lunes, 17 de abril de 2023

El huésped, de Fabricio Capelli

Le duele la cabeza. Escucha cómo el viento viene propagándose entre los álamos. Algunos truenos se oyen todavía lejanos. La tormenta se acerca, no tardará en llegar. Sabe que no es de aquellas que se avecinan lentas, predecibles, con amortiguadas ráfagas de viento y leves inclinaciones de arboledas. Esta tormenta es más bien un golpe a secas, rápido y violento, con ráfagas montadas unas sobre otras, que doblan los árboles hasta quebrarlos, que desgarra y lastima, que mata si uno se descuida.

También avanza el miedo. Le transpiran las manos. Escucha los postigos de las ventanas que se abren y se cierran. Y las puertas. De nuevo las puertas. Ha decidido ir a acostarse, para tratar de mantener la calma. El ojo atento, inquieto, escrutando por la ventana las lejanías, temeroso de la transición de los colores que se van degradando por las sombras, de las nubes negras que cierran cualquier resquicio de cielo azul. El oído también atento: escucha el temblor de unos metales, escucha a un perro que ladra. De pronto un relámpago lo enceguece, lo hace temblar en la cama. ¿Habrá retrocedido el perro, habrá escondido la cola entre las patas, habrá salido corriendo a esconderse en algún hueco?

Un espejo a los pies de la cama le devuelve la imagen de la parte inferior de su cuerpo: un mameluco desteñido que le cubre las piernas y las medias con algunos agujeros por donde se asoman un par de dedos. Las botas de goma que usa para cosechar están tiradas al lado de la cama. Si el espejo reflejara la parte superior de su cuerpo, mostraría algo flaco, avejentado, barbudo. Cierra los ojos para tratar de dormirse. Quizás cuando despierte, la tormenta ya habrá pasado. A pesar de que el viento va ganando fuerza y comienza a silbar por los intersticios de la casa, siente que una somnolencia le va aflojando el cuerpo. Las primeras gotas golpeando el vidrio de las ventanas lo ayudan a dormirse. El ruido violento de una puerta que se cierra lo despierta sobresaltado.

Los recuerdos son confusos. Sí, está seguro que era la época de vendimia, los racimos de uva negra y moscatel colgaban maduros de las parras. Hace un cálculo rápido: más o menos cuarenta años atrás. Recuerda que su padre estaba contento: la cosecha prometía ser buena. Ya planeaba por anticipado invertir la ganancia en reparar el techo de la parte de atrás de la casa, en comprar un motor para el tractor, en pintar de nuevo el cartel “Los Linares” en la tranquera de entrada a la finca. Un mes antes de la cosecha, su padre empezó a mirar con preocupación el cielo. Había amanecido con el sol alto y el calor era insoportable, anormal. Después del mediodía, unas nubes empezaron a formarse en el horizonte. A la siesta el cielo ya estaba negro y sonaban los truenos.

—Se viene el granizo —dijo su padre casi en un susurro.

El calor no había aflojado. Su madre y su abuela estaban encerradas en el cuarto rezando para que se desviara la tormenta, así el granizo no caía sobre los viñedos plantados en las hectáreas paralelas a la casa. Al rato empezaron a caer unas pocas gotas. Apenas caían, eran absorbidas por la tierra seca. Y de pronto escucharon un rumor de fondo, como un trueno persistente que se mantenía y crecía de a poco. Era el granizo que se acercaba, sin nada de lluvia que lo amortiguara, que lo derritiera para disminuir su tamaño. Empezaba a caer en seco y avanzaba causando daño.

Ya lleva un buen rato acostado. No quiere levantarse, sabe lo que le espera. Se queda en la cama, pero ahora está atento. Escucha de nuevo el ruido de una puerta que se cierra. Y luego que se abre. Conoce la secuencia. La primera vez fue hace diez años, mientras deambulaba por los cuartos de la casa. Después de la muerte de toda su familia, se había limitado a vivir solo en una parte reducida, aquella donde estaba la cocina y un dormitorio lindante. El baño estaba afuera, en una casucha que su padre había construido, encima del pozo ciego. El resto de los cuartos, conectados, habían quedado abandonados, al igual que el living con sillones, la biblioteca llena de libros de su madre, el comedor de visitas y el comedor diario, un dormitorio transformado en almacén, y el depósito de herramientas. Aquella vez, había deambulado de cuarto en cuarto hasta desorientarse, mareado por el olor a suciedad y encierro. No sabía si estaba en el centro de la casa o en la periferia. Hasta que había escuchado el ruido de una puerta que se abría a sus espaldas. Por un instante, sintió alivio de saber que había alguien más, que no estaba solo. Pero después la alarma. ¿Qué desconocido se había metido? ¿Un huésped en su casa? ¿Desde cuándo habitaba? Había caminado hasta el cuarto desde donde había venido el ruido. Al ingresar, había visto que otra persona (solo una parte del brazo, la camisa arremangada por encima del codo, la mano de un hombre) salía por la otra puerta y la cerraba.

