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domingo, 18 de octubre de 2020

Harrison Bergeron

Harrison Bergeron, un cuento de ciencia ficción de Kurt Vonnegut

En el año 2081 todos los hombres eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley, sino iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro; nadie era más hermoso que ningún otro; nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Directora General de Impedidos de los Estados Unidos.

Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto confundía a la gente. Y en este mismo mes, húmedo y frío, los hombres de la oficina de impedidos se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.

Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia perfectamente común, y por lo tanto era incapaz de pensar excepto en breves explosiones. Y George, como su inteligencia estaba por encima de lo normal, llevaba en la oreja un pequeño impedimento mental radiotelefónico, y no podía sacárselo nunca, de acuerdo con la ley. El receptor sintonizaba la onda de un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba algún ruido agudo para que las gentes como George no aprovechasen injustamente su propia inteligencia a expensas de los otros.

George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero ella ya no recordaba por qué. En ese momento unas bailarinas terminaban su número.

Una chicharra sonó en la cabeza de George y los pensamientos que tenía en ese instante huyeron como ladrones que oyen una campana de alarma.

–Era bonita esa danza, la que acaba de terminar –dijo Hazel.

–¿Eh? –dijo George.

–Esa danza, era bonita –dijo Hazel.

–Ajá.

Trató de pensar un poco en las bailarinas. No eran realmente muy buenas, y cualquiera hubiese podido hacer lo mismo. Todas llevaban contrapesos y sacos de perdigones, y máscaras, además, para que nadie se sintiese triste viendo un gesto gracioso o una cara bonita. George había empezado a pensar vagamente que quizá las bailarinas no debieran tener ningún impedimento, pero no fue muy lejos en esta dirección, pues la radio transmitió otro ruido anonadador.

George torció la cara, junto con dos de las ocho bailarinas.

Hazel vio la mueca de George, y como ella no tenía radio tuvo que preguntar qué ruido había sido ése.

–Como si golpearan con un martillo en una botella de leche –dijo George.

–Debe ser interesante oír todos esos ruidos –dijo Hazel, con un poco de envidia–. Las cosas que inventan.

–Hum –dijo George.

–Pero si yo fuera Directora General de Impedidos, ¿sabes qué haría? – preguntó Hazel. Hazel en realidad era muy parecida a la Directora de Impedidos, una mujer llamada Diana Moon Glampers–. Si yo fuese Diana Moon Glampers –dijo Hazel–, usaría campanas los domingos. Sólo campanas. Una especie de homenaje a la religión.

–Yo podría pensar, si fuesen sólo campanas –dijo George.

–Bueno, quizá habría que hacerlas sonar realmente fuerte –dijo Hazel– . Creo que yo sería una buena Directora de Impedidos.

–Tan buena como cualquiera –dijo George.

–¿Quién mejor que yo puede saber lo que es ser normal? –dijo Hazel.

–Nadie –dijo George.

Empezó a pensar oscuramente en Harrison, su hijo anormal, que ahora estaba en la cárcel, pero una salva de veintiún cañonazos le sacudió la cabeza.

–¡Caramba! –dijo Hazel–. Eso fue realmente ensordecedor, ¿no es cierto?

Había sido tan ensordecedor que George estaba pálido y tembloroso, y las lágrimas le asomaban a los ojos enrojecidos. Dos de las ocho bailarinas habían caído al piso del estudio y se apretaban las sienes.

–De pronto pareces tan cansado –dijo Hazel– . ¿Por qué no te acuestas en el sofá y apoyas tu impedimento de plomo en los almohadones, mi querido? –Hazel hablaba de los veinte kilos de perdigones que George llevaba al cuello, en un saco de tela–. Sí, apoya ese peso. No me importa que no seas igual a mí durante un rato.

George sopesó el saco con las manos.

–No tiene ninguna importancia –dio–. Ya no lo noto. Es parte de mí mismo.

–Estás tan cansado en este último tiempo, hasta agotado diría yo –continuó Hazel–. Si hubiese algún modo de abrir un agujero en el fondo del saco y sacar unas bolas de plomo… Sólo unas pocas.

–Dos años de prisión y una multa de mil dólares por cada perdigón de menos –dijo George–. No me parece un buen negocio.

–Si pudieras sacar unos pocos cuando llegas del trabajo –dijo Hazel– . Quiero decir que no compites con nadie aquí. No haces nada.

–Si tratara de librarme de este peso –dijo George–, otra gente tendría derecho a hacer lo mismo, y muy pronto estaríamos de nuevo en la época del oscurantismo, cuando todos rivalizaban con todos. ¿No te gustaría, no es verdad?

–Me sentiría horrorizada.

– Precisamente –dijo George–. Si la gente no cumpliera las leyes, ¿qué sería de la sociedad?

Si Hazel no hubiese podido responder a esta pregunta, George no hubiera podido ayudarla, pues en ese instante una sirena le traspasó el cerebro.

–Se haría pedazos.

–¿Qué cosa? –dijo George desconcertado.

–La sociedad –dijo Hazel, insegura– . ¿No hablabas de eso?

–¿Quién puede saberlo? –dijo George.

Un boletín de noticias interrumpió de pronto el programa de televisión. No se pudo saber muy bien en un principio qué noticia era, pues el anunciador, como todos los anunciadores, tenía un serio impedimento en la lengua. Durante medio minuto, y muy excitado, el hombre trató de decir:

–Señoras y señores…

Al fin se dio por vencido y le pasó el boletín a una bailarina.

–Muy bien –dijo Hazel– . Hizo lo que pudo. Hizo lo que pudo con lo que Dios le dio. Debieran aumentarle el sueldo por haberse esforzado tanto.

–Señoras y señores –dijo la bailarina leyendo el boletín.

Debía ser una muchacha extraordinariamente hermosa, pues la máscara que llevaba era horrible.

Y era fácil advertir también que tenía más fuerza y más gracia que ninguna de las otras bailarinas. El saco de impedimento que le colgaba del cuello era tan grande como el de un hombre de cien kilos.

Y la bailarina tuvo que pedir perdón en seguida por su voz. Era verdaderamente injusto que una mujer usara una voz así: cálida, luminosa, una melodía que no era de este mundo.

–Perdón –dijo la muchacha y empezó a hablar otra vez con una voz absolutamente incompetente–. Harrison Bergeron –graznó–, de catorce años, acaba de escaparse de la cárcel. Se lo acusaba de intentar derribar al gobierno. Es un genio y un atleta, favorecido por el impedimento, y extremadamente peligroso.

Una foto de Harrison tomada por la policía apareció en la pantalla: cabeza abajo, de costado, cabeza abajo otra vez, y derecha al fin. La fotografía mostraba a Harrison de pie sobre un fondo dividido en metros y centímetros. Medía exactamente dos metros diez.

Por lo demás, Harrison parecía un montón de fierros. Nadie había llevado nunca impedimentos más pesados. Había crecido superando todos los impedimentos tan rápidamente que la Dirección de Impedidos no había tenido tiempo de imaginar otros. En vez de un pequeño receptor de radio en la oreja, como impedimento mental, llevaba un par de tremendos auriculares, y además unos anteojos de vidrios gruesos y ondulados. Estos anteojos habían sido concebidos no sólo para que no viera casi nada, sino también para provocarle terribles dolores de cabeza.

Los pesos metálicos le colgaban de todo el cuerpo. Comúnmente había una cierta simetría, una disposición verdaderamente militar en los impedimentos inventados para los individuos demasiado fuertes, pero Harrison parecía un montón de chatarra ambulante. En la carrera de la vida, Harrison arrastraba más de ciento cincuenta kilos.

Y para afearlo, los hombres de los impedimentos lo obligaban a usar continuamente una pelota roja en la nariz, a afeitarse las cejas y a cubrirse los dientes blancos y regulares con pedazos de película negra.

–Si ven a este muchacho –dijo la bailarina– no intenten, repito, no intenten discutir con él.

Se oyó el estruendo de una puerta arrancada de sus goznes.

Del estudio de televisión llegaron gritos y aullidos de consternación. El retrato de Harrison Bergeron saltó una y otra vez en la pantalla como sacudido por un terremoto.

George Bergeron identificó en seguida el origen del sismo. No le fue difícil, pues su propia casa había sido sacudida del mismo modo, muchas veces.

–¡Dios mío! –dijo–. ¡Tiene que ser Harrison!

En ese mismo momento el ruido de un choque de automóviles le barrió la idea de la cabeza.

Cuando George pudo abrir los ojos otra vez, la fotografía de Harrison había desaparecido y Harrison mismo llenaba ahora la pantalla.

Estaba de pie en medio del estudio, balanceando la cabeza de payaso, y los fierros que le colgaban del enorme cuerpo se sacudían y tintineaban. Tenía aún en la mano el pestillo de la puerta que acababa de arrancar. Las bailarinas, los técnicos, los músicos y los anunciadores habían caído de rodillas ante él, sintiendo que les había llegado la hora y que pronto serían masacrados.

–¡Soy el emperador! –gritó Harrison–. ¿Me oyen todos? ¡Soy el emperador! ¡Todos deben obedecerme en seguida!

Golpeó el piso con el pie y el estudio tembló.

–Aun tullido, encorvado, impedido como ustedes me ven aquí –rugió–, ¡soy el más grande de todos los gobernantes de todos los tiempos! Y ahora miren en lo que puedo convertirme.

Harrison se arrancó las correas que sostenían el metal como si fueran de papel de seda, esas correas garantizadas para sostener dos mil quinientos kilos.

Los pedazos de chatarra que habían sido los impedimentos de Harrison se aplastaron contra el suelo.

Harrison pasó los pulgares bajo la barra que sostenía las guarniciones de la cabeza, y la barra se quebró como una brizna de paja. Aplastó los lentes y los audífonos contra la pared, y se arrancó la nariz de goma descubriendo el rostro de un hombre que hubiera estremecido a Thor, el dios de trueno.

–¡Ahora elegiré a mi emperatriz! dijo Harrison mirando el grupo arrodillado a sus pies–. Que la primera mujer que se atreva a levantarse reclame a su esposo y su trono.

Pasó un momento y al fin una bailarina se puso de pie, balanceándose como un sauce.

Harrison sacó el impedimento mental de la oreja de la bailarina y luego los impedimentos físicos con asombrosa delicadeza. En seguida le quitó la máscara.

La bailarina era de una cegadora belleza.

–Bien –dijo Harrison tomándole la mano–. Ahora le mostraremos a la gente lo que significa la palabra «danza». ¡Música!

Los músicos se treparon a sus sillas, y Harrison les quitó también los impedimentos.

–Toquen como mejor puedan –les dijo– y les haré barones y duques y condes.

La música comenzó. Era normal al principio: barata, tonta, falsa. Pero Harrison alzó a dos músicos de sus sillas y los movió en el aire como batutas, mientras cantaba la música. Luego los dejó caer otra vez en los asientos.

La música comenzó de nuevo, mucho mejor que antes.

Harrison y su emperatriz se quedaron un rato escuchando, gravemente, como esperando a que los latidos de sus propios corazones concordaran con la música.

Luego se alzaron en puntas de pie, y Harrison tomó entre sus manazas el talle de la bailarina, haciéndole sentir esa ligereza que pronto sería la ligereza de ella.

Y al fin, en una explosión de alegría y gracia, saltaron en el aire.

No sólo abandonaron entonces las leyes de la Tierra sino también las leyes de la gravedad y las leyes del movimiento.

Giraron, remolinearon, brincaron, cabriolaron, caracolearon y revolotearon.

Saltaron como ciervos en la Luna.

Cada nuevo salto acercaba más a los bailarines al cielo raso, que estaba a diez metros de altura.

Pronto fue evidente que pretendían tocar el cielo raso.

Lo tocaron.

Y luego neutralizando la gravedad con el amor y el deseo se quedaron suspendidos en el aire a unos pocos centímetros por debajo del cielo raso y allí se besaron mucho tiempo.

En ese instante Diana Moon Glampers, la Directora de Impedidos, entró en el estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó, dos veces, y el emperador y la emperatriz murieron antes de llegar al suelo.

