martes, 30 de agosto de 2022

Mi lapicera - Ivo Marinich

 Yo no tengo dudas de que toda persona tiene su lapicera que le quepa. Es cuestión de encontrarla nada más. Pueden ser industrialmente idénticas, pero la mano armoniza con una sola; la que logra amoldarse a las curvaturas y contornos, la sensibilidad de ciertos dedos, la piel quisquillosa, a veces dura y tantas otras suave. Como no todas las manos son iguales, tampoco puede serlo su vínculo con las lapiceras.

Pongo por ejemplo mi relación con Morena. La encontré un día tirada, sola, descuidada entre zapatos y tacos que le pasaban al lado. Cuando la levanté, mi mano se llenó de algo parecido al amor; convergieron al primer contacto, hasta bailaron juntos sobre un papel que llevaba en el saco, ella dejaba su marca con un azul oscuro precioso, indeleble tinta cuyos surcos dibujaban fantasías. A partir de entonces no pude escribir con otra lapicera, ni siquiera lo concebía. De seguro mi mano se hubiera sentido torpe, ebria; la letra me hubiera salido fea, inentendible, y es probable que hasta hubiera cometido esos errores de ortografía que tanto quiero evitar. Además ¿por qué escribir con otra? Ella, a través del puño, representaba mi alma, ¿qué otra hubiera logrado cosa semejante? No es lógico andar buscando en otro lado lo que uno ya tiene.

Sin embargo debí hacer algo mal. Será que enojado comencé a escribir relatos lúgubres y monótonos; será que apreté mucho el puño contra la hoja o que en una crisis de nervios la mordí por demás. Pudo haber sido cualquier cosa. Cierto es que la tinta comenzó a menguar. Es lo que sucede con las lapiceras, si uno desperdicia la tinta al poco tiempo termina acabándose. Comenzó haciendo desaparecer algunas letras. Yo en mi fuero interno sabía que se estaba acabando pero la apretaba y me enojaba porque no me respondía. Después fueron palabras enteras. Me cansé y entonces tomé cualquier otra, echándole la culpa del reemplazo. Cuando se me pasaba el disgusto volvía a ella y escribía de nuevo suavemente, acompañándola con lentos zigzagueos de la mano.

Un día desapareció. No la encontré en el escritorio, ni sobre la mesada, tampoco entre la suciedad del piso. Pienso que quizá la llevé conmigo y cayó del bolsillo cuando tuvo la oportunidad. Es probable que alguien ya la haya levantado, ya recargado la tinta para ser su mano la que baile al son de Morena. Lloré la pérdida. Mi puño se endureció, tanto que pensé que había muerto. Pasaron semanas para que pudiera volver a escribir, torpe, indolentemente.

Hoy sé que mi relación con ella tenía los días contados, así como yo tengo los años. Me hubiera gustado hacer de ellos algo más digno. Quién dice, de haberla cuidado, quizá hoy todavía bailaríamos juntos. De vez en cuando miro las baldosas de la calle, sabiendo que busco lo que no se busca, lo que un día tuve la suerte de encontrar.

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