martes, 16 de noviembre de 2021

El jardín de senderos que se bifurcan Jorge Luis Borges

 Jorge Luis Borges

         En la página 242 de la Historia de la Guerra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Montauban había sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.

         “... y colgué el tubo. Inmediatamente después, reconocí la voz que había contestado en alemán. Era la del capitán Richard Madden. Madden, en el departamento de Viktor Runeberg, quería decir el fin de nuestros afanes y —pero eso parecía muy secundario, o debería parecérmelo— también de nuestras vidas. Quería decir que Runeberg había sido arrestado o asesinado[1]. Antes que declinara el sol de ese día, yo correría la misma suerte. Madden era implacable. Mejor dicho, estaba obligado a ser implacable. Irlandés a las órdenes de Inglaterra, hombre acusado de tibieza y tal vez de traición ¿cómo no iba a abrazar y agradecer este milagroso favor: el descubrimiento, la captura, quizá la muerte de dos agentes del Imperio Alemán? Subí a mi cuarto; absurdamente cerré la puerta con llave y me tiré de espaldas en la estrecha cama de hierro. En la ventana estaban los tejados de siempre y el sol nublado de las seis. Me pareció increíble que es día sin premoniciones ni símbolos fuera el de mi muerte implacable. A pesar de mi padre muerto, a pesar de haber sido un niño en un simétrico jardín de Hai Feng ¿yo, ahora, iba a morir? Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí... El casi intolerable recuerdo del rostro acaballado de Madden abolió esas divagaciones. En mitad de mi odio y de mi terror (ahora no me importa hablar de terror: ahora que he burlado a Richard Madden, ahora que mi garganta anhela la cuerda) pensé que ese guerrero tumultuoso y sin duda feliz no sospechaba que yo poseía el Secreto. El nombre del preciso lugar del nuevo parque de artillería británico sobre el Ancre. Un pájaro rayó el cielo gris y ciegamente lo traduje en un aeroplano y a ese aeroplano en muchos (en el cielo francés) aniquilando el parque de artillería con bombas verticales. Si mi boca, antes que la deshiciera un balazo, pudiera gritar ese nombre de modo que los oyeran en Alemania... Mi voz humana era muy pobre. ¿Cómo hacerla llegar al oído del Jefe? Al oído de aquel hombre enfermo y odioso, que no sabía de Runeberg y de mí sino que estábamos en Staffordshire y que en vano esperaba noticias nuestras en su árida oficina de Berlín, examinando infinitamente periódicos... Dije en voz alta: Debo huir. Me incorporé sin ruido, en una inútil perfección de silencio, como si Madden ya estuviera acechándome. Algo —tal vez la mera ostentación de probar que mis recursos eran nulos— me hizo revisar mis bolsillos. Encontré lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las comprometedoras llaves inútiles del departamento de Runeberg, la libreta, un carta que resolví destruir inmediatamente (y que no destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos peniques, el lápiz rojo-azul, el pañuelo, el revólver con una bala. Absurdamente lo empuñé y sopesé para darme valor. Vagamente pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos mi plan estaba maduro. La guía telefónica me dio el nombre de la única persona capaz de transmitir la noticia: vivía n un suburbio de Fenton, a menos de media hora de tren.

         Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. Yo sé que fue terrible su ejecución. No lo hice por Alemania, no. Nada me importa un país bárbaro, que me ha obligado a la abyección de ser un espía. Además, yo sé de un hombre de Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que Goethe. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una hora fue Goethe... Lo hice, porque yo sentía que el Jefe tenía en poco a los de mi raza —a los innumerables antepasados que confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar a sus ejércitos. Además, yo debía huir del capitán. Sus manos y su voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí sin ruido, me dije adiós en el espejo, bajé, escudriñé la calle tranquila y salí. La estación no distaba mucho de casa, pero juzgué preferible tomar un coche. Argüí que así corría menos peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central. Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de Ashgove, pero saqué un pasaje para una estación más lejana. El tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta. Me apresuré: el próximo saldría a las nueve y media. No había casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo a unos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales de Tácito, un sodado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin. Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén. Era el capitán Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí en la otra punta del sillón, lejos del temido cristal.

         De esa aniquilación pasé a una felicidad casi abyecta. Me dije que estaba empeñado mi duelo y que yo había ganado el primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado. Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el último, y la difusión de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la estación. ¿Ashgrove? les pregunté a unos chicos en el andén. Ashgrove, contestaron. Bajé.

         Una lámpara ilustraba el andén, pero las caras de los niños quedaban en la zona de la sombra. Uno me interrogó: ¿Usted va a casa del doctor Stephen Albert? Sin aguardar contestación, otro dijo: La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la última), bajé unos escalones de piedra y entré en el solitario camino. Éste, lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían las ramas, la luna baja y circular parecía acompañarme.

          Por un instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algún modo mi desesperado propósito. Muy pronto comprendí que eso era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me recordó que tal era el procedimiento común para descubrir el patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: no en vano soy bisnieto de aquel Ts’ui Pên, que fue gobernador de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una novela que fuera todavía más populosa que el Hung Lu Meng y para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los hombres. Trece años dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie encontró el laberinto. Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua, ponientes. Llegué, así, a un alto portón herrumbrado. Entre las rejas descifré una alameda y una especie de pabellón. Comprendí, de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble: la música venía del pabellón, la música era china. Por eso, yo la había aceptado con plenitud, sin prestarle atención. No recuerdo si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las manos. El chisporroteo de la música prosiguió.

         Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz. Abrió el portón y dijo lentamente en mi idioma:

         —Veo que el piadoso Hsi P’êng se empeña en corregir mi soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?

         Reconocí el nombre de uno de nuestros cónsules y repetí desconcertado:

         —¿El jardín?

         —El jardín de senderos que se bifurcan.

         Algo se agitó en mi recuerdo y pronuncié con incomprensible seguridad:

         —El jardín de mi antepasado Ts’ui Pên.

         —¿Su antepasado? ¿Su ilustre antepasado? Adelante.

         El húmedo sendero zigzagueaba como los de mi infancia. Llegamos a una biblioteca de libros orientales y occidentales. Reconocí, encuadernados en seda amarilla, algunos tomos manuscritos de la Enciclopedia Perdida que dirigió el Tercer Emperador de la Dinastía Luminosa y que no se dio nunca a la imprenta. El disco del gramófono giraba junto a un fénix de bronce. Recuerdo también un jarrón de la familia rosa y otro, anterior de muchos siglos, de ese color azul que nuestros artífices copiaron de los alfareros de Persia...

