lunes, 28 de junio de 2021

LA INSOLACION Horacio Quiroga

El cachorro Old salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto

y perezoso. Se detuvo en la linde del pasto, estiró al monte,

entrecerrando los ojos, la nariz vibrátil y, se sentó tranquilo. Veía

la monótona llanura del Chaco, con sus alternativas de campo y monte,

monte y campo, sin más color que el crema del pasto y el negro del

monte. Este cerraba el horizonte, a doscientros metros, por tres lados

de la chacra. Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y extendía en

abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos.


A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría

reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la

calma del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura que traía

al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de

mejor compensado trabajo.


Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al

lado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Permanecían

inmóviles, pues aún no había moscas.


Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó:

--La mañana es fresca.

Milk siguió la mirada del cachorro y quedó con la vista fija,

parpadeando distraído. Después de un momento, dijo:

--En aquel árbol hay dos halcones.

Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron

mirando por costumbre las cosas.


Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el

horizonte había perdido ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas

delanteras y sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse,

decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un

pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el

dedo enfermo.


--No podía caminar--exclamó, en conclusión.

Old no entendió a qué se refería. Milk agregó:

--Hay muchos piques.

Esta vez el cachorro comprendió. Y repuso por su cuenta, después de

largo rato:

--Hay muchos piques.

Callaron de nuevo, convencidos.

El sol salió, y en el primer baño de luz, las pavas del monte lanzaron

al aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros,

dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie

en beato pestañeo. Poco a poco, la pareja aumentó con la llegada de

los otros compañeros: Dick, el taciturno preferido; Prince, cuyo labio

superior, partido por un coatí, dejaba ver dos dientes, e Isondú, de

nombre indígena. Los cinco fox-terriers, tendidos y muertos de

bienestar, durmieron.


Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del

bizarro rancho de dos pisos--el inferior de barro y el alto de madera,

con corredores y baranda de chalet--habían sentido los pasos de su

dueño que bajaba la escalera. Míster Jones, la toalla al hombro, se

detuvo un momento en la esquina del rancho y miró el sol, alto ya.

Tenía aún la mirada muerta y el labio pendiente, tras su solitaria

velada de whisky, más prolongada que las habituales.


Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas,

meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros

conocen el menor indicio de borrachera en su amo. Se alejaron con

lentitud a echarse de nuevo al sol. Pero el calor creciente les hizo

presto abandonar aquél por la sombra de los corredores.


El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco,

límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener en

fusión el cielo, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada

en costras blanquecinas. Míster Jones fué a la chacra, miró el trabajo

del día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada.

Almorzó y subió a dormir la siesta.


Los peones volvieron a las dos a la carpición, no obstante la hora de

fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los

perros, muy amigos del cultivo, desde que el invierno pasado habían

aprendido a disputar a los halcones los gusanos blancos que levantaba

el arado. Cada uno se echó bajo un algodonero, acompañando con su

jadeo los golpes sordos de la azada.


Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente

de sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista. La tierra

removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la

cabeza, rodeada hasta los hombros por el flotante pañuelo, con el

mutismo de sus trabajos de chacra. Los perros cambiaban de planta, en

procura de más fresca sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los

obligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor.


Reverberaba ahora delante de ellos un pequeño páramo de greda que ni

siquiera se había intentado arar. Allí, el cachorro vió de pronto a

míster Jones que lo miraba fijamente, sentado sobre un tronco. Old se

puso en pie, meneando el rabo. Los otros levantáronse también,

pero erizados.

--Es el patrón,--exclamó el cachorro, sorprendido.

--No, no es él,--replicó Dick.

Los cuatro perros estaban juntos gruñendo sordamente, sin apartar los

ojos de míster Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro,

incrédulo, fué a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:

--No es él, es la Muerte.

El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo.

--¿Es el patrón muerto?--preguntó ansiosamente. Los otros, sin

responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud de

miedoso ataque. Sin moverse, míster Jones se desvaneció en el aire

ondulante.


Al oir los ladridos, los peones habían levantado la vista, sin

distinguir nada. Giraron la cabeza para ver si había entrado algún

caballo en la chacra, y se doblaron de nuevo.


Los fox-terriers volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado

aún, se adelantaba y retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de

la experiencia de sus compañeros, que cuando una cosa va a morir,

aparece antes.

--¿Y cómo saben que ese que vimos no era el patrón?--preguntó.

--Porque no era él,--le respondieron displicentes.

Luego la Muerte, y con ella el cambio de dueño, las miserias, las

patadas, estaba sobre ellos. Pasaron el resto de la tarde al lado de

su patrón, sombríos y alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber

adonde. Míster Jones sentíase satisfecho de su guardiana inquietud.


Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la

calma de la noche plateada, los perros se estacionaron alrededor del

rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada de

whisky. A media noche oyeron sus pasos, luego la doble caída de las

botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Los perros, entonces,

sintieron más el próximo cambio de dueño, y solos, al pie de la casa

dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro, volcando sus sollozos

convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que

la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el

sollozo de nuevo. El cachorro ladraba. Había pasado media hora, y los

cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la luna, el hocico

extendido e hinchado de lamentos--bien alimentados y acariciados por

el dueño que iban a perder--continuaban llorando su doméstica miseria.


