martes, 15 de junio de 2021

Hombre de la esquina rosada Jorge Luis Borges

A mí, tan luego, hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos

no eran sus barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos lados de la

laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en una

misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la

Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver, el

Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ése

nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte por

Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don

Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más

paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los

perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos

muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte

lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo

de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo.

Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero

insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los

barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los

huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un

fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba

silencioso en el medio, y ése era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a

peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre

la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de

tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende

tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino

de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que

mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia,

aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban

músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que

era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay 

años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla,

no daba sueño.

La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de

Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá:

la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que

iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos

arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión

estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció

crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del

coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y

volví a atender a mi cuerpo y al de la compañera y a las conversaciones del baile.

Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un

silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El

hombre era parecido a la voz.

Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado

enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el

hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada. Me golpeó la hoja de la

puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la

facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del

chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre,

para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un

estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el

arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que

cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro

italianaje mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el

montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la

mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ese planazo

y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de

fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a

salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes,

puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como

riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido

para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su

cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue

empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora

detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con

Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas: 

Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen

el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque

lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en

estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero , y de malo , y que le dicen

el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un

hombre de coraje y de vista.

Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la

mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido

abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio.

Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.

En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o

siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre

apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como

encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros

vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.

¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese

balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se

le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a

los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo. Volvió Francisco Real a

desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La

Lujanera lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre

el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le

sacó el cuchillo desenvainado y se lo dió con estas palabras:

Rosendo, creo que lo estarás precisando.

A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo.

Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera.

Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera,

en el Maldonado. Yo sentí como un frío.

De asco no te carneodijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano.

Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos

ojos y le dijo con ira:

Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.

Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y 

les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la

diversión, que bailaramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta.

Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y

grito:

¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!- dijo, y salieron sien con

sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.

Debí ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna mujer y la planté

de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta

salir. Linda la noche, ¿para quién? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el

par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que

las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje

de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré

a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más

nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de

esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que

se escurría solo del barrio.

Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo me rezongó al pasar, no sé si para

desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a

ver más.

Me quedé mirando esas cosas de toda la vida cielo hasta decir basta, el arroyo que

se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos y

pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y

las osamentas. ¿Qué iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos

para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio

cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo.

¿Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a

madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para

marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me

representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del

forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido

aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la

Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar.

A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.

Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo. Haciéndome el

chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y

que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, 

pero si recelo y decencia. La música parecia dormilona, las mujeres que tangueaban

con los del Norte, no decían esta boca es mía. Yo esperaba algo, pero no lo que

sucedió.

Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero

serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:

Entrá, m'hijay luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.

¡Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! se abrió en eso la puerta

tembleque, y entró la Lujanera, sola.

Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.

La está mandando un ánima dijo el Inglés.

Un muerto, amigo dijo entonces el Corralero.

El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como

antes, dió unos pasos marcado alto, sin ver y se fue al suelo de una vez, como

poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el

ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que

traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un lengue

punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una

de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para

esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos

estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir

con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo

llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no

sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Quién le iba a creer? El hombre a nuestros

pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El

hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos

mates y el mate dió la vuelta redonda y volvío a mi mano, antes que falleciera.

"Tápenme la cara", dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo

y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso

encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del

chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron

a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más

coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe

muerto y sin habla, le perdí el odio. 

Para morir no se precisa más que estar vivo dijo una del montón, y otra, pensativa

también:

Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.

Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la

repitieron juerte después.

Lo mató la mujer.

Uno le gritó en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que

prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí

que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:

Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Que pulso ni qué corazón va a tener para

clavar una puñalada? Añadí, medio desganado de guapo:

¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a

concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como éste,

ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la

escupida después?

El cuero no le pidió biaba a ninguno. En eso iba creciendo en la soledá un ruido de

jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no

buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al

arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el

puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de

cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó

un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un

pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el

agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron

las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La

Lujanera aprovechó el apuro para salir.

Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego

del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba

queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como

sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano. Yo me

fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una

lucecita, que se apagó en seguida. Te juro que me apuré a llegar, cuando me di

cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía

cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada

despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre. 

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