domingo, 30 de mayo de 2021

La extraña casa en la niebla. H.P. Lovecraft

De mañana, la niebla asciende del mar por los acantilados de mas allá de Kingsport. Sube, blanca y algodonosa, al encuentro de sus hermanas las nubes, henchidas de sueños de húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y más tarde, en sosegadas lluvias estivales que mojan los empinados tejados de los poetas, las nubes esparcen esos sueños a fin de que los hombres no vivan sin el rumor de los viejos y extraños secretos y maravillas que los planetas cuentan a los planetas durante la noche.

Cuando los relatos acuden en tropel a las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades invadidas por la algas emiten aires insensatos aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces las grandes brumas ansiosas se espesan en el cielo cargado de saber, y los ojos que miran el océano desde lo alto de las rocas tan sólo ven una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el límite de toda la tierra, y las campanas solemnes de las boyas tañesen libremente en el éter irreal.

Ahora bien, al norte del arcaico Kingsport, los riscos se elevan con arrogancia, altos y curiosos, terraza sobre terraza, hasta que el más septentrional de todos se recorta en el cielo como una nube gris y helada por el viento. Desolada, sobresale una punta en el espacio ilimitado, ya que la costa tuerce bruscamente allí donde desemboca el gran Miskatonic, después de dejar atrás Arkham, trayendo leyendas de los bosques y recuerdos singulares de las colinas de Nueva Inglaterra.

Las gentes marineras de Kingsport miran hacia ese acantilado como miran otros hacia la estrella polar y computan las guardias de la noche según éste oculta o permite ver la Osa Mayor, Casiopea y el Dragón. Para ellos, forma parte del firmamento, y, en verdad, también desaparece cuando la niebla oculta las estrellas o el sol. Sienten cariño por algunos acantilados, como ese al que llaman el Padre Neptuno por su grotesco perfil, o ese otro de peldaños gigantescos al que llaman La Calzada; pero éste último les produce temor, porque está muy próximo al cielo.

Los marineros portugueses que llegan de viaje se santiguan al verlo, y los viejos yanquis creen que escalarlo, en caso de que fuera posible hacerlo, sería un asunto mucho más grave que la muerte. Sin embargo, hay una casa antigua en ese acantilado, y por la noche se ven luces en sus ventanas de cristales pequeños.

Esa antigua casa está allí desde siempre, y dicen las gentes que habita Uno que habla con las brumas matinales que suben del mar y que quizá ve cosas singulares en el océano cuando el borde del acantilado se convierte en el confín de la tierra y las boyas solemnes tañen libremente en el blanco éter de lo irreal. Eso dicen que han oído contar, pues jamás han visitado ese despeñadero prohibido, ni les gusta dirigir hacia allí sus catalejos. Los veraneantes la han examinado con sus gemelos descarados, pero no han visto otra cosa que el tejado, primordial, puntiagudo, de ripia, con aleros que llegan casi hasta los grises cimientos, y la luz amarillenta de sus pequeñas ventanas, cuando asoma por debajo de esos aleros al oscurecer.

Estos visitantes veraniegos no creen que el habitante de la antigua casa esté en ella desde hace siglos; pero no pueden probar semejante herejía a ningún auténtico vecino de Kingsport. Hasta el Anciano Terrible que habla con péndulos de plomo encerrados en botellas, compra comida con viejo oro español, y guarda ídolos de piedra en el patio de su casa antediluviana de Water Street, no puede sino decir que ya vivía allí cuando su abuelo era niño, lo que debió ocurrir hace un montón de años, cuando Belcher o Shirley o Pownall o Bernard era gobernador de la provincia de Massachusetts-Bay al servicio de Su Majestad.

Luego, en verano, llegó a Kingspot un filósofo. Se llamaba Thomas Olney, y enseñaba cosas tediosas en una facultad cercana a Narragansett. Llegó con una esposa robusta y unos hijos retozones, y sus ojos estaban cansados de ver las mismas cosas durante muchos años y de pensar los mismos disciplinados pensamientos. Miró las brumas desde la diadema del Padre Neptuno, y trató de adentrarse en el mundo blanco y misterioso por los titánicos escalones de la Calzada.

Mañana tras mañana subía a tumbarse a los acantilados y contemplar, desde el borde del mundo, el éter misterioso que se extendía más allá, escuchando las campanas espectrales y los gritos insensatos de lo que quizá fueran gaviotas. Luego, cuando levantaba la niebla y el mar recobraba su aire prosaico con el humo de los barcos, suspiraba y bajaba al pueblo, donde le encantaba recorrer los estrechos y antiguos callejones que subían y bajaban por la colina y estudiar los ruinosos hastiales y los portales de extraños pilares que habían cobijado a tantas generaciones de robustos marineros. Incluso habló con el Anciano Terrible, a quien desagradaban los forasteros, y éste le invitó a su casa arcaica y temible, cuyos techos bajos y carcomidos enmaderados escuchan los ecos de inquietantes soliloquios en la oscuridad de las primeras horas de la madrugada.

Naturalmente, fue inevitable que Olney reparase en la casa solitaria y gris del cielo, situada en lo alto de aquel siniestro despeñadero formando un todo común con las brumas y el firmamento. Siempre se alzó sobre Kingsport, y siempre corrió el rumor de su misterio por los callejones tortuosos de Kingsport. El Viejo Terrible le contó a Olney, entre jadeos, una historia que había oído a su padre sobre un rayo que brotó una noche de aquella casa puntiaguda, y se perdió en las nubes más altas del cielo; y la abuela Orme, cuya minúscula casa de Ship Street tiene su techumbre holandesa toda cubierta de musgo y de hiedra, le refirió con voz chillona algo que su abuela había oído contar sobre unas sombras voladoras que salían de las brumas orientales y se dirigían a la única puerta de esa inalcanzable morada, la cual se abre al borde mismo del barranco que desciende hasta el océano y sólo puede verse desde los barcos que cruzan por el mar.

Finalmente, ávido de experiencias nuevas y extrañas, y sin que le contuvieran ni el temor de los vecinos de Kingsport ni la usual indolencia de los veraneantes, tomó Olney una resolución terrible. A pesar de su formación conservadora —o a causa de ella, que las vidas rutinarias albergan anhelos ansiosos de lo desconocido— hizo solemne juramento de escalar aquel acantilado del norte y visitar la casa anormalmente antigua y gris del cielo. Sin duda, su yo racional debió de persuadirle de que sus moradores entraban por la parte de tierra, a través de alguna cresta accesible próxima al estuario del Miskatonic.


Probablemente bajaban a comerciar a Arkham, conscientes de lo poco que les gustaba la casa a los Kingsport, o incapaces quizá de descender por la parte del acantilado que daba a Kingsport. Olney recorrió los riscos más accesibles, hasta el pie del gran precipicio que subía a unirse insolente con las cosas celestes, y comprobó de manera patente que ningún ser humano podía escalarlo ni descender por la ladera sur. Al este y al norte se elevaba perpendicularmente también, desde el agua hasta una altura de miles de pies, de forma que sólo quedaba la vertiente norte, la cual miraba hacia tierra y hacia Arkham.

Una mañana de agosto salió Olney en busca de algún sendero que subiera hasta el inaccesible pináculo. Marchó en dirección noroeste por agradables caminos secundarios, pasó por la charca de Hooper y el viejo polvorín de ladrillo gris, hasta llegar allá donde los pastizales coronan la cresta que se asoma sobre el Miskatonic y dominan un precioso panorama de blancos campanarios georgianos de Arkham que se alzan leguas más allá, al otro lado del río y de los prados. Aquí encontró un dudoso camino en dirección a Arkham, aunque no vio ninguno en la del mar, como quería.

Los bosques y los prados se apretujaban en la ribera alta de la desembocadura del río, donde no se veía signo alguno de presencia humana, ni siquiera una tapia de piedra, ni una vaca extraviada, sino sólo yerba alta, árboles gigantescos y marañas de zarzas que quizá vieron los primeros indios. A medida que subía lentamente por el este, cada vez más alto, por encima del estuario que quedaba a la izquierda, y cada vez más cerca del mar, el camino se iba haciendo más difícil; hasta que se preguntó cómo se las arreglaban los moradores de aquel desagradable lugar para llegar al mundo exterior, y si bajarían a menudo al mercado de Arkham.

Luego fueron escaseando los árboles y muy por debajo de él, a su derecha, vio las lejanas colinas y los antiguos tejados y campanarios de Kingsport. Incluso Central Hill era una elevación enana vista desde esta altura, y apenas se distinguía el antiguo cementerio situado junto al Hospital Congregacionalista, bajo el cual se decía que había terribles cavernas o pasadizos. Ante sí tenía una extensión de yerba rala y matas de arándanos; más allá estaba la roca pelada del despeñadero y el delgado pico donde se encaramaba la temible casa gris.

La cresta se estrechó ahora, y Olney sintió vértigo en la soledad del cielo, con el espantoso precipicio al sur, por encima de Kingsport, y la caída vertical de casi una milla, hasta la desembocadura del río, al norte. De repente descubrió ante sí una zanja de unos diez pies de profundidad, de forma que tuvo que colgarse de las manos en su interior, dejarse caer por su suelo inclinado y después arrastrarse peligrosamente, pendiente arriba, hacia un desfiladero natural que había en la pared opuesta. ¡Este era, pues, el camino que los habitantes de la inusitada casa recorrían entre la tierra y el cielo!

Cuando salió de la zanja se estaba formando una bruma matinal, pero vio claramente la casa impía y orgullosa allá adelante; sus paredes eran grises como la roca, y su elevado pico se alzaba osadamente contra la blancura lechosa de los vapores marinos. Y descubrió que no había puerta en la fachada que miraba hacia tierra, sino sólo un par de ventanucos sucios y enrejados, de cristales redondos, según la moda del siglo XVIII. A todo su alrededor no había más que nubes y caos, y no se distinguía nada por debajo de la blancura del espacio ilimitado.

Estaba solo en el cielo, con esta casa extraña e inquietante; y al rodearla precavidamente, en dirección hacia la parte delantera, y ver que no se podía llegar a su única puerta salvo por el éter vacío, sintió un claro terror que la altura no acababa de explicar enteramente. Y era muy extraño que todavía existieran tablas carcomidas que formaban la techumbre, y que los desechos ladrillos formaran aún la chimenea.

Cuando espesó la niebla, Olney reptó de una ventana a otra, por las fachadas norte, oeste y sur, tratando de abrirlas, pero todas estaban cerradas. Se sintió vagamente aliviado al comprobarlo, porque cuanto más miraba la casa, menos deseos tenía de entrar. Entonces, un ruido le hizo detenerse. Oyó un chirrido de cerradura, el ruido de un cerrojo al descorrerse y un gemido largo como si abriesen lentamente una pesada puerta. Sonó en la parte que daba al océano, la que él no podía ver, donde la estrecha puerta se abría al vacío, en el cielo brumoso, a miles de pies por encima de las olas.

A continuación sonaron unas pisadas graves, pausadas, en el interior de la casa, y Olney oyó que abrían las ventanas; primero las que daban al norte, que era el lado opuesto adonde estaba él ahora; después, las del oeste, al otro lado de la esquina. A continuación abrían las del sur, bajo los grandes aleros del lado donde él se encontraba; y hay que decir que se sentía más que incómodo, pensando que tenía la detestable casa a un lado, y al otro el vacío. Cuando le llegó el ruido de las ventanas más próximas, se deslizó otra vez hacia la fachada de poniente, aplastándose contra el muro junto a las que ahora estaban abiertas. Era evidente que el propietario había llegado a casa; pero no había llegado por tierra, ni en globo, ni en ninguna aeronave imaginable.

Volvieron a sonar pasos, y Olney se escurrió a la cara norte; pero antes de haber conseguido ocultarse una voz le llamó suavemente, y comprendió que debía enfrentarse con su anfitrión.

Asomado a la ventana oeste vio un rostro con una gran barba negra y ojos fosforescentes que reflejaban la huella de visiones inauditas. Pero su voz era afable y tenía una calidad singularmente antigua, de forma que Olney no sintió temor alguno cuando una mano morena le ayudó a subir el alféizar y asaltar al interior de la baja habitación revestida de oscuro roble y con mobiliario estilo tudor. El hombre vestía ropas antiguas, y le envolvía un halo indefinible de sabiduría marinera y ensueños sobre altos galeones. Olney no recuerda muchos de los prodigios que le contó, ni siquiera quién era; pero dice que era extraño y afable, y poseía la magia de insondables vacíos de tiempo y de espacio.

