión, que sentí firme y sólida en mi fuero íntimo, comenzó a reanimarme levemente. El hombre continuaba mirándome con aire consternado y casi suplicante. Habían transcurrido sólo dos minutos desde que terminó su lectura y no parecía haber comprendido el motivo de mi turbación. Finalmente, pude hablar.

-Discúlpeme, señor -le pregunté-. ¿Usted asegura que esta historia ha sido verdaderamente inventada por usted?

-Precisamente -respondió el enigmático lector ya un poco tranquilizado-, la he pensado e imaginado yo durante muchos años y cada tanto hice retoques y cambios en la vida de mi héroe. Sin embargo, todo ello pertenece a mi inventiva.

Sus palabras me incomodaban cada vez más, pero logré formular todavía otra pregunta:

-Dígame, por favor: ¿está usted verdaderamente seguro de no haberme conocido antes de ahora? ¿De no haber escuchado nunca narrar mi vida a alguien que me conozca?

El desconocido no pudo contener una sonrisa asombrada al oír mis palabras.

-Le he dicho ya -contestó- que hasta hace poco tiempo no conocía más que su nombre y que solamente hace unos días supe que usted acostumbraba aconsejar la muerte. Pero nada más conozco sobre usted.

Su condena estaba ya decidida y era necesario que no demorase en ser ejecutada.

-¿Está siempre dispuesto -le pregunté con solemnidad- a mantener las condiciones establecidas por usted mismo antes de comenzar la lectura?

-Sin ninguna duda -respondió con un ligero temblor en la voz-. No tengo otras puertas a las que llamar y esta obra es mi vida entera. Siento que no podría hacer ninguna otra cosa.

-Debo entonces decirle -agregué con la misma solemnidad, pero atemperada por cierta melancolía- que su historia es estúpida, aburrida, incoherente y abominable. Su héroe, como usted lo llama, no es sino un malandrín aburrido que disgustará a cualquier lector refinado. No quiero ser demasiado cruel agregándole todavía más detalles.

Comprobé que el hombre no aguardaba estas palabras y me di cuenta de que sus párpados se cerraron instantáneamente. Pero al mismo tiempo reconocí que su poder sobre mí mismo era igual a su honestidad. De inmediato reabrió los ojos y me miró sin temor y sin odio.

-¿Quiere acompañarme afuera? -me preguntó con voz demasiado dulce para ser natural.

-Cómo no -respondí, y luego de ponerme el sombrero salimos de la casa sin hablar.

El desconocido llevaba siempre en la mano su maletín de cuero amarillo y yo lo seguí delirante hasta la orilla del río que corría caudaloso y resonante entre las negras murallas de piedra. Una vez que echó una mirada a su alrededor y comprobó que no se hallaba nadie que tuviese aspecto de salvador se volvió hacia mí diciendo:

-Perdóneme si mi lectura lo hartó. Creo que nunca más me tocará aburrir a un ser viviente. Olvídese de mí no bien le sea posible.

Y estas fueron justamente sus últimas palabras, porque saltando ágilmente el parapeto y con rápido empuje se arrojó al río con su maletín. Me asomé para verlo una vez más pero el agua yo lo había recibido y cubierto. Una niña tímida y rubia se había percatado del rápido suicidio pero no pareció asombrarla demasiado y continuó su camino comiendo avellanas. Volví a casa después de realizar algunas tentativas inútiles. Apenas entré en mi cuarto me extendí sobre la cama y me adormecí sin demasiado esfuerzo, como abatido y quebrantado por lo inexplicable.

Esta mañana me desperté muy tarde y con una extraña impresión. Me parece estar ya muerto y esperar solamente que vengan a sepultarme. He tomado inmediatamente previsiones para mi funeral y fui personalmente a la empresa de pompas fúnebres con el fin de que nada sea descuidado. A cada momento espero que traigan el ataúd. Siento ya pertenecer a otro mundo y todas las cosas que me circundan tienen un indecible aire de cosas pasadas, concluidas, sin ningún interés para mí.

Un amigo me ha traído flores y le dije que podía esperar para ponerlas sobre mi tumba. Me pareció que sonreía, pero los hombres sonríen siempre cuando no comprenden nada.

La habitación diecinueve Doris Lessing

       Supongo que esta es una historia acerca de un fracaso de la inteligencia: el matrimonio de los Rawlings se fundaba en la inteligencia.

       Se casaron a una edad más avanzada que la mayoría de sus amigos, ya bien entrados en una veintena experimentada. Ambos habían vivido algunos romances, más dulces que amargos; y cuando se enamoraron —porque se enamoraron de verdad— ya se conocían desde hacía algún tiempo. Solían bromear que se habían reservado “para el verdadero amor”. Para ellos, que hubieran esperado tanto tiempo (aunque no demasiado) este amor verdadero era una prueba de su razonable discernimiento. Muchos de sus amigos se habían casado jóvenes, y ahora (les daba la sensación) probablemente lamentaban las oportunidades perdidas; mientras que otros, aún solteros, les parecían áridos, vacilantes, y proclives a contraer matrimonio por desesperación o romanticismo.

       No solamente ellos pensaban que hacían una buena pareja, sino que los demás también lo creían así; el deleite de sus amigos era una prueba más de su felicidad. Habían interpretado los mismos papeles, masculino y femenino, en este grupo o pandilla, si es que puede llamarse pandilla a una constelación de gente tan vasta, inconexa y cambiante. Los dos se habían convertido, en virtud de su moderación, su sentido del humor y su abstinencia en el terreno de las experiencias dolorosas, en personas a las que recurrían en busca de consejo. Podían ser, y eran, gente de confianza. Se trataba de uno de esos casos en que un hombre y una mujer están juntos sin que nadie hubiera pensado jamás en que lo estarían, probablemente debido a sus semejanzas. Pero luego todo el mundo exclamó: ¡Por supuesto! ¡Qué acertado! ¡Cómo es posible que no se nos hubiera ocurrido!

       Y así fue como se casaron en medio de un ambiente de regocijo general; y su capacidad de previsión y su sentido de la probabilidad hacía que nada les tomara por sorpresa.

       Ambos tenían un empleo bien remunerado. Matthew era redactor de un importante periódico londinense y Susan trabajaba en una agencia de publicidad. Él no estaba hecho de la misma pasta que los directores o los periodistas de renombre, pero era mucho más que un “redactor”; en realidad era una de esas personas imprescindibles que están en la sombra, que dan estabilidad, inspiran y hacen posible que los otros se luzcan. Estaba satisfecho con ese puesto. Susan tenía mucho talento para el dibujo publicitario. Se divertía con los anuncios que hacía, pero no les daba la menor importancia.

       Antes de casarse, ambos vivían en cómodos pisos, pero consideraron imprudente asentar su matrimonio en cualquiera de estos, ya que se vería como un acto de sumisión por parte del que dejara de vivir en el suyo. Se trasladaron a un piso nuevo en South Kensington, con la idea de que, una vez consolidado el matrimonio (proceso que, sabían, no llevaría muchos años, y que en realidad era una graciosa concesión a la sabiduría popular más que una reflexión propia), comprarían una casa y formarían una familia.

       Y eso es lo que ocurrió. Vivieron en su encantador piso durante dos años, organizando fiestas, yendo a otras, comportándose como una popular pareja de recién casados, y luego Susan se quedó embarazada, dejó su empleo, y compraron una casa en Richmond. Como era de esperar de esta pareja, primero tuvieron un niño, luego una niña, luego mellizos, un niño y una niña. Todo correcto, apropiado, y lo que cualquiera desearía, si pudiera elegir. Pero la gente en realidad tenía la sensación de que ellos dos lo habían elegido; esta familia razonable y equilibrada era lo que era debido a su infalible sentido para tomar la decisión acertada.

       Y así vivían con sus cuatro hijos en su casa con jardín en Richmond y eran felices. Tenían todo lo que habían deseado y planeado tener.

       Y sin embargo…

       Bueno, incluso esto era de esperar, que llegase cierta mo notonía…

       Sí, sí, por supuesto, era normal que de vez en cuando se sintieran así. ¿Cómo?

       Su vida era como un pez que se muerde la cola. El empleo de Matthew estaba dedicado a Susan, los niños, la casa y el jardín; semejante caravasar necesitaba un buen sueldo para mantenerse. Y la inteligencia práctica de Susan estaba dedicada a Matthew, los niños, la casa y el jardín; sin ella, semejante estructura se habría desmoronado en una semana.

       Pero no había nada respecto de lo cual ninguno de los dos pudiese decir: “Este es el motivo por el que hago todo lo demás”. ¿Los niños? Pero los niños no pueden ser el centro de la vida ni una razón de ser. Pueden ser miles de cosas encantadoras, interesantes, satisfactorias, pero no pueden ser la fuente de la que vivir. O no deberían serlo. Susan y Matthew lo sabían muy bien.

       ¿El empleo de Matthew? Ridículo. Era un trabajo interesante, pero estaba lejos de ser una razón para vivir. Matthew se sentía orgulloso de hacer bien su trabajo; pero en modo alguno podría esperarse que se sintiera orgulloso del periódico; el periódico que él leía, su periódico, no era el periódico para el que trabajaba.

       ¿El amor que compartían? Bueno, esto era lo que más se aproximaba. Si esta no era la cuestión, entonces, ¿qué? Sí, este era el punto, su amor, era el eje que hacía girar esa extraordinaria estructura. Porque era realmente extraordinaria. Había momentos en que tanto Susan como Matthew así lo creían, momentos en que contemplaban, con callado escepticismo, todo aquello que habían creado: un matrimonio, cuatro niños, una casa grande con jardín, servicio, amigos, coches… Y esto, esta entidad, había llegado a existir, había surgido de la nada, porque Susan amaba a Matthew y Matthew amaba a Susan. Extraordinario. Así que ese era el punto esencial, la fuente de donde todo surgía.

       Y si uno sentía que aquello simplemente no era lo bastante fuerte, lo bastante importante para sostenerlo todo, pues bien, ¿de quién era la culpa? Sin duda, no era culpa de Susan ni de Matthew. Estaba en la naturaleza de las cosas. Y como eran razonables, no se culpaban a sí mismos ni tampoco el uno al otro.

       Por el contrario, utilizaban su inteligencia para preservar aquello que habían creado en medio de un mundo doloroso y explosivo; miraban a su alrededor, y les servía de lección. A su alrededor los matrimonios fracasaban, o se separaban, o discutían a menudo (que era incluso peor, pensaban). Ellos no debían cometer los mismos errores, no debían hacerlo.

       Habían evitado la trampa en que muchos de sus amigos habían caído, como comprar una casa en el campo por el bien de los niños; el marido se convertía de este modo en un marido de fin de semana, un padre de fin de semana, y la esposa siempre evitaba preguntar qué sucedía en el piso que tenían en la ciudad, al que llamaban (en broma) el piso de soltero. No, Matthew era un marido a tiempo completo, un padre a tiempo completo, y por las noches, en la gran cama de matrimonio en la gran habitación matrimonial (con bonitas vistas al río), se acostaban uno junto al otro y conversaban, y él le contaba cómo le había ido el día, lo que había hecho y con quién se había encontrado; y ella le contaba cómo le había ido el día (no tan interesante, pero eso no era culpa suya), ya que ambos sabían del oculto resentimiento y las privaciones de una mujer que ha vivido su propia vida —y, sobre todo, ha ganado su propio dinero— y luego depende de su marido en lo que se refiere al contacto con el mundo exterior y el dinero.