Diana Moon Glampers cargó otra vez la escopeta. Apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para ponerse otra vez los impedimentos.

En ese mismo momento el tubo del aparato de TV de los Bergeron osciló y se apagó.

Hazel se volvió hacia George para comentarle el desperfecto, pero George había ido a la cocina en busca de una lata de cerveza.

George volvió con la cerveza, deteniéndose un instante cuando una señal de impedimento lo sacudió de pies a cabeza. Luego se sentó otra vez.

–¿Has estado llorando? –le preguntó a Hazel mirando como ella se enjugaba las lágrimas.

–Sí –dijo Hazel.

–¿Por qué? –dijo George.

–Me olvidé. Hubo algo realmente triste en la televisión.

–¿Qué era? –preguntó George.

–No lo sé, tengo la cabeza confundida –dijo Hazel.

–Hay que olvidar las cosas tristes.

–Es lo que hago siempre –dijo Hazel.

–Magnífico –dijo George.

Torció la cara. Un cañón le retumbó en la cabeza.

–Caramba. Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor –dijo Hazel.

–Así es realmente, puedes repetir esa verdad.

–Caramba –dijo Hazel–. Parece que esta vez fue un ruido ensordecedor.

domingo, 11 de octubre de 2020

Tu Eres Especial. Max Lucado

 Tu Eres Especial. Max Lucado

Los Wemmicks eran gente pequeña hechas de madera. Todos estaban tallados por un artesano llamado Elí. Su taller formaba parte de una colina con vista a la villa.

Cada wemmick era diferente. Unos tenían grandes narices, otros grandes ojos. Algunos eran altos y otros bajitos. Algunos usaban sombreros, otros abrigos. Pero todos eran construidos por el mismo artesano y vivían en una preciosa villa.

Todos los días, cada día, los wemmicks realizaban la misma tarea: se regalaban etiquetas unos a otros. Cada wemmick tenía una caja de etiquetas de estrellas doradas y una caja de etiquetas de puntos grises.

Al subir y bajar por las calles de la preciosa villa, la gente empleaba su tiempo en pegarse etiquetas de doradas estrellas o de puntos grises, unos a otros.

Los más hermosos, aquellos construidos con madera pulida y hermosos colores, siempre obtenían estrellas. Pero si la madera estaba áspera o la pintura desconchada, los wemmick pegaban etiquetas grises sobre ellas.

También los talentosos obtenían estrellas. Algunos podías levantar grandes garrotes sobre sus cabezas o saltar sobre cajas altísimas. Otros sabían decir bellas palabras o podían cantar canciones hermosas. Todo el mundo les otorgaba estrellas.

Algunos estaban totalmente cubiertos de estrellas. Cada vez que ellos obtenían una estrella, ¡ los hacía sentirse tan bien! Esto los estimulaba a querer hacer algo más para alcanzar otra estrella.

Sin embargo, otros, hacían algunas cosas que a los demás no les agradaba, y obtenían puntos grises.

Ponchinelo era uno de esos. Él trataba de saltar como los demás, pero siempre caía. Cuando caía, los demás hacían una rueda alrededor de él y le daban puntos grises.

Algunas veces al caerse, su madera se raspaba, así que sus vecinos le daban más puntos grises. Entonces, cuando trataba de explicar la causa de su caída, de sus labios salía alguna tontería y los wemmicks le daban más puntos grises.

Después de un tiempo. Ponchinelo tuvo tantos puntos grises feos que no quería salir a la calle. Tenía mucho miedo de hacer algo estúpido como olvidar su sombrero o caminar en el agua, y que la gente le volviera a dar otro punto. La verdad es que tenía tal cantidad de puntos grises sobre él, que cualquiera se le acercaba y le añadía uno más sólo por gusto.

“Él merece montones de puntos”, comentaban la gente de madera, de acuerdo unos con otros. “Él no es buena persona de madera”, decían.

Después de un tiempo, Ponchinelo creyó lo que decían sus vecinos. “Yo no soy un buen wemmick”, decía. En poco tiempo, él salió a la calle y empezó a relacionarse con otros wemmicks que tenían un montón de puntos grises. Él se sintió mejor entre ellos.

Un día, él se encontró una wemmick que era diferente a cualquiera de las que siempre había conocido. No tenía puntos ni estrellas. Era puramente madera. Se llamaba Lucía. Esto no se debía a que sus vecinos no trataban de pegarle sus correspondientes etiquetas; sino a que las etiquetas no se pegaban a su madera.

Algunos wemmicks admiraban a Lucía por no tener puntos, de modo que corrían hacia ella y le daban una estrella. Pero la etiqueta no se pegaba. Otros no la tenían en cuenta al ver que ella no tenía estrellas, y le daban un punto. Pero tanto la estrella como el punto se despegaban.

“Yo quiero ser de esa madera”, pensó Ponchinelo. “No quiero marcas de nadie”. Así que le preguntó a la wemmick que no tenía etiquetas cómo ella había podido lograr tal cosa. -“Es muy fácil”, le contestó Lucía. “Todos los días voy a ver a Elí”.

-¿Elí?, preguntó Ponchinelo.

-“Sí, Elí. El artesano. Y me siento en el taller con él”.

-¿Por qué?, preguntó Ponchinelo.

–“Por qué no lo averiguas por ti mismo? Sube a la colina. Él está ahí” Y dicho esto la wemmick que no tenía etiquetas ni puntos dio la vuelta y se alejó dando salticos.

-“Pero, ¿querrá el artesano verme a mí?, le gritó Ponchinelo. Lucía no lo oyó.

Así que, Ponchinelo, regresó a casa. Se sentó cerca de la ventana y se puso a observar a la gente de madera cómo corrían de aquí para allá dándose estrellas o puntos unos a otros. – “Eso no es justo”, refunfuñó. Y decidió ir a ver a Elí.

Él se acercó al estrecho camino que iba a la cima de la colina y fue en dirección del taller grande. Al entrar allí, sus ojos se abrieron desmesuradamente ante las cosas que veía. El taburete era tan alto como él mismo.

Tuvo que estirarse sobre la punta de sus pies para mirar la altura de la mesa de trabajo. Un martillo era tan largo como su brazo. Ponchinelo tragó saliva. “¡No voy a quedarme aquí!”, y se dio vuelta para salir.

Entonces oyó su nombre. -“¿Ponchinelo?”. La voz era fuerte y profunda.

Ponchinelo se detuvo. –“¡Ponchinelo! ¡Qué bueno que has venido! Ven y déjame mirarte”. Ponchinelo se volvió lentamente y vio la gran barba del artesano.

-¿Tú sabes mi nombre?”, preguntó el wemmick.

– “Por supuesto que lo sé. Yo te hice a ti”.

Elí se inclinó, recogió del suelo a Ponchinelo y lo colocó sobre la mesa de trabajo. “Hum”, dijo el artesano pensativamente mientras miraba los puntos grises.

-“Parece que has recibido marcas malas”.

– “No significa eso, de verdad, yo me esforcé mucho por no recibirlas, Elí”.

– “Oh, no tienes que defender tus acciones ante mí, muchacho. Yo no me preocupo por lo que los demás wemmick piensan”.

-“¿No te importa?”

– “No, y tú no deberías hacerlo tampoco. ¿Quiénes son ellos para dar estrellas o puntos? Son wemmick exactamente como tú. Lo que ellos piensan no importa, Ponchinelo. Lo único importante es lo que yo pienso. Y yo pienso que tú eres muy especial”.

Ponchinelo sonrió. – “¿Especial, yo? ¿Por qué? No puedo caminar aprisa. No puedo saltar. Mi pintura está desconchada. ¿Por qué soy importante para ti?”

Elí contempló a Ponchinelo, puso sus manos sobre sus hombros y le dijo: -“Porque eres mío”. Esa es la razón de que seas importante para mí”.

Ponchinelo nunca había tenido a alguien que lo viera de esa forma _mucho menos su creador. No sabía qué responder.

– “Cada día he estado esperando que tu vinieras”, explicó Elí.

– “Vine porque me encontré con alguien que no tenía marcas”, dijo Ponchinelo.

– “Lo sé. Ella me habló de ti”

-“Por qué las etiquetas no se pegan sobre ella?”

-“Porque ella decidió que lo que Yo pienso es más importante que lo que ellos piensan. Las etiquetas únicamente se pegan si tú permites que lo hagan”.

-“¿Qué?”

-“Las etiquetas sólo se pegan si son importantes para ti. Lo más importante es que confíes en mi amor, y dejes de preocuparte por sus etiquetas”.

-“No estoy seguro de haber comprendido”.

Elí sonrió. -“Lo vas a intentar: pero esto tomará tiempo. Tienes demasiadas marcas. Por ahora, sólo ven a verme todos los días y déjame recordarte cuanto te amo”.

Elí levantó a Ponchinelo de la mesa y lo puso en el suelo. Y cuando el wemmick salía por la puerta, le dijo:

-“Recuerda, tú eres especial porque yo te hice, y yo no cometo errores”.

Ponchinelo no se detuvo, pero en su corazón pensaba: “Eso explica por qué soy especial ante sus ojos”. Y al comprenderlo al fin, un feo punto gris cayó sobre la tierra.

La máquina de pensar en Gladys. Mario Levrero

 La máquina de pensar en Gladys. Mario Levrero

Antes de acostarme hice la diaria recorrida por la casa, para controlar que todo estuviera en orden; la ventana del baño chico, al fondo, estaba abierta –para que durante la noche se secara la camisa de poliéster que me pondría al día siguiente-; cerré la puerta (para evitar corrientes de aire); en la cocina, la canilla de la pileta goteaba y la apreté, la ventana estaba abierta y la dejé así –cerrando la persiana-; la lata de la basura ya había sido sacada fuera, las tres llaves de la cocina eléctrica estaban en cero, la perilla de control de la heladera marcaba 3 (refrigeración suave) y la botella empezada de agua mineral tenía puesto el tapón hermético, de plástico; en el comedor, el gran reloj tenía cuerda para algunos días más y la mesa había sido levantada; en la biblioteca debí apagar el amplificador, que alguien había dejado encendido, pero el tocadiscos se había apagado en forma automática; el cenicero del sillón había sido vaciado; la máquina de pensar en Gladys estaba enchufada y producía el suave ronroneo habitual; la ventanita alta que da al pozo de aire estaba abierta, y el humo de los cigarrillos del día se escapaba, lentamente, por ella; cerré la puerta; en el living hallé una colilla en el suelo; la deposité en el cenicero de pie, que la sirvienta se ocupa de vaciar por las mañanas; en mi dormitorio le di cuerda al despertador, comprobando que la hora que indicaba coincidía con la del reloj pulsera en mi muñeca, y lo puse para que sonara media hora más tarde a la mañana siguiente (porque había decidido suprimir el baño; me sentía un poco resfriado); me acosté y apagué la luz.

Por la madrugada desperté inquieto, un ruido desacostumbrado me había producido un sobresalto; me ovillé en la cama y me cubrí con las almohadas y me puse las manos en la nuca y esperé el final de todo aquello con los nervios en tensión: la casa se estaba derrumbando.

“IF” by Rudyard Kipling (1910)

 “IF” by Rudyard Kipling (1910)

Si puedes mantener la cabeza en su sitio cuando todos a tu alrededor la pierden y te culpan a ti. Si puedes seguir creyendo en ti mismo cuando todos dudan de ti, pero también aceptas que tengan dudas. Si puedes esperar y no cansarte de la espera; o si, siendo engañado, no respondes con engaños, o si, siendo odiado, no incurres en el odio. Y aun así no te las das de bueno ni de sabio. Si puedes soñar sin que los sueños te dominen; Si puedes pensar y no hacer de tus pensamientos tu único objetivo; Si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso, y tratar a esos dos impostores de la misma manera. Si puedes soportar oír la verdad que has dicho, tergiversada por villanos para engañar a los necios. O ver cómo se destruye todo aquello por lo que has dado la vida, y remangarte para reconstruirlo con herramientas desgastadas. Si puedes apilar todas tus ganancias y arriesgarlas a una sola jugada; y perder, y empezar de nuevo desde el principio y nunca decir ni una palabra sobre tu pérdida. Si puedes forzar tu corazón, y tus nervios y tendones, a cumplir con tus objetivos mucho después de que estén agotados, y así resistir cuando ya no te queda nada salvo la Voluntad, que les dice: "¡Resistid!". Si puedes hablar a las masas y conservar tu virtud. O caminar junto a reyes, sin menospreciar por ello a la gente común. Si ni amigos ni enemigos pueden herirte. Si todos pueden contar contigo, pero ninguno demasiado. Si puedes llenar el implacable minuto, con sesenta segundos de diligente labor Tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,

y —lo que es más—: ¡serás un Hombre, hijo mío!