La pequeña habitación parecía verde, a causa de la luz acuosa que la iluminaba, y Olney vio que las ventanas distantes que daban al este no estaban abiertas, sino cerradas al brumoso éter con cristales gruesos como fondos de viejas botellas.

El barbado anfitrión parecía joven, aunque miraba con ojos impregnados de antiguos misterios; y por los relatos de hechos antiguos y prodigiosos que contaba, podía inferirse que tenían razón las gentes del pueblo al decir que comulgaba con las brumas del mar y las nubes del cielo antes de que hubiese un pueblo que contemplara su taciturna mirada desde la llanura de abajo. Y transcurrió el día, y Olney seguía escuchando el rumor de los viejos tiempos y lugares; y oyó cómo los reyes de la Atlántida lucharon contra viscosas blasfemias que salían retorciéndose de las grietas del fondo oceánico, y cómo los barcos extraviados podían ver a medianoche el templo hipólito de Poseidón, y cómo comprendían al verlo que se habían extraviado para siempre.

El anfitrión rememoró los tiempos de los Titanes, pero se mostró reservado al hablar de la era oscura y primera, del caos que precedió a los dioses e incluso al nacimiento de los Anteriores, cuando los otros dioses iban a danzar a la cima del Hatheg-Kla, situado en el desierto pedregoso próximo a Ulthar, más allá del río Skai.

Al llegar a este punto llamaron a la puerta, a aquella antigua puerta de roble tachonada de clavos frente a la cual sólo existía un abismo de nube blanca. Olney alzó la mirada con temor, pero el hombre barbado le hizo una seña para que permaneciese en silencio, acudió a la puerta de puntillas y se asomó por una mirilla muy pequeña. No le agradó lo que vio, de modo que se llevó un dedo a la boca, y corrió con sigilo a cerrar las ventanas antes de regresar a su antigua butaca junto a su invitado.

Entonces Olney vio recortarse sucesivamente contra los rectángulos traslúcidos de cada una de las pequeñas ventanas, conforme el visitante daba vuelta en torno a la casa antes de marcharse, una silueta negra y extraña, y se alegró de que su anfitrión no contestara a esas llamadas. Porque hay extraños seres en el gran abismo, y el buscador de sueños debe tener cuidado de no despertar ni encontrar a los que no le conviene.

Después empezaron a congregarse las sombras: primero, unas sombras pequeñas, furtivas, bajo la mesa; luego, las más atrevidas, por los rincones recubiertos de madera. Y el hombre barbado hizo enigmáticos gestos de oración, y encendió altas velas hincadas en extraños candelabros de latón. De cuando en cuando miraba hacia la puerta como si esperase a alguien; finalmente, unos golpecitos singulares parecieron contestar a su mirada, sin duda reproduciendo algún código secreto y antiguo. Esta vez ni siquiera se asomó por la mirilla, sino que quitó el gran barrote de roble y descorrió el cerrojo, abriendo la pesada puerta de par en par a las estrellas y la niebla.

Y entonces, al son de oscuras armonías, entraron flotando en la estancia todos los sueños y recuerdos de los Dioses Poderosos de la tierra. Y unas llamas doradas jugaron con cabelleras de algas, y Olney les rindió homenaje deslumbrado. Allí estaba Neptuno con su tridente, y los bulliciosos tritones, y las fantásticas nereidas, y a lomos de delfines iba una enorme concha dentada en la que viajaba la figura pavorosa y gris de Nodens, Señor del Gran Abismo. Y las caracolas de los tritones emitían espectrales mugidos y las nereidas producían extraños ruidos golpeando grotescas conchas resonantes de desconocidos moradores de las negras cavernas marinas.

A continuación, el venerable Nodens tendió una mano arrugada y ayudó a Olney y a su anfitrión a subir a su concha gigantesca, al tiempo que las conchas y los gongos prorrumpían en un clamor tremendo y espantoso. Y el fabuloso cortejo salió al éter ilimitado, y los gritos y el estrépito se perdieron en los ecos de los truenos.

Toda la noche estuvieron los de Kingsport observando el altísimo acantilado, cuando la tormenta y las brumas se abrían transitoriamente; y cuando, hacia las primeras horas de la madrugada, se apagaron las luces débiles de las ventanas, hablaron en voz baja de temores y desastres. Y los hijos y la robusta esposa de Olneyrezaron al dios amable de los anabaptistas, y confiaron en que el viajero pidiera prestados paraguas y chanclos, si no cesaba la lluvia por la mañana. Luego surgió goteante el amanecer envuelto en brumas marinas, y las boyas tañeron solemnes en los vórtices del blanco éter. Y a mediodía, los cuerpos mágicos de unos duendes sonaron por encima del océano mientras Olney descendía de los acantilados al antiguo Kingsport, seco, con los pies ligeros y una expresión lejana en los ojos.

No pudo recordar qué había soñado en la casa del anónimo ermitaño, encaramada en el cielo, ni explicar cómo había bajado por aquel despeñadero que no habían podido recorrer otros pies. Ni fue capaz de hablar con nadie de estas cosas, excepto con el Anciano Terrible, quien después murmuró extrañas cosas para su larga y blanca barba, y juró que el hombre que había descendido de aquel despeñadero no era el mismo que había subido, y que en algún lugar, bajo aquel tejado gris y puntiagudo, o en medio de aquella siniestra niebla blanca, se había quedado extraviado el espíritu del que fuera Thomas Olney.

Y desde aquel momento, a lo largo de lentos, oscuros años de monotonía y hastío, el filósofo trabaja y come y duerme y cumple sin queja sus deberes de ciudadano. Ya no añora la magia de las lejanas colinas, ni suspira por secretos que asoman como verdes arrecifes en un mar insondable. Ya no le produce tristeza la monotonía de sus días, y sus disciplinados pensamientos resultan suficientes para su imaginación. Su buena esposa es más fuerte cada vez, y sus hijos se hacen mayores, y más prosaicos y prácticos; pero él no deja de sonreír con orgullo cuando el momento lo requiere. En su mirada no hay un solo destello de inquietud, y si alguna vez presta atención, tratando de escuchar solemnes campanas o lejanos cuernos de duendes, es sólo de noche, cuando vagan libremente los sueños antiguos.

Jamás ha vuelto a visitar Kingsport, porque a su familia le desagradan las casas viejas y raras y dice que tiene un pésimo alcantarillado. Ahora tienen un precioso chalet en las tierras altas de Bristol, donde no hay elevados riscos y los vecinos son corteses y modernos.

Pero en Kingsport corren extraños rumores, y hasta el Viejo Terrible admite algo que su abuelo no contó. Porque ahora, cuando el viento sopla tumultuoso del norte, azotando la casa elevada que se funde con el firmamento, se rompe al fin ese silencio siniestro y ominoso que siempre fue dañino para los campesinos de Kingsport. Y los viejos hablan de voces agradables que oyen cantar allá arriba, y de risas henchidas de una alegría más grande que la alegría de la tierra; y cuentan que al atardecer las pequeñas ventanas se ven más iluminadas que antes. Dicen también que la fiera aurora llega más a menudo al lugar, vistiendo al norte de brillante azul con visiones de helados mundos, mientras el despeñadero y la casa se recortan negros y fantásticos contra singulares centelleos. Y que las brumas del amanecer son más espesas, y que los marineros no están tan seguros de que todos los tañidos que suenan amortiguados en el mar se deban a las boyas solemnes.

Lo peor, sin embargo, es que se han secado los viejos temores en los corazones de los jóvenes de Kingsport, más inclinados cada vez a escuchar por la noche los rumores distantes que les trae el viento del norte. Juran que ningún daño ni dolor puede habitar en esa casa elevada, ya que las nuevas voces llevan alegría y, con ella, un tintineo de risas y música. No saben qué relatos pueden traer las brumas marinas a ese pináculo encantado del norte, pero ansían conocer a alguno de los prodigios que llaman a la puerta que da al vacío, cuando las luces aumentan de espesor.

Los patriarcas temen que algún día suban uno a uno a ese pico inaccesible, y averigüen los secretos seculares que se ocultan bajo el puntiagudo tejado que forma parte de las rocas, las estrellas y los antiguos temores de Kingsport. Están convencidos de que esos jóvenes atrevidos podrán regresar; pero piensan que quizá se apague alguna luz en sus ojos, y algún deseo en sus corazones. Y no desean que un Kingsport extraño, con sus empinados callejones y sus hastiales arcaicos, contemple indiferente el paso de los años, mientras crece el coro de risas, voz tras voz, y se haga más fuerte y desenfrenado en ese desconocido y terrible nido de águilas donde las brumas y los sueños de las brumas se demoran en su trayecto del mar a los cielos.

No quieren que las almas de sus jóvenes abandonen los plácidos hogares y las tabernas de techumbre holandesa del viejo Kingsport, ni desean que suenen con fuerza las risas y canciones del elevado y rocoso lugar. Porque así como la voz recién llegada ha traído nuevas brumas del mar y nuevas luces del norte, así, dicen, otras voces traerán más brumas y luces, hasta que tal vez los viejos dioses (cuya existencia insinúan sólo en susurros por temor a que les oiga el sacerdote congregacionalista) salgan de abajo, abandonen la desconocida Kadath del desierto frío, y vengan a morar en ese despeñadero perversamente apropiado, tan próximo a las suaves colinas y valles de las sencillas y apacibles gentes marineras. No quieren que esto suceda, pues la gente sencill, las cosas que no son de esta tierra son mal recibidas; y además, el Viejo Terrible recuerda a menudo lo que Olney contó sobre la llamada que el morador solitario temía, y la forma negra e inquisitiva que ambos vieron recortarse en la bruma, a través de esas extrañas ventanas traslúcidas en forma de ojo de buey.

Todas estas cosas, sin embargo, sólo las pueden decidir los Dioses anteriores; entretanto, las brumas matinales suben por ese pico vertiginoso y solitario de la vieja casa puntiaguda, esa casa gris de aleros bajos en la que no se ve a nadie, pero a la que la noche trae furtivas luces mientras el viento del norte habla de extrañas fiestas. Suben desde las profundidades, blancas y algodonosas, a reunirse con sus hermanas las nubes, llenas de ensueños sobre húmedos pastos y cavernas de leviatanes. Y cuando los cuentos vuelan densos en las grutas de los tritones, y las caracolas de las ciudades cubiertas de algas elevan sones salvajes aprendidos de los Dioses Anteriores, entonces los grandes vapores de las brumas suben ansiosos en tropel hacia el cielo cargado de saber; y Kingsport, refugiándose inquieto en los acantilados menores, bajo el vaporoso centinela de la roca, ven tan sólo, hacia el océano, una mística blancura, como si el borde del acantilado fuese el confín de la tierra, y las solemnes campanas de boyas tañesen libremente en el éter irreal.


viernes, 14 de mayo de 2021

Un Rolex en la corriente de la conciencia de Vlady Kociancich

“En el monólogo de Molly Bloom convergen las más diversas interpretaciones de la obra de James Joyce”.

Stewart Gilbert

EI Ulises de Joyce


2 Colectivo 39 marrón subo en Coronel Díaz, una mañana de ésas mejor no levantarse pero las ganas porque sí de barrio y pampa, dejo el Volvo en garage, el Gordo en cama, pobre Gordo un ángel va y me pregunta ¿salís de compras darling? ¿de aerobics? ¿de taller literario? y me lo como a besos, esos mofletes el bigotazo un sueño de varón el Gordo, para mí claro porque no sé si sería tapa el Gordo en esas revistas llenas de colores y de macho elegante almidonado que compra María Felicitas, fijate el nombre hay que decirle todo seguido porque si no se ofende la muy prima del Gordo, es un clavo una cruz pero prima del Gordo y me la banco a la prima loca como una cabra la María Felicitas, loca de arriba no de abajo, la verdad de abajo no le da, pura espuma, tan diferente al Gordo, a quién le habrá salido el Gordo, a la Señora no, a la prima no, al finado del cuadro al óleo no, andá a saber, tan blanqueada que parece la Señora por ahí por ahí por ahí.