       Susan tampoco había cometido el error de aceptar un empleo por su propio bien e independencia, aunque bien podría haberlo hecho, puesto que la agencia para la que había trabajado solía invitarla a regresar, pues añoraban su sentido del humor, su equilibrio y su juicio. Los niños necesitaban a su madre hasta una determinada edad, ambos padres lo sabían y coincidían en ello; y cuando estos cuatro niños sanos y bien criados tuvieran la edad adecuada, Susan volvería a trabajar, porque sabía, al igual que su marido, lo que les sucedía a las mujeres de cincuenta que están en el apogeo de su energía y capacidad y tienen hijos mayores que ya no necesitan toda su dedicación.

       Así que aquí estaba esta pareja, poniendo a prueba su matrimonio, cuidándolo, tratándolo como un pequeña barca repleta de personas indefensas en medio de un mar embravecido. Bueno, por supuesto, era tal cual… Las tempestades del mundo eran crueles, pero no estaban demasiado cerca, lo cual no quiere decir que fueran egoístas; Susan y Matthew eran personas muy bien informadas y responsables. Y las tormentas y las arenas movedizas que se agitaban en su interior eran cuestiones conocidas, parte del plan. De modo que todo iba muy bien. Todo estaba en orden. Sí, las cosas estaban bajo control.

       Entonces, ¿qué importancia tenía si se sentían mustios, aburridos? Gente como ellos, nutrida a base de cientos de libros (de psicología, antropología, sociología) difícilmente podría no estar preparada para la añoranza controlada, mustia, que constituye la marca distintiva del matrimonio inteligente. Dos personas pertrechadas con educación, discernimiento, buen juicio unidas voluntariamente con la intención de ser felices y de ser útiles a los otros. Las hay por doquier, se las reconoce, incluso uno mismo siente eso, la tristeza de saber que tanto, después de todo, es tan poco. Estas dos personas, para las que no había sorpresas, se volcaron el uno en el otro aún con más cortesía y un amor más tierno; que dos personas, sin importar cuán cuidadosamente hubieran sido elegidas, no pudieran significarlo todo el uno para el otro era parte de la vida misma. En realidad, el solo hecho de mencionar algo así, de pensar de este modo, era trivial, y les avergonzaba hacerlo.

       Resultó también trivial que una noche Matthew regresara tarde y confesara que había ido a una fiesta, que había llevado a una mujer hasta su casa y que se había acostado con ella.

       Susan le perdonó, por supuesto. Aunque perdón no es precisamente la palabra. Comprensión, sí. Pero si uno comprende algo no lo perdona, se convierte en ese algo; el perdón es para lo que no se comprende. Tampoco es que él hubiera confesado: ¿qué clase de palabra es esa?

       El asunto carecía de importancia. Después de todo, años atrás habían bromeado al respecto: Por supuesto que no te seré fiel, nadie puede serle fiel al otro durante toda una vida. (Y allí estaba la palabra fidelidad: todas esas palabras estúpidas que pertenecían a un viejo e incivilizado mundo.) Pero el incidente los irritó bastante a ambos. Era extraño, pero se sentían malhumorados, molestos. Había algo allí que no podían asimilar.

       Mientras hacían el amor de manera espléndida después de que llegara a casa aquella noche, los dos tuvieron la sensación de que la idea de que Myra Jenkins, una bella mujer que había conocido en una fiesta, pudiera ser relevante era ridícula. Se habían amado el uno al otro durante más de una década, y se amarían el uno al otro durante muchos años más. ¿Quién era, entonces, Myra Jenkins?

       A excepción, pensó Susan, sin poder explicar su mal humor, de que se trataba (¿lo era?) de la primera. En diez años. Entonces, o bien los diez años de fidelidad no eran importantes, o ella no lo era. (No, no, hay algo que está mal en este modo de pensar, tiene que haberlo.) Pero entonces, si ella no es importante, probablemente tampoco fue importante cuando Matthew y yo nos acostamos por primera vez, aquella tarde cuyo encantador recuerdo aún hoy (como una extensa sombra al atardecer) extiende su largo dedo, a modo de varita mágica, sobre nosotros. (¿Por qué he dicho atardecer?) Bueno, si lo que sentimos aquella tarde no fue importante, nada es importante, porque de no haber sido por lo que sentimos, no seríamos el señor y la señora Rawlings, con cuatro niños, etcétera, etcétera. Todo esto es absurdo: es absurdo que haya venido a casa y me lo haya contado. Sería absurdo que no me lo hubiera contado. Es absurdo que me preocupe, o lo que es igual, que no me preocupe… y ¿quién es Myra Jenkins? Sin duda, nadie en absoluto.

       Solo cabía una posibilidad, y por supuesto, esta gente sensata optó por ella: olvidaron el asunto y, de manera muy consciente, sabiendo perfectamente lo que hacían, siguieron adelante, hacia otra etapa del matrimonio, no sin antes dar gracias por la buena suerte pasada.

       Y es que resultaba inevitable que ese hombre apuesto, rubio, atractivo y viril que era Matthew Rawlings en ocasiones se sintiera tentado (¡oh, qué palabra!) por las atractivas mujeres de las fiestas a las que ella no podía asistir por los cuatro niños; y resultaba inevitable que en ocasiones él sucumbiera (una palabra aún más repulsiva, si es que eso es posible) y que ella, una bella mujer en su amplio y cuidado jardín de Richmond, en ocasiones se sintiera amargada como si la desgarrara una flecha caída del cielo. Salvo que la amargura no era algo apropiado, era inadmisible. ¿Acaso las mujeres ocasionales afectaban al matrimonio? No lo hacían. Más bien eran ellas las que sentían su derrota ante la unión, en cuerpo y alma, entre el apuesto Matthew Rawlings y Susan.

       En ese caso, ¿por qué Susan sentía (aunque, afortunadamente, durante no más que unos segundos cada vez) como si la vida se hubiese convertido en un desierto, y que nada importaba, y que sus hijos no le pertenecían?

       Mientras tanto, su inteligencia continuaba sosteniendo que todo iba bien. ¿Qué problema había en que Matthew pasara ocasionalmente alguna dulce tarde de aventuras, algún amorío? Porque ella sabía muy bien, excepto en sus momentos áridos, que eran felices, que los amoríos no eran importantes.

       ¿Quizá ese era el problema? Estaba en la naturaleza de las cosas que los amoríos y el deleite ya no estuvieran a su alcance, debido a sus cuatro niños y la gran casa, que requerían tanta atención. Aunque quizá deseaba en secreto, e incluso a sabiendas de que lo deseaba, que él optara al desenfreno y la belleza. Pero Matthew estaba casado con ella. Ella estaba casada con él. Estaban casados de manera inextricable. Y en consecuencia, los dioses no podían obsequiarle con la verdadera magia, no. Bueno, ¿acaso era culpa de Susan que al regresar a casa, después de un amorío, Matthew se sintiera atormentado en lugar de satisfecho? (De hecho, fue así como Susan supo que le había sido infiel, debido a su malhumor, a la manera como la miraba, muy similar al modo como ella lo miraba a él: ¿qué es lo que comparto con esta persona que me prohíbe todo deleite?) Sin embargo, nada de todo eso era culpa de ninguno de los dos. (Pero entonces, ¿por qué creían que tenía que ser culpa de alguien?) Nadie tenía la culpa, nada de que culparse, nadie a quien culpar, nadie a quien ofrecer la culpa o que la asumiera… y nada iba mal tampoco, salvo que Matthew jamás se sintió verdaderamente rebosante de felicidad, como él deseaba sentirse; y que Susan sentía cada vez más a menudo la amenaza del vacío. (Esta sensación solía invadirla en el jardín: había empezado a evitar el jardín, a menos que los niños o Matthew estuvieran a su lado.) No había necesidad de utilizar aquellas palabras tan dramáticas, infidelidad, perdón, y todo el resto: la inteligencia se lo prohibía. La inteligencia impedía, también, las discusiones, el mal humor, la ira, los silencios ensimismados, las acusaciones y las lágrimas. Por encima de todo, prohíbe las lágrimas.

       Debe pagarse un precio muy alto por un matrimonio feliz con cuatro criaturas saludables en una gran casa blanca con jardín.

       Y lo estaban pagando, de buen grado, a sabiendas de que lo hacían. Cuando se tumbaban uno junto al otro, o pecho contra pecho en su amplio y civilizado dormitorio con vistas al sucio y salvaje río, se reían, a menudo, sin ninguna razón en particular; pero sabían que en realidad se debía a que estas dos pequeñas personas, Susan y Matthew, sostenían semejante estructura con su inteligente amor. La risa los reconfortaba; los salvaba a ambos, aunque no sabían de qué.

       Por aquel entonces habían llegado a la cuarentena. Los hijos mayores, el niño y la niña, tenían diez y ocho años, e iban a la escuela. Los mellizos, de seis años, se quedaban en casa. Susan no tenía niñeras o muchachas que la ayudaran: la infancia es un período corto, y no lamentaba la ardua tarea. Se aburría con frecuencia, dado que los niños pequeños pueden resultar aburridos; solía sentirse muy cansada; pero no se arrepentía de nada. En diez años más, volvería a ser una mujer con vida propia.

       En breve, los mellizos irían a la escuela, y estarían fuera de casa de nueve a cuatro. Aquellas horas, así lo veía Susan, serían la preparación para su propia y gradual emancipación que le permitiría abandonar el papel de eje familiar hasta convertirse en una mujer con vida autónoma. Ya estaba haciendo planes para sus horas libres, cuando los niños no estuvieran “a su cargo”. Aquella era la frase que solían utilizar Matthew y Susan y sus amigos para referirse al momento en que el hijo más pequeño empezaba a ir al colegio. “No estarán a tu cargo, querida Susan, y entonces tendrás tiempo para ti misma.” Eso decía Matthew, el marido inteligente, que había cuidado de Susan y la había consolado en tantas ocasiones, que la había apoyado de buen grado durante los años en que su alma no le pertenecía a ella, como solía decir, sino a sus hijos.

       El caso era que Susan se veía como aquella mujer de veintiocho, años, soltera; y luego nuevamente cerca de los cincuenta, renaciendo de las raíces de lo que había sido veinte años atrás. Como si la verdadera Susan estuviera latente, como si permaneciera congelada. Una noche Matthew le dijo a Susan algo parecido: y ella coincidió en que era cierto, sentía algo así. Entonces, ¿qué era esta Susan esencial? No lo sabía. Dicho de este modo sonaba ridículo, y en realidad no lo sentía. De todas maneras, hablaron largo y tendido acerca de todo este asunto antes de quedarse dormidos abrazados.

       Así que los mellizos empezaron a ir al colegio, dos espléndidas y afectuosas criaturas para las que no supuso ningún problema, ya que sus hermanos mayores habían transitado con éxito ese mismo camino antes que ellos. Y ahora Susan estaría sola en la gran casa, cada día del ciclo lectivo, salvo por la mujer que iba a hacer la limpieza.

       Fue entonces, por primera vez en este matrimonio, cuando sucedió algo que ninguno de los dos había previsto.

