El cartucho de tinta estaba siempre cerrado mediante una pequeña bolilla plástica que se debía remover para usar la lapicera, o para iniciar una catástrofe.
Muchas veces volvía a casa con el bolsillo del guardapolvo azul por culpa de la tinta que correteaba libremente y siempre una nueva protesta de mi madre por juguetear con el sistema, por no guardarlo en la mochila o por alguna otra razón.
Así fue que un día se me ocurrió usar el bolsillo del pantalón. Si, justo ese que tenía un agujerito y que por casualidades de la vida, el envase de tinta cayó a mi media, y de mi media a mi pie.
Cuando llegue a casa y removí la media que pasó de blanca a azul, mi pie parecía salido de un capítulo de "Los Pitufos".
Para evitar alguna discusión, le dije a mi mamá que me había golpeado, que me había salido sangre y que resultó que mi sangre era azul. Tristemente no me creyó, pero para mí era tan posible como real y al bañarme en el agua azulada pensaba en que escribía historias chiquitas, minúsculas y que alguien algún día las encontraría en una nube o escurriéndose en el agua de su bañera, y las disfrutaría.
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