Siempre pensando mal vos dice mi vieja, no no no pienso bien pienso, la calle vieja, la experiencia vieja, ¿estás segura Pochi que vas por buen camino?, mirá lo de la comida de verdurita, se llama macrobiótica vieja, eso, nena que te debilitabas, no vieja, el Gordo y yo nos morfamos un bife y papas fritas, la macro es cuando viene la María Felicitas, y nena lo del abismo vaya y pase un poco de ejercicio, aerobismo vieja, lo que sea Pochi, pero ahora andás con esa gente rara, ese taller letrario, no vieja, literario, lo que sea Pochi yo no me confiaría, pero son laburantes vieja, laburantes de la palabra, eso, prestigian la palabra, má qué palabra nena, de chica pico de loro te decían, no vieja no, la palabra escrita, te enseñan a prestigiar la palabra escrita dicen, mirá vieja qué genial, me hice toda la primaria te acordás lo burra que era para las composiciones, no podía meter bien los puntos las comas las mayúsculas y ahora resulta que esa burrada era genial, la corriente de la conciencia vieja, el fluir de la conciencia y mirá vos tanto ponerme en penitencia porque esa hija de pe la de sexto me decía, Natividad Laura Petrone, eres una niña imposible imposible, y resulta que yo tenía razón, de vanguardia era esta Natividad Laura Petrone de vanguardia, lástima que la de sexto me metió la ortografía a palazos pero me la metió, que si no, otra que Sarmiento, él y yo un solo corazón todo con la ese y sin hache, ves Pochi ves lo que te digo, ese taller letrario te enseña todo mal, Sarmiento era un señor de lo más educado Pochi, iba todos los días al colegio, iba sí vieja sí sí sí.


Colectivo 39 marrón lleno hasta el tope, yo igual hecha unas pascuas pensando unos mates con la vieja, la calle Guatemala la parra los sifones el Bobi viejón pero me conoce el muy zorro, me ladra a lo Pochi Petrone no a lo Laura de Estévez, Laura segundo nombre circunstancia feliz dijo la Señora el día que el Gordo, pobre Gordo se hacía encima de miedo, me presenta a la madre y ah varón anuncia Madre mi prometida Natividad Laura Petrone y yo ni mus, una cara de santa toda sencillita de blanco un modelo que te la voglio dire, el que pasé en el último desfile, y la Señora Oh naturalmente Pablo habrás agotado todas las instancias porque habla como el doctor el finado del cuadro el prócer del bufete, un padre quizás autoritario dice el Gordo pero recto, pobre mi Gordo que bolón, yo ni mus igual acá el que no roba es un gil y el Ñato me dio el informe, el hijo del Estévez ése que no dejó oveja con lana cuando pasó por el gobierno, y yo Ñato no jodas vos qué sabés, sé Pochi sé, acordate que me muevo en las altas esferas como si vos justo vos, no te moviste vos en las altas esferas, no seas animal Ñato me caso con el Gordo, me caso y pará che que yo al Gordo lo quiero sabés, Pochi no tiene un mango, te arruinás la carrera me arruinás el negocio, pensaste bien agotaste todas las instancias, vendo las joyas Ñato le doy un empujón lo lanzo al mundo, andá Isabel la Católica andá, pero las vendí y encima los contactos que una tiene, gané Ñato ¿viste? no era tarado el Gordo, salió adelante viste viste viste.


Colectivo 39 marrón todos como sardinas y, oh surprise Laurita qué curioso encontrarnos aquí, sumamente curioso sí Efraín, una rareza una aventura ¿vos en el 39? chanta chanta chanta, tomás el 39 porque no tenés un mango para el taxi y te embargaron el descapotable me contó el Gordo, dijo Laura te acordás de Efra, qué Efra, Efraín el autor de Síntesis del Discurso de la Persona Humana, ah ese nariz fruncida, Laura por favor darling, ya sé Gordo lo hace de fino de remilgue qué chanta pero qué chanta, Laura darling es un intelectual un filósofo, andá Gordo siempre te anda mangueando viene a comer de arriba sabés Gordo sos un santo sos, y mírenlo al Efra en el 39, sobretodo de pelo de camello la boquita torcida me dice un horror Laura los apretujones un horror pero no he encontrado un solo cab un taxi, fusilarlos es poco el servicio público en desbande ¿y el descapotado bordó? le pregunto y me dice una panne, Laurita una panne, entonces siento un pase de mano en la espalda, un degenerado pienso, seguro me tocó un degenerado un muerto de hambre, la verdad me da lástima toque m’hijo a la final qué me cuesta es gratis después de mis años de cobrar es gratis gratis gratis.


Colectivo 39 marrón se baja el as de la filosofía y yo respiro, la verdad a la filosofía la tengo en la garganta, no la voy con la filosofía el control mental la meditación trascendente el horóscopo chino el estructuralismo la biojogging, todo se le antoja a la María Felicitas meta curso meta curso, no hay que dejarse estar Laurita y yo dale que dale por el Gordo, pone esa cara de contento mi Gordo, ah darling mi mujercita inteligente, y qué joda no poder tener hijos pobre Gordo, encima era él que no podía y lloraba mi Gordo lloraba, a mí la verdad ni me va ni me viene pero éste tiene la manía de la familia se ve que nunca tuvo una, el Gordo es hijo único así que primos y primas y la mar en coche pero hermanos no, yo sí una camada un asco, todos metidos en la misma pieza de la casa de Guatemala, al fondo porque adelante estaba el almacén y mucho hijo mucho hijo pero no va el viejo y se muere y a la vieja la tragaron viva y los hermanitos chau vieja uno se casa otro se muda otro se raja y no los vimos más así que la vieja y yo solitas y yo su única esperanza, a estudiar Pochi vos a estudiar igual nos arreglamos nena yo coso para afuera vos estudiás, minga, una que era más bruta, dos que era una bomba no podía ni ganarme unos pesos limpiando en casas que se armaba o era el nene o era el papá o era la señora y de gusto porque yo nunca nunca nunca, si no hubiera sido por el Ñato ésos son amigos de fierro, el Ñato nos alquilaba la piecita del fondo atrás de los cajones vacíos cerca del gallinero, andá a saber cómo empezó, seguro que con la quiniela que estaba prohibida o algo así y después las mujeres, tenía una vista de águila, me dijo Pochi vos vas a hacer carrera pero escuchame bien bien bien.


Colectivo 39 marrón y el toquete me deja preocupada, una cambia que le vachaché me estoy poniendo fina, no, fina yo siempre fui, la vieja me educaba, cada chirlo en la mano si agarraba mal los cubiertos cada golpe en la espalda para que me sentara derecha y ni una mala palabra, no señor la vieja se cae muerta si la oye a la María Felicitas que tiene una boca de carrero igual que los escritores del taller literario, que lo tiró el vocabulario, al Ñato nunca se lo oí y eso que el Ñato tiene calle zanjón vereda asfalto pero nunca una mala palabra, a uno lo sacaban decente, cuando le conté al Ñato las cosas que escribían me dijo a más de bruta sorda che sacate la cera de la oreja, escuchaste mal, esa gente estudió no como uno, mirá Ñato te juro, porque con el Ñato hablamos todo a la final nos conocemos de chicos y dos por tres se vuelve a la piecita de la casa que reciclé de lujo porque a la vieja ni mudarla ella chocha con cada visita del Ñato, y yo le pregunto Ñato en qué andás pero él nada, va y viene de las altas esferas y por ahí le pasa lo mismo que a la Natividad Laura Petrone, se cansa el Ñato, qué laburo qué opio, como dice la María Felicitas tenemos otro discurso ¿viste?, y el Ñato larga el Mercedes yo largo el Volvo y derecho viejo a la calle Guatemala lindo el paseo en el 39 pero dale ahora me tocó la mano el muy el muy ahí está lo vi lo pesqué justo, se corrió para atrás no era un degenerado, era un chorro sí sí sí.


Colectivo 39 marrón y yo pensé qué hago, grito llamo a la cana paren el bondi, no la Pochi no, nunca jamás de los jamases, Pochi vos estás a la altura del chorro, qué lo tiró me afanó el Rolex, el Rolex del aniversario la porquería ésa, qué reloj che, de lata parece y cuesta un ojo de la cara ¿te gusta Laura darling mi vida? hoy cumplimos diez años de casados, sí Gordo sos un ángel te gastaste todo para qué, sabés que me conformo, pobre Gordo tiene esas cosas que no le saco miren, le venden un tranvía si me descuido, para muestra un botón, lo de la financiera, le dije Gordo no te metás pero la Señora dale y dale y la Felicitas meta y meta a la final una lágrima viva, estamos arruinados Laurita, te decepcioné, y yo mirá Gordo aparte el galicismo no está dicha la última palabra, no agotamos todas las instancias eso sí prometeme jurame que, Laura mi vida vendo el auto el depto vendo todo me busco un trabajo en el puerto, Gordo esto no es cuestión de trabajo, esto es el traje a rayas Gordo, visitas los domingos, derechito a Caseros Gordo, pero cómo cómo cómo, Madre me dijo, y yo grité vieja cho, esa vieja cho hija de mil, Laura darling por favor es mi madre, y yo paré no aguanto verlo triste al Gordo se hace más retacón más redondito se le caen los bigotes me lo comería a besos, bueno está bien Gordo dejámelo a mí ¿qué podrías hacer mi querida? Conectarme al mundo sabés, no Laura no, modelar de nuevo no, ahora sos mi esposa, darling, y yo, Gordo escuchame, no modelo nada, hablo hasta las últimas instancias pico de loro me decían de chica, vos Laurita cómo vas a hablar de qué y con quién, y yo muerta de risa que le digo la corriente de la conciencia Gordo sabés fluye fluye fluye.


Colectivo 39 marrón lo juno al chorro, miren que andan mal las cosas todo un señor el chorro, Ives St. Laurent afeitadito Eau Sauvage y bueno si el Efra se toma el 39, pero afanar es otra cosa qué bajo hemos caído diría la Señora, y yo sorry Madre remember lo de la Financiera, la tengo al trote de ese día derechita y la vieja que se pinta como el tótem de Retiro ni mus porque el Gordo no sabe pero la Señora es más piola o bueno como yo le digo a mi vieja por ahí por ahí por ahí la Señora en sus tiempos, ay nena es el taller letrario lo que te mete en la cabeza, ma qué taller ni taller ni macro ni biojogging ni tutti cuanti lo que nos salvó a todos de la financiera fue el Ñato, qué amigo tengo, de fierro, le dije Ñato primero averiguame después haceme el entre ¿sos loca vos qué te pensaste? dale Ñato hacelo por la amistad que nos une, pero sos una mujer casada Pochi, y bien casada Ñato, por eso dale escuchame, una parte en alhajas otra en especias y que se olviden del asunto a la final no es tanta guita vos cuánto calculás de laburo ¿una semana quince días un mes? Pochi decile a este pobre de espíritu cómo te la vas a arreglar eh, ¿qué le decís a tu dorima eh? Sierras de Córdoba Ñato mirá qué fácil, tratamiento para adelgazar, no jodas Pochi estás más flaca que de perfil no se te ve, entonces el estrés, ¿lo qué? el estrés Ñato, fatiga mental, vos fatiga mental salí de ahí, no te riás Nato y agotame todas las instancias, y el Ñato va y arregla todo y dice compungido, después Pochi no me vengas con que yo, es por el Gordo sabés que es por el Gordo ¿querés que me lo metan en cana? son capaces y a la final qué me cuesta trabajar para afuera, así que la arreglamos el Ñato y yo y una coima al Instituto de las Sierras que decía no en este momento imposible la señora de Estévez descansa, ella lo llamará oportunamente oportunamente oportunamente.


Colectivo 39 marrón y yo furiosa, chorro de porquería justo el Rolex que me regala el Gordo para el aniversario, lo sigo lo miro fijo el tipo se hace el oso no se baja, se sienta en el último asiento para disimular se avivó que lo tengo junado y si grito le cierran las puertas, así que cara de ángel y yo me siento al lado pegadita pongo la cartera en el medio, le digo con voz de Pochi Petrone bien ronca bien de calle, mirá infeliz al Rolex lo metés ahí en la cartera y tranquilito que en boca cerrada no entran moscas sabés estoy armada entendés armada viejo y te doy diez segundos yo miro para otro lado vos metés el reloj en la cartera y ni mus ¿me captaste? ni mus, y entonces me pongo a contar uno dos tres cuatro, la cara del tipo para alquilar balcones era, casi me río, tenía la boca abierta no lo podía creer, claro una señora tan empilchada y con este cuerpito que Dios me dio, encima metro setenta y pico una cabeza le llevo al Gordo parados claro, no en la cama que a la final es lo que importa, eso y los bigotes y los ojitos serios, decime Pochi preguntaba el Ñato ¿qué le viste? decime qué le viste, y Ñato yo qué sé, es bueno es divertido le habré visto cara de marido, tiene esa cara fijate de marido tipo Alfonsín que lo voté en el 83 porque era igual al Gordo cara de marido argentino de yerno bueno mirá a la vieja cómo lo quiere al Gordo, y entonces oigo ploc el chorro que larga el Rolex y se baja blanco como el papel, le diste un susto de la gran siete Pochi Petrone, ja ja ja.