         Stephen Albert me observaba, sonriente. Era (ya lo dije) muy alto, de rasgos afilados, de ojos grises y barba gris. Algo de sacerdote había en él y también de marino; después me refirió que había sido misionero en Tientsin “antes de aspirar a sinólogo”.

         Nos sentamos; yo en un largo y bajo diván; él de espaldas a la ventana y a un alto reloj circular. Computé que antes de una hora no llegaría mi perseguidor, Richard Madden. Mi determinación irrevocable podía esperar.

         —Asombroso destino el de Ts’ui Pên —dijo Stephen Albert—. Gobernador de su provincia natal, docto en astronomía, en astrología y en la interpretación infatigable de los libros canónicos, ajedrecista, famoso poeta y calígrafo: todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. A su muerte, los herederos no encontraron sino manuscritos caóticos. La familia, como acaso no ignora, quiso adjudicarlos al fuego; pero su albacea —un monje taoísta o budista— insistió en la publicación.

         —Los de la sangre de Ts’ui Pên —repliqué— seguimos execrando a ese monje. Esa publicación fue insensata. El libro es un acervo indeciso de borradores contradictorios. Lo he examinado alguna vez: en el tercer capítulo muere el héroe, en el cuarto está vivo. En cuanto a la otra empresa de Ts’ui Pên, a su Laberinto...

         —Aquí está el Laberinto —dijo indicándome un alto escritorio laqueado.

         —¡Un laberinto de marfil! —exclamé—. Un laberinto mínimo...

         —Un laberinto de símbolos —corrigió—. Un invisible laberinto de tiempo. A mí, bárbaro inglés, me ha sido deparado revelar ese misterio diáfano. Al cabo de más de cien años, los pormenores son irrecuperables, pero no es difícil conjeturar lo que sucedió. Ts’ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado; el hecho puede haber sugerido a los hombres un laberinto físico. Ts’ui Pên murió; nadie, en las dilatadas tierras que fueron suyas, dio con el laberinto; la confusión de la novela me sugirió que ése era el laberinto. Dos circunstancias me dieron la recta solución del problema. Una: la curiosa leyenda de que Ts’ui Pên se había propuesto un laberinto que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta que descubrí.

         Albert se levantó. Me dio, por unos instantes, la espalda; abrió un cajón del áureo y renegrido escritorio. Volvió con un papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era justo el renombre caligráfico de Ts’ui Pên. Leí con incomprensión y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. Albert prosiguió:

         —Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen cuya última página fuera idéntica a la primera, con posibilidad de continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por una mágica distracción del copista) se pone a referir textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Imaginé también una obra platónica, hereditaria, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo o corrigiera con piadoso cuidado la página de los mayores. Esas conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios capítulos de Tsúi Pên. En esa perplejidad, me remitieron de Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí; el jardín de senderos que se bifurcan era la novela caótica; la frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la bifurcación en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras; en la del casi inextricable Ts’ui Pên, opta —simultáneamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts’ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se resigna usted a mi pronunciación incurable, leeremos unas páginas.

         Su rostro, en el vívido círculo de la lámpara, era sin duda el de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó con lenta precisión dos redacciones de un mismo capítulo épico. En la primera, un ejército marcha hacia una batalla a través de una montaña desierta; el horror de las piedras y de la sombra le hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuación de la fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneración esas viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, repetidas en cada redacción como un mandamiento secreto: Así combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazón, violenta la espada, resignados a matar y a morir.

         Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro cuerpo una invisible, intangible pululación. No la pululación de los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, sino una agitación más inaccesible, más íntima y que ellos de algún modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió:

         —No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece años a la infinita ejecución de un experimento retórico. En su país, la novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género despreciable. Ts’ui Pên fue un novelista genial, preo también fue un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero novelista. El testimonio de sus contemporáneos proclama —y harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La controversia filosófica usurpa buena parte de su novela. Sé que de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el único problema que no figura en las páginas del Jardín. Ni siquiera usa la palabra que quiere decir tiempo. ¿Cómo se explica usted esa voluntaria omisión?

         Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo:

         —En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuál es la única palabra prohibida?

         Reflexioné un momento y repuse:

         —La palabra ajedrez.

         —Precisamente —dijo Albert—, El jardín de senderos que se bifurcan es una enorme adivinanza, o parábola, cuyo tema es el tiempo; esa causa recóndita le prohíbe la mención de su nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metáforas ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo más enfático de indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió, en cada uno de los meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts’ui Pên. He confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicación es obvia: El jardín de senderos que se bifurcan es una imagen incompleta, pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts’ui Pên. A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.

         —En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y venero su recreación del jardín de Ts’ui Pên.

         —No en todos —murmuró con una sonrisa—. El tiempo se bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de ellos soy su enemigo.

         Volví a sentir esa pululación de que hablé. Me pareció que el húmedo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo infinito de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó. En el amarillo y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y era el capitán Richard Madden.

         —El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo. ¿Puedo examinar de nuevo la carta?

         Albert se levantó. Alto, abrió el cajón del alto escritorio; me dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revólver. Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja, inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantánea: una fulminación.

         Lo demás es irreal, insignificante. Madden irrumpió, me arrestó. He sido condenado a la horca. Abominablemente he vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos periódicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio sinólogo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido, Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona con ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable contrición y cansancio.


[1] Hipótesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola automática al portador de la orden de arresto, capitán Richard Madden. Éste, en defensa propia, le causó heridas que determinaron su muerte. (Nota del Editor.)

lunes, 8 de noviembre de 2021

Kurd Lasswitz: La biblioteca universal

—Venga a sentarse a mi lado, Max —dijo el profesor Wallhausen—, y deje de rebuscar en mi escritorio. Le aseguro que en él no hay nada que pueda utilizar para su revista.

Max Burkel se acercó a la mesa de la sala de estar, se sentó lentamente y tendió la mano hacia la jarra de cerveza.

—Bueno, entonces prosit. Me alegra volver a estar aquí. Pero, diga usted lo que diga, sigue teniendo que escribir algo para mí.

—Por desgracia, no tengo ninguna buena idea en este momento. Además, ya se están escribiendo y, desgraciadamente, imprimiendo demasiadas cosas superfluas…

—Eso es algo que no necesita decírselo a un director de revista tan atareado como su seguro servidor. Sin embargo, mi pregunta es: ¿Qué es lo realmente superfluo? Los autores y su público no logran ponerse de acuerdo en absoluto al respecto.