CUENTO CINOSURA (por Kit Reed)

 CUENTO CINOSURA (por Kit Reed)

—Puede que a la señora Brainerd le molesten los niños, Polly Ann; así que es mejor que te vayas a tu cuarto con «Puff» y «Ambrosio» hasta que lo sepamos. Polly Ann se estiró el jersey sobre su torso de niña de diez años y recogió al gato, sacudiendo los rizos al andar. —Sí, mamá. —Cerró la puerta de su habitación y vol­vió a abrirla con una sonrisa pícara y preadolescente—. «Ambrosio» acaba de hacer un charco en la alfombra. La campanilla de tres notas sonó en la puerta: Ding, dang, dong. Norma hizo un gesto frenético. —No importa. —Bue-no. La puerta se cerró tras Polly Ann. Luego, dando unos golpecitos a sus almohadones de tejido de seda, y pasando la mano sobre el roble pulido del televisor, Norma Thayer, el ama de casa, fue a abrir la puerta. Había sido ama de casa durante años. Fregaba y co­cinaba e iba al mercado y compraba todos los nuevos aparatos que anunciaban. Precisamente ahora estaba un poco susceptible a propósito de eso porque, a pesar de lo limpia que era, su marido acababa de dejarla, y ni siquiera había otra a quien culpar. En adelante, tendría que ser extremadamente cuidadosa con ella misma, di­vorciada como estaba, especialmente ahora que ella y Polly Ann vivían en un nuevo vecindario. Realmente ha­bían tenido un buen comienzo, porque su nueva casa en el nuevo polígono, era casi exactamente como todas las demás de la manzana, sólo que pintada de rosa, y su mobiliario tenía la misma forma y estilo que los que había en las otras salas de estar, abierta al visible comedorcito de formica; ella lo sabía porque había ido a dar una vuelta en una noche oscura y se había fijado. Pero, a la vez, ella y Polly Ann no tenían un papá que llegase a casa a las cinco, como ocurría en las otras casas; y aun cuando ella y Polly Ann habían marcado su casa con números de hierro dulce y sacaban la basu­ra en bolsas de plástico de color claro, aun cuando ha­bían centrado su mejor lámpara detrás de la ventana y la cocina era palmo a palmo tan bonita como el folle­to decía, la falta de un papi que sacara la basura y cultivara el jardín los sábados y domingos, como todo el mundo, ponía a Norma en desventaja. Norma sabía, mejor que nadie en la manzana, que una casa seguía siendo una casa aunque no hubiera un padre, y las cosas podían ir incluso mejor, a la larga sin todas esas colillas y esos pijamas sucios que recoger. Pero ella era, en cierto modo, un pionero, porque, por el momento, era la primera en el bloque para demostrarlo. En aquel instante su vecina estaba presentándose para su primera visita, y el hacendoso corazón de Norma se encogía. Si todo salía bien, la señora Brainerd miraría el sofá seccional y la alfombra moteada de algodón y lana —con el reverso de gomaespuma— y vería que con papá o sin él, Norma era tan buena como cualquier ama de casa de las revistas, y que sus trapos de cocina estaban tan limpios como cualesquiera de los del vecin­dario. Entonces, la señora Brainerd le daría una receta y la invitaría al próximo almuerzo, el cual, si su memo­ria no la engañaba, sería en casa de la señora Dowdy, la encalada de la manzana contigua. Arreglándose la par­te delantera de su bata Remolino, la señora Thayer abrió la puerta. —Hola, señora Brainerd. —Hola —dijo la señora Brainerd—. Llámame Clarice. —Pasó su mano por el montante—. Maderaje realmente agradable. —Xerox —repuso Norma con una pequeña sonrisa de orgullo al dejarla pasar. —El pomo de la puerta revestido de metal —siguió la señora Brainerd. —Va maravillosamente. He preparado algo de café —dijo Norma—. Y un pastel... —No pruebo el pastel —añadió la señora Brainerd. —Es sin grasa... —Galletas Metro —continuó la señora Brainerd, y su mandíbula se había puesto blanca y firme—. Y nada de azúcar. Sacarina. —Si te sientas aquí... Norma empujó la silla más cómoda. —Gracias, no. La señora Brainerd alisó su bata Remolino y siguió a Norma a la cocina. Era pequeña, parlanchina y chismosa, llevaba los labios pintados y estaba hecha de acero. Norma advirtió con un estremecimiento culpable que la señora Brainerd sujetaba el cuello de su bata con un alfiler «Sweetheart». —Algo especial —dijo la señora Brainerd, dándose cuenta que ella lo había visto—. Lo conseguí con etique­tas de «La Verdadera Margarina». —Rozó a Norma al pasar, pero ni miró hacia el querido rincón para la cena—. Manchas que no se van ni blanqueando —pro­siguió, fijando la vista en el fregadero. Norma se sonrojó. —Lo sé. He restregado y restregado. Incluso usé di­rectamente el líquido blanqueador. Bajó la cabeza. —Bueno —Clarice Brainerd buscó en el bolsillo de su falda floreada y sacó un recipiente de espolvorear—. Aquí está —repuso con una bellísima sonrisa. Norma reconoció la marca. —¡Oh! —exclamó, casi llorando de gratitud. Clarice Brainerd ya se había dado la vuelta para mar­charse. —Y el recipiente está decorado; así que estarás orgullosa de tenerlo en tu sala de estar. —Lo sé —afirmó Norma, profundamente conmovi­da—. Me conseguiré dos. Su vecina estaba ahora junto a la puerta de atrás. Norma salió, suplicante: —No te vas a ir, sin siquiera probar mi pastel, ¿verdad? —Simplemente, prueba ese limpiador —dijo Clarice—. Ya volveré. —El café de media mañana; supongo que deseas que vaya al... —Quizá la próxima vez —manifestó su vecina, inten­tando ser amable—. Ya sabes; tendrás que invitarlas aquí un día y... —Miró significativamente al fregadero—. Simplemente usa esto —añadió tranquilizadora—. Y volveré. —Lo haré. —Norma se mordió el labio, desgarrada entre la esperanza y la desesperación—. ¡Oh, lo haré! —Pastel —dijo Polly Ann justo cuando la puerta se cerraba tras la sonrisa, mecánicamente articulada, de la señora Brainerd. Había entrado en la cocina con «Puff», el gatito, y «Ambrosio», el sabueso, dejando un rastro de polvo y pelos. —Creo que «Ambrosio» está enfermo. Se sirvió un zumo de uvas salpicando gotas al ha­cerlo. Una mancha púrpura empezó a extenderse por el fregadero. Norma buscó el limpiador, intentando desesperada­mente detener la mancha. —Acaba de repetirlo en la sala de estar —repuso Polly Ann. El aliento de Norma se quebró en un sollozo. Dejan­do el limpiador en el pequeño recipiente que guardaba para ese propósito, se encaminó a la sala con esponja y «Glamorene». La vez siguiente, la señora Brainerd sólo estuvo escaso me­dio minuto. Permaneció cerca de la puerta, olfa­teando el aire. «Ambrosio» lo había hecho otra vez. Dos veces. —Realmente, esto elimina las manchas que ni el blan­queador arranca —dijo Norma blandiendo el recipiente de limpiador. —Todo el mundo lo sabe —dijo Clarice Brainerd sin darle importancia. Entonces se puso a oler—. Esto hará maravillas en sus mohosas habitaciones —prosiguió, dándole a Norma un frasco de desodorante aerosol, y se dio la vuelta sin siquiera entrar; cerró la puerta. Norma se preparó durante cuatro días para el mo­mento en que invitó a la señora Brainerd a echar una mirada a su hornillo de gas. —Tengo algunos problemas con la parte superior de los estantes del horno —le confió por teléfono. Justa­mente había empleado días en asegurarse que éstos estu­vieran inmaculados—. Me preguntaba si tú sabrías de­cirme qué debería usar —concluyó para halagarla, pen­sando que, cuando Clarice Brainerd viera que Norma se preocupaba por la suciedad de un horno que estaba más limpio que cualquier otro del barrio, le entraría un asombro reverencial y, consternada, tendría que invitar­la a la hora del café del próximo día. En el último momento, Norma tuvo que echar a Polly Ann de la sala. —¡Sólo estaba haciéndole un vestido a «Ambrosio»! —exclamó Polly Ann poniéndose sus pantuflas y recogien­do el trozo de tela y las agujas. Fuera de sí, Norma la hizo huir por el hall hasta su cuarto. La señora Brainerd, olfateando el aire sin siquiera pararse a decir «hola», manifestó: —«Arient» cumplió a la perfección su cometido. Nos­otras lo hemos usado durante años. —Lo sé... —se lamentó Norma, excusándose. En la cocina, la señora Brainerd permaneció un buen rato con la cabeza dentro del horno. —Yo no creo que tengas tanto problema —sugirió de mala gana—. De hecho, está muy bien. Pero yo tomaría un alfiler y limpiaría esos surtidores de gas. Su voz quedaba amortiguada a causa del horno y por un momento, Norma tuvo que luchar contra la sal­vaje tentación de empujarla dentro y abrir la llave del gas. Luego Clarice continuó: —Desde luego, está bien. Y gracias, tomaré un poco de tu pastel. —Sin grasa —añadió Norma, debilitada por la gratitud—. ¿De verdad te sentarás un momento? ¿De verdad tomarás un café aquí sentada? —Sólo unos minutos. Norma sacó su mejor servicio de California —el jue­go del dibujo con gallos— y durante cinco minutos, ella y la señora Brainerd estuvieron relamidamente sentadas en la sala. Las cortinas de organdí se ondularon, las ventanas y marquetería brillaron; por un momento, Nor­ma casi se imaginó que ella y la señora Brainerd esta­ban siendo fotografiadas para el anuncio de algún pro­ducto en su living-room, y que la foto, a todo color, apa­recería en el próximo número de su revista preferida. —Me gustaría mucho hacer arreglos de flores —aven­turó Norma, envalentonada por su éxito. La señora Brainerd no estaba escuchando. —¿Quizá va a entrar en el Club de Jardinería? La señora Brainerd estaba mirando hacia el suelo. A la alfombra. —O quizá la Liga Musical... Norma miró hacia abajo, hacia donde miraba la se­ñora Brainerd, y su voz se fue apagando. —Pelos de gato —le replicó la señora Brainerd—. Hi­los sueltos. —¡Oh! Traté de... Norma se llevó la mano a la boca con un gemido ahogado. —Y marcas de arañazos en el suelo del hall... —La señora Brainerd estaba ya moviendo la cabeza—. Bueno, no es por nada, pero si tuviera que recibir aquí a un grupo a tomar café, con la casa en este estado... —Es que mi hija ha estado cosiendo —exclamó Nor­ma débilmente—. Ella sabía que iba a tener visita, pero entró de todos modos. Es bastante difícil —prosiguió, intentando sonreír con simpatía—. Cuando se tienen niños... La señora Brainerd ya estaba en pie. —El resto de nosotras se las arregla. Norma hizo esfuerzos para mantener firme su voz. —Y animales en casa... —La hora del café —aventuró Norma andando como atontada—. El Club de Jardinería... Pero la señora Brainerd ya se había ido. Norma se lamentó: —Ni siquiera nombró un producto que probar. —Le he hecho a «Ambrosio» un coche de niño —añadió Polly Ann, arrastrando a «Ambrosio» en una caja—. ¿Ya se ha ido esa señora? —Ya se ha ido —dijo Norma, mirando