—¡Quién anda ahí!

Había corrido a través de los cuartos para alcanzarlo, para constatar que en el momento que él entraba por una puerta, el otro salía por la otra puerta ubicada en el lado opuesto. Había probado toda suerte de trucos para sorprenderlo: caminar, correr, volverse de repente para interceptarlo por otro cuarto contiguo. Pero nada. El otro copiaba sistemáticamente sus movimientos. Solo alcanzaba a verle la parte del brazo, siempre. Nunca había podido verle la cara. Después de darse cuenta de que ningún truco servía, se había rendido, confundido, apoyándose exhausto contra el borde de la ventana, agitado, tomando aire, pensando. Y a través del vidrio había visto un cambio en el paisaje. Persiguiendo al huésped, ocupado en alcanzarlo, no se había dado cuenta de que una tormenta había pasado: vio por la ventana un árbol caído, un caballo muerto, un río desbordado arrastrando algunos ranchos de la orilla.

Su madre y su abuela escucharon los primeros golpes secos en las chapas sueltas del techo. Después el ruido fue creciendo hasta volverse insoportable. La tormenta avanzaba y las piedras de granizo caían rompiendo los brotes tiernos de las parras, las hojas, los granos de los racimos, e iban cubriendo el suelo con una mezcla de hielo y restos de vegetación. Su padre estaba contra la ventana, la vista perdida en un punto fijo. No solo miraba la tormenta: la padecía. Su madre y su abuela habían dejado de rezar y lloraban en el dormitorio. Todos sabían lo que significaba esa tormenta, pero nadie hablaba. Aunque todavía era un niño, él también entendía y también callaba. Cada racimo que caía al suelo, cada grano de uva machucado por el granizo, significaba el trabajo perdido de todo un año: la poda de las cepas para permitir que los brotes germinaran más fuertes, la abertura y cierre de los surcos para distribuir mejor el riego, la sulfatación cada dos semanas para combatir las plagas, la preparación de los injertos, la reparación y mantenimiento de las estacas para el sostén de las parras, el dominio de la malezas a golpe de azadón y pala, el control minucioso del riego para permitir la maduración justa de los racimos. El granizo se estaba llevando en pocos minutos todo ese trabajo. No habría arreglo para el techo de la casa. No habría motor nuevo para el tractor. El cartel “Los Linares” seguiría con la mayoría de sus letras despintadas. Vio que su padre de pronto abría, enloquecido, la puerta de la casa y salía a la tormenta, corriendo entre los surcos, levantando los brazos al cielo, insultando a Dios. Él corrió detrás, cubriéndose la cabeza con las manos. Estaba asustado, tenía miedo, pero un instinto lo había hecho seguir a su padre, para alcanzarlo, para traerlo de nuevo al interior de la casa. Sintió que las piedras de granizo le golpeaban la espalda. Cayó de rodillas al piso, todo cubierto de hojas y hielo. Trató de buscar a su padre, pero el viento se lo impedía. Y de pronto el golpe en la cabeza, y la sangre tibia corriéndole por el rostro. Empezó a llorar. Sintió que se desvanecía, sintió los gritos de su madre y de su abuela desde la casa, sintió que el granizo le lastimaba la cara y los brazos, sintió que alguien se acercaba corriendo y que lo arrastraba. Después se desmayó.

Desde la cama, vuelve a sentir el ruido de la puerta. Instintivamente se toca la cicatriz de la cabeza: una línea blancuzca donde nunca más creció el pelo, que arranca desde un lateral de la cabeza hasta la base de la oreja. Cada vez que se acerca una tormenta, le pica. Se rasca, mientras mantiene los ojos cerrados. Afuera el viento continúa, haciéndose cada vez más fuerte. De nuevo el ruido de la puerta. No vale la pena levantarse y tratar de perseguir a ese huésped que siempre se le escabulle. Lleva años intentándolo. Tiempo atrás, luego de varias persecuciones había hecho un descubrimiento inesperado y curioso. Se había dado cuenta de que el intruso seguía una rutina perfectamente planificada: al principio daba vueltas en círculo por las habitaciones, como si fuese un juego, tomándose el tiempo necesario para que la tormenta llegase. Una vez que la tormenta llegaba y empezaba a descargar con furia las piedras de granizo, el huésped dejaba de moverse en círculos y lo guiaba por los cuartos hasta la cocina. Cuando él entraba a la cocina, veía que el huésped salía por la puerta opuesta hacia el patio. Y en ese momento no la cerraba: la dejaba abierta, como invitándolo a que lo siguiera hacia la tormenta. Pero aunque lo había intentado varias veces, no podía: se quedaba parado en la puerta, viendo cómo el granizo caía con furia, rompiendo las plantas y los árboles, tratando de descubrir hacia dónde se había ido el huésped, las manos transpiradas, el corazón latiéndole con fuerza. Entonces cerraba de un golpe la puerta, se metía de nuevo en la casa y en ese momento la tormenta disminuía su furia, dejaba de caer granizo, el viento arrastraba velozmente las nubes y una lluvia fina caía por unos minutos formando un arcoíris contra el sol.