Y lo mismo ocurre con los directores de revista y los críticos. Bueno, mis tres semanas de vacaciones acaban de empezar. Mientras tanto, que se preocupe mi ayudante.

—A veces me he preguntado —dijo la señora Wallhausen— cómo puede seguir encontrando usted algo nuevo que publicar. Me parece que, en la actualidad, ya debe de haberse escrito todo lo que puede ser expresado con palabras.

—Cabría pensar eso, pero la mente humana parece ser inagotable.

—Querrá decir en sus repeticiones.

—Bueno, sí —admitió Burkel—. Pero también en lo referente a nuevas ideas y expresiones.

—De todos modos —meditó el profesor Wallhausen—, uno podría expresar en letras de molde todo lo que pueda ser dado a la Humanidad, ya sea información histórica, conocimientos científicos de las leyes de la naturaleza, imaginación poética, todas las formas de expresión, e incluso las enseñanzas de la sabiduría. Dado, claro está, que todo ello pueda ser expresado en palabras. Después de todo, nuestros libros conservan y propagan los resultados del pensamiento. Pero el número de combinaciones posibles de una cierta cantidad de letras es limitado. Por consiguiente, toda la literatura posible debería poder ser impresa en un número finito de volúmenes.

—Mi querido amigo —intervino Burkel—, ahora está hablando usted más como un matemático que como un filósofo. ¿Cómo puede toda la literatura posible, incluida la del futuro, caber en un número finito de libros?

—En un momento le calcularé cuántos volúmenes se necesitarían para constituir una Biblioteca Universal. ¿Quieres —se volvió hacia su hija— darme una hoja de papel y un lápiz de mi escritorio?

—Trae también la tabla de logaritmos —añadió Burkel, bromeando.

—No es necesario; no lo es en lo más mínimo —declaró el profesor—. Pero ahora, mi literario amigo, tiene usted que ayudarme. Dígame: si somos frugales y eliminamos los diversos tipos de letra, escribiendo únicamente para un lector hipotético que esté dispuesto a soportar algunos inconvenientes tipográficos y sólo esté interesado en el contenido…

—No existe tal lector —dijo con firmeza Burkel.

—He dicho «lector hipotético». ¿Cuántos caracteres diferentes se necesitarían para imprimir todo tipo de literatura?

—Bueno —dijo Burkel—, limitémonos a las letras mayúsculas y minúsculas del alfabeto latino, los signos de puntuación acostumbrados, y los espacios que separan las palabras. Todo esto no sería mucho. Pero, para las obras científicas, la cosa varía. Especialmente las de ustedes, los matemáticos, que utilizan una enorme cantidad de símbolos.

—Que podrían ser reemplazados, de mutuo acuerdo, por pequeños índices tales como a1, a2 y a3, y a1, a2 y a3, añadiendo únicamente dos veces diez caracteres. Uno podría incluso usar este sistema para escribir palabras de los idiomas que no usan el alfabeto latino.

—De acuerdo. Quizá su lector hipotético o, mejor dicho, ideal, estaría dispuesto a aceptar también esto. Bajo esas condiciones, probablemente podríamos expresarlo todo con, digamos, un centenar de caracteres.

—Bien, bien. Ahora, ¿de qué tamaño desea que sea cada volumen?

—Me parece que uno podría agotar bastante bien un tema con unas quinientas páginas de libro. Digamos que hay cuarenta líneas por página y cincuenta caracteres por línea, o sea que tendremos cuarenta veces por cincuenta veces por quinientas veces, y eso nos dará el número de caracteres por volumen, es decir… Calcúlelo usted.

—Un millón —dijo el profesor—. Por consiguiente, si tomamos nuestro centenar de caracteres, lo repetimos en cualquier orden lo bastante a menudo como para llenar un volumen con espacio para un millón de caracteres, obtendremos algún tipo de obra literaria. Así que, si producimos mecánicamente todas las combinaciones posibles, lograremos al fin todas las obras que han sido escritas en el pasado o que puedan escribirse en el futuro.

Burkel dio una palmada en el hombro a su amigo.

—¿Sabe? Me voy a suscribir ahora mismo. Eso me suministrará todos los futuros volúmenes de mi revista; no tendré que seguir leyendo manuscritos. Es algo maravilloso, tanto para el director de una revista como para su editor: ¡la eliminación del autor del negocio literario! ¡El reemplazo del escritor por la imprenta automática! ¡Un triunfo de la tecnología!

—¿Cómo? —exclamó la señora Wallhausen—. ¿Decís que todo estará en esa biblioteca? ¿Las obras completas de Goethe? ¿La Biblia? ¿Las obras de todos los filósofos clásicos?

—Sí, y con todas las variaciones en las que nadie ha pensado aún. Encontrarías las obras perdidas de Tácito y su traducción a todos los idiomas, vivos y muertos. Además, todas las obras futuras de mi amigo Burkel y mías, todos los discursos ya olvidados, y los que aún deben ser pronunciados, de todos los parlamentos, la versión oficial de la Declaración Universal de la Paz, la historia de todas las guerras subsiguientes, todas las redacciones que todos nosotros escribimos en el colegio y en la universidad…

—Me hubiera gustado haber podido disponer de ese volumen cuando estudiaba —dijo la señora Wallhausen—. ¿O serían volúmenes?

—Probablemente volúmenes. No olvides que el espacio entre palabras es también un carácter tipográfico. Un libro quizá contuviese una sola línea, y todo el resto estuviera vacío. Por otra parte, incluso las obras más largas tendrían cabida, puesto que, caso de no caber en un volumen, podrían ser continuadas a lo largo de varios.

—No gracias. Encontrar algo ahí sería un verdadero problema.

—Sí, ésa sería una de las dificultades —dijo el profesor Wallhausen con una sonrisa complacida, contemplando el humo de su cigarro—. Claro que, a primera vista, uno podría pensar que esto quedaría simplificado por el hecho mismo de que la biblioteca tiene que contener por definición su propio catálogo e índice…

—¡Excelente!

—El problema sería hallarlo. Además, aunque uno encontrase un volumen índice, no le serviría de nada, dado que el contenido de la Biblioteca Universal se halla reflejado en un índice no sólo correctamente, sino de todas las maneras incorrectas y equívocas posibles.

—¡Diablos! Por desgracia, eso es cierto.

—Sí, habría un cierto número de dificultades. Digamos que tomamos un primer volumen de la Biblioteca Universal. Su primera página está vacía, y también lo están la segunda, la tercera y las demás quinientas páginas. Éste es el volumen en el que el «espaciado» ha sido repetido un millón de veces.