Nena no te esperaba ¿estás bien Pochi? Rebién pero Bobi sacame las patas de encima qué lo tiró a este perro, y Ñato ¿vos acá? mateando Pochi pa’ despuntar el vicio ¿y vos? ah Ñato no sabés qué me pasó en el 39 y la vieja nerviosa ¿nena qué te pasó en el 39? se me asusta de todo la vieja así que yo nada mucha gente nomás, y el Ñato que la tiene con la María Felicitas me pregunta ¿en qué andan che, siguen con el taller letrario? seguimos Ñato ¿y te hacen leer Pochi? ¿sos loco Ñato? una cosa es la corriente de la conciencia otra cosa es ponerse a leer que te enferma, yo escribo Ñato, reíte nomás reíte escribo escribo escribo.


Colectivo 39 marrón a la vuelta, yo verde de mate hecha unas pascuas se me da por abrir la cartera saco el Rolex, ay el Rolex ¿qué le pasa señora se siente bien? estoy perfecta, dicen perdone usted gritó ¿yo grité? cómo no iba a gritar si el Rolex era de hombre, un Rolex de hombre pobre tipo y ahora qué hago, ¿qué hacés Natividad Petrone? le afanaste el Rolex al señor ¿y mi Rolex el del aniversario dónde caracho? Natividad no tenés cabeza, te olvidaste el Rolex en la mesa de luz lo perdiste en la corriente de la conciencia, andá ahora a buscar al tipo para devolverlo, una solicitada un aviso una miércoles, tengo que contárselo al Gordo, entro a la casa, qué horror Gordo fijate lo que me pasó en el 39 le digo al Gordo que justo está escuchando tiqui tiqui tiqui la música barroca, tiene otro discurso en la oreja pero igual es un santo, Laura qué pálida estás, Gordo no sabés en el 39 y entonces no va y entra la Señora, ah Laura la recepción de mañana y yo ni mus claro por el Gordo, está tan orgulloso piensa que su mujercita es un genio pobre Gordo porque aprendo todo, francés, inglés, modales que ni el conde Cherkoff pero eso no por inteligente por mono siempre fui un mono una luz para imitar y la verdad tuve maestros de primera una alumna aplicada y qué universidad ni ocho cuartos, los hombres una suerte, como el bodeguero un señor medio pasado pero lo mejor que me consiguió el Ñato que para eso siempre fue un amigo de fierro sí el bodeguero un gentleman cuando se cansó me puso de modelo, gracias querida me dijo por los buenos tiempos y no llorés qué criatura afectuosa mi Laura vas a encontrar un agradable marido, y fue así en la pasarela lo conocí al Gordo que vino para acompañar a la Señora, un flechazo, casi me tiro de la pasarela amor a primera vista él también mi Gordo igual que una película y casamiento en la Iglesia del Pilar, eso sí el Ñato de padrino la Señora estrilaba pero yo firme leal a los amigos mi vieja y el Ñato todo lo que tuve en la vida y después el Gordo, pero la pucha no pude contarle lo del Rolex se pasó la ocasión me dio vergüenza y bueno fluyo fluyo fluyo.


Las dos en el taller letrario como dice mi vieja y la María Felicitas me mira con cara de opa cuando digo Maestro tengo un cuento, y al maestro se le caen los ojos de las órbitas porque yo nunca tengo un cuento tengo la corriente de la conciencia nomás y una conciencia sucia la verdad, yo una chorra me robé un Rolex sin querer y ahora cómo encuentro al dueño del Rolex que flota en la corriente, pero acá empiezan que dale con la tercera persona la primera la segunda los niveles la estructura el tono el punto de vista, oiga Maestro que marean yo así no puedo contar nada esto no es serio ¿cómo no es serio, Laura? no sé digo nomás me parece, la verdad este maestro no me gusta, con la María Felicitas ya los probamos todos porque a ella si no le dicen que es genial enseguida se raja y andamos yirando las dos taller por taller maestro por maestro y hay una punta miren, todo el país escribe, nosotras largamos con uno que tenía facha de preso y te trataba como si le fueras a contagiar una venérea, después vino el que hablaba raro le entendías la mitad y la otra mitad era todo con post post-esto post-lo otro que te hacía acordar del correo justo del argentino que si recibís una carta la enmarcás para tenerla de recuerdo y nos enseñó un montón de literatura postal hasta que nos pasamos al taller de un rusito simpático pero la Señora puso cara de traste a María Felicitas le dijo, no te puedo María, vos no pensás en la familia, un semita querida un judío, así que chau y ése por lo menos no se ofendió cuando le dije mire Isidoro aclaremos las cosas, leer nada de nada, leer si hace falta leo a Poldy Bird que me llena los ojos de lágrimas paremos ahí Maestro, y fue el Isidoro que me enseñó esto de la corriente y un tal Joyce, me dijo Laura tan linda usté por qué no se dedica a ser linda hay tanto escritor chanta y yo le dije en secreto sabe Maestro vengo por el Gordo, lo adoro al Gordo está orgulloso sabe, y el Isidoro me dice está bien déjese llevar por la corriente, fluya fluya fluya así que bueno fluyo, pero con este maestro nuevo no va, este tiene la idea fija la estructura el discurso los niveles así que no le cuento nada, a la final a nadie le cuento nada y el tipo del Rolex que fluya qué embromar, total yo tengo al Gordo que me perdona todo y si digo sí colectivo marrón 39 sí vieja sí Ñato sí Gordo sí digo sí sí sí.


Octavio, el invasor de Ana María Shua

Estaba preparado para la aterradora violencia de la luz y el sonido, pero no para la presión, la brutal pre-sión de la atmósfera sumada a la gravedad terrestre, ejerciéndo-se sobre ese cuerpo tan distinto del suyo, cuyas

reacciones no había aprendido todavía a con-trolar. Un cuerpo desconoci-do en un mundo desco-nocido. Ahora, cuando después del dolor y la angustia del pasaje esperaba encontrar alguna forma de alivio, todo el horror de la situación caía sobre él.

Sólo las penosas sensaciones de la transmigración podían compararse con la experiencia que acababa de atravesar. Pero después de la transmigración había tenido unos meses de descanso, casi podría decirse de convalecencia, en una oscuridad cálida adonde los sonidos y la luz llegaban muy amortiguados y el líquido en el que flotaba atenuaba la gravedad del planeta.

Ahora, en cambio, sintió frío, sintió un malestar profundo, se sintió transportado de un lado al otro, sintió que su cuerpo necesitaba desesperadamente oxígeno, pero ¿cómo y dónde obtenerlo? Un alarido se escapó de su boca y supo que algo se expandía en su interior, un ingenioso meca-nismo automático que le permitiría utilizar el oxígeno del aire para sobrevivir.

—Varón —dijo el obstetra—. Un va-ronci-to sano y hermoso, señora. ¿Cómo lo va a lla-mar?

—Octavio —contestó la mujer, agotada por el es-fuerzo y colmada de esa pura felicidad física que sólo puede propor-cionar la brusca interrupción del dolor.

Octavio descubrió, como un elemento más del horror en el que se encontraba inmerso, que era in-capaz de organizar en percepción sus sensaciones: con toda probabilidad debían estar sonando en ese momento voces humanas, pero no conse-guía distin-guirlas en la masa indiferenciada de sonido que lo asfixiaba.

Otra vez se sintió transportado, algo o algui-en lo tocaba y movía partes de su cuerpo. La luz lo da-ñaba. De pronto lo alzaron por el aire para deposi-tarlo sobre un cuerpo tibio y blando. Dejó de aullar: desde el interior de ese lugar cálido provenía, amortiguado, el ritmo acompasa-do, tranqui-lizador, que había es-cuchado durante su convale-ciente espe-ra, en los meses que siguieron a la transmigra-ción. El terror disminu-yó. Comenzó a sentirse inexplicable-mente seguro, en paz. Allí estaba, por fin, formando parte de las avanzadas, en este nuevo intento de invasión que, esta vez, no fracasaría. Tenía el deber de sentirse orgulloso, pero el cansancio luchó contra el orgullo hasta vencerlo: sobre el pecho de la hembra terrestre que creía ser su madre, se quedó, por primera vez en este mundo, profundamente dormi-do.

Despertó un tiempo después, imposible calcular cuánto. Se sentía más lúcido y comprendía que nin-guna preparación previa hubiera sido suficiente para responder coherentemen-te a las brutales exigencias de ese cuerpo que habitaba y que sólo ahora, a partir del nacimiento, se imponían en toda su crudeza. Era razonable que la transmigración no se hubiera inten-tado jamás en especímenes adultos: el brusco cambio de conducta, la repentina torpeza en el manejo de su cuerpo, hubieran sido inmediatamente detectados por el enemigo.

Octavio había aprendido, antes de partir, el idioma que se hablaba en esa zona de la tierra o, al menos, sus principa-les rasgos. Porque recién ahora se daba cuenta de la diferencia entre la adquisición de una lengua en abs-trac-to y su integración con los hechos biológicos y cultu-rales en los que esa lengua se ha constituido. La palabra cabe-za, por ejemplo, ha-bía comenzado a cobrar su verdadero sentido (o al menos uno de ellos), cuando la fuerza gigan-tesca que lo empujara hacia adelante lo había obligado a utilizar esa parte de su cuerpo (que latía aún doloro-samen-te, defor-mada) como ariete para abrirse paso por un conduc-to dema-siado estrecho.

Recordó que otros como él habían sido destina-dos a las mismas coor-denadas espacio-temporales. Se preguntó si algu-nos de sus poderes habrían sobre-vivido a la transmigra-ción y si serían capaces de utili-zarlos. Consiguió enviar algunas débiles ondas que ob-tuvieron inmediata respuesta: eran nueve y estaban allí, muy cerca de él y, como él, llenos de miedo, de dolor y de pena. Sería necesario espe-rar mucho más de lo previsto antes de empezar a organizarse para proseguir con los planes. Su extraño cuerpo volvió a agitarse y a temblar incontroladamente, y Octavio lanzó un largo aullido, al que sus compañeros respondieron: así, en ese lugar desco-nocido y terrible, lloraron juntos la nos-talgia del planeta natal.

Dos enfermeras entraron en la nursery.

—Qué cosa —dijo la más joven—. Se larga a llorar uno y parece que los otros se contagian, enseguida se arma el coro.

—Vamos, apurate que hay que bañarlos a todos y lle-var-los a las habitaciones —dijo la otra, que conside-raba su trabajo monótono y mal pago y estaba harta de escuchar siem-pre los mismos comentarios.

Fue la más joven de las enfermeras la que llevó a Octavio, limpio y cambiado, hasta la habitación donde lo esperaba su madre.

—Toc, toc. Buenos días, mamita —dijo la enfermera, que era naturalmente simpática y cariñosa y sabía hacer valer sus cualidades a la hora de ganarse la propina.

Aunque sus sensaciones seguían constituyendo una masa informe y

caótica, Octavio ya era capaz de reconocer aque-llas que se repetían

y supo, entonces, que la mujer que creía ser su madre lo recibía en sus brazos. Pudo, incluso, desglosar el sonido de su voz de los demás ruidos ambienta-les. De acuerdo con sus instrucciones, Octavio debía conse-guir que se lo ali-mentara artificialmente: era preferible reducir a su mínima expresión el contacto físico con el enemigo.

—Miralo al muy vagoneta, no se quiere prender al pecho.

—Acordate que con Ale al principio pasó lo mismo, hay que tener paciencia. Avisá a la nursery que te lo dejen en la pieza. Si no, te lo llenan de suero gluco-sado y cuando lo traen ya no tiene hambre —dijo la abuela de Octavio.

En el sanatorio no aprobaban la práctica del roo-ming in, que consistía en permitir que los bebés per-manecieran con sus madres en lugar de ser remitidos a la nursery des-pués de cada mamada. Hubo un pe-queño forcejeo con la jefa de nurses hasta que se com-probó que existía la autorización expresa del pediatra. Octavio no estaba todavía en condicio-nes de enterarse de estos detalles y sólo supo que lo mante-nían ahora muy lejos de sus compañeros, de los que le llega-ba, a veces, alguna remota vibración.

