domingo, 9 de julio de 2023

tósigo

Me acerco a tocar el timbre y observo que la puerta está abierta. Me imagino que me estaba esperando y entró. El pequeño patio estaba lleno de pequeñas hojas del otoño. Cruzo el zaguán. Ingreso en la primera puerta y la encuentro a la señora, viuda, vestida de negro, en posición de luto, y con un velo de tul que no me permite ver su rostro, sentada en un banco bajo junto a una mesa ratona repleta. Pan tostado a medio comer, mermeladas varias y dulces de etiquetas amarillas, y una taza con una bebida negra junto a un recipiente con azúcar y etiquetado amarillo, que le daba pequeños sorbos cada tanto.

Llevo años trabajando en atender, como cuidador, a abuelitos de la tercera edad y sabía que acompañarla en el duelo no es tarea fácil. Pero la compañía en momentos así ayudan a pasar el grave acontecimiento. 

Es así como me acerque lentamente, me presente con la voz suave para no perturbar su tranquilidad y le conté la razón de mi visita. Dulcemente, me dijo su nombre y me dio indicaciones de que tome asiento.

Mire un poco alrededor mientras buscaba una silla. Era una casita apagada, con muchos muebles de roble y pino de distintas formas y tamaños. Un gran televisor junto a una radio. Una ligera capa de polvillo cubría todo. Muchas fotos familiares que iban desde adolescentes sonriendo hasta adultos mayores en distintos tipos de fiestas. También pequeños adornos que acompañaban a cada imagen. Una pequeña sensación de abandono transmitía la escena. Una nostalgia de años pasados se reposaba entre los cuadros antiguos de paisajes lejanos y desérticos. 

Sobre una mesa lista para almorzar se encontraba algunos envases a medio terminar con etiquetas amarillas. Tazas de café y de té listas junto a una tetera de porcelana. A la derecha del living se encontraba un estrecho pasillo que daba a dos cuartos. Una puerta semiabierta donde se podía observar que era el baño, y una puerta más al fondo, cerrada, que sería la de su habitación.

Conversamos inicialmente del clima. Hice un par de chistes para romper el hielo, podía notar su sonrisa a pesar del velo. La primera hora se pasaba y de a poco me dejaba entrar en su mundo. 

Le pregunté por sus programas de televisión favoritos, qué música escucha en la vieja radio, hace cuanto que vive en aquella casa. De a veces contaba un poco de mí, de lo agradecida de tener este trabajo, de como llegue a conocer distintas personas. Sentí como la soledad  invadía cada respuesta que me daba.

Dijo que se casó a muy corta edad, y daba las gracias de sus casi 60 años de casados. Que recordaba aún a su primer amor, un joven apuesto, de familia rica, que le enviaba cartas y le sonreía desde un Siam Di Tella al que conducía por toda la ciudad. En ese entonces, maldice, el muchacho por la edad y cosas de la época era el prometido de su hermana mayor. Pocos días antes de la boda muere envenenado.

Le pregunto si se supo quién lo asesinó, si salió en las noticias. Hace un silencio incómodo y con un tono bajo, casi en secreto, me confiesa que fue ella. Como si aún quedaran testigos de aquella época o como si hubiera espíritus que la condenarían. Pensé que quizás aún sentía culpa y le pregunto por su hermana, si luego de ello consiguió pretendiente. Ella mira al cielo y luego al suelo. Mi hermana se suicidó el día de su casamiento. Lloré por obligación en su entierro, me dice, peleaban todo el tiempo y no había ningún tipo de apego porque eran en realidad medio hermanas. Su padre, un borracho golpeador, tenía varias mujeres. En otro momento te contaré de él, me dice.

Le comento que me dio sed tanta conversación y que buscaré en la heladera alguna bebida fría. Tomo una botella de agua con etiqueta amarilla y antes de abrirla ella se acerca.
Por primera vez la veo caminar con tanta rapidez para arrebatarla de mis manos. No toques nada con etiquetas, me dice. Está envenenada.
Le pregunto por qué y me dice que es para que tome su marido. Me ha dicho que era viuda, le exclamo. En proceso, responde. Pienso en todas las etiquetas que vi en la casa.
Una puerta del fondo de la casa se cierra con violencia. Es mi marido, me dice.
Le doy las gracias por la conversación y del modo más diplomático posible, me despido. No es mi trabajo atender fantasmas.

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