—Al menos ese volumen no contendrá ninguna tontería —observó la señora Wallhausen.

—Menudo consuelo. Pero tomemos el segundo volumen. También está vacío, hasta que en la página quinientos, línea cuarenta, al final, hay una solitaria «a» minúscula. Lo mismo ocurre en el tercer volumen, pero la «a» ha adelantado un lugar. Y a partir de ahí la «a» va avanzando lentamente, lugar a lugar, a través del primer millón de volúmenes, hasta que alcanza el primer espacio de la página uno, línea uno, del primer volumen del segundo millón. Las cosas continúan de esta manera durante el primer centenar de millones de volúmenes, hasta que cada uno de los cien caracteres ha efectuado su solitario viaje desde el último al primer lugar de la línea de libros. Luego lo mismo ocurre con la «aa», o con cualquier combinación de otros dos caracteres. Y un volumen puede contener un millón de puntos, y otro un millón de interrogantes.

—Bueno —dijo Burkel—, debería ser fácil reconocer y eliminar tales volúmenes.

—Quizá. Pero aún falta lo peor. Eso sucede cuando uno ha encontrado un volumen que parece tener sentido. Digamos que uno desea refrescar su memoria acerca de un pasaje del Fausto de Goethe, y logra alcanzar un volumen que parece tener sentido. Pero cuando ha leído una o dos páginas, todo pasa a ser «aaaaa», y esto es lo único que hay en el resto de las páginas del libro, o quizás uno halle una tabla de logaritmos. Pero no puede saber si es correcta. Recordad que la Biblioteca Universal contiene todo lo correcto, pero también todas las variaciones incorrectas posibles. De la misma forma, uno tampoco puede fiarse de los títulos de los capítulos. Un volumen puede comenzar con las palabras «Historia de la Guerra de los Treinta Años», y luego decir: «Tras las nupcias del príncipe Blücher con la reina de Dahomey, que fueron celebradas en las Termopilas…», ya saben lo que quiero decir. Naturalmente, nadie quedará en ridículo por esto. Si un autor ha escrito las tonterías más increíbles, estarán naturalmente en la Biblioteca Universal. Aparecerán bajo su nombre. Pero también estarán firmadas por William Shakespeare, y por cualquier otro autor posible. Encontrará uno de sus libros en el que tras cada frase se asegure que todo aquello son tonterías, y otro en el que se diga, tras las mismas frases, que constituyen la más prístina de las verdades.

—Ya basta —exclamó Burkel—. En cuanto comenzó usted a hablar, supe que esto iba a ser una broma. No me suscribiré a su Biblioteca Universal. Sería imposible separar lo cierto de lo falso, lo que tuviera sentido de lo que no lo tuviera. Si voy a encontrar varios millones de volúmenes que afirman ser todos la verdadera historia de Alemania durante el siglo XX, y todos ellos se contradicen, me valdrá más seguir leyendo los originales de los historiadores.

—¡Muy astuto por su parte! Porque, de otro modo, se enfrentaría con una tarea imposible. Pero no estaba tratando de gastarle una broma, como usted pretende. Nunca afirmé que se pudiera utilizar la Biblioteca Universal; simplemente dije que era posible calcular, exactamente, cuántos volúmenes se necesitarían para que una tal Biblioteca Universal contuviera toda la literatura posible.

—Adelante, calcúlalo —dijo la señora Wallhausen—. Podemos ver que esta hoja de papel en blanco te está molestando.

—No la necesito —dijo el profesor—. Puedo hacer el cálculo mentalmente. Lo único que necesito es comprender exactamente cómo se va a producir esa biblioteca. Primero, tenemos cada uno de esos cien caracteres. Luego, añadimos a cada uno de ellos cada uno de los otros cien caracteres, de modo que tenemos un centenar de veces un centenar de grupos formado cada uno por dos caracteres. Añadiendo el tercer grupo de nuestros caracteres, tendremos 100 × 100 × 100 grupos de tres caracteres cada uno, etc. Dado que tenemos un millón de posiciones posibles por volumen, el número total de volúmenes es cien elevado a la millonésima potencia. Y, como cien es el cuadrado de diez, obtenemos el mismo número con un diez con dos millones como exponente. Esto significa, simplemente, un uno seguido por dos millones de ceros. Aquí lo tenéis.

—Gracias por facilitarnos tanto la vida —indicó la señora Wallhausen—. Pero ¿por qué no lo escribes de la forma habitual?

—No seré yo quien lo haga. Me ocuparía al menos dos semanas, sin perder tiempo en comer o dormir. Si imprimiese ese número, tendría algo más de tres kilómetros de largo.

—¿Qué nombre tiene ese número? —quiso saber su hija.

—No tiene nombre. Ni siquiera hay forma alguna en que podamos esperar comprender alguna vez un número así, dado lo colosal que es, aunque sea finito.

—¿Y si lo expresáramos en trillones? —preguntó Burkel.

—El trillón de los matemáticos es un número bastante grande: un uno seguido por dieciocho ceros. Pero si expresas el número de volúmenes en trillones, obtendrás una cifra con 1 999 982 ceros en lugar de los dos millones de antes. No sirve de nada; resulta tan incomprensible como el otro. Pero esperad un momento.

El profesor escribió algunos números en la hoja de papel.

—¡Sabía que acabaría haciendo eso! —exclamó satisfecha la señora Wallhausen.

—Ya está —anunció su esposo—. Suponiendo que cada volumen tuviera dos centímetros de grueso, y que toda la biblioteca estuviera dispuesta en una sola y larga hilera, ¿qué longitud creéis que tendría?

—Yo lo sé —dijo su hija—. ¿Quieres que te lo diga?

—Adelante.

—El doble de centímetros que el número de volúmenes.

—Bravo, cariño. Absolutamente exacto. Ahora, estudiemos esto más detenidamente. Sabéis que la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por segundo, lo cual equivale aproximadamente 10 billones de kilómetros en un año, lo que es igual a 1 000 000 000 000 000 000 de centímetros, su trillón matemático, Burkel. Si nuestro bibliotecario pudiera moverse a la velocidad de la luz, necesitaría dos años para pasar un trillón de volúmenes. Ir desde un extremo a otro de la biblioteca, a la velocidad de la luz, le representaría el doble de años que trillones de volúmenes hay en ella. Teníamos ya esta cifra antes, y creo que nada puede mostrar con mayor claridad lo imposible que es captar el significado de ese 102 000 000 a pesar de que, como he dicho repetidas veces, se trate de un número finito.