Cuando la dolorosa sensación que provenía del interior de su cuerpo se hizo intolerable, Octavio comenzó a gritar otra vez. Fue alzado en el aire y llevado hasta ese lugar cálido y mullido del que, a pesar de sus instruccio-nes, odiaba separarse. Y cuando algo le acarició la meji-lla, no pudo evitar que su cabeza girara y sus labios se entreabrie-ran. Desesperado, frenéticamente, buscó alivio para la sensación quemante que le desgarraba las entrañas. Antes de darse cuenta de lo que hacía, Octavio estaba succionando con avidez el pezón de su «madre». Odiándose a sí mismo, com-prendió que toda su voluntad no lograría desprenderlo de la fuente de alivio, el cuerpo mismo de un ser humano. Las palabras dulce y tibio, que, en relación con los órganos que en su mundo organizaban la experiencia, le habían pare-cido términos simbólicos, se llenaban ahora de signifi-cado concreto. Tratando de persuadirse de que esa pequeña conce-sión en nada afectaría su misión, volvió a quedarse dormido.

Unos días después Octavio había logrado, mediante una penosa ejercitación, permanecer despierto algunas horas. Ya podía levantar la cabeza y enfocar durante algunos segundos la mirada, aunque los movimientos de sus apéndices eran toda-vía totalmente incoordinados. Mamaba regularmente cada tres horas. Reconocía las voces humanas y distinguía las palabras, aunque estaba lejos de haber aprehendido suficien-tes elementos de la cultura en la que estaba inmerso como para llegar a una comprensión cabal. Esperaba ansiosa-mente el momento en que sería capaz de una comunicación racional con esa raza inferior a la que de-bía informar de sus planes de dominio, hacer sentir su poder. Fue entonces cuando recibió el primer ataque.

Lo esperaba. Ya había intentado comunicarse te-lepática-mente con él, sin obtener respuesta. Aparen-temente el trai-dor había perdido parte de sus poderes o se negaba a utilizar-los. Como una descarga eléctrica había sentido el contac-to con esa masa roja de odio en movimiento. Lo llamaban Ale y también Alejan-dro, chiquito, nene, tesoro. Había formado parte de una de las tantas invasiones que fracasaron, hacía ya dos años, perdiéndose todo contacto con los que in-tervi-nieron en ella. Ale era un traidor a su mundo y a su causa; era lógico prever que trataría de librarse de él por cual-quier medio.

Mientras la mujer estaba en el baño, Ale se apoyó en el moisés con toda la fuerza de su cuerpecito hasta volcar-lo. Octavio fue despedido por el aire y golpeó con fuerza contra el piso. Aulló de dolor. La mujer corrió hacia la habita-ción, gritando. Ale miraba es-pantado los pobres resul-tados de su acción, que podía tener, por otra parte, terri-bles consecuencias para su propia persona. Sin hacer caso de él, la mujer alzó a Octavio y lo apretó suavemente contra su pecho, canturreando para calmarlo.

Avergonzándose de sí mismo, Octavio respiró el olor de la mujer y lloró y lloró hasta lograr que le pusieran el pezón en la boca. Aunque no tenía ham-bre, mamó con ganas mientras el dolor desaparecía poco a poco. Para no volverse loco, Octavio trató de pensar en el momento en el que por fin llegaría a do-minar la palabra, la palabra liberadora, el lenguaje que, fingiendo comunicarlo, serviría, en cambio, para establecer la necesaria distancia entre su cuerpo y ese otro en cuyo calor se complacía.

Frustrado en su intento de agresión directa y vigila-do de cerca por la mujer, el Traidor tuvo que conten-tarse con expresar su hostilidad en forma más disimu-lada, con besos que se transformaban en mordiscos y caricias en las que se hacían sentir las uñas. En dos oportunidades sus abrazos le produjeron un principio de asfixia: cada vez volvía a resca-tarlo la intervención de la mujer.

De algún modo, Octavio logró sobrevivir. Había apren-dido mucho. Cuando entendió que se esperaba de él una res-puesta a ciertos gestos, empezó a devol-ver las sonrisas, estirando la boca en una mueca vacía que los humanos feste-jaban como si estuviera colma-da de sentido. La mujer lo sacaba a pasear en el co-checito y él levantaba la cabeza todo lo posible, apo-yándose en los antebrazos, para observar el movi-miento de las calles. Algo en su mirada debía llamar la atención, porque la gente se detenía para mirarlo y hacer comenta-rios.

—¡Qué divino! —decían casi todos. Y la palabra divi-no, que hacía referencia a una fuerza descono-cida y supre-ma, le parecía a Octavio peligrosamente reveladora: tal vez se estuviera descuidando en la ocultación de sus poderes.

—¡Qué divino! —decía la gente—. ¡Cómo levanta la cabe-cita! —Y cuando Octavio sonreía, insistían complacidos—: ¡Éste sí que no tiene problemas!

Octavio conocía ya las costumbres de la casa, y la repeti-ción de ciertos hábitos le daba una sensación de seguridad. Los ruidos violentos, en cambio, volvían a sumer-girlo en un terror descontrolado, retrotrayén-dolo al dolor de la trans-migración. Relegando sus intenciones ascéticas, Octavio no temía ya entregarse a los placeres animales que le proponía su nuevo cuer-po. Le gustaba que lo introdujeran en agua tibia, le gustaba que lo cambiaran, dejando al aire las zonas de su piel escaldadas por la orina, le gustaba más que nada el contacto con la piel de la mujer. Poco a poco se hacía dueño de sus movimientos. Pero a pesar de sus esfuer-zos por mantenerla viva, la feroz energía destructiva con la que había llegado a este mundo iba atenuándose junto con los recuerdos del planeta de origen.

Octavio ni siquiera tenía pruebas de que subsistie-ran en toda su fuerza los poderes con los que debía iniciar la conquista y que todavía no había llegado el momento de probar. Ale, era evidente, ya no los te-nía: desde allí y a causa de su traición, debían de ha-berlo despojado de ellos. En varias oportunidades se encontró por la calle con otros como él y se alegró de comprobar que aún eran capaces de respon-der a sus vibraciones. No siempre, sin embargo, obtenía contestación. Una tarde de sol, en la plaza, se encontró con un bebé de mayor tamaño, de sexo femenino, que rechazó con fuerza su aproximación mental.

En la casa había también un hombre pero (afortu-nadamen-te) Octavio no se sentía físicamente atraído hacia él, como le sucedía con la mujer. El hombre permanecía menos tiempo en la casa y, aunque lo sostenía frecuentemente en sus brazos, emanaba de él un halo de hostilidad que Octavio percibía como se percibe un olor ácido, punzante, y que por momen-tos se le hacía intolerable. Entonces lloraba con fuer-za hasta que la mujer iba a buscarlo, enojada.

—¡Cómo puede ser que a esta altura todavía no sepas tener un bebé en brazos!

Un día, cuando Octavio ya había logrado darse vuelta boca arriba a voluntad y asir algunos objetos con las manos, él y el hombre quedaron solos en la casa. Por primera vez, torpe-mente, el hombre quiso cambiarlo, y Octavio consiguió emitir en el momento preciso un chorro de orina que mojó la cara de su padre.

El hombre trabajaba en una especie de depósito donde se almacenaban en grandes cantidades los papeles que los huma-nos utilizaban como medio de intercambio. Octavio com-probó que estos papeles eran también

motivo de discusión entre el hombre y la mujer y, sin saber muy bien de lo que se trata-ba, tomó el partido de ella. Ya había decidido que, cuando se completaran los planes de invasión, esa mujer, que tanto y tan estrechamente había colaborado con el invasor, merecería gozar de algún tipo de privilegio especial. No habría per-dón, en cambio, para los traidores. A Octavio comenzaba a molestarle que la mujer alzara en brazos o alimentara a Alejandro. Hubiera querido prevenirla contra él: un traidor es siempre peligroso, aun para el enemigo que lo ha aceptado entre sus huestes.

El pediatra estaba muy satisfecho con los progresos de Octavio, que había engordado y crecido razonablemente y ya podía permanecer unos segundos sentado sin apoyo.

—¿Viste qué mirada que tiene? A veces me parece que entiende todo —decía la mujer, que tenía mucha confianza con el médico y lo tuteaba.

—Estos bichos entienden más de lo que uno se imagina —con-testaba el doctor, sonriendo. Y Octavio de-volvía una sonrisa que ya no era solamente una mueca vacía.

Mamá destetó a Octavio a los siete meses y medio. Aunque ya tenía dos dientes y podía mascullar una pocas sílabas sin sentido para los demás, Octavio seguía usando cada vez con más oportunidad y precisión su recurso preferi-do: el llanto. El destete no fue fácil porque el bebé recha-zaba la comida sólida y no mostraba entusiasmo por el bibe-rón. Octavio sabía que debía sentirse satisfecho y aun agradecido de que un objeto de metal cargado de comida o una tetina de goma se interpusieran entre su cuerpo y el de la mujer, pero no encontraba en su interior ninguna fuente de alegría. Ahora podía permanecer mucho tiempo sentado y arrastrarse por el piso. Pronto lle-garía el momento en que lograría pronunciar su pri-mera palabra, y se contentaba con soñar con el brusco viraje que se produciría entonces en sus relaciones con los humanos. Sin embargo, sus planes se le aparecían confusos, lejanos. A veces su vida anterior le resultaba difícil de recordar, o la recordaba brumosa y caótica como un sueño.

La presencia física de la mujer ya no le era impres-cindible, porque su alimentación no dependía directamente de ella, de su cuerpo. Imposible explicarse, entonces, por qué su ausencia se le hacía cada vez más intolerable. Verla desapa-recer detrás de una puerta sin saber cuándo volvería le provocaba un dolor casi físico que se expresaba en gritos agudos. Ella solía jugar a las escondidas, tapándose la cara con un trapo y gritando, absurdamente: «¡No ta mamá, no ta!». Se destapaba después y volvía a gritar: «¡Acá ta mamá!». Octavio disimulaba con risas la angustia que le provo-caba la desaparición de ese rostro que sabía, sin embargo, tan próximo.

En forma inesperada, y al mismo tiempo que adquiría mayor dominio sobre su cuerpo, Octavio co-menzó a padecer una secuela psíquica del Gran Viaje: los rostros humanos desco-nocidos lo asusta-ban. Trató de racionalizar su terror di-ciéndose que cada nuevo humano que se acercaba a él podía ser un enemigo al tanto de sus planes. Ese temor a los desconocidos produjo un cambio en sus relaciones con su familia terrestre. Ya no sentía esa tranquilizadora mezcla de odio y desprecio por el Traidor. Ale, a su vez, parecía percibir la diferencia y lo besaba o lo acariciaba algunas veces sin utilizar sus muestras de cariño para disimular un ataque. Octavio no quería confesarse hasta qué punto, lo comprendía ahora, se sentía próximo a él.

Cuando la mujer, que había empezado a trabajar fuera de la casa, salía por algunas horas dejándolos al cuidado de otras personas, Ale y Octavio se sentían extrañamente solida-rios en su pena. Octavio llegó al extremo de aceptar con placer que el hombre lo tuviera en sus brazos, pronunciando extraños sonidos que no pertenecían a ningún idioma terres-tre, como si buscara algún lenguaje que pudiera aproximar-los.

Y llegó, por fin, la palabra. La primera palabra. La utilizó con éxito para llamar a su lado a la mujer, que estaba en ese momento fuera de la habitación. Octavio había dicho claramente «Mamá». Ya era, para entonces, completamen-te humano. Una vez más la milenaria, infinita invasión había fracasado.

Silvina Ocampo - La soga

A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca, colgada de un árbol, después un arnés para caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamanos, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia adelante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida, que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: «Toñito, no juegues con la soga».

  La soga aparecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire; como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia adelante, para retorcerse mejor.

  Si alguien le pedía:

  —Toñito, prestame la soga.

  El muchacho invariablemente contestaba:

  —No.

  A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.

  Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.

¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes… Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua.

  La bautizó con el nombre de Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: «Prímula, vamos. Prímula». Y Prímula obedecía.

  Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.

  Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó en el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.

  Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.

  La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.