las señales con que la caja había dejado adornado su parquet—. Quizá para siempre —exclamó, y empezó a llorar—. ¡Oh! Polly Ann, ¿qué podemos hacer? Tendremos que cambiarnos a otro vecindario. —«Ambrosio» ha volcado el cajón de aserrín de «Puff» y ha llenado de ya sabes qué el suelo. Polly Ann salió de la habitación. Migas, pelos, hilos, polvo, todo parecía converger so­bre Norma, sumiéndola en un remolino y haciéndola girar, acorralándola, hundiéndola en la más negra deses­peración. Se arrellanó en el sofá, demasiado anonadada para poder llorar; y entonces, al mirar al suelo, vio una revista que resaltaba sobre la alfombra y las cosas co­menzaron a cambiar. «Acabe con las penalidades domésticas —decía el anuncio—. Su casa puede convertirse en la Cinosura del vecindario.» Norma no estaba segura sobre el significado de Cino­sura, pero estaba la foto de una señora inmaculada y res­plandeciente, sentada en medio de una sala de impecable limpieza, con una inmaculada cocina avistándose por la puerta del frente. Temblando de esperanza, cortó el cupón adjunto, advirtiendo sin inquietud que conseguir el producto o aparato, o lo que fuese, le costaría el resto de sus ahorros. Pero la satisfacción estaba ga­rantizada y, si resultaba satisfecha, valía la pena el gasto de cada centavo. Resultaba poco atrayente cuando lo llevaron. Se tra­taba de una caja pequeña y acanalada; protegida dentro con virutas, había una máquina pequeña y cubierta de esmalte color lavanda. Juntos venían un cubo y una manguera, también color lavanda. Curiosa, Norma em­pezó a hojear el libro de instrucciones. Cuando lo leyó, empezó a sonreír, porque ahora todo parecía poder arre­glarse. —«Los efectos no son necesariamente permanentes —leyó en voz alta para aliviar su conciencia—. Pueden ser invertidos usando el manómetro verde de la parte superior.» ¡Oh, «Puff»! —llamó, pensando en los blancos pelos de angora que habían manchado tantas veces sus alfombras—. Ven aquí, «Puff». El gato entró con una mirada de insolencia. —Ven aquí —repitió Norma apuntándole con la man­guera—. Ven, gatito. Cuando «Puff» se acercó, puso en marcha la máquina. Un penetrante zumbido llenó la habitación, débil pero inequívoco. Caro o no, aquello valla la pena. Tenía que admitir que ninguno de sus limpiadores caseros cumplía tan rá­pidamente su cometido. En menos de un segundo, «Puff» estaba inmóvil, con los ojos desviados y el lomo recto, pero inmóvil; con un aspecto especialmente esponjoso y tan natural como la misma vida. Norma lo compuso artísticamente junto al aparato de televisión y luego se puso a buscar al perro de Polly Ann. Hizo a «Ambrosio» sentarse y pedirle la galleta que ella le presentaba; justo cuando la asía, ella encendió la máquina y lo paralizó en una décima de segundo. Cuando hubo aca­bado, lo apuntaló al otro lado del televisor y guardó cuidadosamente la máquina. Polly Ann lloró un poco al principio. —Cielo, si nos cansamos de tenerlos así, no tenemos más que hacer trabajar la máquina y ya estarán corrien­do otra vez. Pero ahora, la casa está tan limpia; ¿ves qué bonitos están? Pueden ver y oír todo lo que quieras —concedió, enjugando las pegajosas lágrimas de la niña—. Y mira, puedes vestir a «Ambrosio» con todo lo que desees sin que él se mueva siquiera. —Eso creo —contestó Polly Ann estirándose su ves­tido de terciopelo. Le dio a «Ambrosio» un pequeño empujón—. Y mira qué poquita suciedad hacen. Polly Ann hizo saludar a «Ambrosio» doblándole la pata. Siguió en pie. —Mamá, creo que tienes razón. La señora Brainerd pensó que el perro y el gato eran muy bonitos. —¿Cómo hace para tenerlos tan quietos? —Un producto nuevo —repuso Norma con una fari­saica sonrisa, sin decirle a la señora Brainerd de qué producto se trataba—. Voy a buscar el pastel —prosi­guió—. Sin grasa. —Sin grasa —contestó automáticamente la señora Brainerd haciéndole eco y sonriendo casi con anticipa­ción. Moviéndose con el donaire de una reina, Norma sacó al living la bandeja del café. —Ahora, a propósito de la hora del café —dijo dán­dolo por sentado, ya que la señora Brainerd había tomado su taza y cuchara con una mirada casi admirativa, e introducido el tenedor en el pastel—. Con puntos. Ya sabes la marca. —Las horas del café —dijo la señora Brainerd casi en estado de hipnosis. Luego, mirando el suelo, profirió—: ¡Oh! ¿Qué es eso que hay en el suelo? Aterrorizada, Norma siguió la mirada de la señora Brainerd. Allí vio un charco, un verdadero charco que se formaba a partir de la puerta del cuarto de baño; y que, como ambas vieron, se agrandaba y empezaba a dejar una húmeda mancha sobre el muy pulido linóleo del hall. —Mejor me... —empezó a decir la señora Brainerd levantándose. —Ya sé —la interrumpió Norma con resignación—. Mejor se va. —Mas al levantarse y ver a su vecina en la puerta, se iluminó con una nueva resolución—. Pero vuelva mañana. Puedo prometerle que todo estará tan pulcro como un pastel. —Luego, sin poderse contener—: Sin grasa, claro. —Pero ya sabe —dijo ominosamente la señora Brainerd— que esta clase de cosas no pueden durar mucho tiempo. Mi tiempo es valioso, están las horas del café, el grupo de canasta... —Le prometo una cosa —concedió Norma—. Usted envidiará mi modo de tener las cosas. Se lo dirá a todas sus amigas. Simplemente haga el favor de volver ma­ñana. Estaré preparada, se lo prometo. Clarice se puso a reflexionar, jugando inconsciente­mente con su Medalla del Amor, con su mano minuciosa­mente arreglada. —¡Oh! —exclamó finalmente tras una pausa que dejó a Norma desmayada después del rato de ansiedad—. Está bien. —Verá —repuso Norma, al mismo tiempo que se ce­rraba la puerta—. Espere y verá la próxima vez. Luego caminó sobre el creciente charco de agua y llamó a la puerta del baño. —Estaba haciendo loción de afeitar para vendérselo a todos los papas —contestó Polly Ann al tiempo que re­cogía todas las tazas y tarros flotantes. —Ven conmigo, cielo —le pidió Norma—. Quiero que te laves bien y que te pongas tu ropa de los domingos. Todos quedaron muy artísticamente dispuestos en la sala de estar, el perro y el gato arrollados junto al sofá, y Polly Ann tan bonita con su vestido marrón de terciopelo con delantal de organdí. Sus ojos estaban algo vidriosos y sus piernas se proyectaban en un ángu­lo un poco forzado, pero Norma había extendido una manta sobre el borde del sofá, donde la tenía sentada, y pensó que el efecto, a simple vista, era tan bueno como el de cualquier anuncio que ella hubiera visto en televi­sión, y casi tan bonito como muchas de las fotos de las revistas. Advirtió, con un pequeño escalofrío, que había cierta humedad en la mirada que le estaba dirigiendo Polly Ann, así que fue hacia la niña y acarició su ce­rúlea mano. —No te preocupes, corazón. Cuando seas lo suficien­temente mayor como para ayudar a mamá en la limpieza de la casa, mamá te dejará correr un par de horas cada día. Tu mamá te lo promete. Luego, estirándose su bata Remolino y asegurándose su alfiler «Sweetheart», fue a abrir la puerta a la señora Brainerd. —Bueno —aprobó la señora Brainerd con voz bona­chona—. Qué agradable está todo. —Nada de olores domésticos, nada de manchas, pas­tel sin grasa —dijo Norma ansiosamente—. Ésta es mi hija. —¡Qué niña más buena! —exclamó la señora Brai­nerd, sin fijarse en las piernas de Polly Ann, que asoma­ban fuera del canapé. —Y nuestros perro y minino —prosiguió Norma cada vez más confiada, apuntalando a «Ambrosio» contra uno de los pies de Polly Ann porque había empezado a es­currirse. La señora Brainerd incluso sonrió. —¡Qué bonitos! ¡Qué simpáticos! —Venga a ver la querida cocina. —Norma se había puesto de forma tal que la otra pudiera ver el desagüe de rápida absorción en el blanco y prístino fregadero. —Simplemente encantadora —concedió Clarice. —Déjeme alcanzar el pastel y el café. —Norma llevó de nuevo a Clarice a la sala. —Sus ventanas están sencillamente chispeantes. —Lo sé —contestó Norma, radiante y segura de sí. —Y la alfombra. —«Glamorene». —Fantástico. Clarice era suya. —Aquí está —dijo Norma, acosándola con el café y el pastel. —Fantástico café —aprobó Clarice—. Llámame Cla­rice. Ahora, a propósito del Club de Jardinería y las ho­ras del café, vamos a casa de Marge los jueves, y a casa de Edna los lunes, y a la de Thelma los martes por la tarde, y... —Probó un poquito del ofrendado trozo de pastel—. Y... —añadió, dándole vueltas y vueltas en la boca. —¿Y? —repitió Norma llena de esperanza. —Y... —reiteró la señora Brainerd mirando algo bizca la punta de su nariz, como si estuviera intentando ave­riguar qué tenía en la boca—. Este pastel, este pastel... —Mix Maravilla —saltó Norma con ímpetu—. Sin grasa... —Lo siento —se lamentó la señora Brainerd, levan­tándose. —¿Cómo ha dicho? —Que lo siento —repitió la señora Brainerd con auténtico pesar—. Se trata de su pastel. —¿Qué le pasa a mi pastel? —Bueno, pues que tiene ese sabor a grasa. —Usted... Yo... El pastel... El anuncio aseguraba... —Norma se había levantado y se movía mecánicamen­te—. El pastel es tan bueno, y mi casa es tan preciosa. Ahora estaba entre la señora Brainerd y la puerta, interceptándole a aquélla el paso al hall. —Lo siento —se excusó la señora Brainerd—. Me mar­cho. Y, ahora, si cierra la puerta de ese armario para que pueda pasar... —¿Cerrar la puerta? —Los ojos de Norma estaban vidriosos—. No puedo. Tengo que sacar una cosa del estante. —No importa —dijo la señora Brainerd—. Y no podré volver más. Nosotras, las señoras, estamos tan ocu­padas, no tenemos tiempo... —Tiempo —remedó Norma, sacando lo que quería del armario. —Tiempo —repitió la señora Brainerd condescendien­te—. ¡Ah!, quizá es mejor que no me llame Clarice. —Bien, Clarice —dijo Norma; y entonces fue cuando le hizo recibir lo de la máquina lavanda. Primero apoyó a la señora Brainerd contra un rincón, donde pudiera estar incómoda. Luego movió la manivela en sentido contrario y devolvió a Polly Ann, «Puff» y «Ambrosio» a la movilidad. Acto seguido, trajo su caja de costura y la basura de la cocina, y empezó a despa­rramar la porquería a los pies de la señora Brainerd; dejó a «Puff» llenar de pelos la tapicería, y envió a Polly Ann al patio de atrás en busca de un poco de barro. «Ambro­sio», aliviado, lo hizo a los pies de la señora Brainerd. —Contentísima porque pudieras venir, Clarice —con­cluyó Norma, satisfecha por la mirada de horror que mostraba la cara atrapada y helada de la señora Brai­nerd. Luego, volviéndose hacia el recargado delantal de Polly Ann, echó mano de un puñado de lodo.