       He aquí lo que sucedió. Susan regresó a las nueve y media de llevar al colegio en coche a los mellizos, con la expectativa de disfrutar de siete felices horas de libertad. La primera mañana sintió una gran inquietud, estaba preocupada, “como es natural”, por los mellizos, dado que era su primer día fuera de casa, en el colegio. No logró tranquilizarse hasta que regresaron. Y regresaron felices, fascinados por el mundo escolar, ansiosos por volver al día siguiente. Y al día siguiente Susan los llevó, los dejó, regresó y no sintió ganas de entrar en su gran y bella casa porque era como si allí dentro hubiera algo aguardándola, algo a lo que no tenía intención de enfrentarse. Lógicamente, no obstante, aparcó el coche en el garaje, entró en la casa, habló con la señora Parkes, la señora de la limpieza, de sus tareas, y subió a su cuarto. Se sintió poseída por una fiebre que la empujó otra vez escaleras abajo, hacia la cocina, donde la señora Parkes estaba preparando un pastel y no la necesitaba, y luego se dirigió al jardín. Allí se sentó en un banco e intentó recobrar la calma, contemplando los árboles, echando un vistazo al río marrón. Pero estaba muy tensa, como en estado de pánico, como si un enemigo estuviera con ella en el jardín. Entonces se dijo a sí misma, seriamente: Todo esto es absolutamente normal. Primero dediqué doce años de mi vida adulta a trabajar, a vivir mi propia vida. Luego me casé, y desde que me quedé embarazada por primera vez renuncié a mí misma, por así decirlo, para dedicarme a otros. A los niños. No hubo un solo momento en doce años en que estuviera sola, en que tuviera tiempo para mí. Ahora tengo que aprender a ser yo misma otra vez. Eso es todo.

       Y regresó adentro para ayudar a la señora Parkes a cocinar y limpiar, y encontró unas prendas de los niños para coser. Se mantuvo ocupada todos los días. Cuando finalizó el primer semestre, comprendió que había en ella dos sentimientos encontrados. Primero, un secreto estupor y desaliento porque durante aquellas semanas en que la casa estaba sin niños, ella había estado más ocupada (había procurado mantenerse ocupada) de lo que jamás había estado cuando tenía a los niños a su alrededor exigiendo toda su atención. Segundo, que ahora que sabía que la casa estaría llena de niños, y durante cinco semanas, lamentaría no poder estar sola. Ya recordaba aquellas horas de costura, de cocina (pero sola), como una libertad perdida que no volvería a ser suya durante cinco largas semanas. Y los dos meses de escuela que seguirían a las cinco semanas abrirían sus tentadoras puertas hacia su… libertad. Pero ¿qué libertad, si en realidad había procurado no librarse de tareas cotidianas durante las últimas cinco semanas? Se vio a sí misma, Susan Rawlings, sentada en una gran silla junto a la ventana de su habitación, cosiendo camisas o vestidos que bien podría haber comprado. Se vio a sí misma horas y horas preparando pasteles en la enorme cocina familiar: sin embargo, solía comprar los pasteles. Lo que vio fue a una mujer sola, eso era cierto, pero no se había sentido sola. Por ejemplo, la señora Parkes siempre estaba en algún rincón de la casa. Y no le gustaba nada estar en el jardín, debido a la cercanía del enemigo: esa irritación, inquietud, vacío, lo que fuera, que por alguna razón resultaba menos peligroso cuando tenía las manos ocupadas.

       Susan no le contó a Matthew estos pensamientos. No eran razonables. No se reconocía en ellos. ¿Qué le diría a su querido amigo y marido Matthew? “Cuando voy al jardín, es decir, si los niños no están allí, siento como si hubiera un enemigo esperando a invadirme.” “¿Qué enemigo, Susan, cariño?” “Bueno, no lo sé, en realidad…” “Quizá deberías ir al médico.”

       No, estaba claro que tal conversación no debía tener lugar. Llegaron las vacaciones y Susan las recibió de buen grado. Cuatro niños, vivaces, saludables, inteligentes, exigentes, nunca, ni un solo momento del día, estuvo sola. Si estaba en una habitación, ellos se encontraban en la habitación contigua, o esperando a que hiciera algo para ellos; o era la hora del almuerzo o de la merienda, o había que llevar a alguno al dentista. Algo que hacer, cinco semanas así, gracias al cielo.

       Al cuarto día de estas tan bienvenidas vacaciones, se vio a sí misma enfurecida, gritando a los mellizos, dos hermosas y temblorosas criaturas que (y eso es lo que la frenó) permanecieron de pie, cogidas de la mano, mirándola con desalentada incredulidad, sin poder entender lo que sucedía. Su madre, esa tranquila mujer, estaba gritándoles. ¿Y por qué? Se habían acercado a ella con algún juego, alguna tontería. Se miraron, se acercaron el uno al otro en busca de apoyo y se alejaron, cogidos de la mano, dejando a Susan aferrada al marco de la ventana del salón, respirando hondo, mareada. Se fue a acostar y les dijo a los niños mayores que le dolía la cabeza. Oyó que Harry les explicaba a los más pequeños: “No pasa nada. A mamá le duele la cabeza”. Oyó aquel “no pasa nada” con gran pesar.

       Esa noche se lo contó a su marido.

       —Hoy he gritado a los mellizos, y ha sido muy injusto.

       Se la oía apesadumbrada, y él dijo con dulzura:

       —Bueno, ¿y qué?

       —No es simplemente cuestión de acostumbrarse, como yo pensaba, a que vayan al colegio.

       —Pero Susie, Susie, querida… —Estaba acurrucada en la cama, llorando. Él la tranquilizó—: Susan, ¿qué pasa? ¿Les has gritado? ¿Y qué? Aunque les gritaras cincuenta veces al día, no sería más que lo que esos diablillos se merecen.

       Pero ella era incapaz de reírse. Lloraba. Pronto logró tranquilizarla contra su cuerpo. Se calmó. Ya calmada, Susan se preguntó qué le estaba sucediendo, y por qué le preocupaba tanto haberse comportado injustamente, una única vez, con los niños. ¿Qué importancia tenía? Ellos lo habían olvidado hacía rato; a mamá le dolía la cabeza y no pasaba nada.

       Mucho tiempo después Susan comprendió que aquella noche, en que había llorado y Matthew había logrado borrarle toda la tristeza con su cuerpo grande y sólido, esa había sido la última vez, la última en su vida de casados, que habían estado —para utilizar su mismo idioma— el uno con el otro. E incluso eso era mentira, porque ella jamás le habló de sus verdaderos miedos.

       Transcurrieron las cinco semanas, y Susan volvió a sentir que tenía el control sobre sí misma, y era buena y amable, y aguardaba ansiosa el final de las vacaciones, con una mezcla de temor y anhelo. No sabía qué esperar. Llevó a los mellizos al colegio (los mayores ya iban solos) y regresó a casa decidida a enfrentarse al enemigo, dondequiera que se hallara, en la casa, o en el jardín, o… ¿dónde?

       Se sintió inquieta de nuevo, se sintió invadida por la inquietud. Cocinó y cosió y trabajó como antes, día tras día, al tiempo que la señora Parkes le ponía reparos: “Señora Rawlings, ¿qué necesidad hay? Puedo hacerlo yo, para eso me paga”.

       Y era tan irracional su actitud que se frenó. Aparcaba el coche en el garaje, subía a su habitación y se sentaba, con las manos en el regazo, haciendo un esfuerzo por estar tranquila. Escuchaba a la señora Parkes moverse de un lado a otro de la casa. Miraba hacia el jardín y observaba las ramas agitando los árboles. Se sentaba y así abatía al enemigo, su inquietud. Vacío. Debería estar pensando en su vida, en sí misma. Pero no. O tal vez no podía. En cuanto se obligaba a pensar en Susan (¿por qué otro motivo, si no, quería estar sola?), sus pensamientos se desviaban hacia cuestiones como la mantequilla o la indumentaria escolar. O se concentraban en la señora Parkes. Susan se dio cuenta de que pasaba horas sentada, escuchando los movimientos de la señora de la limpieza, siguiéndola en cada curva, en cada rincón, en cada pensamiento. La seguía con el pensamiento desde la cocina hasta el cuarto de baño, desde la mesa hasta el horno, y era como si el trapo, el paño, la cacerola, estuvieran en sus propias manos. Oía su propia voz que exclamaba: No, así no, no coloque eso allí… Sin embargo, no le importaba en lo más mínimo lo que hacía la señora Parkes, o si hacía algo siquiera. Y no obstante, no podía evitar ser consciente de ella, en todo momento. Sí, esto era lo que le sucedía: necesitaba, cuando se encontraba sola, estar realmente sola, sin nadie cerca. No podía soportar la idea de que al cabo de diez minutos o media hora la señora Parkes la llamara desde las escaleras: “Señora Rawlings, no hay lustre para la plata. Señora, no queda harina”.

       Entonces salió de la casa y fue a sentarse en el jardín, allí donde los árboles la ocultaban del edificio. Esperó a que apareciera el demonio y la reclamara, pero no lo hizo.

       Lo mantenía alejado, porque no había llegado, después de todo, a organizarse.

       Pensaba en cómo estar en algún sitio adonde la señora Parkes no llegara con una taza de té o a pedirle permiso para usar el teléfono (lo cual le resultaba irritante, porque a Susan no le importaba a quién llamase o con qué frecuencia) o con una simple y agradable charla sobre cualquier cosa. Sí, necesitaba un lugar o un ambiente donde no fuera necesario que se repitiera a sí misma: en diez minutos tengo que llamar a Matthew y decirle que… y a las tres y media tengo que salir con tiempo para ir a por a los niños, porque hay que lavar el coche. Y mañana, a las diez, tengo que acordarme de que… Se sentía invadida por el resentimiento que le causaba el hecho de que las siete horas de libertad de cada día (los días de semana del ciclo lectivo) no fueran horas libres, que nunca, ni por un segundo siquiera, pudiera liberarse de la presión del tiempo, de tener que recordar esto o aquello. Nunca podía olvidar nada; en realidad, nunca podía permitirse ni un descuido.

       El resentimiento. La estaba envenenando. (Consideró esta emoción y pensó que era absurda. Y sin embargo, la sentía.) Estaba prisionera. (Consideró este pensamiento también, y no valía la pena decirse que se trataba de algo ridículo.) Debía contárselo a Matthew; pero ¿qué? Estaba repleta de emociones que le resultaban absolutamente ridículas, que despreciaba y que, sin embargo, sentía con tal intensidad que no podía librarse de ellas.

       Llegaron de nuevo las vacaciones escolares, y esta vez durarían casi dos meses, y se comportó con una delicadeza y un decoro tan conscientes y controlados que se sintió al borde de la locura. Se encerraba en el cuarto de baño y se sentaba en el borde de la bañera, respirando hondo, intentando lograr algo de calma. O se dirigía a la habitación de invitados, generalmente vacía, donde nadie esperaría encontrarla. Oía a los niños llamarla: “Mamá, mamá”, y permanecía en silencio, llena de culpa. O se dirigía al fondo del jardín, sola, y contemplaba el sosegado río marrón; miraba hacia el río y cerraba los ojos y respiraba hondo y despacio, llevando el aire hacia lo más profundo de su ser, hasta sus venas.

       Después regresaba junto a su familia, esposa y madre, sonriente y responsable, con la sensación de que toda esta gente —cuatro vigorosas criaturas y su marido— ejercía una presión dolorosa sobre la superficie de su piel, como una mano que le estrujara la cabeza. No se desmoronó ni se mostró irritada ni una sola vez durante todas las vacaciones, pero era como cumplir una sentencia de prisión, y cuando los niños regresaron al colegio, se sentó en un banco de piedra blanca junto al ondeante río, y pensó: No ha pasado ni un año aún desde que los mellizos empezaron a ir al colegio, desde que dejaron de estar a mi cargo (¿qué diablos creí que quería decir cuando utilicé esa estúpida frase?), y sin embargo soy una persona diferente. Simplemente no soy yo misma. No lo entiendo.