Cuando despertó, su madre le estaba curando la herida de la cabeza.

—¿Quién te trajo? ¿Quién te ayudó a llegar a la casa?

—¿No fue papá?

—Tu padre sigue gritando entre los viñedos. Nunca lo vi así.

—Me duele la cabeza.

—¿Quién te trajo? ¿Quién te ayudó a llegar a la casa?

—No sé mamá, no me acuerdo.

A partir de ese día le había agarrado miedo a las tormentas. Escuchaba los truenos y se iba a esconder debajo de la cama. Su padre lo había abandonado todo. Los viñedos se cubrieron de maleza, se fueron secando lentamente. Su madre de a poco había ido vendiendo el tractor, los caballos, alguna parte de la tierra, para pagar deudas y seguir viviendo. Cuando su padre murió, él empezaba su adolescencia. Al tiempo aprendió a recuperar los viñedos y con los años pudo empezar a vender las primeras cosechas. Trabajaba día y noche, sin descanso. Con eso logró mantener a su madre y a su abuela hasta que las dos también murieron. Se quedó solo. Tenía cuarenta años.

Hace varios minutos que las piedras golpean las chapas del techo. No quiere levantarse de la cama. ¿Para qué? No hay nada que hacer. Ya aprendió a aceptarlo. Cada tanto, perderlo todo, y volver a empezar: plantar nuevamente y esperar a que las tormentas den tregua algunos veranos para tener buenas cosechas y pagar deudas. Llegó a entender que así era el ciclo. Enciende la radio y sube al máximo el volumen. Un cantante tapa con su voz plena y armónica el ruido de fondo de las piedras golpeando el techo. De pronto el cantante se interrumpe y queda un ruido de estática. La transmisión se ha cortado. El ruido de la tormenta vuelve a colonizar el espacio. Y también el ruido de las puertas. Comprende que ya no soporta la presencia del huésped. Entonces considera la posibilidad de expulsarlo, de ir hacia donde él quiere, de seguirle el juego.

—Ahora me acuerdo. Vi que alguien me arrastraba.

—¿Quién era?

—Un hombre.

—¿Le viste la cara?

—Sí. Pero era un hombre que no conocía.

—¿Y dónde estaba?

—No sé. Vi que salió de la casa.

De repente se levanta de la cama. Se pone las botas y cuando entra al cuarto contiguo, ve que el huésped desaparece por la puerta contraria. Lo sigue por la casa dando varias vueltas en círculos, cumpliendo con esa parte del juego. Hasta que llega a la cocina. Como siempre, ve que el huésped sale al patio. Da un paso hacia la puerta que ha quedado abierta. Siente espesa la boca. Le transpiran las manos. Ve que afuera la tormenta arrasa con furia. Las piedras parecen ensañarse con una parra: una tras otra van pelando la corteza, dejando la madera expuesta. Agarra el picaporte de la puerta. Sabe que si la cierra, la tormenta se termina y que puede salvar parte de la cosecha. Duda un instante. Las piedras siguen cayendo, siguen destruyendo. También sabe que si la cierra, el huésped volverá y nuevamente se repetirá el ciclo. Respira profundo y cierra los ojos. Da un paso al frente. La bota pisa el barro del patio. Abre entonces los ojos y el viento y la lluvia le golpean la cara. Alcanza a ver al huésped corriendo entre los viñedos. Alcanza a ver por primera vez el borde de la cara sombreado por la barba, el cuerpo vestido con un mameluco. Corre en dirección al huésped. Las piedras comienzan a golpearlo con dureza, lastimándolo en la espalda. Con las manos se cubre la cabeza. El huésped corre adelante y él trata de alcanzarlo, pero cada vez se le hace más difícil, las ramas caídas le dificultan el paso, las botas se le entierran en la tierra mojada, el viento le pega en los ojos. Con el antebrazo se cubre la cara y trata de avanzar a ciegas. Cuando levanta la vista, el huésped ha desaparecido. Entonces escucha la voz de su padre insultando a Dios. Y después un llanto. Ahí, a pocos metros, ve a un niño agazapado debajo de las parras. El niño levanta la cara. Tiene un tajo en la cabeza, la lluvia le lava la sangre que le corre por el rostro. De pronto ve que el niño se desvanece y su cuerpo cae hacia un costado. Escucha los gritos desesperados de su madre y de su abuela, llamándolo. Entonces agarra al niño por debajo de los brazos y comienza a arrastrarlo hacia la casa.

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