En Los días de la noche

Niño que piensa de Mario Benedetti

Vino el Viejo y dijo basta cuando Mamá le contó con lujo de detalles el lío de la maceta lo dijo con la furia de costumbre y esos ojos saltones que tiene cada vez que en la oficina alguno de los malandras le arruina la digestión y después él viene y se desquita conmigo mandándome a la cama y aquí estoy despatarrado como un rey mirando las goteras del techo metiendo el dedo gordo del pie en el agujero de la sábana claro lo lamento más que nada por el flan que hizo la Vieja pero a lo mejor queda para mañana y es mucho mejor comerlo frío dijo basta como si la maceta fuera suya y era en cambio de la gorda de al lado la que tiene várices y también esa nena asquerosita que en la escuela se cree la mona sabia pero nunca se acuerda de la capital de Bolivia y yo en cambio sé todas las capitales de América primero Honduras capital Tegucigalpa después Venezuela capital Caracas después Nicaragua capital Managua total una maceta no es para tanto pero la Vieja claro tiene que adular a la gorda y llevar el cuento para que el otro chinchudo diga que soy imposible esto no puede seguir así vamos a tener que meterte pupilo como si yo fuera a tragarme esa milanesa y no supiera que la Vieja sin mí se vuelve loca por lo menos le dijo la otra noche a la tía Azucena si algo le pasa al nene yo memato memato memato pero claro ella tiene que lucirse con la gorda porque miran juntas la telenovela y lloran juntas y se desesperan y el Viejo se agarra cada luna porque en vez de hacerle la comida se pasan como una hora comentando te das cuenta qué sinvergüenza pero la institutriz tampoco es trigo limpio fíjate que el mayordomo les había dado la cana en la glorieta pero el conde es tan bueno que se lo perdonó por la hija ma qué hija grita el Viejo quiero la sopa o me van a tener esperando hasta las calandrias griegas la macana es que hoy había fútbol y yo aquí despatarrado como un rey todo por querer explicarle a Cacho cómo había sido el gol del puntero izquierdo la maceta estaba tan disponible que la patié despacio nada más que para que entendiera el amague del penal y viene el centro saltan varios goooool la cama es una peste estoy aburrido aburrido aburrido cuando sea grande voy a quemar todas las camas y voy a comprar una pila de macetas para romperlas a patadas y ahora como anticipo podría romper la sábana haciendo fuerza con el dedo gordo pero capaz que después la Vieja ve la rotura y dice que fui yo y va con el cuento y mañana yo quiero comer flan y además tengo que ir al colegio porque van a dar cine para que después hagamos la composición sobre qué buenos son los padres jajá y la maestra que es bruta lora me sienta casi siempre con la niña Fernández pero a mí me gusta la niña Menéndez porque la niña Fernández es flor de naba y sostiene que el que copia no aprende pero ella no copia y tampoco aprende en cambio la niña Menéndez es lo más pierna y de una familia fenómena y platuda yo cuando sea grande quiero ser platudo y tener auto gratis y que me paguen el sueldo mientras paso flor de vida en Punta del Este pero en cambio mi primo Tito dice que a él le gustaría estudiar bailes clásicos y entonces el Viejo pone rostro de arcada y yo estoy aburrido aburrido aburrido y además tendría que ir al baño y el Viejo me dejó encerrado y a oscuras ojalá venga un apagón así ellos también quedan a oscuras ojalá se les pierda la llave y queden encerrados ojalá se le rompa a la Vieja una maceta así el Viejo la mete en la cama y se pasa aburrida aburrida aburrida y no puede ver la telenovela y yo vengo y le digo a que no sabes qué dijo el conde en la glorieta y hago el ruido de la puerta que se abre y de la pata de palo que se acerca y nada más o sea que tendrá que esperar a que venga la gorda y se lo cuente y cuando venga la gorda voy a hacerle fau a la nena asquerosita y ya va como media hora que estoy en la cama así que sólo faltan dieciocho horas y media y voy a ponerme a contar hasta un millón o sea uno-dostrescuatrocincoseissieteocho ya me aburrí pero también podría buscar algo para que lo pongan en penitencia al Viejo así que en cuanto tenga el teléfono a mano voy a llamar al jefe para contarle que el Viejo estuvo hablando de él y dijo que era un imbécil un tarado un ladrón y otra cosa que no me acuerdo bien pero que sonaba algo así como cornudo.

Una chica de Jamaica Kincaid

Lava la ropa blanca los lunes y extiéndela sobre el montón de piedras; lava la ropa de color los martes y ponla a secar en el tendedero; no camines con la cabeza descubierta bajo el sol; introduce los buñuelos de calabaza cuando el aceite dulce esté muy caliente; lava la ropa interior después de quitártela; cuando compres tela de algodón para hacerte una blusa, asegúrate que no tenga pelusa pegada, porque se desgastará después de la primera lavada. Pon en agua el pescado salado una noche antes de cocinarlo; ¿es verdad que cantaste benna* en la escuela dominical? Siempre come de manera tal que no hagas que se les revuelva el estómago a los demás. Los domingos trata de caminar como una dama y no como la puta en la que pareces querer convertirte; no cantes benna en la escuela dominical; no hables con los vagos del muelle, ni siquiera para darles alguna indicación; no comas fruta en la calle: las moscas te seguirán; yo no canto benna los domingos y menos en la escuela dominical; así se pone un botón; así se hace un ojal para el botón que acabas de coser;  así es como se hace un dobladillo en el vestido cuando ves que se está descosiendo y así evitas convertirte en la puta que quieres ser; así es como debes planchar la camisa caqui de tu padre para que no tenga pliegues; así es como debes planchar los pantalones caqui de tu padre para que no tengan arrugas; así es como se cultiva la okra: lejos de la casa, porque los árboles de okra** crían hormigas rojas; cuando siembres dasheen***, asegúrate que tenga suficiente agua o te raspará la garganta cuando lo estés comiendo; así es como se barre una esquina; así es como se barre toda la casa; así es como se barre el patio; así es como le sonríes a alguien que no te cae muy bien; así es como le sonríes a alguien que no te gusta en lo absoluto; así es como le sonríes a alguien que te gusta mucho; así es como pones una mesa para el té; así es como pones una mesa para la cena; así es como pones la mesa cuando tienes invitados especiales; así es como pones la mesa para el almuerzo; así es como pones la mesa para el desayuno;  así es como debes comportarte frente a hombres que no conoces bien, y así no reconocerán de inmediato a la puta en la que no te debes convertir. Asegúrate de lavarte todos los día aunque tengas que hacerlo con tu propia saliva; no te pongas en cuclillas a jugar canicas: no eres un chico; no cortes flores ajenas: podrías enfermarte de algo; no lances piedras a los mirlos, porque podría no ser un mirlo; así es como se hace un pudín de pan; así es como se hace doukona****; así es como se hace un estofado con pimientos; así es como se hace una medicina contra el resfriado;  así es como se hace un remedio para sacarse a un niño antes que se convierta en un niño; así es como se pesca a un pez; así es como se devuelve al agua a un pez extraño, y de esa manera evitas un mal agüero; así es como se seduce a un hombre; así es como un hombre te conquista; así es como se enamora a un hombre, y si no funciona hay otras formas; y si no sale bien, no te sientas mal por renunciar; así es como se escupe al aire, si te dan ganas, y así es como debes moverte rápido si no quieres que tu propio escupitajo te caiga encima; así es como se llega a fin de mes; siempre toca el pan para asegurarte que está fresco; ¿y qué pasa si el panadero no me deja tocarlo?; ¿quieres decir que después de todo lo que te he dicho vas a convertirte en una mujer a la que el panadero no deja tocar al pan?


Notas de la traductora:

*Benna: género de música antigua parecido al calipso, caracterizado por chismes escandalosos y un formato de llamada y respuesta.

**Okra: planta de la familia de las malvas con vainas de semillas de aristas largas, nativas de los trópicos del Viejo Mundo.

***Dasheen: Sinónimo de Taro o callaloo greens. Un tubérculo con hojas de espinaca y nuez moscada.

****Doukona: es una variante del dokunu en Jamaica, un tipo de pudín hecho de alimentos con almidón que se endulza, adereza y tradicionalmente se envuelve en hojas de plátano.


Silvina Ocampo: El pecado mortal


Los símbolos de la pureza y del misticismo son a veces más afrodisíacos que las fotografías o que los cuentos pornográficos, por eso ¡oh sacrílega! los días próximos a tu primera comunión, con la promesa del vestido blanco, lleno de entredoses, de los guantes de hilo y del rosario de perlitas, fueron tal vez los verdaderamente impuros de tu vida. Dios me lo perdone, pues fui en cierto modo tu cómplice y tu esclava.

Con una flor roja llamada plumerito, que traías del campo los domingos, con el libro de misa de tapas blancas (un cáliz estampado en el centro de la primera página y listas de pecados en otra), conociste en aquel tiempo el placer —diré— del amor, por no mencionarlo con su nombre técnico; tampoco tú podrías darle un nombre técnico, pues ni siquiera sabías dónde colocarlo en la lista de pecados que tan aplicadamente estudiabas. Ni siquiera en el catecismo estaba todo previsto ni aclarado.

Al ver tu rostro inocente y melancólico, nadie sospechaba que la perversidad o más bien el vicio te apresaba ya en su tela pegajosa y compleja.

Cuando alguna amiga llegaba para jugar contigo, le relatabas primero, le demostrabas después, la secreta relación que existía entre la flor del plumerito, el libro de misa y tu goce inexplicable. Ninguna amiga lo comprendía, ni intentaba participar de él, pero todas fingían lo contrario, para contentarte, y sembraban en tu corazón esa pánica soledad (mayor que tú) de saberte engañada por el prójimo.

En la enorme casa donde vivías (de cuyas ventanas se divisaba más de una iglesia, más de un almacén, el río con barcos, a veces procesiones de tranvías o de victorias de plaza y el reloj de los ingleses), el último piso estaba destinado a la pureza y a la esclavitud: a la infancia y a la servidumbre. (A ti te parecía que la esclavitud existía también en los otros pisos y la pureza en ninguno.)

Oíste decir en un sermón: «Mas grande es el lujo, más grande es la corrupción»; quisiste andar descalza, como el niño Jesús, dormir en un lecho rodeada de animales, comer miguitas de pan, recogidas del suelo, como los pájaros, pero no te fue dada esa dicha: para consolarte de no andar descalza, te pusieron un vestido de tafetas tornasolado y zapatos de cuero mordoré; para consolarte de no dormir en un lecho de paja, rodeada de animales, te llevaron al teatro Colón, el teatro más grande del mundo; para consolarte de no comer miguitas recogidas del suelo, te regalaron una caja lujosa con puntilla de papel plateado, llena de bombones que apenas cabían en tu boca.

Rara vez las señoras, con tocados de plumas y de pieles, durante el invierno se aventuraban por ese último piso de la casa, cuya superioridad (indiscutible para ti) las atraía en verano, con vestidos ligeros y anteojos de larga vista. en busca de una azotea, de donde mirar aeroplanos, un eclipse, o simplemente la aparición de Venus; acariciaban tu cabeza al pasar, y exclamaban con voz de falsete: «¡Qué lindo pelo!» «¡Pero qué lindo pelo!»

Contiguo al cuarto de juguetes, que era a la vez el cuarto de estudio, estaban las letrinas de los hombres, letrinas que nunca viste sino de lejos, a través de la puerta entreabierta. El primer sirviente, Chango, el hombre de confianza de la casa, que te había puesto de apodo Muñeca, se demoraba más que sus compañeros en el recinto. Lo advertiste porque a menudo cruzabas por el corredor, para ir al cuarto donde planchaban la ropa, lugar atrayente para ti. Desde ahí, no sólo se divisaba la entrada vergonzosa: se oía el ruido intestinal de las cañerías que bajaban a los innumerables dormitorios y salas de la casa, donde había vitrinas, un altarcito con vírgenes, y una puesta de sol en un cielo raso.

En el ascensor cuando la niñera te llevaba al cuarto de juguetes, repetidas veces viste a Chango que entraba en el recinto vedado, con mirada ladina, el cigarrillo entre los bigotes, pero más veces aún lo viste solo, enajenado, deslumbrado, en distintos lugares de la casa, de pie arrimándose incesantemente a la punta de cualquier mesa, lujosa o modesta (salvo a la de mármol de la cocina, o a la de hierro con lirios de bronce del patio). «¿Qué hará Chango, que no viene?» Se oían voces agudas, llamándolo. Él tardaba en separarse del mueble. Después, cuando acudía, naturalmente nadie recordaba para qué lo llamaban.

Tú lo espiabas, pero él también terminó por espiarte: lo descubriste el día en que desapareció de tu pupitre la flor de plumerito, que adornó más tarde el ojal de su chaqueta de lustrina.