       No obstante, tenía que entenderlo. Porque sabía que esta estructura —la gran casa blanca, sobre la cual todavía pesaba una hipoteca de cuatrocientas libras al año, un marido, tan bueno y tan amable y perspicaz, cuatro niños, a los que les iba tan bien, y el jardín donde ella se sentaba, y la señora Parkes, la señora de la limpieza—, todo esto dependía de ella, y aun así no podía entender por qué, ni siquiera cuál era su contribución.

       —Creo que hay algo en mí que falla —le dijo a Matthew en su habitación.

       —Seguro que no, Susan —contestó él—. Estás maravillosa, tan encantadora como siempre.

       Le dedicó una mirada a aquel apuesto hombre rubio, de ojos azules, de rostro claro, inteligente, y pensó: ¿Por qué no puedo contárselo? ¿Por qué no? Y dijo:

       —Necesito estar más sola de lo que estoy.

       Matthew respondió con una mirada de asombro, lenta y azul, y entonces ella vio lo que tanto había temido: incredulidad. Escepticismo. Y miedo. Una incrédula mirada azul de asombro por parte de un extraño que era su marido, que estaba tan cerca de ella como su propia respiración.

       —Pero los niños van a la escuela y ya no están a tu cargo —dijo él.

       Se dijo a sí misma: Tengo que obligarme a decirlo: Sí, pero ¿es que no te has dado cuenta de que nunca me siento libre? No hay un solo momento en que pueda decirme: No hay nada de lo que deba acordarme, nada que deba hacer dentro de media hora, o de una hora, o de dos horas.

       En cambio dijo:

       —No me encuentro bien.

       —Quizá necesites tomarte unas vacaciones —sugirió él.

       —Pero no sin ti —replicó, horrorizada. Porque en realidad no podía imaginarse a sí misma yéndose sin él. Sin embargo, eso era lo que él había querido decir. Al ver su rostro, Matthew se rió y extendió los brazos y ella buscó su abrazo, mientras pensaba: Sí, sí, pero ¿por qué no puedo decirlo? ¿Y qué es lo que tengo que decir?

       Intentó explicarle que no se sentía libre. Y él la escuchó y le dijo:

       —Pero Susan, ¿qué tipo de libertad podrías querer, ¡a no ser que sea la de la muerte!? ¿Acaso yo soy libre? Voy a la oficina, y tengo que estar allí a las diez… está bien, a veces a las diez y media. Y tengo que hacer esto o aquello, ¿o no? Luego tengo que volver a casa a una determinada hora; no es que pretenda otra cosa, sabes que no es así, pero si no voy a volver a casa a las seis, te llamo. ¿Cuándo puedo decirme: No tengo ninguna obligación en las próximas seis horas?

       Al oír estas palabras, Susan se sintió compungida. Porque era cierto. El buen matrimonio, la casa, los niños, dependían en igual medida tanto de su voluntaria esclavitud, como de la de ella. Pero ¿por qué él no se sentía confinado? ¿Por qué él no montaba en cólera, o se inquietaba? No, había algo en ella que no funcionaba y esta era la prueba.

       Y la palabra esclavitud: ¿por qué la había usado? Jamás había sentido el matrimonio, o los hijos, como una esclavitud. Tampoco lo había sentido él, o seguramente no estarían juntos, abrazados, satisfechos tras doce años de matrimonio.

       No, lo que le sucedía (sea lo que fuere) era irrelevante, no tenía nada que ver con su buena vida junto a su familia. Debía aceptar que, al fin y al cabo, era una persona irracional y tenía que convivir con ello. Había gente que tenía que vivir sin un brazo, que tartamudeaba o estaba sorda. Ella tendría que vivir sabiendo que estaba condenada a un estado de ánimo que no podía controlar.

       No obstante, como resultado de esta conversación con su marido, se estableció un nuevo régimen para las siguientes vacaciones.

       En la habitación de invitados del último piso de la casa, ahora había un cartel colgado de la puerta que decía: ¡PRIVADO! ¡NOMOLESTEN! (Los niños habían preparado este cartel con tizas de colores después de una conversación entre sus padres, en que decidieron que esto era lo más apropiado desde el punto de vista psicológico.) La familia y la señora Parkes sabían que esta era “la habitación de mamá” y que tenía derecho a la intimidad. Matthew y los niños mantuvieron numerosas conversaciones serias para que estos no dieran por sentado que su madre estaba a su entera disposición. Susan acertó a oír la primera de ellas, entre Harry, el hijo mayor, y su padre, y se sorprendió ante la irritación que le causó. ¿Acaso no podía tener una habitación en algún rincón de esa enorme casa y retirarse allí sin que se armara ese escándalo, sin todas esas discusiones solemnes? ¿Por qué no podía simplemente decir: “Voy a arreglar la habitación de arriba para mí, y cuando esté allí, no quiero que me molesten por nada del mundo, salvo que haya un incendio?”. Simplemente eso, y asunto zanjado; y no esas largas y sesudas conversaciones. Cuando oyó a Harry y Matthew mientras se lo explicaban a los mellizos y el comentario de la señora Parkes —“Sí, bueno, una familia puede llegar a agotar a cualquier mujer”— tuvo que retirarse al fondo del jardín hasta que los demonios de la exasperación dejaron de bailar en su sangre.

       Pero ahora que tenía una habitación, y podía ir allí cuando quisiera, rara vez la usaba: se sentía aún más enjaulada que en su dormitorio. Un día subió allí después de preparar y servir una comida para diez niños —porque la señora Parkes no estaba—, y se quedó sentada un rato, contemplando el jardín. Vio que los niños salieron de la cocina y se quedaron de pie mirando hacia la ventana detrás de cuyas cortinas se encontraba Susan. Todos —sus hijos y los amigos de sus hijos— hablaban de la habitación de mamá. Unos minutos más tarde, oyó a los niños persiguiéndose en las escaleras, pero el estruendo cesó de pronto, como si se hubieran caído por un barranco, tan repentino fue el silencio. Recordaron que ella estaba allí, y habían bajado arrastrados por un vendaval de “¡Shhhhhh! ¡Shhhhhh! Silencio, que la vamos a molestar…”. Y bajaron de puntillas como si fueran delincuentes. Cuando fue a prepararles la merienda, todos se disculparon. Los mellizos la rodearon con sus brazos, por delante y por detrás, en lo que parecía una jaula humana de cariñosos miembros, y prometieron que no volvería a ocurrir: “Nos olvidamos, mami, nos olvidamos por completo”.

       Lo importante es que la habitación de mamá, y su necesidad de intimidad, se había convertido en una valiosa lección de respeto por los derechos de las personas. Susan, al poco tiempo, solo subía a la habitación porque era una pena que olvidaran semejante lección. Luego comenzó a coser allí, y los niños y la señora Parkes entraban y salían de la habitación a su aire; se había convertido en otra sala de estar.

       Ella suspiraba, sonreía y se resignaba; le hacía bromas a Matthew sobre sí misma cuando salía el tema de la habitación. Es decir, bromeaba con la parte de ella que le gustaba, que respetaba. Pero al mismo tiempo, había algo en su interior que aullaba de impaciencia, de rabia… Y tenía miedo. Un buen día se encontró a sí misma de rodillas junta a la cama, rezando: “Dios mío, mantenlo alejado de mí, mantenlo alejado de mí”. Se refería al diablo, porque ahora pensaba que aquello que la invadía, sin importarle lo irracional que pareciera, podía ser alguna clase de demonio. Se lo imaginaba, hombre o cosa, joven, quizá un hombre de mediana edad que pretendía parecer joven. ¿O como un hombre con aires de juventud debido a su inmadurez? En cualquier caso, veía ese rostro de rasgos jóvenes que, al acercarse, tenía líneas resecas alrededor de los ojos y la boca. Era más bien delgado, enjuto. Y su tez era rojiza, como su cabello. Así era él: un hombre enérgico, del color del jengibre, y llevaba una chaqueta de piel rojiza y tacto desagradable.

       Un buen día lo vio. Estaba de pie al fondo del jardín, contemplando el reflujo del río, y cuando alzó la vista vio a esa persona, o a ese ser, sentado en el banco de piedra blanca. La estaba observando, y sonreía. Sostenía en la mano una rama larga y curva que había recogido del suelo o arrancado del árbol que se alzaba sobre él. Estaba ausente, por el impulso caprichoso o distraído que da el rencor, y utilizaba la rama para enroscar un lución o una culebra (o algún tipo de criatura reptante; era blancuzca y desagradable a la vista, como enfermiza). La víbora se retorcía, y sacudía sus anillos de un lado a otro, como en una danza de protesta contra la molesta rama que la aguijoneaba.

       Susan lo observó mientras pensaba: ¿Quién es ese extraño? ¿Qué está haciendo en nuestro jardín? Luego reconoció al hombre en quien se habían cristalizado todos sus temores. En ese mismo instante el hombre desapareció. Se obligó a acercarse hasta el banco. La sombra de una rama yacía sobre el delgado césped color esmeralda y se agitaba sobre la superficie, y entonces comprendió por qué lo había confundido con una serpiente que se sacudía y se retorcía. Regresó a casa, pensando: Bueno, pues, lo he visto con mis propios ojos, así que después de todo no estoy loca; existe un peligro, porque lo he visto. Se esconde en el jardín y a veces incluso dentro de casa, y pretende meterse en mi interior y adueñarse de mí.

       Soñó que tenía una habitación o un lugar, en cualquier parte, donde podía ir y sentarse, sola, sin que nadie supiera dónde se encontraba.

       Cierto día, cerca de la estación Victoria, se vio a sí misma frente a una agencia que anunciaba habitaciones en alquiler. Decidió alquilar una, sin contárselo a nadie. Podría tomar el tren desde Richmond y pasar allí sentada una o dos horas de vez en cuando. Pero ¿cómo iba a hacerlo? Una habitación debía de costar tres o cuatro libras a la semana, y no tenía ingresos propios, ¿y cómo le explicaría a Matthew que necesitaba tal cantidad de dinero? ¿Para qué? No se le ocurrió pensar que estaba dando por hecho que no iba a decirle nada de la habitación.

       Bien, alquilar una habitación era inimaginable; y sin embargo, sabía que la necesitaba.

       Un día, cuando ya había empezado el ciclo lectivo, y ninguno de los niños tenía el sarampión ni ninguna otra enfermedad y todo parecía estar en orden, hizo las compras temprano, le dijo a la señora Parkes que había quedado con una vieja amiga de la escuela, cogió el tren hasta Victoria, buscó hasta encontrar un hotel pequeño y tranquilo, y pidió una habitación para pasar el día. No alquilaban habitaciones de día, le dijo la encargada con expresión confusa, porque estaba claro que Susan no era de esa clase de mujer que necesitaba una habitación por motivos indecentes. Susan le explicó que no se sentía bien, que no podía ir de compras si no descansaba y se echaba de vez en cuando. Finalmente le alquiló la habitación, con la condición de que pagara el día y la noche completos. La encargada y una doncella la acompañaron a la habitación, ambas preocupadas por su estado de salud… que debía ser bastante delicado puesto que, siendo de Richmond (había firmado el registro de huéspedes con su nombre y dirección), necesitaba un refugio en Victoria.

       La habitación era común y anónima: justamente lo que Susan necesitaba. Introdujo un chelín en la estufa, y se sentó, con los ojos cerrados, en un sillón sucio, de espaldas a una ventana sucia. Estaba sola. Estaba sola. Estaba sola. Podía sentir que las tensiones se relajaban. Al principio el ruido del tráfico llegaba con gran intensidad; luego pareció desvanecerse; bien podría haber dormitado un poco. Llamaron a la puerta. Era la señorita Townsend, la encargada, que le traía una taza de té, tan preocupada estaba ante el largo silencio y la posible enfermedad de Susan.