Clavier Yozora ni saku hana

 Clavier Yozora ni saku hana [Traducción] “La flor que florece en el cielo de la noche”

La flor de una luna brillante me miraba a mí, no pude intercambiar ninguna palabra y seguí caminando a lo largo. Pero no puedo ocultar la sensación que rebosa en mí, sigo sin poder no ocultar mi cara, la verdad es que duele mucho. En esta noche de lanzamiento de los fuegos artificiales mi corazón se agita pero se dispersa en aquel árbol y en la escena en la que la sombra de dos personas flotan… Puedo oír tu voz que susurra a la distancia y también la de Dios todavía repercute en esta estación espiral Tu gran hermosura y tu sonriente rostro, me hace feliz pero siento algo en mi corazón que es bastante insatisfactorio Siempre, siempre estoy cerca…. sonriendo y llorando me muestro Más y más deseo amarte igual que como te veo en mis sueños Difícilmente nos enlazaremos pero probablemente el mañana me iluminara Nos hablaremos y miraremos las estrellas que brillan en el cielo En el cielo de la noche cuando sale la princesa se tiñe apenas de fuego dejándome atrás Cantándole al “Señor” en el cielo sobre la separación, lo miro fijamente y me pregunto qué deseo…. (Tomar esa mano antes de que terminen de caer los fuegos artificiales…)

Kermit x TED

 Kermit x TED

1. A friend of mine, who also grew up around here said that his ambition was “be one of the people who made a difference in the world”, and that he hoped “to leave the world a little better for my having been here.” That friend was Jim Henson. And, if I say so myself, he certainly left this a better place for having been here.

2. You are all sitting here listening to me – a talking amphibian. That alone is a radical act of creativity. It’s what I call a “conspiracy of craziness”.

3. I believe creativity is an inherent part of everyone.

4. There are as many ways to be creative as there are Muppets. And believe you me, there are a lot of Muppets. I oughta know; I gotta meet payroll every week.

5. Have what Jim Henson liked to call “ridiculous optimism”. Without it, we wouldn’t have this amazing world we live in.

6. So, never worry about failure. It’s GONNA happen. But that’s okay: go ahead, take chances….and you might just find that what feels like failure isn’t failure at all, it’s what inspires you to dream even bigger.

7. The mind of a child is a beginner’s mind and, for them, every idea is fresh, stimulating and leads somewhere surprising.

8. Like Michael Caine… told me on the set of Muppet Christmas Carol: “Never get between the pig and the camera.” That’s why he has an Oscar.

9. Finally, there’s one other thing that I think every person or frog needs to be creative: friends. For me, the best part of creativity is collaborating with friends and colleagues. Mine happen to be bears, pigs, rats and penguins, but you go with what works for you.

10. As we go through life, we’re piling on deeper and deeper layers of consciousness, which leads to a greater capacity to take multiple perspectives. It’s a little like the many layers of dessert piled on Miss Piggy’s plate at an all-you-can-eat buffet. Only here, it’s less carbs and more nutrition.

CUENTO TENGO UN TIGRE EN CASA (por Kit Reed)

CUENTO TENGO UN TIGRE EN CASA (por Kit Reed)