Pocas veces las mujeres de la casa te dejaban sola, pero cuando había fiestas o muertes (se parecían mucho) te encomendaban a Chango. Fiestas y muertes consolidaron esta costumbre, que al parecer agradaba a tus padres. «Chango es serio. Chango es bueno. Mejor que una niñera» decían en coro. «Es claro, se entretiene con ella» agregaban. Pero yo sé que una lengua de víbora, de las que nunca faltan, dijo: «Un hombre es un hombre, pero nada les importa a los señores, con tal de hacer economías». « ¡Qué injusticia!», musitaban las ruidosas tías. «Los padres de la niñita son generosos; tan generosos que pagan un sueldo de institutriz a Chango.»

Alguien murió, no recuerdo quién. Subía por el hueco del ascensor ese apasionado olor a flores, que gasta el aire y las desacredita. La muerte, con numerosos aparatos, llenaba los pisos bajos, subía y bajaba por los ascensores, con cruces, cofres, coronas, palmas y atriles. En el piso alto, bajo la vigilancia de Chango, comías chocolates que él te regaló, jugabas con el pizarrón, con el almacén, con el tren y con la casa de muñecas. Fugaz como el sueño de un relámpago, te visitó tu madre y preguntó a Chango si hacía falta invitar a alguna niñita para jugar contigo. Chango contestó que no convenía, porque entre las dos harían bulla. Un color violeta pasó por sus mejillas. Tu madre te dio un beso y partió; sonreía, mostrando sus preciosos dientes, feliz por un instante de verte juiciosa, en compañía de Chango.

Aquel día la cara de Chango estaba más borrosa que de costumbre: en la calle no lo hubiéramos conocido ni tú ni yo, aunque tantas veces me lo describiste. De soslayo lo espiabas: él, habitualmente tan erguido, arqueándose como signos de paréntesis; ahora se arrimaba a la punta de la mesa y te miraba. Vigilaba de vez en cuando los movimientos del ascensor, que dejaba ver a través de la armazón de hierro negro, el paso de cables como serpientes. Jugabas con resignada inquietud. Presentías que algo insólito había sucedido o iba a suceder en la casa. Como un perro, husmeabas el horrible olor de las flores. La puerta estaba abierta: era tan alta, que su abertura equivalía a la de tres puertas de un edificio actual, pero eso no facilitaría tu huida; además, no tenías la menor intención de huir. Un ratón o una rana no huyen de la serpiente que los quiere, no huyen animales más grandes. Chango, arrastrando los pies, se alejó de la mesa por fin, se inclinó sobre la balaustrada de la escalera para mirar hacia abajo. Una voz de mujer, aguda, fría, retumbó desde el sótano:

—¿La Muñeca se porta bien?

El eco, seductor cuando le decías algo, repitió sin encanto la frase.

—Muy bien —respondió Chango, que oyó resonar sus palabras en los fondos oscuros del sótano.

—A las cinco le llevaré la leche.

La respuesta de Chango:

—No hace falta: se la prepararé yo—, se mezcló con un —gracias— femenino, que se perdió en los mosaicos de los pisos bajos.

Chango volvió a entrar en el cuarto y te ordenó:

—Mirarás por la cerradura, cuando yo esté en el cuartito de al lado. Voy a mostrarte algo muy lindo.

Se agachó junto a la puerta y arrimó el ojo a la cerradura, para enseñarte cómo había que hacer. Salió del cuarto y te dejó sola. Seguiste jugando como si Dios te mirara, por compromiso, con esa aplicación engañosa que a veces ponen en sus juegos los niños. Luego, sin vacilar, te acercaste a la puerta. No tuviste que agacharte: la cerradura se encontraba a la altura de tus ojos. ¿Qué mujeres degolladas descubrirías? El agujero de la cerradura obra como un lente sobre la imagen vista: los mosaicos relumbraron, un rincón de la pared blanca se iluminó intensamente. Nada más. Un exiguo chinflón hizo volar tu pelo suelto y cerrar tus párpados. Te alejaste de la cerradura, pero la voz de Chango resonó con imperiosa y dulce obscenidad: «Muñeca, mira, mira». Volviste a mirar. Un aliento de animal se filtró por la puerta, no era ya el aire de una ventana abierta en el cuarto contiguo. Qué pena siento al pensar que lo horrible imita lo hermoso. Como tú y Chango a través de esa puerta, Píramo y Tisbe se hablaban amorosamente a través de un muro.

Te alejaste de nuevo de la puerta y reanudaste tus juegos mecánicamente. Chango volvió al cuarto y te preguntó: «¿Viste?» Sacudiste la cabeza, y tu pelo lacio giró desesperadamente. «¿Te gustó?» insistió Chango, sabiendo que mentías. No contestabas. Arrancaste con un peine la peluca de tu muñeca, pero de nuevo Chango estaba arrimado a la punta de la mesa, donde tratabas de jugar. Con su mirada turbia recorría los centímetros que te separaban de él y ya imperceptiblemente se deslizaba a tu encuentro. Te echaste al suelo, con la cinta de la muñeca en la mano. No te moviste. Baños consecutivos de rubor cubrieron tu rostro, como esos baños de oro que cubren las joyas falsas. Recordaste a Chango hurgando en la ropa blanca de los roperos de tu madre, cuando reemplazaba en sus tareas a las mujeres de la casa. Las venas de sus manos se hincharon, como de tinta azul. En la punta de los dedos viste que tenía moretones. Involuntariamente recorriste con la mirada los detalles de su chaqueta de lustrina, tan áspera sobre tus rodillas. Desde entonces verías para siempre las tragedias de tu vida adornadas con detalles minuciosos. No te defendiste. Añorabas la pulcra flor del plumerito, tu morbosidad incomprendida, pero sentías que aquella arcana representación, impuesta por circunstancias imprevisibles, tenía que alcanzar su meta: la imposible violación de tu soledad. Como dos criminales paralelos, tú y Chango estaban unidos por objetos distintos, pero solicitados para idénticos fines.

Durante noches de insomnio compusiste mentirosos informes, que servirían para confesar tu culpa. Tu primera comunión llegó. No hallaste fórmula pudorosa ni clara ni concisa de confesarte. Tuviste que comulgar en estado de pecado mortal. Estaban en los reclinatorios no sólo tu familia, que era numerosa, estaban Chango y Camila Figueira, Valeria Ramos, Celina Eyzaguirre y Romagnoli, cura de otra parroquia. Con dolor de parricida, de condenada a muerte por traición, entraste en la iglesia helada, mordiendo la punta de tu libro de misa. Te veo pálida, ya no ruborizada frente al altar mayor, con los guantes de hilo puestos y un ramito de flores artificiales, como de novia, en tu cintura. Te buscaría por el mundo entero a pie como los misioneros para salvarte si tuvieras la suerte, que no tienes, de ser mi contemporánea. Yo sé que durante mucho tiempo oíste en la oscuridad de tu cuarto, con esa insistencia que el silencio desata en los labios crueles de las furias que se dedican a martirizar a los niños, voces inhumanas, unidas a la tuya, que decían: es un pecado mortal, Dios mío, es un pecado mortal.

¿Cómo hiciste para sobrevivir? Sólo un milagro lo explica: el milagro de la misericordia.

Rosa Bombón - Agustina María Bazterrica

Después de ti ya no hay nada, ya no queda más nada, nada de nada.

Después de ti es el olvido, un recuerdo perdido, nada de nada.

¿Cómo voy a llenar este espacio vacío, después de ti?

¿Cómo vivir después de ti?

Alejandro Lerner. Después de ti.


  

Paso UNO:

Observe las lágrimas que le caen sobre los dedos. Piense en diamantes. Visualice a Elizabeth Taylor. Desee tener ojos azules y maridos consecutivos. Error. Retroceda. Usted no necesita más hombres en la vida. Quiere estrellarse con el auto de Penélope Glamour. Busque una hoja de papel y un lápiz. Escriba la palabra “Lista” y enumere las cosas que debe comprar para morir con el estilo y la dignidad de un personaje animado.

LISTA:

1.     Conjunto deportivo, pero elegante, diseñado para físico escultural.

Ignore el último detalle, el del físico escultural. Continúe, impávida.

2.     Anteojos blancos con forma gótica.

Sorpréndase del uso de un léxico refinado, aún en estado crítico.

3.      Sombrilla con moño.

4.     Botas blancas a gogó.

5.      Auto marca ACME con labios y ojos prominentes haciendo las veces de un capó.

No profundice en el hecho perturbador de querer morir en un auto con rostro humano.

Recuerde que en la cuenta del banco no tiene plata. Rompa la hoja de papel y tire el lápiz dentro de la pecera. Vea cómo su pez la mira con ojos deformes. Asuma que su pez es un engendro de la naturaleza y desconozca el motivo por el cual lo compró alguna vez. Intente analizar por qué le puso el nombre “Pepito” a un pez que la ignora de manera permanente. Medite sobre el motivo puntual de llamarlo con apodos cariñosos como “Pepino de colores”. Admita que un pez no es un vegetal y que su pez tiene un único color: amarillo descolorido, amarillo repugnante. Observe el castillo de plástico violeta en el cual aterrizó el lápiz. Reflexione sobre cuál es el propósito fundamental de que un pez tenga, como aparente vivienda, un castillo al cual supera en tamaño. Descubra que no existe una respuesta para semejante interrogante.

Concéntrese en la palabra propósito. Considere objetivamente la siguiente pregunta: ¿Cuál es el propósito del amor? Deprímase por no saber la respuesta. Abra la bolsa de papas fritas Kellogg’s y mastique de forma compulsiva. Experimente un vacío, producto de la falta de estructura y certezas del universo amoroso. Tome el jarrón con dragones chinos de colores brillantes y tírelo en el centro de la reproducción de Los Girasoles de Van Gogh. Hastíese de la sonrisa de la Mona Lisa que la mira desde la pared donde el vidrio de Los Girasoles se rompió a pedazos. Alégrese de no ser la Mona Lisa. Piense que hay algo en esa cara que le resulta vagamente animal. Filosofe: “¿Será por la asociación inconsciente con la palabra “mona” o porque esa mujer me resulta francamente desagradable?” Recuerde que él insistió en comprar esas reproducciones. Tome un marcador rojo indeleble y píntele colmillos a la sonrisa de Mona Lisa. Cite a Duchamp y píntele un bigote. Ría. Fuerte. No se cuestione quién es Duchamp ni por qué alguna vez le dibujó un bigote a un icono sagrado del arte. Usted no tiene tiempo de ahondar en misterios estilísticos, no cuando está en plena crisis emocional. Deteste Los Girasoles. Tome conciencia de la antipatía profunda que siempre experimentó por esos cuadros. Complete la frase, agregando: “Cuadros baratos”. Visualice el odio. Déjelo fluir. Tire a la Mona Lisa por la ventana. Observe cómo ella y sus bigotes se desploman en una terraza abandonada. A continuación arroje Los Girasoles y vea cómo vuelan, sin el peso del vidrio, a través de los cables de la ciudad. Sienta un placer secreto, pero no lo reconozca porque Usted está transitando por un estado de desolación y furia. Perciba cómo un hombre la mira triste, apoyado sobre un auto estacionado.

Asocie el auto con el factor clave de que él le había prometido enseñarle a manejar, pero nunca lo hizo. Califíquelo como a un cobarde y susurre las palabras: “Puto cobarde”. Sorpréndase de la osadía. Usted nunca insulta. La proporción de la cobardía es muy superior a la intensidad del insulto, por lo tanto, grite: “PUTO COBARDE”. Fragmente la palabra con silencios significativos: “Pu   to   co   bar   de”. Rompa en un llanto silabeado: “Pu, Pu, Puuuu, Pu, Ajjjj, To, To, Tooooo, Co, Co, Coooo, Barjjjjjj, Deeeeee”.

Examine los daños colaterales causados por el incremento de su locura emocional. Considere que alcanzó sólo una parte del objetivo.


