jueves, 26 de diciembre de 2019

Confluencia
Es tan difícil narrar como cambio mi vida luego de conocer a Lucero. Cruce su mirada una tarde, en un colectivo que me transportaba al trabajo.
Sentada en un asiento simple junto a la máquina de boletos no pude evitar verla. Estaba en el lugar para discapacitados y pensé en levantarme a cederle el lugar. El señor frente a mi bajó y el lugar quedo vacío justo para ella.
La señora apenas me miró el uniforme, estaba excluida viendo por la ventana como las calles avanzaban.  Le la espalda al chófer, se notaba su incomodidad. Pause la música y me quite los auriculares. Me costó encontrar las palabras.
Le toque el hombro y con una seña intente que comprendiera mis actos.
- ¡Perdón! exclamé de momento a otro, ruborizada- ¿No quiere intercambiar asientos? Luce que está. algo perdida.
La señora acomodó sus anteojos y sonrió.
- Querida, muchísimas gracias por preocuparte, estoy vieja y me pierdo así... Encima va tan rápido...
Aprovechamos el momento que el semáforo detuvo el transporte.
Parecía que todo terminaría ahí, y habría hecho la acción positiva del día. Si no fuera porque la señora me preguntó mi nombre.
Supe que su nombre era Lucero, que volvía a su casa después de verse con un médico por un dolor, Supe que era viuda y vivía sola, pidió amablemente que la visitara cuando terminara mi día laboral, que me esperaría con comida casera caliente. Bajó y se despidió.
Me pasé las 4 horas pensando en la ternura que me había dado la situación y en si debía ir a la casa de una completa desconocida.
Mi caradurez me gano de mano, o eso digo cuando cuento esta historia. Le toque el timbre a la hora establecida, con el uniforme en la mochila, ansiosa y temerosa.
-¡Hola querida! Pensé que no vendrías. Que creerías que estaba loca... Por invitarte a mi casa... Estoy tan sola...
-Hola, si, tampoco sabía si venir... Traje un postre.
Supe que Lucero tenía setenta y dos años. El día que el padre, que era analfabeto, le regalo su primer libro, soñó con un mundo lleno de imaginación y por eso se dedicó tanto a enseñar a leer a niños de primer grado. Supe que tenía una hija de una edad similar a la mía, y una nieta que no había visto su rostro jamás. Admitió, mientras me cebaba un mate, que tenía cáncer y que estaba avanzando.
No pude evitar llorar mientras le ayudaba a sacar las empanadas del horno. Lucero estaba sola y persistí con que hablara con su hija. Le rogué que le hiciera una llamada. Que no importaba la razón de su separación, que no pensara en eso.
Quedamos en llamarnos por teléfono cada tanto. Un día que tuve franco fuimos a tomar un café y no pudimos pasear mucho, los dolores la aquejaban. A la semana no hubo llamado. Insistí, haciendo sonar varias veces, sin recibir respuesta. Tampoco en su casa atendía mis timbrazos.
 Mi angustia crecía al paso de las horas.
A primera hora del día volví a intentar. La puerta se abre y aparece una chica. Lloraba mares, carraspeaba. Me abrazó. Me sentía tan confundida, no sabía cómo reaccionar, que decir.
Mariano, el marido se apareció detrás de ella. Llevaba en sus manos a Guadalupe, la nieta de Lucero. Florencia me invito a entrar. Me sirvió un café mientras me comentaba que había escuchado mucho de mí y me agradecía la vida por los momentos que compartí con su madre el último mes de vida.
Mis lagrimas afloraron.

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