—Si las damas me lo permiten, desearía hacerle una última pregunta —intervino Burkel—. Sospecho que ha calculado usted una biblioteca para la que no existe lugar en el universo.

—Lo veremos en un instante —respondió el profesor, tomando el lápiz—. Bien, supongamos que se empaquetase la biblioteca en cajas de mil volúmenes, y que cada caja tuviese la capacidad exacta de un metro cúbico. Todo el espacio hasta las más lejanas galaxias en espiral conocidas no podría contener la Biblioteca Universal. De hecho, se necesitarla tantas veces este espacio, que el número de universos empaquetados vendría representado por una cantidad con únicamente unos 60 ceros menos que la cantidad que indica el número de volúmenes. Sea cual sea la forma en que tratemos de visualizaría, no lo conseguiremos.

—Yo siempre pensé que sería infinita —dijo Burkel.

—No, ése es exactamente el quid de la cuestión. El número no es infinito, es una cantidad finita, las matemáticas que hemos empleado no tienen fallo alguno. Lo que resulta sorprendente es que podamos escribir en un trocito de papel el número de volúmenes que comprenderían toda la literatura posible, algo que, a primera vista, parece ser infinito. Pero si después tratamos de visualizarlo…, por ejemplo, tratamos de hallar un volumen específico, nos damos cuenta de que no podemos abarcar lo que, por otra parte, es un pensamiento muy claro y lógico que nosotros mismos hemos desarrollado.

—Bueno —concluyó Burkel—, la coincidencia actúa, pero la razón crea. Y por esto, mañana me escribirá usted todo esto con lo que hoy nos ha divertido. De esta forma conseguiré un artículo para mi revista que me podré llevar conmigo.

—De acuerdo. Se lo escribiré. Pero le advierto que sus lectores van a llegar a la conclusión de que se trata de un extracto de uno de los volúmenes superfluos de la Biblioteca Universal.

martes, 2 de noviembre de 2021

La biblioteca de Babel - Borges

El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número

indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de

ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier

hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La

distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos

anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los

pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un

angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A

izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite

dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera

espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que

fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la

Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo

prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz

procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada

hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente, incesante.

Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he

peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis

ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas

leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren

por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá

largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es

infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las

salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de

nuestra intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o

pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular

con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes;

pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es Dios.)

Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo

centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.

A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada

anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de

cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de

unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro;

esas letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión,

alguna vez, pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento,

a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero

rememorar algunos axiomas.

El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo colorario

inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar.

El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos

malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos

enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el

bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que

hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que

mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del

interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.

El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa

comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la

Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había

descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi

padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro, constaba de las

letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro

(muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página

penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o

una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de

incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios repudian la

supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de

buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los

inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero

sostienen que esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese

dictamen, ya veremos no es del todo falaz.)

Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a

lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros

bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad

que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba,

es incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas

de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o

rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la

subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que 

puede tener la misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no

prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido

aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.

Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan

confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas.

Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas

en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el

idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico.

También se descifró el contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por

ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un

bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este

pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos

iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También

alegó un hecho que todos los viajeros han confirmado: No hay en la vasta

Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la

Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones

de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o

sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa

del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca,

miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la

demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de

Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese

evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las

lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda

pudo escribir (y no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos

de Tácito.

Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera

impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de

un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente

solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo

bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se

habló mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para

siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y guardaban arcanos

prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos abandonaron el dulce hexágono

natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano propósito de encontrar su

Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían

oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros

engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones

remotas. Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que

se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los 

buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o

alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.

También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la

humanidad: el origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves

misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la

multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los

vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres

fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en

el desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin

peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de escaleras con el bibliotecario;

alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en busca de palabras infames.

Visiblemente, nadie espera descubrir nada.

A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La

certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y

de que esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta

blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y

símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros

canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La

secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se

ocultaban en las letrinas, con unos discos de metal en un cubilete prohibido, y

débilmente remedaban el divino desorden.

Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles.

Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con

fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético,

se debe la insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero

quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos

notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano

resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la

Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles

imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la

opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de las depredaciones

cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos

fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono

Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y

mágicos.

También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro.

En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro

que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo

ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún

vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. 

Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el

venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método

regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente un libro B que indique el

sitio de A; para localizar el libro B, consultar previamente un libro C, y así hasta lo

infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece

inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los

dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo

haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí,

que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea

ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se

justifique.

Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo

razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción.

Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el

incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo

confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian el

desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo

y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las estructuras

verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos,

pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los

muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre

de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista incoherentes,

sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa justificación

es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar unos

caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de

sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una

sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos

lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta

epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco

anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación. (Un

número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo

biblioteca admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías

hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete

palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás seguro de

entender mi lenguaje?).

La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La

certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco

distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las

páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias

heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han 

diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más

frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie

humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada,

solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil,

incorruptible, secreta.

Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre

retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan

limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos

pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin

límites, olvidan que los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar

esta solución del antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un

eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al cabo de los

siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que, repetido,

sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.

martes, 26 de octubre de 2021

El fin Borges

Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la

otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que

se enredaba y desataba infinitamente... Recordó poco a poco la realidad, las cosas

cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo

inútil, el poncho de lana ordinaria que le cubría las piernas. Afuera, más allá de los

barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aún

quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó, hasta dar con un

cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro

lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro

que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a

otro forastero en una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la

pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no

había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había

acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no

olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le

había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de

apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluimos apiadándonos

con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la

parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado

a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el

cerco rojo de la luna era señal de lluvia.

Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le

preguntó con los ojos si había parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que

no; el negro no contaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó

un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder. 

La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un

punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía

venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo

moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose

a trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio mas pero lo oyó

chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.

Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con

dulzura:

-Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.

El otro, con voz áspera, replicó:

-Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he

venido.

Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:

-Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.

El otro replicó sin apuro:

-Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise

mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.

-Ya me hice cargo -dijo el negro-. Espero que los dejó con salud.

El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió

una caña y la paladeó sin concluirla.

-Les dí buenos consejos -declaró-, que nunca están de más y no cuestan nada.

Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.

Un lento acorde precedió la respuesta del negro:

-Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.

-Por lo menos a mí -dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta-: Mi

destino ha querido que yo matara, y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la

mano.