       La señorita Townsend era una mujer solitaria de unos cincuenta años que regentaba el hotel con toda la rectitud que podía esperarse de ella, y creyó ver en Susan una posibilidad de compañía y comprensión. Se quedó en la habitación y conversaron. Susan se vio envuelta en una fantástica historia acerca de su enfermedad, la cual se volvía más y más inverosímil a medida que intentaba hacerla cuadrar con la gran casa de Richmond, el marido adinerado y los cuatro hijos. Supongamos que hubiera dicho, en cambio: “Señorita Townsend, estoy aquí, en su hotel, porque necesito estar a solas durante algunas horas, sobre todo, a solas y sin que nadie sepa dónde estoy”. Lo dijo mentalmente, y vio, mentalmente, la expresión que inevitablemente adoptaría el rostro de solterona de la señorita Townsend. “Señorita Townsend, mis cuatro hijos y mi marido me están volviendo loca, ¿lo entiende? Sí, puedo ver por el resplandor de histeria en sus ojos que brota de una soledad controlada pero apenas contenida, que poseo todo lo que usted siempre ha deseado. Pues bien, señorita Townsend, no quiero nada de eso. Puede quedárselo, señorita Townsend. Ojalá estuviera completamente sola en el mundo, como usted. Señorita Townsend, me encuentro acorralada por siete demonios, señorita Townsend, señorita Townsend, permítame quedarme aquí en su hotel, donde el demonio no puede atraparme…” En lugar de decir todo esto, describió su anemia, aceptó probar el remedio casero de la señorita Townsend para esta enfermedad, el cual consistía en hígado crudo picado con pan integral, y dijo que sí, que quizá lo mejor sería que se quedara en casa y dejase que una amiga hiciera las compras en su lugar. Pagó la cuenta y se marchó del hotel, derrotada.

       En casa, la señora Parkes dijo que no le gustaba, no, no le gustaba nada que la señora Rawlings estuviera fuera desde las nueve de la mañana hasta las cinco. La maestra había telefoneado desde la escuela para decir que a Joan le dolían los dientes y ella no había sabido qué responderle; y qué se supone que debía prepararles a los niños de merienda, porque la señora Rawlings no lo había dicho.

       Por supuesto, nada de esto tenía importancia. La señora Parkes se quejaba de que Susan se había retirado en espíritu, cargando sobre ella el peso de la gran casa.

       Susan recordó su día de “libertad”, que la había llevado a entablar amistad con la solitaria señorita Townsend y que había ocasionado las objeciones de la señora Parkes. No obstante, recordó la breve pero feliz hora en que estuvo sola, sola de verdad. Estaba decidida a recomponer su vida, a cualquier precio, a fin de poder disfrutar de aquella soledad más a menudo.

       Pero ¿cómo? Pensó en decirle a su antiguo jefe: Quiero que me cubra cuando le explique a Matthew que trabajo media jornada para usted. Lo cierto es que… pero tendría que mentirle a él también, y ¿qué iba a contarle? No podía decirle: Quiero sentarme sola tres o cuatro veces por semana en un cuarto de hotel. Y además, también conocía a Matthew, y Susan realmente no podía pedirle que mintiera en nombre de ella, aparte de que pensaría que tenía un amante.

       Supongamos que de verdad consiguiera un empleo de media jornada, que pudiera llevar a cabo con rapidez y eficiencia para tener tiempo libre. ¿Qué clase de empleo? ¿Ocuparse de la correspondencia? ¿Hacer encuestas?

       Y además estaba la señora Parkes, esa viuda trabajadora que sabía exactamente lo que estaba dispuesta a dar por aquella casa, que instintivamente notaba el momento en que su patrona se evadía en espíritu de sus responsabilidades. La señora Parkes era una de las servidoras de este mundo, pero necesitaba alguien a quien servir. Necesitaba tener a la señora Rawlings, su señora, en el piso de arriba de la casa o en el jardín, para poder recurrir a ella en busca de apoyo: “Sí, el pan ya no es como cuando yo era pequeña… Sí, Harry tiene un apetito asombroso. Me pregunto dónde mete todo lo que come… Sí, es una suerte que los mellizos sean del mismo tamaño, pueden usar el calzado del otro, cosa que es un buen ahorro en estos tiempos que corren… Sí, la mermelada de cereza de Suiza no le llega ni a los talones a la polaca y cuesta tres veces más…”. Y cosas por el estilo. Era el tipo de conversación que la señora Parkes debía mantener, día tras día, o de lo contrario se iría, sin saber ni siquiera por qué.

       Susan Rawlings, absorta en sus pensamientos, se encontró a sí misma merodeando como un gato salvaje por el gran jardín cubierto de maleza: caminaba escaleras arriba, escaleras abajo, de una habitación a otra, volvía al jardín, junto a la orilla del río serpenteante y marrón, regresaba a casa, al piso de arriba, bajaba otra vez… Era un milagro que no le pareciera raro a la señora Parkes. Al contrario, la señora Rawlings podía hacer lo que quisiera, podía hacer el pino si le apetecía, siempre y cuando estuviera allí. Susan Rawlings daba vueltas por toda la casa y hablaba entre dientes, sintiendo odio hacia la señora Parkes, soñando con su hora de soledad en la sombría respetabilidad de la habitación del hotel de la señorita Townsend y sabía muy bien que estaba loca. Sí, estaba loca.

       Le dijo a Matthew que necesitaba tomarse unas vacaciones. Matthew estuvo de acuerdo con ella. Esta vez no hablaron como en las otras ocasiones, abrazados, tendidos en el lecho nupcial. Él había acabado por diagnosticar que, Susan lo sabía, ella sufría de insensatez. Susan se había convertido en alguien distante a quien tenía que controlar. Vivían codo a codo en aquella casa como dos extraños que se tratan con tolerante amabilidad.

       Después de haberle comunicado a la señora Parkes, o mejor dicho, después de haberle pedido permiso, se fue de vacaciones a Gales, a caminar. Eligió el sitio más remoto que conocía. Todas las mañanas los niños la llamaban por teléfono antes de ir a la escuela, para darle ánimos y brindarle su apoyo, tal y como habían hecho durante el episodio de la habitación de mamá. Ella les llamaba todas las noches, hablaba con todos, por turnos, y luego con Matthew. La señora Parkes, que tenía permitido comunicarse para solicitar instrucciones o consejos, lo hacía todos los días, a la hora del almuerzo. Cuando, como ocurrió en tres ocasiones, la señora Rawlings estaba en las montañas, la señora Parkes dejaba dicho que la llamara a tal o cual hora, porque no se sentiría satisfecha con su labor si no recibía la bendición de la señora Rawlings.

       Susan paseaba por tierras silvestres con el cable del teléfono atándola a sus obligaciones como una correa. La siguiente llamada que tenía que hacer, o que esperaba que le hicieran, la clavaba en su cruz. Las propias montañas parecían trabadas por la falta de libertad de ella. En cualquier lugar de las montañas, desde la hora del desayuno hasta el atardecer, donde no se cruzaba con nadie salvo algunas ovejas o un pastor, Susan se encontraba cara a cara con su propia locura, que bien podía atacarla en los valles más extensos, que entonces le parecían demasiado estrechos, o en la cima de una montaña desde donde divisaba otros cientos de cumbres y valles, que entonces le parecían demasiado bajos, demasiado pequeños, con el cielo haciendo presión demasiado cerca. Solía permanecer de pie, contemplando las brillantes colinas cubiertas de helechos, adornadas con agua corriente, y sin embargo, no veía más que a su demonio, que alzaba la vista desde donde se hallaba, apoyado contra una piedra, y que la miraba con ojos inhumanos mientras sacudía una pequeña rama contra sus desagradables botas amarillas.

       Regresó a su casa junto a su familia, con el vacío galés en lo más profundo de su mente como si fuera una promesa de libertad.

       Le dijo a su marido que quería tener una au pair.

       Estaban en su habitación, era de noche, tarde, los niños dormían. Matthew se sentó, en camisa y pantuflas, en una silla junto a la ventana, mirando hacia fuera. Ella estaba sentada cepillándose el cabello mientras lo observaba por el espejo. Una escena del dormitorio matrimonial consagrada en el tiempo. Él no dijo nada, y ella oía que los argumentos llegaban a su mente, aunque solo para que los descartara porque todos ellos eran razonables.

       —Es un poco raro contratar una au pair ahora que, después de todo, los niños pasan la mayor parte del día en el colegio. Seguro que la hubieras necesitado cuando estabas atrapada con ellos día y noche. ¿Por qué no le pides a la señora Parkes que cocine por ti? Incluso ella se ha ofrecido… Puedo entender que estés cansada de cocinar para seis personas. Pero sabes que una au pair implica todo tipo de problemas, no es lo mismo que tener una señora de la limpieza durante el día… —Finalmente, dijo con cautela—: ¿Estás pensando en volver a trabajar?

       —No —respondió ella—, no, en realidad no. —Quiso sonar imprecisa, algo estúpida. Continuó cepillando su melena negra con la mirada fija en su propia imagen para no pensar en las miradas efímeras e incómodas que le dirigía su Matthew—. ¿Crees que no podemos permitirnos ese lujo? —prosiguió con su tono impreciso, muy distinto del de la eficaz Susan de siempre, que sabía exactamente lo que se podían permitir.

       —No se trata de eso —dijo él, mirando a través de la ventana los árboles oscuros, para no mirarla a ella. Mientras tanto, Susan examinaba un rostro redondo, cándido, agradable, con cejas oscuras bien definidas y grandes ojos grises. Un rostro razonable. Cepillaba su espeso cabello negro y pensaba: Sin embargo, este es el reflejo de una loca. ¡Qué cosa tan extraña! Sería mucho más lógico que el reflejo me devolviera la mirada punzante de ojos verdes del demonio rojo, con su sonrisa mordaz, mezquina… ¿Por qué Matthew no estaba de acuerdo? Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía hacer? Ella estaba rompiendo su parte del trato y no había forma de obligarla a cumplir con él: que su espíritu, su alma, habitara esta casa, para que su gente pudiera crecer como plantas en agua, y la señora Parkes siguiera contenta a su servicio. A cambio, él sería un buen marido y se haría cargo de los hijos. Pues bien, nada de todo esto era así para ninguno de los dos desde hacía mucho tiempo. Él cumplía con sus obligaciones mecánicamente; ella ni siquiera fingía cumplir con las suyas. Y él se había convertido en un marido más; su vida real pasaba por su trabajo y la gente que veía en él, y era muy probable que mantuviera un serio romance. Todo esto era culpa de ella.

       Finalmente, corrió las gruesas cortinas, olvidándose de los árboles, y se volvió para captar su atención:

       —Susan, ¿de verdad estás convencida de que necesitamos una au pair?

       Pero ella no le hizo caso. No dejaba de cepillarse el cabello, levantando delgadas nubes negras junto con un leve silbido de electricidad. Tenía la mirada fija en el espejo y sonreía como si le divirtiera el persistente silbido cada vez que se pasaba el cepillo.

       —Sí, creo que sería una buena idea —dijo, con la astucia de una loca que evita llegar a la cuestión de fondo.

       En el espejo podía ver a Matthew recostado boca arriba, con las manos detrás de la cabeza, la mirada perdida, el rostro tenso y triste. Sintió que su corazón (el viejo corazón de Susan Rawlings) se enternecía y lo llamaba. Pero se propuso que le resultara indiferente.