Compró el juguete para su primo segundo Randolph, un muchacho de huesudas rodillas, tan rico que, a sus trece años, todavía vestía pantalón corto. Nacido pobre, Benedict no tenía esperanza alguna de heredar el dinero de su tío James. En cualquier caso, gastó demasiado en el juguete. Siempre se sintió sobrecogido por la transparente y dura mirada de su tío, en anteriores visitas de fin de semana; empequeñecía en aquellos lóbregos salones de paredes recubiertas de obscura madera. Esta vez no iría a Syosset desarmado. El caro regalo que llevaba para Randolph, nieto del anciano, debiera asegurarle, en cierta medida al menos, el respeto de su tío James. Pero había algo más en todo aquello. Era una extraña sensación que le invadió en el mismo momento en que vio la caja, solitaria y orgullosa, en el oscuro escaparate de la juguetería cercana al río. Era una caja de mediano tamaño, de color naranja y negro, con las palabras «Tigre real de Bengala» en su. parte superior. Según la descripción impresa en la caja, el tigre respondía a las ordenes dadas a través de un pequeño micrófono. Benedict había visto robots y monstruos parecidos al tigre en los anuncios de televisión durante todo el año. «Poséalo con orgullo», rezaba un letrero. Edward Benedict, apartado de los juguetes más por razones de tipo económico que por inclinación, no tenía ni idea de que aquel tigre costaba diez veces más que cualquier otro de características similares, aunque, de haberlo sabido, probablemente no habría influido en su decisión. Impresionaría al muchacho. Además, el aspecto fiero de los ojos de la ilustración le atrajo como un imán. Le costó el salario de un mes de trabajo y aún le pareció barato. Después de todo, se decía a sí mismo, la piel era legítima. Nada deseaba tanto como abrir la caja y acariciar la piel. pero el dependiente le observaba fríamente y abandonó la idea, dejando que lo envolviera y lo atara con un cordel. Luego. le colocó la caja en los brazos, sin darle tiempo de pedir que se la mandaran a casa. La cogió sin chistar ( odiaba las escenas). Estuvo pensando en el tigre durante todo el camino de vuelta a casa, en el autobús. Como todo hombre con un juguete, sabía que no resistiría la tentación de abrir el paquete y probarlo. Sus manos temblaban al dejar el paquete en un rincón de la sala. -Sólo para ver si anda -musitó-; luego lo envolveré otra vez para Randolph. Desenvolvió la caja y le dio la vuelta de manera que pudiera ver la ilustración. No quería precipitarse. Preparó la cena y se puso a comer con la caja frente a él. Después de quitar la mesa se sentó a cierta distancia de ella, estudiando al tigre. A medida que las sombras se adueñaban de la habitación. algo, en el dibujo de la caja, parecía obligarle, conducirle al borde de algo importante, manteniéndole en suspenso. No podía librarse de esta sensación ni siquiera al pensar que aquel tigre y él no eran más que juguete y hombre, regalo y ofrendador. El tigre del dibujo parecía mirarle con tanta intensidad que, al fin se puso en. pie, se dirigió a la caja y cortó el cordel. Al caer los lados de la caja introdujo las manos en ella. Su primera impresión fue de desencanto; aquello parecía un montón de piel vacía. Era áspera y, por un momento, pensó si los empaquetadores de la fábrica no habrían cometido un error; luego, al tantear con sus dedos, oyó un chasquido y la estructura de acero que la piel cubría se desplegó, haciéndole caer de espaldas. sin respiración, viendo cómo la criatura tomaba forma. Era un tigre de tamaño natural, hecho con piel auténtica, cuidadosamente adaptada a una estructura de acero tan bien confeccionada que la bestia tenía un aspecto tan real como las que Benedict había visto en el zoológico de la ciudad. Los ojos eran de ámbar, iluminados por detrás por medio de pequeñas bombillas. Rayando en la histeria, Benedict notó que los bigotes estaban hechos de rígido filamento de nailon. Allí estaba, inmóvil, rodeado de una misteriosa aura de poder, esperando a que él hallara el micrófono y diera la primera orden. En su interior, un mecanismo independiente hacía mover su larga cola, que daba trallazos en el piso. Atemorizado, Benedict retrocedió hacia el sofá, se sentó y se quedó mirando al tigre. La obscuridad era casi completa en la habitación y, pronto, la única luz fue la emitida, por los ambarinos y fieros ojos del animal. Permanecía en una esquina del cuarto, golpeando el piso con la cola, y contemplándole con amarillenta mirada. Benedict abría y cerraba nerviosamente las manos sobre el sofá; pensaba en sí mismo, allí sentado; en el micrófono que transmitiría sus órdenes, en el tigre, esperando en su rincón y en los trallazos de la cola que inundaban la habitación. Se movió un poco y, al hacerlo, sus pies chocaron con algo. Lo recogió examinándolo. Era el micrófono. Todavía sentado, contemplaba al espléndido animal a la tenue luz emitida por sus ojos. Al fin, en la densa quietud de la noche, casi las primeras horas de la madrugada, sintiéndose extrañamente feliz, llevó el micrófono a sus labios y respiró trémulamente. El tigre se estremeció. Edward Benedict se levantó con cuidado. Luego, haciendo acopio de valor, consiguió que su garganta emitiera una orden: -Camina. Majestuosamente, el tigre obedeció. -Siéntate -ordenó; apoyándose, trémulo, contra la puerta, sin creer aún lo que veía. El tigre se sentó. Incluso en esta posición era tan alto como él. Aun estando en reposo, la satinada piel asentada con suavidad y ligereza sobre el cuerpo denunciaba la existencia de piezas de acero ensambladas en él interior. Respiró otra vez junto al micrófono, maravillándose al ver que el tigre alzaba una pata y la mantenía, inmóvil, a la altura del pecho, mientras le contemplaba. Era tan real, tan emocionante, que Benedict, exultante, dijo «vamos a dar un paseo», y abrió la puerta. No usó el ascensor, sino que salió por la puerta que daba a la escalera de incendios, situada al fondo del corredor. Empezaron a bajar por ella, excitado al ver que el tigre le seguía en silencio, deslizándose, como agua, sobre los ennegrecidos peldaños. ¡Silencio ahora! -Benedict se detuvo tras la puerta que daba a la calle. El tigre se paró tras él. Salió a la noche; la calle estaba tan solitaria, parecía tan irreal, que supuso serían las tres o las cuatro de la madrugada. -Sígueme -susurró al tigre, internándose en la obscuridad. Caminaron por las desiertas calles; el animal iba detrás de Benedict, confundiéndose en las sombras cuando parecía que un coche iba a pasar demasiado cerca. Finalmente, llegaron al parque y, después de haber dejado atrás algunas docenas de metros de sendero asfaltado, el tigre comenzó a distender sus patas como un caballo en marcha lenta, incansable, junto a las piernas de Benedict. Este le miró y, con un ramalazo de pena comprendió que una parte de él pertenecía aún a la jungla, que había permanecido demasiado tiempo en la caja y ahora quería correr. -Vamos, ¡corre! -dijo, compadeciéndose, medio convencido de que no volvería a verlo más. El felino marchó dando un salto; iba tan veloz que, sin darse cuenta, se vio por encima del pequeño lago artificial del parque. Cruzó por el aire de un tremendo salto y desapareció entre los arbustos de la otra orilla. Solitario, Benedict se dejó caer sobre un banco. jugueteando con el micrófono. Ya no le serviría para nada, estaba seguro. Pensó en el próximo fin de semana, en el que tendría que presentarse en casa de su tío con las manos vacías. «Tenía un Juguete para Randolph, tío James, pero desapareció...» Pensó en el dinero que había gastado... Luego, reflexionando. pensó en los momentos que habían pasado juntos en el apartamento, la vida que había cobrado la habitación con su presencia, una vida que nunca tuvo antes... En definitiva, llegó al convencimiento de que no había gastado aquel dinero en vano. El tigre... Ardía de impaciencia por volver a verlo. Tomó el micrófono. Pero, ¿por qué habría de volver siendo como era ahora libre? ¿Por qué, disponiendo de todo el parque, del mundo entero, para correr? Incluso con esta seguridad, no pudo evitar susurrar la orden: -Vuelve -pidió fervientemente. Y luego-: Por favor. Por algunos segundos, nada sucedió. Benedict escudriñó las tinieblas en un intento de ver algún movimiento; escuchó esperando oír siquiera un rumor, pero no ocurrió nada, hasta que la gran sombra cayó casi sobre él, saltando por encima del banco. Aterrizó, enorme y silencioso, junto a sus pies. La voz de Benedict se quebró. -¡Has vuelto! -exclamó emocionado. Y, el tigre real de Bengala, emitiendo destellos de ámbar por los ojos, con sus blancos bigotes brillantes en la pálida luz, puso una pata sobre sus rodillas. -Has vuelto -repitió Benedict y, tras una larga pausa, apoyó una indecisa mano sobre la cabeza del animal-. Creo que será mejor volver a casa -susurró, al darse cuenta de que estaba amaneciendo-. ¡Vamos! -le dio un vuelco el corazón al darse cuenta de su familiaridad-, ¡«Ben»! Y emprendió el regreso al hogar, casi corriendo, gozoso de ver al tigre correr tras él con largos y silenciosos saltos. -Debemos dormir ahora -dijo al tigre cuando llegaron al apartamento. Luego, cuando tuvo a «Ben» instalado, enroscado, con el hocico junto a la cola, en un rincón, telefoneó a la oficina, fingiendo estar enfermo. Alborozado, exhausto, se dejó caer en el sofá, olvidando, por primera vez, que sus zapatos descansaban sobre el mueble. Se durmió en seguida. Cuando despertó era ya casi la hora de partir hacia Syosset. En el rincón, el tigre estaba tal y como lo dejara, inerte ahora, pero aún misteriosamente vivo, con los ojos resplandecientes y la cola golpeando el suelo de vez en cuando. -Hola -dijo Benedict con voz queda-. Hola, «Ben» -sonrió cuando el tigre alzó la cabeza, mirándole. Había estado pensando en el modo de doblar al tigre y meterlo en la caja, pero, mientras el animal levantaba la cabeza, con los ojos relucientes, Benedict supo que tendría que llevarle otra cosa a Randolph. Aquél era su tigre. Moviéndose orgulloso bajo la ambarina luz, comenzó a preparar su marcha, guardando camisetas y calzoncillos en la maleta, envolviendo su cepillo de dientes y la rasuradora en papel higiénico, metiéndolo luego en uno de los departamentos destinados a los zapatos. Debo irme, «Ben» -dijo cuando estuvo listo-. Aguárdame. Estaré de vuelta el domingo por la noche. El tigre pareció mirarle atentamente, con los blancos bigotes brillando intensamente. Benedict imaginó haber herido los sentimientos de «Ben». -Te diré lo que haremos, «Ben» -le consoló-. Me llevaré el micrófono, y si te necesito te llamaré. Te diré lo que debes hacer: primero vas a Manhattan y cruzas por Triboro Bridge... Guardó el micrófono junto al pecho, en el bolsillo de la camisa. Por razones difíciles de comprender, aquel pequeño objeto cambiaba enteramente su aspecto. -¿Para qué quiero un juguete para Randolph? -estaba ensayando algunos valientes discursos que dirigiría a tío James-. Tengo un tigre en casa. En el tren empujó a varias personas, con tal de poder ocupar un asiento junto a la ventanilla. Más tarde, en lugar de tomar un autobús o un taxi que le llevara a casa de su tío, se encontró telefoneando para que mandaran a alguien con el coche a recogerlo a la estación. Ya en el oscuro estudio de paredes revestidas de madera, estrechó la mano de su tío con tanta energía que alarmó al anciano. Randolph, con las rodillas ásperas y enrojecidas, se apoyó, beligerante, sobre un codo. -Supongo que no me has traído nada -dijo, adelantando la barbilla con desafío. Por una milésima de segundo Benedict se sintió desmayar. Luego, el contacto del micrófono junto al pecho, hizo que se acordara. -Tengo un tigre en casa -murmuró. -¿Eh? ¿Qué? -Randolph le empujó, hundiéndole los dedos en las costillas-. Anda, vamos a traerlo. Con un sordo rugido, Benedict propinó un sopapo en la oreja de Randolph. Desde aquel momento, Randolph fue un ejemplo de respetuosidad. Resultó muy sencillo en verdad. Benedict jamás lo hubiera imaginado. Poco antes de partir, aquel domingo por la noche, su tío James colocó en sus manos un fajo de acciones. -Eres un joven inteligente, Edward -dijo el anciano moviendo la cabeza, como si le costara creerlo-. Un joven inteligente. Benedict sonrió de oreja a oreja. -Hasta la vista, tío James. Tengo un tigre en casa. Casi antes de que la puerta del apartamento se cerrara tras él, tenía ya el micrófono en la mano. Llamó al tigre y éste se echó a. sus pies. Benedict se abrazó a su gran cabeza. Luego se levantó y retrocedió unos pasos. El animal parecía mayor, más lustroso y cada uno de sus pelos vibraba con vida propia. Los bigotes de «Ben» parecían de nieve. Benedict también se sentía transformado. Pasó un largo rato frente al espejo, viendo unos cabellos que crepitaban llenos de vida: unas mandíbulas antes pesadas y prominentes y ahora tan ligeras. Más tarde, caída ya la noche, salieron hacia el parque. Benedict se sentó en un banco para contemplar las evoluciones de su tigre, deleitándole la extraordinaria gracia de sus movimientos. Las correrías de «Ben» no duraron tanto en esta ocasión. No hacía más que volver al banco y apoyar la cabeza en las rodillas de Benedict. Al despuntar el alba, «Ben» comenzó a correr de nuevo, describiendo amplios saltos a ras de suelo. Giró, de súbito, y marchó hacia el lago, con plena seguridad de saber adónde iba. Lo cruzó con tan limpio y formidable salto que hizo poner en pie a Benedict, gritando de contento. -¡«Ben»! El tigre pegó un segundo salto, tan espléndido como el anterior, y regresó junto a él. Cuando «Ben» tocó las rodillas de su amo, esta vez Benedict lanzó su chaqueta por el aire, gritando, y emprendió una loca carrera con el tigre. Fue casi una competición, con Benedict al lado de «Ben». Estaban a punto de cruzar el puente cuando una grácil figura femenina apareció, de pronto, ante ellos, con las manos extendidas ante sí, con visibles muestras de espanto y, a medida que ellos reducían su marcha, echó a correr lanzándoles algo, a la vez que abría la boca para proferir un grito que no llegó a encontrar voz. Algo blando le dio a «Ben» en el hocico; éste agitó la cabeza y retrocedió. Benedict se inclinó para recogerlo del suelo. Era un portamonedas. -¡Eh, olvidó usted su...! -exclamó empezando a correr tras ella. Recordó de pronto que debería dar explicaciones por la presencia del tigre. Su voz se apagó y se detuvo, con un encogimiento de hombros, viéndose impotente, hasta que «Ben» le empujó. -¡Eh, «Ben»...! -exclamó incrédulo-. La hemos asustado. Se irguió contento y sonriente. «Vamos a ver esto» se dijo. Luego, en lo que pareció un nuevo alarde, abrió el bolso y halló algunos billetes. «Haremos que parezca un robo. Ningún policía creerá su historia del tigre» pensó. Después dejó el bolso abierto en el suelo, donde ella pudiera verlo y, abstraído, se guardó el dinero en el bolsillo, prometiéndose, in mente, devolverlo a la mujer algún día. -Anda, «Ben» -dijo suavemente-. Vamos a casa. Cansado, Benedict durmió toda la mañana con la cabeza apoyada en el suave lomo del tigre. «Ben» permaneció alerta, con el ámbar de sus ojos siempre brillante; los movimientos de su cola eran el único signo de vida en la habitación. Despertó pasado el mediodía, alarmado al ver que llegaría con cuatro horas de retraso a la oficina. Sus ojos se cruzaron con los del tigre y rió. «Tengo un tigre.» Se desperezó largamente, bostezando. Tomó con calma el desayuno; luego, tranquilo, se vistió. Al hacerlo encontró las acciones que le entregara su tío el día anterior; las examinó y cayó en la cuenta de que representaban una respetable suma de dinero. Por algunos días se sintió feliz sin hacer nada, pasando las tardes en el cine y las noches en restaurantes y bares; incluso, en dos ocasiones, fue a las carreras. El resto del tiempo lo pasaba en casa, sentado, contemplando al tigre. Cada día frecuentaba restaurantes de mayor categoría, sorprendido de que los jefes de comedor se inclinaran ante él con deferencia, y de que elegantes mujeres le miraran con interés (todo ello, estaba seguro, por el simple hecho de tener un tigre en casa). Llegó un día en que se cansó de escoger la comida él solo. Incómodo en su nueva situación, se sentía impulsado a comprobar cuán lejos podía llegar. Había gastado hasta el último céntimo de los beneficios obtenidos con las acciones de su tío James, y (con cierta sensación de culpabilidad), el dinero tomado del bolso de aquella mujer, en el parque. Empezó a leer la sección de anuncios de The Times y, un día, copió una dirección y descolgó el teléfono. -Deséame