Paso DOS:

Busque la caja de los Kleenex. Tome conciencia de cómo las princesas de Disney la miran desde el cartón de la caja. Anhele convertirse en Blanca Nieves, luego en la Cenicienta, luego en la Bella Durmiente. Exija al destino poder dormir de manera ininterrumpida dentro de una cama de cristal y sugiera que el detalle de la belleza puede ser pasado por alto. Usted quiere dormir y soñar que está con él para siempre, comiendo perdices. Usted es vegetariana, pero no le preste atención a ese detalle. Olvídese de su asco por la carne y coma las perdices porque esa es la garantía de felicidad. Razone: “Mi deseo de estar con él por siempre jamás, ¿es una utopía?”. Relacione la palabra utopía con la palabra revolución. Evoque la remera del Che Guevara que él tenía puesta cuando la conoció. Piense en Cuba y llore por las revoluciones que se concretaron y por las que nunca fueron llevadas a cabo. Ensucie una docena de Kleenex y desparrámela por el piso. Siéntese al lado del teléfono y mírelo de tal manera que le duelan los ojos. Compruebe si funciona. Escuche el contestador y cuando una voz le anuncie: “Usted no tiene mensajes nuevos”, reprima la necesidad imperiosa de acuchillar a la persona o a la máquina que grabó ese mensaje con tono impersonal, pero enfatizando levemente en la palabra “no”, haciendo hincapié, de manera subversiva, en el hecho de que nadie nunca la llama.

Mire con extrañeza el anotador que él le regaló cuando cumplieron un mes. El anotador tiene una impresión en agua de Los Relojes Blandos de Dalí. Admita que la metáfora del tiempo derritiéndose le parece una banalidad repetida hasta el cansancio, pero permítase sentir un cierto apego hacia la imagen porque fue un regalo hecho por él.

Llámelo. Corte.

Altérese cuando escuche el teléfono sonando. Controle la necesidad justificada de querer saltar de alegría. Contenga la respiración, atienda temblorosa y sienta un nudo marinero en el estómago. Diga: “Hhhhola”. Advertencia: el tono que debe usar es de sufrimiento velado. Escuche cómo una operadora le ofrece un plan para hablar de manera gratuita con el ser querido. Note cómo el nudo marinero se transforma en un conjunto de arañas venenosas que caminan por su garganta. Vocifere: “NO TENGO SER QUERIDO”. Corte. Las arañas, ahora, son escorpiones.

Ejercicio: Memorice los momentos de felicidad a lo largo de su vida y anótelos en un papel bajo el título de “Lista Feliz”.

Objetivo: Fortalecer la confianza interior.

LISTA FELIZ:

©           El día que lo conocí.

©           El día que me dio el primer beso.

©           El día que cumplimos un mes.

©           El día que me regaló una flor.

©           El día que se mudó a mi casa.

©           El día que me regaló una estrella.

©           El día que me dijo que yo era su amor para siempre.

Conclusión del ejercicio: Coma caramelos Media Hora. Sienta náuseas y ganas de escupirlos, pero no lo haga porque eran sus caramelos preferidos. Reconozca que es una manera sincera y apasionada de homenajearlo.

Llámelo una segunda vez. Cuando atienda el contestador, corte. Desilusionada, llame con el celular a su teléfono para escuchar el mensaje que grabaron juntos, cuando eran felices: “Hola, dejanos tu mensaje después de la señal. Biiiiiiiiipppppp, jajjjjaaajjjaaaja.” Imagine cómo le abren el pecho y le meten una bomba. Conmemore a Hiroshima. Sienta culpa judeo-cristiana por los muertos que nunca conoció. Experimente culpa edípica por el mal en el mundo, por las guerras en particular, por la muerte en general. Lamente no poder arrancarse los ojos, no tener ese valor, no saber cómo vivir una verdadera tragedia, no ser griega. Evoque la película “Hiroshima mon amour”. Odie la palabra “amour”, odie el idioma francés, grite: “ODIO PARIS, ODIO EL AMOR”. Recuerde que él quería llevarla a la Torre Eiffel para proponerle casamiento. Profundice en el concepto. Deduzca que no sólo era un proyecto irrealizable sino que era una mentira imperdonable y que Usted se la creyó. Rompa el póster de la Torre Eiffel pegado sobre el inodoro. Trate de entender la analogía secreta, el significado oculto de pegar a la Torre Eiffel en ese lugar específico. Sepa la respuesta, pero ignórela por ser violenta, por ser una obviedad, una obviedad violenta.

Llámelo una tercera vez. Murmure: “Hola, soy yo”. Siéntase estúpida. Imagine a Penélope Glamour declarando su amor a la Hormiga Atómica. Recuerde que él le decía “Hormiguita”. Grite: “TE ODIO, INFELIZ”.

Corte.

Inmortalice el momento tirando el teléfono de plush lila sobre la pared con la colección de figuras de cristal que él le regaló de manera consecutiva y sucesiva a lo largo de los años. Observe cómo la jirafa transparente vuela por los aires y cómo la pareja de amantes traslúcida sentados de la mano en un banco de una plaza cae al piso. Acérquese, tome la figura y verifique su estado. Intacta. Llore. Apriete la figura y tírela por la ventana. Contemple cómo los cristales se rompen sobre el asfalto. Corrobore que el hombre triste apoyado sobre el auto no la haya visto cometer un posible atentado contra un transeúnte inocente y alégrese por la calle vacía. Coma alfajores Havanna y suspire, pero experimente una cierta calma al notar los destellos brillantes del cristal en el asfalto.

Vaya al cuarto. Revise el cajón de la ropa interior y, cuando la encuentre, abra la carta que él le escribió cuando cumplieron tres años. Léala en voz alta.

Hormiguita hermosa amor de mi vida:

Te amo con locura. Te amo más que a mi vida, más que al universo entero. La vida sin vos no tiene sentido. Te amo más que a Racing.

Tu amor por siempre jamás.

Caiga en el piso sin fuerzas. Apriete la carta sobre el pecho y llore de manera efusiva. Siéntase Grecia Colmenares en “María de nadie”, pero con el déficit de un pelo que le llega sólo hasta los hombros.

            Cuando recupere las energías, levante el teléfono. Conéctelo. Verifique si, efectivamente, logró romperlo. Escuche el tono y sonría aliviada.

Haga el balance de los destrozos y llegue a la conclusión de que no es suficiente. La desgracia que la abruma tiene mucho más peso que un cuadro barato volando entre cables. Corríjase y exclame: “Un cuadro de mierda volando entre cables”. Abra la ventana y grite: “MIERDA”.


Paso TRES:

Ejercicio: Arme un collage.

Objetivo: Alcanzar el bienestar emocional.

a-      Busque las fotos en las cuales aparece con él.

b-      Tírelas al piso.

c-      Ordénelas de acuerdo al grado de mayor o menor felicidad del momento.

d-     Siéntese sobre la alfombra de Lycra que imita a un tigre muerto en una cacería inexistente. Recuerde que él le iba a enseñar a cazar, pero cuando Usted le dijo que no le interesaba matar animales inocentes, él le regaló un revólver y la alfombra.

e-      Examine el collage que armó sobre las baldosas marrones y experimente un dolor envenenado por las arañas y los escorpiones. Laméntese y declare: “Este es el collage de mi único y último amor”. Concédase el tiempo suficiente para repetir la frase una y otra vez hasta que las palabras pierdan sentido.

f-       Prenda un cigarrillo. Tosa. Usted no fuma, pero son los cigarrillos Marlboro Light que él se olvidó después de armar la valija. Mientras le quema con el cigarrillo los ojos a todas las fotos donde él es hermoso y la abraza, susurre: “Me rompiste el corazón en mil pedazos”. Balancee el cuerpo para atrás y para adelante y asuma que ingresó en un estado del cual no hay retorno. Desee convertirse en una asesina serial, pero sepa que Usted no tiene la lucidez necesaria para cometer un asesinato, o dos, o tres, o veinte.

g-      Recuéstese sobre la alfombra y fume pensativa.

h-      Rompa las fotos y colóquelas debajo del enano del jardín que tiene en el balcón. Mire la cara del enano y sorpréndase del parecido inquietante con su pez. Cambie de idea. Meta las fotos en el microondas y marque el tiempo máximo con la temperatura más alta. Ubique a Enrique (el enano) dentro de la pecera. Despreocúpese por el destino tanto de Enrique, como el de Pepito, como el del microondas.

Conclusión del ejercicio: Hágase cargo del momento presente, coma bizcochitos de grasa Don Satur y mire el vacío.


Paso CUATRO:

Piense en Susana Giménez. Cuestiónese qué tiene que ver Susana Giménez con todo lo que le ocurre. Sienta cómo su cordura se diluye en un estampado de animal print. Advierta cómo las manchas de los jaguares, de las cebras y de los dálmatas le ensombrecen la razón.

Note la presencia, sobre el televisor, del gato chino de la buena suerte que él le compró cuando fueron a comer chau fan mixto al restaurante “Todos Contentos” del barrio chino. Tenga la certeza de que ese gato es la causa de todas sus desgracias porque, al día siguiente, él la dejó. Vaya a la cocina, coloque agua en una olla, prenda el fuego al máximo e introduzca al gato. Deje que hierva.

Corra al baño, mírese al espejo. Confirme que está pálida y ojerosa. Reconozca que dejó de ser Grecia Colmenares para transformarse en la Andrea del Boca de “Celeste”, no en la de “Perla negra”. Suspire con convicción y afirme: “No estoy loca”. Acepte que es una mentira, busque el esmalte rojo perlado y escriba sobre el vidrio: “Te amo, perro infeliz y hermoso”.

Experimente una sensación de éxtasis, corra hacia el teléfono y llámelo por cuarta vez. Escuché cómo una voz femenina atiende el teléfono. Corte y dígase para sus adentros: “Marqué mal”. Llámelo por quinta vez y cuando escuche la voz femenina, véase imposibilitada de hablar. Sea testigo de cómo él, antes de atender, le dice a la voz femenina: “Dejá amor, dame el teléfono hormiguita”.

Corte despacio y, mientras lo hace, tenga la absoluta certeza de cuál va a ser el siguiente paso.


Paso CINCO:

Acérquese a la ventana y mida la distancia entre el asfalto y su cuerpo. Intuya que existe una posibilidad de salir muy lastimada, pero viva. Ría. Sin ganas. Mastique de forma automática galletitas Amor. Percátese de la ironía brutal del destino y tire el paquete al tacho.

Vaya al placard y abra todas las cajas con zapatos. Sienta una energía exultante cuando encuentre una bolsa con ropa que él nunca pasó a buscar. Tírela en el lavarropas y agréguele lavandina. Córtele la cabeza al tigre y métala en el horno. Póngalo al máximo. Siga buscando entre los zapatos y encuentre el arma que él le regaló. Examínela con detenimiento. Compruebe que tenga balas. Recuerde que alguna vez la escuchó decir a Mirtha Legrand que las mujeres no se pegan tiros. “Las mujeres, decía Mirtha en uno de sus almuerzos, se envenenan o toman pastillas porque es menos sangriento y porque antes de morir tienen en cuenta a los que quedan vivos y tienen que limpiar”. Descarte el pensamiento anterior por retrógrado, pero admírese de la cultura general de la Señora Mirtha. Deléitese por el factor incuestionable de que él es el único contacto al cual van a llamar. Después del daño irreparable que le causó, él no merece la tranquilidad que brinda una muerte plácida, limpia.

Camine despacio al living con la carta de amor en la mano. Busque clavos, pero recuerde que él se los llevó. Busque la cinta Scotch, pero no la encuentre. Abra el botiquín de primeros auxilios y recurra a las curitas. Pegue la carta en la pared con dos curitas, una con la imagen de Hello Kitty, la otra con la de Snoopy.

Siéntese en el medio del caos, en el medio del destrozo emocional, material y concreto. Mire la carta y exclame: “Soy muy joven para morir”. Asuma el hecho de que esa es una frase vacía. Tome el arma. Sonría con cierta emoción. Coloque el arma en la sien derecha. Permita que fluya la sensación de que está haciendo lo correcto. Diga: “Es lo correcto”. Repítalo. Afirme: “Es lo correcto”.

Deténgase. Respire, y baje el arma. Contemple sus pensamientos. Deje la mente en blanco y dedíquese a observarla. Reconózcase a Usted misma como a la Mona Lisa, rodeada de jirafas de cristal, dentro de un campo de girasoles intentando cazar tigres de Lycra para entregárselos a Enrique y al gato chino de la suerte que viven en el castillo violeta donde relojes de plástico se derriten con el fuego del amor que sienten él y la voz femenina que la miran riendo desde lo alto de la Torre Eiffel mientras Pepito baila con la pareja traslúcida que cae por una ventana justo en el medio de la cabeza del hombre triste que le susurra a Penélope Glamour: “Te amo más que a Racing”. Grite: “BASTA”, y apriete el gatillo. En el instante en el que la bala le perfore el cráneo, visualice una calma rosa, rosa bombón.