       —Susan —dijo él—, ¿y los niños? —Se trataba de una súplica que casi le llega al corazón. Matthew abrió los brazos, los levantó junto a su cuerpo, con las palmas hacia arriba, vacíos. Ella solo tenía que correr hacia allí y echarse en sus brazos, sobre su pecho tibio y duro, y fundirse en sí misma, en Susan. Pero no podía hacerlo. No veía sus brazos en alto.

       —Bueno —dijo con expresión vaga—, seguro que será bueno para ellos. Conseguiremos una muchacha francesa o alemana y aprenderán el idioma.

       Permaneció recostada junto a él en la oscuridad, se sentía fría, una extraña. Era como si Susan hubiera desaparecido. La mujer que estaba allí tumbada, fría e indiferente junto a un hombre que sufría, le resultaba muy desagradable, pero no podía cambiarla.

       A la mañana siguiente, se dispuso a conseguir una muchacha, y muy pronto apareció Sophie Traub, de Hamburgo, de veinte años, sonriente, saludable, ojos azules, y con ganas de aprender inglés. De hecho, ya lo hablaba bastante bien. A cambio de un habitación —“la de mamá”— y comida, se comprometía a cocinar un poco y a quedarse con los niños cuando se lo pidiera la señora Rawlings. Era una muchacha inteligente y entendió a la perfección lo que buscaban.

       —A veces estoy fuera toda la mañana o todo el día —dijo Susan—. Bueno, a veces los niños regresan a casa directamente de la escuela, o llaman, o llama alguna maestra. En realidad debería ser yo quien estuviera aquí. Y también está la señora de la limpieza…

       Y Sophie soltó una sonora y profunda carcajada de fräulein, que dejaba ver sus delicados dientes blancos y sus hoyuelos y replicó:

       —Quiere que haya alguien que pueda hacer el papel de señora de la casa de vez en cuando, ¿es eso?

       —Sí, exactamente eso —dijo Susan, con un tono algo seco, a pesar de sí misma, mientras pensaba con secreto temor que todo había resultado demasiado sencillo, que se encontraba mucho más cerca del fin de lo que se imaginaba. Que la saludable señorita Traub comprendiera al instante cuál sería su lugar era la prueba.

       La joven, merced a su propio sentido común, o quizá (como se decía Susan a sí misma con su nuevo estremecimiento interior) por la gran opción que ella había tomado, resultó un éxito. A los niños les gustaba, la señora Parkes olvidó casi de inmediato que era alemana, y Matthew consideraba que “era agradable tenerla en casa”. Porque ahora Matthew se tomaba las cosas tal como venían, de manera superficial, pues se había alejado del ámbito del hogar tanto como marido como en su condición de padre.

       Cierto día Susan vio que Sophie y la señora Parkes estaban conversando y riendo en la cocina, y anunció que estaría fuera hasta la hora del té. Sabía exactamente adónde ir y qué buscaba. Tomó la línea District hacia South Kensington, hizo transbordo en el Circle, bajó en Paddington, y caminó por los alrededores observando los pequeños hoteles hasta que se decidió por uno con el nombre de FRED’S HOTEL pintado sobre unos cristales que necesitaban una limpieza. La fachada era de un amarillo intenso descolorido, como la piel de un enfermo. Una puerta situada al final de un pasillo anunciaba que debía golpear; así lo hizo y apareció Fred. No era en absoluto atractivo, era gordo, de mala traza y vestía un traje de rayas de muy mal gusto. Tenía ojos pequeños de mirada penetrante, y el rostro pálido y arrugado, y estaba dispuesto a alquilarle a la señora Jones (eligió aquel nombre absurdo a propósito, con descaro) una habitación tres días a la semana, de diez a seis. Con la condición, por supuesto, de que pagara por adelantado cada vez que se presentara. Susan sacó quince chelines (él no había dicho nada del precio) y se los entregó, sin dejar de mirarlo fijamente, sin parpadear, con una expresión desafiante y descarada que en ese momento descubrió que podía usar a voluntad. Con la mirada aún fija en ella, el hombre tomó un billete de diez chelines de la palma de su mano, entre el pulgar y el índice, y lo palpó; luego cogió las dos monedas de media corona, extendió la palma de su mano con aquel puñado de dinero a la vista, y dejó caer su mirada de aire melancólico. Estaban en el pasillo, con una luz rojiza sobre ellos, y listones de madera desnuda bajo sus pies, y un intenso olor a detergente a su alrededor. El hombre alzó la vista de la palma de su mano aún extendida y la miró, sonriendo como si dijera: ¿Por quién me toma?

       —No utilizaré —dijo Susan— esta habitación para ganar dinero. —El hombre seguía esperando. Agregó otros cinco chelines, ante lo cual él asintió y dijo:

       —Usted paga y yo no hago preguntas.

       —Bien —respondió Susan.

       Entonces él pasó a su lado y se dirigió hacia las escaleras y esperó allí unos instantes; la luz que llegaba de la puerta de la calle cegó los ojos de Susan y por un momento lo perdió de vista. Luego vio a un hombrecillo vestido con sobriedad, de rostro pálido y un poco calvo que subía las escaleras al trote como un camarero, y fue tras él. Siguieron subiendo en absoluto silencio las escaleras de esa casa en que no se hacían preguntas; el Fred’s Hotel, que brindaba a sus visitantes la libertad que el pobre hotel de la señorita Townsend no podía concederles. La habitación era repugnante. Tenía una sola ventana, con delgadas cortinas verdes de brocado, una cama de plaza y media cubierta por una colcha barata de satén verde, al lado una estufa de gas que funcionaba con monedas, una cómoda, y un sillón de mimbre verde.

       —Gracias —dijo Susan, a sabiendas de que Fred (si es que era Fred y no George o Herbert o Charlie) la estaba observando, no tanto por curiosidad, emoción que él no admitiría, por motivos profesionales, sino por un sentido filosófico de lo apropiado. A pesar de que había aceptado su dinero y le había mostrado la habitación y había accedido a todo, estaba claro que censuraba el hecho de que ella estuviera allí. No pertenecía en absoluto a ese lugar, eso decía su mirada. (Pero ella ya sabía que formaba parte del lugar; la habitación había estado esperando a que ella llegara.)

       —¿Podría llamarme a las cinco en punto, por favor?

       Y el hombre asintió y bajó las escaleras.

       Eran las doce del mediodía. Era una mujer libre. Se sentó en el sillón, simplemente se sentó, cerró los ojos y se sentó y se permitió estar sola. Estaba sola y nadie sabía dónde estaba. Cuando oyó que golpeaban a la puerta se sintió molesta, y estaba dispuesta a demostrarlo: pero era el propio Fred, eran las cinco en punto y estaba llamándola tal como había pedido. Echó un vistazo al cuarto con sus pequeños ojos de mirada penetrante, primero a la cama. Estaba intacta. Era como si nunca hubiera estado en la habitación. Ella le dio las gracias, dijo que volvería pasado mañana y se marchó. Regresó a su casa a tiempo para preparar la cena, acostar a los niños, y preparar una segunda cena para ella y su marido más tarde. Y para recibir a Sophie, que había vuelto del cine, adonde había ido con una amiga. Hizo todo esto con alegría y ganas. Pero pensaba todo el tiempo en la habitación de hotel, la ansiaba con todo su ser.

       Tres veces a la semana. Llegaba puntualmente a las diez, miraba a Fred a los ojos, le daba veinte chelines, lo seguía escaleras arriba, entraba en la habitación, y le cerraba la puerta en las narices, amablemente pero con firmeza. Porque a pesar de que Fred censuraba su presencia allí, estaba dispuesto a permitir que la amistad, o al menos la compañía, ocupara el lugar de la censura, en el caso de que ella se lo permitiera. Pero se contentaba con marcharse con los veinte chelines en la mano cuando ella le hacía un gesto de despedida.

       Susan se sentó en el sillón y cerró los ojos.

       ¿Qué hizo en la habitación? Pues absolutamente nada. De la silla, después de descansar se dirigió hacia la ventana, con los brazos extendidos, sonriente, atesorando su anonimato, para mirar al exterior. Ya no era Susan Rawlings, madre de cuatro hijos, esposa de Matthew, jefa de la señora Parkes y de Sophie Traub, con tales y cuales amistades, relacionada con estos y aquellos profesores y comerciantes. Ya no era dueña de la gran casa blanca con jardín, poseedora de prendas apropiadas para tal o cual actividad u ocasión. Era la señora Jones, y estaba sola, y no tenía pasado ni futuro. Aquí estoy, pensaba, después de tantos años de matrimonio y maternidad y de interpretar todos esos papeles de responsabilidad, y sigo siendo la misma. Sin embargo, ha habido momentos en que pensaba que para mí no existía nada más allá de mi papel de esposa de Matthew Rawlings. Sí, aquí estoy, y si nunca volviera a ver a ningún miembro de mi familia, aquí seguiría… ¡Qué raro es todo esto! Y se apoyó en el alféizar de la ventana, y miró hacia la calle, disfrutando de los hombres y mujeres que pasaban, porque no los conocía. Observó los vetustos edificios, y el cielo, húmedo y sucio, o azul por momentos, y tuvo la sensación de que nunca había visto ningún edificio ni el cielo. Y luego regresó a la silla, vacía, con la mente en blanco. A veces hablaba en voz alta, sin decir nada: una exclamación carente de sentido seguida de algún comentario sobre el estampado de flores de la delgada alfombra o una mancha de la colcha de satén verde. La mayor parte del tiempo estaba en Babia —¿qué otra palabra existe para expresarlo?—, meditaba, dejaba vagar el pensamiento, permanecía simplemente a oscuras, y sentía que el vacío corría deliciosamente por sus venas, como el movimiento de su sangre.

       Esta habitación se había convertido en algo más propio que la casa en que vivía. Una mañana notó que Fred la llevaba a un piso más arriba de lo habitual. Susan se detuvo, se negó a seguir subiendo, y exigió su habitación de siempre, la número diecinueve.

       —Bueno, pero entonces tendrá que esperar una media hora —dijo él. Accedió de buen grado y fue hasta el oscuro vestíbulo con olor a desinfectante, y se sentó a esperar hasta que dos personas, hombre y mujer, bajaron las escaleras, y le dirigieron una mirada fugaz e indiferente, se apresuraron hacia la calle y se separaron al llegar a la puerta. Subió a la habitación, a su habitación, que acababan de desocupar. No era menos suya, aunque cuando Susan entró las ventanas estaban abiertas y había una señora haciendo la cama.

       Después de esos días de soledad, su papel de madre y esposa le parecía más fácil de interpretar y a la vez más difícil: era tan sencillo que se sentía una impostora. Tenía la sensación de que seguía con la coraza puesta, entre su familia, aunque respondía cuando la llamaban mamá, madre, Susan o la señora Rawlings. La asombró que nadie la descubriera, que no la echaran de casa, por impostora. Por el contrario, parecía que sus hijos la querían aún más; Matthew y ella “se llevaban” bastante bien, la señora Parkes se sentía a gusto en su trabajo a las órdenes (la mayor parte del tiempo, debe confesarse) de Sophie Traub. Por las noches se acostaba junto a su marido, y hacían el amor de nuevo, aparentemente tal y como solían hacerlo cuando estaban realmente casados. Pero ella, Susan, o el ser que respondía de tan buena gana y de un modo tan sorprendente al nombre de Susan, no estaba allí: se encontraba en el Fred’s Hotel, en Paddington, a la espera de que comenzaran las plácidas horas de soledad.