A la mañana siguiente míster Jones fué él mismo a buscar las mulas y

las unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba

satisfecho, sin embargo. Fuera de que la tierra no había sido nunca

bien rastreada, las cuchillas no tenían filo, y con el paso rápido de

las mulas, la carpidora saltaba. Volvió con ésta y afiló sus rejas;

pero un tornillo en que ya al comprar la máquina había notado una

falla, se rompió al armarla. Mandó un peón al obraje próximo,

recomendándole el caballo, un buen animal, pero asoleado. Alzó la

cabeza al sol fundente de mediodía e insistió en que no galopara un

momento. Almorzó en seguida y subió. Los perros, que en la mañana no

habían dejado un momento a su patrón, se quedaron en los corredores.


La siesta pesaba, agobiaba de luz y silencio. Todo el contorno estaba

brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho, la tierra blanquizca

del patio, deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en

trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los

fox-terriers.

--No ha aparecido más--dijo Milk.

Old, al oir _aparecido_, levantó las orejas sobre los ojos.

Esta vez el cachorro, incitado por la evocación, se puso en pie y

ladró, buscando a qué. Al rato el grupo calló, entregado de nuevo a su

defensiva cacería de moscas.

--No vino más--dijo Isondú.

--Había una lagartija bajo el raigón,--recordó por primera vez Prince.


Una gallina, el pico abierto y las alas caídas y apartadas del cuerpo,

cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor. Prince la

siguió perezosamente con la vista, y saltó de golpe:

--¡Viene otra vez!--gritó.

Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el

peón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con prudente

furia a la Muerte que se acercaba. El animal caminaba con la cabeza

baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que iba a seguir. Al pasar

frente al rancho dió unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se

degradó progresivamente en la cruda luz.


Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje

de la carpidora, cuando vió llegar inesperadamente al peón a caballo.

A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora.

Culpólo, con toda su lógica nacional, a lo que el otro respondía con

evasivas razones. Apenas libre y concluída su misión, el pobre

caballo, en cuyos ijares era imposible contar el latido, tembló

agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones mandó al peón a

la chacra, aún rebenque en mano, para no echarlo si continuaba oyendo

sus jesuíticas disculpas.


Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón,

se había conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de

preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el

peón, cuando oyeron a míster Jones que gritaba a éste, lejos ya,

pidiéndole el tornillo. No había tornillo: el almacén estaba cerrado,

el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su

casco y salió él mismo en busca del utensilio. Resistía el sol como un

peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor.


Los perros le acompañaron, pero se detuvieron a la sombra del primer

algarrobo; hacía demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el

ceño contraído y atento, lo veían alejarse. Al fin el temor a la

soledad pudo más, y con agobiado trote siguieron tras él.

Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia,

desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea

recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el

diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado, retoñado desde

que hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas en

bóveda a la altura del pecho, se entrelazan en bloques macizos. La

tarea, seria ya con día fresco, era muy dura a esa hora. Míster Jones

lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y

polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga

y acres vahos de nitratos.

Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer

quieto bajo ese sol y ese cansancio; marchó de nuevo. Al calor

quemante que crecía sin cesar desde tres días atrás, agregábase ahora

el sofocamiento del tiempo descompuesto. El cielo estaba blanco y no

se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca

que no permitía concluir la respiración.

Míster Jones se convenció de que había traspasado su límite de

resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de

las carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le

empujaran violentamente el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el

pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez... y de

pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado

media cuadra, sin darse cuenta de nada. Miró atrás y la cabeza se le

fué en un nuevo vértigo.

Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de

fuera. A veces, agotados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se

sentaban precipitando su jadeo, pero volvían al tormento del sol. Al

fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.


Fué en ese momento cuando Old, que iba adelante, vió tras el alambrado

de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia

ellos. El cachorro, con súbito recuerdo, volvió la cabeza y confrontó.

--¡La Muerte, la Muerte!--aulló.

Los otros la habían visto también, y ladraban erizados. Vieron que

atravesaba el alambrado, y un instante creyeron que se iba a

equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con

sus ojos celestes, y marchó adelante.

--¡Que no camine ligero el patrón!--exclamó Prince.

--¡Va a tropezar con él!--aullaron todos.

En efecto, el otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no

directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en

apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de

míster Jones. Los perros comprendieron que esta vez todo concluía,

porque su patrón continuaba caminando a igual paso como un autómata,

sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Hundieron el rabo y

corrieron de costado, aullando. Pasó un segundo, y el encuentro se

produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.


Los peones, que lo vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero

fué inútil toda el agua; murió sin volver en sí. Míster Moore, su

hermano materno, fué de Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra y

en cuatro días liquidó todo, volviéndose en seguida. Los indios se

repartieron los perros que vivieron en adelante flacos y  sarnosos, e

iban todas las tardes con hambriento  sigilo a comer espigas de maíz en

las chacras ajenas.

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