El negro, como si no lo oyera, observó:

-Con el otoño se van acortando los días.

-Con la luz que queda me basta -replicó el otro, poniéndose de pie.

Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:

-Deja en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.

Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:

-Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero. 

El otro contestó con seriedad:

-En el primero no te fue mal, lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al

segundo.

Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura

era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el

forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el

negro dijo:

-Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga

todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató

a mi hermano.

Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo

sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del

negro.

Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o

tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es

intraducible como la música... Desde su catre, Recabarren vió el fin. Una embestida

y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una

puñalada profunda, que penetró el vientre. Después vino otra que el pulpero no

alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su

agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas

con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie.

Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un

hombre. 

martes, 19 de octubre de 2021

El indigno – Jorge Luis Borges

 La imagen que tenemos de la ciudad siempre es algo anacrónica. El café ha degenerado en bar; el zaguán que nos dejaba entrever los patios y la parra es ahora un borroso corredor con un ascensor en el fondo. Así, yo creí durante años que a determinada altura de Talcahuano me esperaba la Librería Buenos Aires; una mañana comprobé que la había reemplazado una casa de antigüedades y me dijeron que don Santiago Fischbein, el dueño, había fallecido. Era más bien obeso; recuerdo menos sus facciones que nuestros largos diálogos. Firme y tranquilo, solía condenar el sionismo, que haría del judío un hombre común, atado, como todos los otros, a una sola tradición y un solo país, sin las complejidades y discordias que ahora lo enriquecen. Estaba compilando, me dijo, una copiosa antología de la obra de Baruch Spinoza aligerada de todo ese aparato euclidiano que traba la lectura y que da a la fantástica teoría un rigor ilusorio. Me mostró, y no quiso venderme, un curioso ejemplar de la Kabbala denudata de Rosenroth, pero en mi biblioteca hay algunos libros de Ginsburg y de Waite que llevan su sello.

Una tarde en que los dos estábamos solos me confió un episodio de su vida, que hoy puedo referir. Cambiaré, como es de prever, algún pormenor.

«Voy a revelarle una cosa que no he contado a nadie. Ana, mi mujer, no lo sabe, ni siquiera mis amigos más íntimos. Hace ya tantos años que ocurrió que ahora la siento como ajena. A lo mejor le sirve para un cuento, que usted, sin duda, surtirá de puñales. No sé si ya le he dicho alguna otra vez que soy entrerriano. No diré que éramos gauchos judíos; gauchos judíos no hubo nunca. Éramos comerciantes y chacareros. Nací en Urdinarrain, de la que apenas guardo memoria; cuando mis padres se vinieron a Buenos Aires, para abrir una tienda, yo era muy chico. A unas cuadras quedaba el Maldonado y después los baldíos.

Carlyle ha escrito que los hombres precisan héroes. La historia de Grosso me propuso el culto de San Martín, pero en él no hallé más que un militar que había guerreado en Chile y que ahora era una estatua de bronce y el nombre de una plaza. El azar me dio un héroe muy distinto, para desgracia de los dos: Francisco Ferrari. Ésta debe ser la primera vez que lo oye nombrar.

El barrio no era bravo como lo fueron, según dicen, los Corrales y el Bajo, pero no había almacén que no contara con su barra de compadritos. Ferrari paraba en el almacén de Triunvirato y Thames. Fue ahí donde ocurrió el incidente que me llevó a ser uno de sus adictos. Yo había ido a comprar un cuarto de yerba. Un forastero de melena y bigote se presentó y pidió una ginebra. Ferrari le dijo con suavidad:

—Dígame ¿no nos vimos anteanoche en el baile de la Juliana? ¿De dónde viene?

—De San Cristóbal —dijo el otro.

—Mi consejo —insinuó Ferrari— es que no vuelva por aquí. Hay gente sin respeto que es capaz de hacerle pasar un mal rato.

El de San Cristóbal se fue, con bigote y todo. Tal vez no fuera menos hombre que el otro, pero sabía que ahí estaba la barra.

Desde esa tarde Francisco Ferrari fue el héroe que mis quince años anhelaban. Era morocho, más bien alto, de buena planta, buen mozo a la manera de la época. Siempre andaba de negro. Un segundo episodio nos acercó. Yo estaba con mi madre y mi tía; nos cruzamos con unos muchachones y uno le dijo fuerte a los otros:

—Déjenlas pasar. Carne vieja.

Yo no supe qué hacer. En eso intervino Ferrari, que salía de su casa. Se encaró con el provocador y le dijo:

—Si andás con ganas de meterte con alguien ¿por qué no te metés conmigo más bien?

Los fue filiando, uno por uno, despacio, y nadie contestó una palabra. Lo conocían.

Se encogió de hombros, nos saludó y se fue. Antes de alejarse, me dijo:

—Si no tenés nada que hacer, pasá luego por el boliche.

Me quedé anonadado. Sarah, mi tía, sentenció:

—Un caballero que hace respetar a las damas.

Mi madre, para sacarme del apuro, observó:

—Yo diría más bien un compadre que no quiere que haya otros.

No sé cómo explicarle las cosas. Yo me he labrado ahora una posición, tengo esta librería que me gusta y cuyos libros leo, gozo de amistades como la nuestra, tengo mi mujer y mis hijos, me he afiliado al Partido Socialista, soy un buen argentino y un buen judío. Soy un hombre considerado. Ahora usted me ve casi calvo; entonces yo era un pobre muchacho ruso, de pelo colorado, en un barrio de las orillas. La gente me miraba por encima del hombro. Como todos los jóvenes, yo trataba de ser como los demás. Me había puesto Santiago para escamotear el Jacobo, pero quedaba el Fischbein. Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros. Yo sentía el desprecio de la gente y yo me despreciaba también. En aquel tiempo, y sobre todo en aquel medio, era importante ser valiente; yo me sabía cobarde. Las mujeres me intimidaban; yo sentía la íntima vergüenza de mi castidad temerosa. No tenía amigos de mi edad.

No fui al almacén esa noche. Ojalá nunca lo hubiera hecho. Acabé por sentir que en la invitación había una orden; un sábado, después de comer, entré en el local.


Ferrari presidía una de las mesas. A los otros yo los conocía de vista; serían unos siete. Ferrari era el mayor, salvo un hombre viejo, de pocas y cansadas palabras, cuyo nombre es el único que no se me ha borrado de la memoria: don Eliseo Amaro. Un tajo le cruzaba la cara, que era muy ancha y floja. Me dijeron, después, que había sufrido una condena.