       Al poco tiempo llegó a un nuevo acuerdo con Fred y Sophie. Pasarían a cinco días a la semana. En cuanto al dinero, cinco libras, simplemente se lo pidió a Matthew. Se dio cuenta de que ni siquiera temía que él le preguntara para qué era: se lo iba a dar, ella lo sabía, y sin embargo era terrible que así fuera, porque esta pareja tan unida, estos socios, en otros tiempos habían sabido a qué se destinaba cada chelín que gastaban. Matthew accedió a entregarle cinco libras por semana. No pedía nada más que eso, ni un penique más. Él se mostraba indiferente. Era como si le estuviera pagando, pensó Susan, pagando por librarse de ella; sí, era eso. Por un momento sintió de nuevo el pánico, en el instante en que lo comprendió, pero lo controló; las cosas habían ido demasiado lejos como para eso. Ahora, cada semana, los domingos por la noche, Matthew le daba cinco libras, y se alejaba de ella antes de que se cruzaran sus miradas en el momento de la transacción. En cuanto a Sophie Traub, tenía que estar en alguna parte de la casa, o cerca, hasta las seis, luego quedaba libre. No tenía que cocinar o limpiar, simplemente debía estar allí. Se ocupaba del jardín o cosía, e invitaba amigos a la casa, porque era una persona muy sociable. Si los niños se ponían enfermos, los cuidaba. Si las maestras llamaban, las atendía con inteligencia. Y es que, puesto que pasaba allí los cinco días de la semana escolar, en realidad era la dueña de la casa.

       Una noche, en el dormitorio, Matthew le preguntó:

       —Susan, no quiero entrometerme, no pienses eso, por favor, pero ¿estás segura de que te encuentras bien?

       Susan estaba cepillándose el cabello frente al espejo. Dio dos pasadas más con el cepillo a cada lado de su cabeza antes de responder:

       —Sí, querido, estoy segura de que me encuentro bien.

       Matthew estaba tumbado boca arriba, tenía su gran cabeza rubia sobre las manos y los codos hacia el techo cubriéndole un poco el rostro.

       —Entonces, Susan —dijo—, debo hacerte esta pregunta, aunque quiero que entiendas que en ningún caso pretendo presionarte. —Susan escuchó con consternación la palabra presión, la situación era inevitable, estaba claro que no podía seguir así—. ¿Van a continuar así las cosas?

       —Bueno —respondió Susan con un tono por momentos vago, luego enérgico e incluso tonto, a modo de escapatoria—, no veo por qué no.

       Él sacudió los codos hacia arriba y hacia abajo, como sintiéndose molesto o dolorido y, al verlo, ella se dio cuenta de que había adelgazado, estaba incluso demacrado; y no recordaba en él aquellos movimientos nerviosos y airados.

       —¿Quieres el divorcio, es eso? —inquirió él.

       Al oír aquellas palabras, Susan tuvo que hacer un gran esfuerzo por contener la risa: era capaz de oír la carcajada burbujeante y espléndida que habría soltado, de no haberse reprimido. Matthew solo podía querer decir una cosa: que tenía un amante, y que por eso se pasaba todo el día en Londres, completamente alejada de él, como si se hubiera esfumado a otro continente.

       Entonces sintió otra vez el pequeño pánico; comprendió que Matthew en realidad abrigaba la esperanza de que ella tuviese un amante, le rogaba que dijera algo así, de lo contrario, la cuestión resultaba demasiado aterradora.

       Pensaba todo esto mientras se cepillaba el cabello y observaba los delgados hilos negros erizarse y formar pequeñas nubes de electricidad, y escuchaba su silbido, el silbido, el silbido. Detrás de su cabeza, al otro lado de la habitación, había una pared azul. Se dio cuenta de que estaba absorta mirando las formas que dibujaba el cabello negro sobre el fondo azul. Debería haber estado respondiendo a su pregunta.

       —¿Quieres tú el divorcio, Matthew?

       —No se trata de eso, ¿no crees? —contestó Matthew.

       —Tú has sacado el tema, no yo —replicó Susan con lucidez, conteniendo una sonora carcajada sin sentido.

       Al día siguiente, le dijo a Fred:

       —¿Ha preguntado alguien por mí?

       Fred dudó unos instantes, y luego Susan añadió:

       —Ya hace un año que vengo aquí. No he causado ningún problema y ha recibido su dinero cada vez. Tengo derecho a que se me informe.

       —En realidad, señora Jones, un hombre vino a preguntar.

       —¿Un hombre de una agencia de detectives?

       —Bueno, sí, puede que fuera un detective, ¿no?

       —Era yo quien le estaba haciendo una pregunta… Bien, ¿qué le dijo?

       —Le dije que una tal señora Jones venía cada día de la semana, de diez a cinco o seis de la tarde y que se quedaba sola en la habitación diecinueve.

       —¿Dio mi descripción?

       —Bueno, señora Jones, no tenía alternativa. Póngase en mi lugar.

       —Tengo todo el derecho del mundo a descontarle lo que el hombre le ha dado por la información.

       Alzó la vista, sobresaltado. ¡No era el tipo de mujer que hacía ese tipo de bromas! Entonces optó por reír: una hendidura rosada y húmeda asomó en su rostro blanco y arrugado: su mirada le rogaba que ella también se riera, si no él iba perder su dinero. Susan permaneció impasible, observándolo.

       Fred dejó de reír y dijo:

       —¿Quiere subir ahora?

       Había recobrado el tono de familiaridad, de camaradería de ese país donde no se hacen preguntas, del que ella (y él lo sabía) dependía por completo.

       Susan subió a sentarse en su silla de mimbre. Pero no era lo mismo. Su marido había estado buscándola. (El mundo había estado buscándola.) Cargaba con toda la presión. Estaba en la habitación con el consentimiento de él. Podía entrar en cualquier momento, allí, a la habitación diecinueve. Se imaginó el informe de la agencia de detectives: “Una mujer que se hace llamar señora Jones, y que responde a la descripción de su esposa (etcétera, etcétera, etcétera), se encierra sola todo el día en la habitación diecinueve. Insiste en alquilar esta habitación, y espera si está ocupada. Según el propietario, no recibe visitas en la habitación, de ningún hombre ni mujer”. Matthew debió de haber recibido un informe por el estilo.

       Tenía razón, por supuesto; las cosas no podían continuar así. Había dado al traste con todo al hacer que un detective la siguiese.

       Susan trató de encontrar refugio en la habitación, como un caracol arrancado de su concha, que se contorsiona y se retuerce en un intento por regresar a ella. Pero la paz de la habitación se había desvanecido. Intentaba revivirla a conciencia, intentaba permitirse entrar en el oscuro trance creativo (o lo que fuera) que alguna vez había encontrado allí. Todo era en vano, por más que lo deseara con vehemencia, estaba tan enferma como un adicto con abstinencia repentina.

       Volvió a la habitación en numerosas ocasiones, para buscarse a sí misma, pero en cambio, solo encontró el innombrable espíritu del desasosiego, un ferviente y punzante deseo de moverse, una inhibición tan irritante que hacía que su cerebro se sintiera como si en su interior hubiera lucecitas tintineantes de colores, encendiéndose y apagándose. En lugar de la suave oscuridad que había flotado en el aire de la habitación, ahora la aguardaban los demonios, que hacían que se echara a correr ciegamente de un lado a otro, murmurando palabras de odio; se impulsaba de un lado a otro como una polilla que se arroja contra el cristal de la ventana y luego se desliza hacia abajo, batiendo sus alas rotas, para acabar estrellándose otra vez contra la barrera invisible. Una y otra vez. Al poco rato estaba exhausta, y le dijo a Fred que no iba a necesitar la habitación por algún tiempo; se iba de vacaciones. Se marchó a casa, a la gran casa blanca junto al río. Era un día cualquiera de la semana, y se sentía culpable de regresar a su propia casa cuando nadie la esperaba. Se escondió, y se quedó mirando a través de la ventana el interior de la cocina. La señora Parkes llevaba puesto un viejo delantal de flores de Susan y se había inclinado para meter algo en el horno. Sophie, de brazos cruzados, estaba apoyada en una alacena y se reía de alguna broma que había hecho una muchacha a la que Susan no había visto nunca; una muchacha extranjera morena, invitada de Sophie. Molly, una de los mellizos, estaba acurrucada en un sillón chupándose el pulgar y mirando a los adultos. Debía de estar enferma, porque no había ido al colegio. El rostro apático de la niña, los círculos oscuros debajo de sus ojos, hirieron a Susan. Molly miraba a las tres personas adultas que trabajaban y conversaban del mismo modo que Susan las estaba mirando a ellas cuatro a través de la ventana de la cocina; estaba lejos, aislada.

       Pero luego, justo cuando Susan se estaba imaginando que entraba en casa, cogía a la pequeña y se sentaba en el sillón junto a ella para acariciarle la frente probablemente caliente por la fiebre, fue Sophie quien hizo exactamente eso: estaba de pie, apoyada sobre una pierna, con la otra rodilla flexionada, y el pie contra la pared. Dejó que el pie, enfundado en un zapato rojo con lazo, se deslizara por la pared, se apoyó con firmeza en ambos pies, y dio unas palmadas delante y detrás, mientras canturreaba un par de frases en alemán para que la niña alzara la vista y la mirara, y entonces la pequeña empezó a sonreír. Luego caminó, o mejor dicho dio unos brincos, hacia donde estaba la niña, la meció y la dejó caer sobre su regazo en el mismo momento en que se estaba sentando.

       —¡Hopla! ¡Hopla! Molly… —dijo Sophie, y Molly apoyó la cabeza sobre su hombro, en busca de alivio, y ella se puso a acariciar la oscura y despeinada cabecita.

       Bueno… Susan parpadeó para disipar las lágrimas de despedida de sus ojos, y se dirigió en silencio escaleras arriba, a su habitación. Se quedó sentada, mirando el río entre los árboles. Se sentía en paz, pero de un modo que le resultaba novedoso. No sentía deseos de moverse, ni de hablar, ni de hacer nada en absoluto. Los demonios que habían estado rondando la casa, el jardín, no estaban allí; pero sabía que se debía a que su alma se encontraba en la habitación diecinueve en el Fred’s Hotel; en realidad, Susan no estaba en casa. Era una sensación que debería haber sido aterradora: sentada junto a la ventana de su propio dormitorio, escuchando la voz potente y joven de Sophie, que cantaba canciones infantiles en alemán a su niña, escuchando el ajetreo de la señora Parkes, que iba y venía en el piso de abajo, sabiendo que todo aquello no tenía nada que ver con ella, que ella ya estaba al margen.

       Más tarde, se obligó a bajar y decir que había llegado a casa; era injusto estar allí sin anunciarse. Almorzó con la señora Parkes, Sophie, la amiga italiana de Sophie, Maria, y su pequeña Molly, y le dio la sensación de que estaba de visita.

       Unos días después, a la hora de dormir, Matthew le dijo:

       —Aquí tienes tus cinco libras. —Y le tendió el dinero. Pero ya debía haberse enterado de que no salía de casa para nada.

       Negó con la cabeza, le devolvió el dinero y dijo, a modo de explicación, no de acusación:

       —En cuanto descubriste dónde estaba, dejó de tener sentido.

       Matthew hizo un gesto de asentimiento, pero no la miró. Estaba de espalda, pensando, ella lo sabía, la mejor manera de manejar a esta esposa que lo aterrorizaba.

       —No estaba tratando de… es que estaba preocupado —dijo él.