suerte, «Ben» -susurró al marchar. Estuvo de vuelta una hora más tarde, moviendo la cabeza, aún atónito. -Debiste verme, «Ben». En su vida habían oído hablar de mí y, sin embargo, me pidieron que aceptase el empleo. Los tenía acorralados. Yo era un tigre -se sonrojó con modestia. Los ojos del tigre parpadearon y se tornaron más brillantes. .Aquel viernes, Benedict trajo a casa el cheque de su primera paga y, por la noche, fue él quien abrió la marcha hacia el parque. Corría hasta que sus ojos se anegaban en lágrimas por efecto del frío viento; corrió con el tigre a su lado la madrugada próxima y todas las que siguieron a aquélla y, cada día, se sentía más seguro de sí mismo. «Tengo un tigre en casa», se decía en los momentos difíciles. y ésta sería la clave que le ayudaría a salir airoso de las dificultades. Llevaba siempre el micrófono consigo, como si se tratara de un talismán, seguro como estaba de poder hacer uso de él en todo momento, atrayendo al tigre junto a él. Fue nombrado primer vicepresidente a los pocos días. Fue progresando en su carrera; se convirtió en un hombre atareado y solvente, pero esto no le hizo olvidar nunca el paseo nocturno con su tigre. Había ocasiones en que, en plena velada, rodeado de gente importante, en cualquier atestado club nocturno, se excusaba para poder llevar el tigre al parque y correr a su lado vistiendo aún el smoking y la impecable camisa blanca, resplandeciente en la noche. Se tornó engreído, poderoso, pero permaneció fiel. Hasta el día en que llevó a cabo su mayor negocio. Su superior le envió a comer con Quincy , el más importante cliente de la compañía, con instrucciones bien definidas: venderle dieciséis gruesas. -Quincy -dijo Benedict-, usted necesita veinte gruesas. Estaban sentados en un sofá cuyo tapizado imitaba la piel de tigre, en un restaurante de los caros. Quincy, un colérico hombretón, le habría aterrorizado un mes antes. -¡Está usted muy seguro! -bufó Quincy-. ¿Qué demonios .le hace pensar que quiero veinte gruesas? Por un segundo, Benedict sintió que le abandonaba el aplomo. Luego, aquella tapicería atigrada hizo sonar en él la cuerda de la inspiración y se lanzó. --Desde luego, usted no quiere veinte gruesas -gruñó- : las necesita. Quincy compró treinta gruesas. Benedict fue ascendido a director general. Un nuevo título que no pesaba mucho sobre sus hombros. Se concedió el resto de la tarde. Se dirigía a la puerta, silencioso como un gato, cuando le detuvo un rumor inesperado, un roce de seda. -¿Madeline? -exclamó interrogante. Vistiendo un sedoso y oscuro vestido, la secretaria, inaccesible hasta aquel día, estaba ahora a su lado. Intentaba decirle algo, insinuante. Benedict se dejó llevar por el impulso. -Vendrás a cenar conmigo esta noche, Madeline. Su voz era acariciante. -Tengo una cita, Eddy. Mi rico tío de Cambridge está en la ciudad. Benedict gruñó: -¿El... ah... tío que te regaló esa piel de visón? Ya le he visto. Es demasiado gordo -dijo, y añadió con un gruñido que anuló la resistencia de Madeline: vendré por ti a las ocho. -Pero, Eddy..., está bien -le miró a través de unas espesas pestañas-, pero debo advertirte que no soy una chica fácil de contentar. -Harás la cena, claro, y luego daremos una vuelta por la ciudad -diose unas palmaditas en el bolsillo que contenía la billetera, dando luego un suave pellizco a su oreja. Aquella noche, mientras revolvía en el cajón de los calcetines, su mano tropezó con algo duro. Era el micrófono. Por una u otra razón, había olvidado cogerlo aquella mañana. Debió de caerle entre los calcetines al vestirse y había ido sin él todo el día. Lo cogió con alivio y se dispuso a deslizarlo en el bolsillo del smoking. Pero no llegó a hacerlo. Cuidadosamente, lo dejó en el cajón, cerrándolo. Ya no lo necesitaba. El era el tigre ahora. Aquella noche, todavía alegre, bajo el efecto de la bebida, del cálido son de la música y del acompasado respirar de Madeline junto a su oído, se acostó sin desnudarse y no despertó hasta clarear la mañana. Cuando empezó a andar por el cuarto, descalzo, vio a «Ben» en el rincón, con la mirada triste. Olvidó llevarle al parque. -Lo siento, viejo amigo -se excusó al marchar a la oficina, dándole unas palmaditas. Y al día siguiente, «estoy muy ocupado», una rápida caricia y «voy a llevar a Madeline de compras». A medida que los días pasaban y Benedict veía más a la joven, olvidó darle a «Ben» satisfacciones por sus descuidos. El tigre quedó allí, en su rincón, sin vida, viéndole ir y venir, con la mirada cargada de reproches. Benedict le compró a Madeline un «Oleg Cassini». En el rincón de la sala de estar, una fina capa de polvo empezaba a cubrir la piel de «Ben». Benedict compró a Madeline un brazalete de diamantes. En el rincón, una colonia de polillas se estableció en la piel de «Ben». Benedict y Madeline pasaron una semana en Nassau. De regreso, cruzaron ante el establecimiento de un vendedor de coches y Benedict compró un «Jaguar» a Madeline. El sistema de fijación de los enhiestos y brillantes bigotes de «Ben», comenzó a ceder. Ahora estaban fláccidos, y algunos pelos habían caído ya. En el taxi que le traía a casa desde el apartamento de Madeline, Benedict examinó su talonario de cheques por primera vez en muchos días. El viaje y el primer pago del coche habían reducido casi a cero su cuenta corriente. Y al día siguiente vencía uno de los pagos de la pulsera. Pero ¿qué importaba? Se encogió de hombros. Era un hombre importante.. Ya en la puerta de su domicilio, extendió un cheque al taxista por el importe de la carrera, añadiendo cinco dólares como propina. Luego subió a su apartamento deteniéndose un momento ante el espejo para admirar su bronceado semblante. Después, se acostó. Despertó a las tres en punto de la madrugada. Se sentía oprimido por las sombras, intranquilo, por primera vez. A la fría luz de la lámpara de la mesita de noche, revisó su cuenta corriente otra vez. Le quedaba mucho menos dinero del que pensaba. Tendría que ir al Banco, hacer un depósito con el que cubrir el cheque que le diera al taxista, o el que extendiera por el primer pago del «Jaguar» no podría hacerse efectivo. Pero, no. Había entregado un cheque por el último plazo del brazalete, y ya debían de haberlo cobrado. Estaba sin fondos... Tenía que conseguir dinero. Sentado en la cama, meditaba. Recordaba a la mujer que habían asustado en el parque, él y «Ben., el primer día, y el dinero que encontró en el bolso. Se le ocurrió que podía conseguir el dinero que necesitaba en el parque. Recordó el pánico de la mujer, su huida. En su mente, aquello tomaba la forma de un arriesgado robo. ¿No había, acaso, gastado el dinero? Cuanto más pensaba en ello, más decidido estaba a intentarlo de nuevo, olvidando que en aquella ocasión le había acompañado el tigre, y, también, mientras se ponía un jersey a rayas y anudaba un pañuelo a su garganta, que él no era el tigre. Salió sin ver siquiera a «Ben» en su rincón. Corrió al parque, decidido. Reinaba aún la oscuridad; caminaba ligero, silenciosamente, por los senderos, sintiendo crecer sus fuerzas a medida que avanzaba. Una vaga figura apareció, caminando hacia él (su presa), y gruñó un poco, pero rompió a reír, quedamente, al reconocer a la mujer -la misma pobre mujer asustada por un tigre-; gruñó de nuevo, corriendo hacia ella. «La asustaré otra vez», pensó. -¡Eh! -gritó la mujer al abalanzarse Benedict sobre ella. Se detuvo en seco, casi perdiendo el equilibrio al ver que no retrocedía asustada; permaneció quieta, con los pies algo separados, balanceando el bolso. Al verlo, la rodeó e intentó abalanzarse de nuevo. -¡Démelo! -ordenó. -¿Perdón? -repuso ella fríamente, sorprendida al intentar Benedict, gruñendo, una nueva acometida-. ¿Qué es lo que le pasa? -El bolso -dijo amenazador, con el cabello erizado. -Oh, el bolso -alzó el bolso y lo dejó caer con violencia sobre su cabeza. Retrocedió, sobresaltado, y antes de que pudiera rehacerse, la mujer se dirigió hacia la salida del parque, riendo despreciativamente. Había ya demasiada luz para buscar otra víctima. Se quitó el jersey y salió del parque en mangas de camisa, caminando lentamente, dándole vueltas en su mente a su fallido intento de robo. Meditando aún, entró en un café para desayunar. Preocupado, lo hizo sin darse ni cuenta. La cosa no había funcionado bien, decidió al fin, arreglándose el nudo de fa corbata. Aquella mañana fue a la oficina demasiado pronto. -Me han llamado desde el establecimiento donde compraste el «Jaguar» -declaró Madeline al llegar, una hora más tarde-. No han podido cobrar el cheque que les diste. -¿No? -algo en sus ojos le hizo desistir de hacer algún comentario-. ¡Oh! -dijo con suavidad-, ya me ocuparé de ello. -Será mejor que lo hagas -contestó ella. Sus ojos eran fríos. En condiciones normales, habría aprovechado la circunstancia de encontrarse solo con ella para darle un pequeño mordisco en el cuello, pero aquella mañana parecía tan distante... Pensó que la razón estaría en no haberse afeitado. Volvió, pues, a su despacho, donde revisó, cejijunto, varias columnas de cifras en su agenda. -Esto no. marcha -murmuró-. Necesito un aumento. El nombre del director era John Gilfoyle (mister Gilfoyle o señor, para la mayoría de empleados); Benedict pronto aprendió que el uso de iniciales le confundía, y empleaba este conocimiento en su provecho. Quizá se había levantado con el pie izquierdo aquel día, o puede que fuera el ir sin chaqueta. Estaba desorientado. El caso es que Gilfoyle ni siquiera parpadeó. -Hoy no tengo tiempo para eso -casi ladró. -No parece comprenderlo -Benedict hinchó el pecho y caminó por la alfombra hacia el escritorio, con suavidad, notando, al hacerlo, con gran disgusto, que sus zapatos estaban enlodados de resultas de sus correrías por el parque. Pero era aún el tigre-. Quiero más dinero. -Hoy no, Benedict. -Podría conseguir el doble en cualquier otra parte -alardeó Benedict, displicente como siempre; pero, en aquella ocasión, parecía existir algún error en su actitud. Quizá estaba un poco ronco de caminar bajo el húmedo y frío aire de la noche. El caso es que Gilfoyle, en lugar de acceder a su petición como siempre hacía, dijo: -No parece muy hábil esta mañana, Benedict. No como debe serlo un hombre de la Compañía. -En Welchel Works me ofrecieron... -estaba diciendo en aquellos momentos. -¿Por qué no se larga entonces con los de la Welchel Works? -gritó Gilfoyle, dando un puñetazo sobre .la mesa. -Me necesita -contestó Benedict. Su expresión era decidida, como siempre; pero su fracaso en el parque le había afectado más de lo que suponía. Debía de estar haciéndolo todo al revés. -No le necesito -ladró Gilfoyle-, y salga de aquí antes de que decida que ni siquiera deseo que siga aquí. -Usted... ,-empezó Benedict. -¡Fuera! -Sí, señor. -Completamente abatido, salió del despacho. En et pasillo tropezó con Madeline. -¿Qué hay del pago? -empezó ella. -Me ocuparé de ello. Si pudiéramos vernos... -Esta noche, no -parecía notar un cambio en él-. Estaré ocupada. Benedict estaba demasiado aturdido para protestar. De nuevo en su despacho, repasó una y otra vez las cifras de su agenda. Era la hora de comer y seguía en su silla, ausente, acariciando el pisapapeles (una esfera de cristal, a rayas atigradas, comprado en tiempos mejores). Al tenerlo en sus manos pensó en «Ben». Por primera vez en varias semanas pensó en el tigre, inesperadamente, abrumado por la añoranza. Permaneció allí sentado el resto de la tarde, abatido, con demasiada poca confianza en sí mismo como para atreverse a salir antes de que el reloj diera la hora. Tan pronto como pudo, abandonó el despacho y tomó un taxi con unas pocas monedas que encontrara en uno de los cajones de su mesa. Pensaba que al menos el tigre no le abandonaría, que sería bueno llevarle a pasear otra vez, encontrando consuelo al correr juntos, su viejo amigo y él, por los senderos del parque. Prescindiendo del ascensor, echó a correr escaleras arriba, deteniéndose solo para encender una lamparita junto a la puerta de la sala de estar. -¡«Ben»! -exclamó, abrazándose al cuello del tigre. Fue al dormitorio en busca del micrófono. Lo encontró en el lavabo, bajo un montón de calcetines sucios-. «Ben» -llamó con suavidad por el micrófono. Le llevó mucho tiempo al tigre poder levantarse. Su ojo derecho había perdido gran parte de su resplandor, de tal modo que apenas pudo verle. La luz tras el ojo izquierdo se había extinguido. Cuando su amo le llamó desde la puerta, se movió despacio, y, al aproximarse a la luz de la lámpara, Benedict comprendió por qué. La cola de «Ben» se movía ahora lentamente, sin fuerza, y sus ojos aparecían cubiertos de polvo. Había perdido el brillo, y el mecanismo que convirtiera en movimiento las órdenes de Benedict estaba agarrotado por falta de uso. Los soberbios bigotes plateados eran ahora amarillentos, y estaban manchados aquí y allá donde las polillas habían roído; Con pesados movimientos, «Ben» apretó su cabeza contra Benedict. -Hola, compañero. -dijo éste con un nudo en la garganta-. ¿Qué tal? Te diré lo que haremos -exclamó acariciando la estropeada piel-. Tan pronto oscurezca saldremos para el parque, a respirar un poco de aire fresco -prometió con voz rota-. El aire fresco te devolverá las. fuerzas. ¡Ya verás! Con una sensación de vacío que trataba de encubrir con sus palabras esperanzadas, se sentó en el sofá y esperó. Cuando el tigre llegó a su lado, cogió uno de sus cepillos con mango de plata y empezó a cepillar la piel sin vida de «Ben». Saltaba a pedazos, pegándose a las cerdas. La tristeza de Benedict iba en aumento. Dejó el cepillo. -Todo irá bien, compañero -dijo acariciando su cabeza, como para tranquilizarse a sí mismo. Por un momento los ojos de «Ben» reflejaron la luz de la lámpara de la habitación y Benedict quiso creer que empezaban a cobrar nueva vida-. Ya es hora -dijo Benedict-. Anda, vamos -empezó a caminar, despacio. El tigre le siguió rechinando y, juntos, emprendieron el penoso camino hacia el parque. Algunos minutos más tarde llegaron ante las puertas. Benedict pensaba, no sabía por qué, que una vez allí, en plena naturaleza, el tigre recobraría las fuerzas. Así parecía en realidad, al principio. La oscuridad disfrazaba la miseria de «Ben» y, además, empezó a moverse con cierta rapidez cuando Benedict se volvió y dijo: -¡Adelante! Benedict echó a correr a grandes, locas zancadas, por un corto trecho, asegurándose de que el tigre corría tras él; luego, acomodó su velocidad a la de «Ben». Pensó, con razón, que si iba muy aprisa, el tigre no sería capaz de seguirle. Continuó al mismo ritmo por algún tiempo y el tigre se las compuso para seguir a su lado. Después, de un modo imperceptible, decreció su velocidad, yendo más y más despacio, siguiendo los movimientos de «Ben» que, valientemente, movía sus silenciosas patas en un simulacro de marcha. Al fin, Benedict se dirigió a un banco y le llamó a su lado, con la cabeza gacha, de modo que el tigre no pudiera ver que estaba a punto de llorar. -«Ben» -dijo-, perdóname. La gran cabeza le propinó un cariñoso golpe y, al levantar la cara, la débil luz del único ojo útil la iluminó. «Ben» pareció comprender su expresión, porque tocó las rodillas de Benedict con una pata, mirándole con sentimiento con su desafiante ojo ciego. Luego, encogió su cuerpo para distenderlo después, haciendo recordar el poder y ]a gracia que tuviera antaño. Se puso a correr hacia el lago artificial. Miró atrás en una ocasión, describiendo un pequeño salto extra, como para asegurar a Benedict que volvía a ser el mismo de antes, que no había nada que perdonar. Tomó impulso para saltar de nuevo y cruzar el lago. E] comienzo fue espléndido, pero inútil. El mecanismo había estado demasiado tiempo en desuso y, justo cuando estaba en el aire, falló, agarrotándose el grácil cuerpo, cayendo, rígido, dentro del lago. Cuando pudo ver con suficiente claridad, Benedict se dirigió a la orilla del agua con los ojos anegados en lágrimas. Polvo y algunos pelos flotaban sobre el agua, pero eso era todo. «Ben» había desaparecido. Con cuidado, Benedict extrajo el micrófono de su bolsillo y lo arrojó a] agua. Permaneció allí, de pie, mirando el lago, hasta que las primeras luces de la mañana se abrieron paso a través de las ramas de los árboles, luchando por alcanzar el agua. No se apresuró. Sabía, sin necesidad de que se lo dijeran, que estaba sin trabajo. Tendría que vender sus nuevas ropas y los cepillos de plata para poder afrontar, en parte, las deudas. Pero no importaba ya. Parecía lo más apropiado, ahora que ya no tenía nada.