Ferrari me sentó a su izquierda; a don Eliseo lo hicieron mudar de lugar. Yo no las tenía todas conmigo. Temía que Ferrari aludiera al ingrato incidente de días pasados. Nada de eso ocurrió; hablaron de mujeres, de naipes, de comicios, de un payador que estaba por llegar y que no llegó, de las cosas del barrio. Al principio les costaba aceptarme; luego lo hicieron, porque tal era la voluntad de Ferrari. Pese a los apellidos, en su mayoría italianos, cada cual se sentía (y lo sentían) criollo y aun gaucho. Alguno era cuarteador o carrero o acaso matarife; el trato con los animales los acercaría a la gente de campo. Sospecho que su mayor anhelo hubiera sido ser Juan Moreira. Acabaron por decirme el Rusito, pero en el apodo no había desprecio. De ellos aprendí a fumar y otras cosas.

En una casa de la calle Junín alguien me preguntó si yo no era amigo de Francisco Ferrari. Le contesté que no; sentí que haberle contestado que sí hubiera sido una jactancia.

Una noche la policía entró y nos palpó. Alguno tuvo que ir a la comisaría; con Ferrari no se metieron. A los quince días la escena se repitió; esta segunda vez arrearon con Ferrari también, que tenía una daga en el cinto. Acaso había perdido el favor del caudillo de la parroquia.

Ahora veo en Ferrari a un pobre muchacho, iluso y traicionado; para mí, entonces, era un dios.

La amistad no es menos misteriosa que el amor o que cualquiera de las otras faces de esta confusión que es la vida. He sospechado alguna vez que la única cosa sin misterio es la felicidad, porque se justifica por sí sola. El hecho es que Francisco Ferrari, el osado, el fuerte, sintió amistad por mí, el despreciable. Yo sentí que se había equivocado y que yo no era digno de esa amistad. Traté de rehuirlo y no me lo permitió. Esta zozobra se agravó por la desaprobación de mi madre, que no se resignaba a mi trato con lo que ella nombraba la morralla y que yo remedaba. Lo esencial de la historia que le refiero es mi relación con Ferrari, no los sórdidos hechos, de los que ahora no me arrepiento. Mientras dura el arrepentimiento dura la culpa.

El viejo, que había retomado su lugar al lado de Ferrari, secreteaba con él. Algo estarían tramando. Desde la otra punta de la mesa, creí percibir el nombre de Weidemann, cuya tejeduría quedaba por los confines del barrio. Al poco tiempo me encargaron, sin más explicaciones, que rondara la fábrica y me fijara bien en las puertas. Ya estaba por atardecer cuando crucé el arroyo y las vías. Me acuerdo de unas casas desparramadas, de un sauzal y unos huecos. La fábrica era nueva, pero de aire solitario y derruido; su color rojo, en la memoria, se confunde ahora con el poniente. La cercaba una verja. Además de la entrada principal, había dos puertas en el fondo que miraban al sur y que daban directamente a las piezas.

Confieso que tardé en comprender lo que usted ya habrá comprendido. Hice mi informe, que otro de los muchachos corroboró. La hermana trabajaba en la fábrica. Que la barra faltara al almacén un sábado a la noche hubiera sido recordado por todos; Ferrari decidió que el asalto se haría el otro viernes. A mí me tocaría hacer de campana. Era mejor que, mientras tanto, nadie nos viera juntos. Ya solos en la calle los dos, le pregunté a Ferrari:

—¿Usted me tiene fe?

—Sí —me contestó—. Sé que te portarás como un hombre.

Dormí bien esa noche y las otras. El miércoles le dije a mi madre que iba a ver en el centro una vista nueva de cowboys. Me puse lo mejor que tenía y me fui a la calle Moreno. El viaje en el Lacroze fue largo. En el Departamento de Policía me hicieron esperar, pero al fin uno de los empleados, un tal Eald o Alt, me recibió. Le dije que venía a tratar con él un asunto confidencial. Me respondió que hablara sin miedo. Le revelé lo que Ferrari andaba tramando. No dejó de admirarme que ese nombre le fuera desconocido; otra cosa fue cuando le hablé de don Eliseo.

—¡Ah! —me dijo—. Ése fue de la barra del Oriental.

Hizo llamar a otro oficial, que era de mi sección, y los dos conversaron. Uno me preguntó, no sin sorna:

—¿Vos venís con esta denuncia porque te creés un buen ciudadano?

Sentí que no me entendería y le contesté:

—Sí, señor. Soy un buen argentino.

Me dijeron que cumpliera con la misión que me había encargado mi jefe, pero que no silbara cuando viera venir a los agentes. Al despedirme, uno de los dos me advirtió:

—Andá con cuidado. Vos sabés lo que les espera a los batintines.

Los funcionarios de policía gozan con el lunfardo, como los chicos de cuarto grado. Le respondí:

—Ojalá me maten. Es lo mejor que puede pasarme.

Desde la madrugada del viernes, sentí el alivio de estar en el día definitivo y el remordimiento de no sentir remordimiento alguno. Las horas se me hicieron muy largas. Apenas probé la comida. A las diez de la noche fuimos juntándonos a una cuadra escasa de la tejeduría. Uno de los nuestros falló; don Eliseo dijo que nunca falta un flojo. Pensé que luego le echarían la culpa de todo. Estaba por llover. Yo temí que alguien se quedara conmigo, pero me dejaron solo en una de las puertas del fondo. Al rato aparecieron los vigilantes y un oficial. Vinieron caminando; para no llamar la atención habían dejado los caballos en un terreno. Ferrari había forzado la puerta y pudieron entrar sin hacer ruido. Me aturdieron cuatro descargas. Yo pensé que adentro, en la oscuridad, estaban matándose. En eso vi salir a la policía con los muchachos esposados. Después salieron dos agentes, con Francisco Ferrari y don Eliseo Amaro a la rastra. Los habían ardido a balazos. En el sumario se declaró que habían resistido la orden de arresto y que fueron los primeros en hacer fuego. Yo sabía que era mentira, porque no los vi nunca con revólver. La policía aprovechó la ocasión para cobrarse una vieja deuda. Días después, me dijeron que Ferrari trató de huir, pero que un balazo bastó. Los diarios, por supuesto, lo convirtieron en el héroe que acaso nunca fue y que yo había soñado.

A mí me arrearon con los otros y al poco tiempo me soltaron».

martes, 5 de octubre de 2021

Funes el memorioso, Borges

 Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo -género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, «un Zarathustra cimarrón y vernáculo «; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.

Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año 84. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: «¿Qué horas son, Ireneo?». Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: ‘Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco». La voz era aguda, burlona. Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.

Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O’Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto.

Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles. Los años 85 y 86 veraneamos en la ciudad de Montevideo. El 87 volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el «cronométrico Funes». Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina. No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los Comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, «del día 7 de febrero del año 84», ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, «había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó «, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario «para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín». Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, f por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat y la obra de Plinio.

El 14 de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba «nada bien». Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El «Saturno» zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día. En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del capítulo xxiv del libro VII de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non iisdern verbis redderetur audíturn.

Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.

Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los veintidós idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.

Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños.

Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: «Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo». Y también: «Mis sueños son como la vigilia de ustedes». Y también, hacia el alba: «Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras». Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.

Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo. La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando. Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele.

Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoléon, Agustín de Vedía. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas… Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades: análisis que no existe en los «números» El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme. Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.

Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.

Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos. La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.

Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce,

más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.

Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.

martes, 10 de agosto de 2021

ESSE EST PERCIPI (Ser es ser percibido) de Jorge Luis Borges-Adolfo Bioy Casares

Viejo turista de la zona de Nuñez y aledaños, no dejé de notar que venía faltando en su lugar de siempre el monumental estadio de River. Consternado, consulté al respecto al amigo y doctor Gervasio Montenegro, miembro de número de la Academia Argentina de Letras. En él hallé el motor que me puso sobre la pista. Su pluma compilaba por aquel entonces una a modo de Historia panorámica del periodismo nacional, obra llena de méritos, en la que se afanaba su secretaria. Las documentaciones de práctica lo habían llevado casualmente a husmear el busilis. Poco antes de adormecerse del todo, me remitió a un amigo común, Tulio Savastano, presidente del club Abasto Juniors, de cuya sede, sita en el Edificio Amianto, de avenida Corrientes y Pasteur, me di traslado. Este directivo, pese al régimen doble dieta a que lo tiene sometido su médico y vecino doctor Narbondo, mostrábase aún movedizo y ágil. Un tanto enfarolado por el último triunfo de su equipo sobre el combinado canario, se despachó a sus anchas y me confió, mate va, mate viene, pormenores de bulto que aludían a la cuestión sobre el tapete. Aunque yo me repitiese que Savastano había sido otrora el compinche de mis mocedades de Agüero esquina Humahuaca, la majestad del cargo me imponía y, cosa de romper la tirantez, congratulélo sobre la tramitación del último goal que, a despecho de la intervención de Zarlenga y Parodi, conviertiera el centro-half Renovales, tras aquel pase histórico de Musante. Sensible a mi adhesión al once de Abasto, el prohombre dio una chupada postrimera a la bombilla exhausta, diciendo filosóficamente, como aquel que sueña en voz alta:

-Y pensar que fui yo el que les inventé esos nombres.

-¿Alias? -pregunté, gemebundo-. ¿Musante no se llama Musante? ¿Renovales no es Renovales? ¿Limardo no es el genuino patronímico del ídolo que aclama la afición?

La respuesta me aflojó todos los miembros.

-¿Cómo? ¿Usted cree todavía en la afición y en los ídolos? ¿Dónde ha vivido, don Domecq?

En eso entró un ordenanza que parecía un bombero y musitó que Ferrabás quería hablarle al señor.

-¿Ferrabás, el locutor de la voz pastosa? -exclamé- ¿El animador de la sobremesa cordial de las 13 y 15 y del jabón Profumo? ¿Estos, mis ojos, le verán tal cual es? ¿De verás que se llama Ferrabás?

-Que espere -ordenó el señor Savastano.

-¿Que espere? ¿No será más prudente que yo me sacrifique y me retire? -aduje con sincera abnegación.

-Ni se le ocurra -contestó Savastano-. Arturo, dígale a Ferrabás que pase. Tanto da...

Ferrabás hizo con naturalidad su entrada. Yo iba a ofrecerle mi butaca, pero Arturo, el bombero, me disuadió con una de esas miraditas que son como una masa de aire polar. La voz presidencial dictaminó:

-Ferrabás, ya hablé con De Filipo y con Camargo. En la fecha próxima pierde Abasto, por dos a uno. Hay juego recio, pero no vaya a recaer, acuérdese bien, en el pase de Musante a Renovales, que la gente sabe de memoria. Yo quiero imaginación, imaginación. ¿Comprendido? Ya puede retirarse.

Junté fuerzas para aventurar la pregunta:

-¿Debo deducir que el score se digita?

Savastano, literalmente, me revolcó en el polvo.

-No hay score ni cuadros ni partidos. Los estadios ya son demoliciones que se caen a pedazos. Hoy todo pasa en la televisión y en la radio. La falsa excitación de los locutores, ¿nunca lo llevó a maliciar que todo es patraña? El último partido de fútbol se jugó en esta capital el día 24 de junio del 37. Desde aquel preciso momento, el fútbol, al igual que la vasta gama de los deportes, es un género dramático, a cargo de un solo hombre en una cabina o de actores con camiseta ante el cameraman.

-Señor, ¿quién inventó las cosas? -atiné a preguntar.

-Nadie lo sabe. Tanto valdría pesquisar a quién se le ocurrieron primero las inauguraciones de escuelas y las visitas fastuosas de testas coronadas. Son cosas que no existen fuera de los estudios de grabación y de las redacciones. Convénzase, Domecq, la publicidad masiva es la contramarca de los tiempos modernos.

-¿Y la conquista del espacio? -gemí.

-Es un programa foráneo, una coproducción yanqui-soviética. Un laudable adelanto, no lo neguemos, del espectáculo cientifista.

-Presidente, usted me mete miedo -mascullé, sin respetar la vía jerárquica-. ¿Entonces en el mundo no pasa nada?

-Muy poco -contestó con su flema inglesa-. Lo que yo no capto es su miedo. El género humano está en casa, repatingado, atento a la pantalla o al locutor, cuando no a la prensa amarilla. ¿Qué mas quiere, Domecq? Es la marcha gigante de los siglos, el ritmo del progreso que se impone.

-¿Y si se rompe la ilusión? -dije con un hilo de voz.

-Qué se va a romper -me tarnquilizó. -Por si acaso, seré una tumba -le prometí-. Lo juro por mi adhesión personal, por mi lealtad al equipo, por usted, por Limardo, por Renovales.

-Diga lo que se le dé la gana, nadie le va a creer.

Sonó el teléfono. El presidente portó el tubo al oído y aprovechó la mano libre para indicarme la puerta de salida.