       —Sí, lo sé.

       —Debo confesar que estaba empezando a preguntarme…

       —¿Creías que tenía un amante?

       —Sí, me temo que sí.

       Susan sabía que él habría deseado que lo tuviera. Se quedó sentada, y se preguntó cómo decirle: “Durante un año he pasado cada uno de mis días en una habitación de hotel muy sórdida. Es el sitio donde soy feliz. De hecho, no existo sin él”. Se oyó a sí misma pronunciando estas palabras, y comprendió que a Matthew le aterrorizaba la idea de que pudiera hacerlo. En cambio, dijo:

       —Pues bien, quizá no andes tan equivocado.

       Probablemente Matthew acabaría por pensar que el propietario del hotel mentía: así quería creerlo.

       —Bueno —dijo él, y ella sintió que su voz cobraba vigor, por así decirlo, aliviada—: En ese caso debo confesar que yo también he tenido una pequeña aventura.

       —¿De verdad? —preguntó ella, despreocupada e interesada a la vez—. ¿Quién es ella? —Y notó la mirada perpleja de Matthew por su reacción.

       —Se trata de Phil. Phil Hunt.

       Susan conocía bien a Phil Hunt de los tiempos de soltera. Pensaba: No, ella no servirá, es demasiado neurótica y difícil. Nunca ha sido feliz. Sophie es mucho mejor. En todo caso Matthew lo verá por sí mismo, es lo bastante sensato.

       Estos pensamientos continuaron en silencio, al tiempo que decía en voz alta:

       —No sirve de nada que te hable del mío porque no lo conoces.

       Rápido, rápido, inventa algo, pensaba ella. Recuerda cómo te inventaste todas aquellas tonterías para la señorita Townsend.

       Empezó a hablar despacio, eligiendo con cuidado las palabras para no contradecirse.

       —Se llama Michael —(¿Michael qué más?)—, Michael Plant. —(¡Qué nombre tan tonto!)—. Se parece un poco a ti; físicamente, quiero decir. —En realidad no podía imaginarse que la tocara nadie más que el propio Matthew—. Es editor —(¿De verdad? ¿Por qué?)—. Está casado y tiene esposa y dos hijos.

       Elucubró esta fantasía, y se sintió orgullosa de sí misma.

       —¿Estáis pensando en casaros? —preguntó Matthew.

       Contestó antes de que pudiera contenerse:

       —¡No, por Dios!

       Cayó en la cuenta de que, si Matthew pretendía casarse con Phil Hunt, sus palabras habían sonado demasiado enfáticas, pero por lo visto todo estaba bien, ya que el tono de su voz sonó aliviado cuando dijo:

       —Es casi imposible imaginarse casado con otra persona, ¿no te parece? —Al decir esto la acercó a su lado, de modo que la cabeza de Susan quedó sobre su hombro. Susan se volvió y apoyó su rostro contra la oscuridad de su carne y escuchó el latido de la sangre, diciendo: Estoy sola, estoy sola, estoy sola.

       Por la mañana, Susan permaneció en la cama mientras él se vestía.

       Matthew había estado pensando durante la noche, porque ahora dijo:

       —Susan, ¿por qué no hacemos un grupo los cuatro?

       Por supuesto, se dijo, estaba claro que diría algo así. Si uno es sensato, si uno es razonable, si uno nunca se permite ningún bajo instinto ni la envidia, es normal que uno diga: ¡hagamos algo los cuatro!

       —¿Por qué no? —respondió ella.

       —Podríamos quedar los cuatro para comer. Quiero decir que es ridículo que salgas a hurtadillas y te metas en hoteles inmundos, y que yo me quede hasta tarde en la oficina, y todas estas mentiras que nos vemos obligados a contar.

       ¿Cómo diablos dije que se llamaba? Le entró el pánico por un momento, luego dijo:

       —Me parece una buena idea, pero Michael está de viaje. En todo caso cuando regrese, estoy segura de que os caeréis muy bien.

       —¿Así que está de viaje? Entonces eso explica que hayas estado… —Su marido se acomodó el nudo de la corbata con un ademán viril y coqueto que ella jamás habría asociado a él, se inclinó para besarla en la mejilla, con la expresión que suele acompañar estas palabras: ¡Oh, mi gatita traviesa! Y Susan percibió que, como respuesta, a su rostro asomaba una mirada traviesa y tímida.

       Por dentro se horrorizó ante la imagen de ambos, al ver cuánto se habían alejado de las emociones sinceras.

       ¡Así que ahora cargaba con un amante y él tenía la suya! ¡Qué vulgar, qué reconfortante, qué agradable! Y ahora lo convertirían en una relación a cuatro, y saldrían al teatro y a comer. Después de todo, los Rawlings podían permitirse ese tipo de cosas, y probablemente el editor Michael Plant también podía darse esos lujos a sí mismo y a su amante. No, no había nada que pudiera impedir que los cuatro entablaran la más intrincada relación de civilizada tolerancia, envueltos en un encantador resplandor crepuscular de pasión otoñal. ¿Quizá pudieran ir todos juntos de vacaciones? Había conocido gente que lo hacía. ¿O quizá Matthew no llegaría tan lejos?, ¿por qué no iba a hacerlo si era capaz de hablar de “salir los cuatro”?

       Se quedó acostada en el dormitorio vacío, mientras escuchaba que el coche se alejaba con Matthew dentro, camino del trabajo. Luego oyó el ajetreo de los niños al salir hacia la escuela, acompañado de la voz enérgica y alegre de Sophie. Se escondió entre las sábanas en busca de un refugio ante su propia insignificancia. Y alargó la mano hacia el espacio vacío que ocupara el cuerpo de su marido, pero no encontró alivio allí: él no era su marido. Se acurrucó hasta hacerse un pequeño y apretado ovillo bajo las sábanas; podría permanecer allí todo el día, toda la semana, a decir verdad, toda la vida.

       Pero a los pocos días debía crear a Michael Plant, pero ¿cómo? Se suponía que tenía que encontrar a algún hombre agradable dispuesto a interpretar el papel del editor llamado Michael Plant. Y a cambio, ella… ¿qué? Pues bien, para empezar harían el amor. La sola idea le daba ganas de llorar hasta el agotamiento. Oh, no, todo eso se había acabado para ella; la prueba era que las palabras “hacer el amor”, o siquiera el hecho de imaginarlo, el hacer tan solo un esfuerzo por revivir los placeres de la sensualidad, dejando de lado el afecto o el amor, la daban ganas de salir corriendo y esconderse para evitar todos esos esfuerzos… Dios mío, ¿por qué es necesario acostarse? ¿Para qué acostarse con alguien? Si uno se va a acostar con alguien, ¿qué importancia tiene con quién sea? ¿Por qué no salía simplemente a la calle, seducía a un hombre y tenía un salvaje encuentro sexual? ¿Por qué no? ¿O incluso con Fred? ¿Qué diferencia habría?

       Pero ella misma se había metido en ese lío; un interminable período de tiempo con un amante, llamado Michael, como parte de una galante y civilizada relación de a cuatro. Pues bien, no podía hacerlo y no lo haría.

       Se levantó de la cama, se vistió, bajó a buscar a la señora Parkes y le pidió prestada una libra, porque Matthew, dijo ella, había olvidado dejarle dinero. Intercambió con la señora Parkes algunos comentarios acerca de que todos los maridos son iguales, que no piensan, y sin decirle una palabra a Sophie, cuya voz podía oírse en el piso de arriba hablando por teléfono, se dirigió al metro, fue hasta South Kensington, hizo transbordo al Inner Circle, se bajó en Paddington y caminó hasta el Fred’s Hotel. Allí le dijo a Fred que al final no se iba de vacaciones y que necesitaba la habitación. Tendría que esperar una hora, respondió Fred. Estuvo en una concurrida casa de té-restaurante de la esquina, y se sentó a observar a la gente que entraba y salía por la puerta mientras se abría y cerraba en un vaivén constante, veía cómo se juntaba, mezclaba y separaba, y sintió que su ser se arrastraba hacia ellos, hacia su movimiento. Al cabo de una hora, dejó media corona por su té, y abandonó el lugar sin mirar atrás, tal y como había hecho al dejar su casa, la gran y hermosa casa blanca, sin volver la vista atrás, pero dedicándosela en secreto a Sophie. Volvió al hotel, le dieron la llave de la habitación diecinueve, ahora que estaba libre, y subió lentamente las sucias escaleras, mientras los pisos se desvanecían uno tras otro a su paso, con su mirada en alto, de manera que los pisos descendían vertiginosamente ante sus ojos y desaparecían de su vista.

       La habitación diecinueve estaba igual. Echó un vistazo perspicaz, minucioso, controlador; el brillo barato de la colcha de satén, que habían vuelto a colocar con torpeza después de que los dos cuerpos hubieran terminado de convulsionarse debajo; un rastro de polvo sobre el cristal de la cómoda; una intensa sombra verde en un pliegue de la cortina. Permaneció de pie junto a la ventana, mirando hacia abajo, observando a la gente ir y venir, ir y venir, hasta que su mente se nubló con el constante movimiento. Luego se sentó en la silla de mimbre y se concedió la pura inactividad. Pero debía ir con cuidado, porque no quería que Fred la sorprendiera cuando llamara a la puerta a las cinco de la tarde.

       Los demonios no estaban allí. Se habían ido para siempre, porque ella estaba comprando su libertad. Ya estaba dejándose llevar hacia el oscuro y fructífero sueño que parecía acariciarla en su interior, como el movimiento de su sangre… pero antes tenía que pensar en Matthew. ¿Debía escribir una carta al juez? Pero ¿qué iba a decirle? Quisiera que al dejar a Matthew se quedara con la misma mirada que había visto en su rostro esa mañana; banal, hay que admitirlo, pero al menos saludable. Bueno, aquello era imposible, no podía conservarse una mirada como esa si la esposa de uno se suicidaba. Pero no podía dejar que creyera que moría por un hombre, por el fascinante editor Michael Plant ¡Oh, qué ridículo! ¡Qué absurdo! ¡Qué humillante! No obstante decidió no preocupase por ello, decidió simplemente no pensar en los vivos. Si quería creer que tenía un amante, que lo creyese. Y quería creer que era así. Incluso cuando descubriera que no había ningún editor en Londres llamado Michael Plant, pensaría: Oh, pobre Susan, temía decirme su verdadero nombre.

       ¿Y qué importancia tenía si se casaba con Phil Hunt o con Sophie? Aunque debería optar por Sophie, que ya se había convertido en la madre de aquellos niños… y qué hipocresía estar allí sentada, preocupándose por los niños cuando iba a dejarlos porque no tenía fuerzas para quedarse.

       Disponía de unas cuatro horas. Fueron deliciosas, sombrías, dulces, y se dejó deslizar suavemente, suavemente, hacia la orilla del río. Luego, sin apenas un atisbo de conciencia, se puso en pie, empujó el delgado tapete contra la puerta, se aseguró de que las ventanas estuvieran bien cerradas, puso dos chelines en la estufa y encendió el gas. Por primera vez desde que había estado en la habitación se tumbó en la dura cama que olía a humedad, que olía a sudor y a sexo.

       Se tendió boca arriba, sobre la colcha de satén verde, pero sus piernas estaban frías. Se incorporó, encontró una manta doblada en uno de los cajones de la cómoda, y se las cubrió con delicadeza. Estaba muy contenta allí acostada, mientras escuchaba el silbido suave y tenue del gas que inundaba la habitación, sus pulmones, su cerebro, y se dejaba llevar a la deriva hacia el oscuro río.