"Escribimos para tener la fantasía de que, muertos, seguiremos vivos"

 "Escribimos para tener la fantasía de que, muertos, seguiremos vivos" Por Claudia Piñeiro.

El cuerpo es un límite. Determina un espacio, una posibilidad, un tiempo. Condiciona, también, qué cosas puedo hacer y qué cosas no.

Tengo una jaqueca invalidante, siento una espada que atraviesa mi cabeza de derecha a izquierda. Tomo un analgésico. Debería suspender las actividades de hoy, pero no lo hago. Trabajo todo el día hasta la noche, hasta muy tarde: presento un libro, doy una entrevista, participo de un panel en la Feria del libro. Lloro. La espada se clava un poco más a pesar del segundo analgésico. Y del tercero. El límite emite una señal que no veo, entonces digo: siempre me duele la cabeza, ya pasará.

El marco de una puerta es un límite. Determina el espacio por el que podré pasar. Si no respeto ese límite, el marco me lo hará saber.

Avanzo por el pasillo, voy cargada de papeles y de libros, la puerta está abierta, tengo apuro, me duele la cabeza, arremeto, el hombro derecho golpea contra el marco de la puerta. Se me cae lo que llevo, las hojas se desparraman por el piso. Me duele el hombro, lo froto. Maldigo mi torpeza. El límite emite una señal que no veo, entonces digo: fui atolondrada.

Un cesto de papeles es un límite. Su boca delimita el adentro y el afuera.

Abollo un papel que quiero descartar, lo arrojo dentro pero cae fuera. Me duele la cabeza. El desvío de la trayectoria que describió el papel abollado al caer fue de apenas unos pocos milímetros con respecto a la ruta correcta. No lo lancé a la distancia, estaba parada junto al cesto, mi mano sobre él; el papel debía viajar en línea recta. Pero cayó fuera. Rueda por el piso, se detiene. Lo busco, lo recojo, lo vuelvo a tirar en el cesto. Otra vez cae fuera. Repito, lo recojo, pero esta vez me agacho, no lo lanzo en el aire, meto el papel dentro del cesto. Me aseguro de que entre. El límite emite una señal que no veo, entonces digo: la boca del tacho es demasiado pequeña.

Un sendero es un límite. Marca el camino dentro del cual debo moverme. A los costados, fuera de lo que delimita, puede haber banquina, pasto, ripio, barro o precipicio.

Llego a mi casa manejando mi auto. La espada sigue clavada en la cabeza, de derecha a izquierda. Entro por el sendero que me lleva al garaje, una rueda gira en el aire, fuera del camino trazado, haciendo malabarismo sobre la zanja. Me asusto, me sorprendo, es la primera vez que me pasa. Logro avanzar gracias a la tracción de las otras ruedas. El límite emite una señal que no veo, entonces digo: no debo manejar cansada.

Una tecla es un límite. Delimita el espacio que debo tocar para escribir una letra en mi computadora. Cada tecla es una letra y no otra. Tipeo con dos dedos, pero lo hago con mucha rapidez, aprendí siendo muy joven, estoy entrenada.

Me despierto temprano, quiero seguir con mi novela. Me duele la cabeza, pero igual quiero escribir. Tomo un analgésico. Llega a mi consciencia la idea con la que anoche me dormí rumiando. Necesito tipearla antes de que me olvide. Me levanto, voy hasta la computadora, escribo. Quedo conforme con la frase. Miro la pantalla; leo lo que veo, es ininteligible. Una sucesión alocada de letras sin sentido. Ni el corrector automático llega a compensar la serie de errores encadenados, no puede sugerir alternativa, se rinde. No encuentro una respuesta a lo que pasa. A pesar del analgésico, la espada sigue clavada en mi cabeza y hace que me cueste pensar con claridad. Supongo, como primera hipótesis posible, que la computadora está averiada, que algo le pasa al teclado. Vuelvo a intentar, tipeo, miro la pantalla, letras que no dicen nada. Cambio el Word por otro programa de escritura, para definir si el problema está allí. Elijo Pages, y la pantalla me devuelve la misma serie de letras inconexas. Lo intento una vez más en Word. Me concentro en lo que hago. Voy letra por letra. Intento apretar la e pero aprieto la w, la s pero aprieto la a, la t pero aprieto la r, la e y otra vez aparece la w. “Este” se convierte en “warw”. No conozco ese idioma. La extrañeza me paraliza, la espada se hunde en mi cabeza un poco más. Intento, una última vez, escribir “este” para detectar el patrón de error. En cada ocasión, en lugar de tocar la letra que quiero, toco la que está a su izquierda. Es un desvío de apenas unos milímetros, no llega al centímetro. Lo intento ahora atenta al recorrido de mi dedo, sigo la yema que se desplaza en el aire y debe apretar la l pero se posa en la k. Pruebo con distintas letras, cualquier letra, ya no intento escribir una palabra sino saber si mi dedo puede ejecutar una orden. Siempre toco la letra de al lado. Mi cerebro ordena, mi dedo ejecuta con un leve corrimiento. Como fue con el marco de la puerta, como fue con el cesto de papeles, como fue con el sendero de entrada a mi casa. Corrimientos de la motricidad fina. Pero sólo lo veo ahora, cuando no puedo escribir. El límite emite una señal que esta vez veo, entonces digo: no puedo escribir, debo ir al hospital.

La medicina es un límite. Los hospitales y clínicas son un límite. El sistema médico es un límite.

Me atiende en la guardia, una médica joven. Le cuento lo que me pasa, le hablo del corrimiento, y en especial de que no logro apretar la tecla correcta en mi computadora. Me dice que a mi edad es normal, que le pasa a muchas mujeres, que en el teléfono es aún peor. Me enojo pero trato de disimularlo porque sé que el prejuicio también es un límite. Le digo que soy escritora, además de mujer de más de cincuenta. Que siempre le emboco a las teclas, que no es normal lo que está pasando hoy. Me hace algunas pruebas. Levanto los brazos, los bajo; levanto una pierna, la bajo; me toco la punta de la nariz, me toco las orejas. Hago lo que me pide pero no me pide lo que no hago, lo que no puedo hacer. La médica no me indica que escriba en un teclado, no me cree o no le importa. Dice que no es nada, o que es stress, o una contractura de las cervicales. Prescribe descanso. Me manda de regreso con un relajante muscular y un tranquilizante.

Llego a mi casa igual que como me fui. Almuerzo con mi hijo. Los hijos también son un límite. En medio del almuerzo mi brazo derecho empieza a girar hacia atrás en el aire. Incontrolado. Yo no le estoy ordenando que gire, yo le estoy ordenando que agarre el tenedor y lleve la comida a la boca. Pero el brazo derecho describe vueltas hacia atrás en el aire sin parar. Mi hijo se levanta preocupado por lo que ve. Los padres también somos un límite. Lo veo arriba mío, me mira desde lo alto mientras yo voy cayendo hacia un costado, del otro lado de la mesa. Mi hijo está asustado. El susto de los hijos es un límite. Mide dos metros. Desde allá arriba me dice: ¡No, mami, no!, ¡No, mami, no! Quiero decirle que se calme, que no se preocupe, que no es nada, que voy a estar bien, que enseguida se me pasa. Pero aunque mi cerebro da esa orden, mi boca no obedece. El límite, mi cuerpo, emite una señal, pero no espera que la vea. Y me desmayo.

Me hacen estudios en otro hospital, una clínica especializada en neurología. Me acompaña mi pareja. El amor también es un límite, pero no debería serlo. Hace poco tiempo que estamos juntos, pienso en la mala suerte que le tocó de tener que pasar por esto. Le digo que si después del episodio me quedan secuelas se sienta en libertad de hacer su vida, que no está preso, que el hecho de estar juntos no tiene que ser una condena. Se ríe. Me llevan al quirófano. Me inyectan anestesia general. Sé que voy a dormirme completamente. Mientras la anestesia me hace efecto me pregunto si volveré a despertarme alguna vez. Me duermo.

Estoy en una cama angosta, me acaban de traer del quirófano a terapia intensiva. Me dicen que tuve una trombosis cerebral, que un coágulo no dejaba que llegara sangre al cerebro, que en el quirófano empujaron el coágulo con éxito, sin que se rompiera nada. Que parece que no quedaron secuelas, pero hay que esperar. El coágulo se formó por el uso de anticonceptivos con estrógenos que me indicó mi médico. El neurólogo me dice que el 90 por ciento de las mujeres que entran a esa clínica con trombosis cerebrales o ACV es por ingesta de anticonceptivos. Que también le recetaron sus médicos. Mujeres con trombofilias de distintos tipos no diagnosticadas. Como sólo el 10 por ciento de las mujeres tienen trombofilias, las obras sociales no pagan el estudio que debería hacerse antes de recetarlos, y los médicos indican anticonceptivos a prueba y error: si aparecen síntomas, los suspenden. El problema es cuando el síntoma produce daño irreversible. El sistema médico es un límite, las obras sociales son un límite, los laboratorios son un límite. Y nuestro cuerpo el terreno que se reparten para alambrar.

Tengo una trombofilia, la tuve siempre, no debí nunca tomar anticonceptivos; no me lo avisaron los médicos. Mi cuerpo mandó señales que no vi. Se cansó de mandar señales. Hasta que con astucia, envió una que, sabía, yo no iba a ignorar: no podía escribir. No acertaba en las letras del teclado de mi computadora. La página no estaba en blanco pero no decía nada. Esa señal fue la que, por fin, pude ver. Mi propio límite.

La finitud de la vida es un límite.

Escribimos para tener la fantasía de que, muertos, seguiremos vivos.

Icked - Kyla Tilley

 Icked - Kyla Tilley


Walled within my cubicle grey carpet walls all wired in to systems down 

Sitting in my business casual although there were no skill requirements here 

On Friday pay my dollar for the privilege to wear jeans and sneakers all week-end long 

Just another shitty occupation masquerading as a real career 


And it makes me want to hurt myself and others 

It makes me whine, it makes me sit and cry 

It makes me laugh with psychotic abandon 

And it makes me hate everything about the world 


My friends are worried for my well being it's very kind of them to think of me here 

Going blind from blinking screens displaying billing inquiries I can't decipher 

There's a ringing in my ear oh wait that's meant to be there that's the job description 

Is it morning night or noon a Monday Wednesday Friday I don't know anymore 

But I know I want to hurt myself and others 

I know I need to drink myself to sleep 

I know it's wrong to do this to my body

 I don't care I hate everything about the world 

And there's a world outside 

A sky overhead this windowless cavern 

Dotted with sprinklers in case of a fire 

Cause fires are likely when you treat adults like they're five 


Living break to break I watch the clock obediently waiting for my set time 

Enter password rank and SIN employee number just for 15 minutes of air 

There's many doors but just one works the others are all decoys there to keep us inside 

To eat their cancer-causing vended processed microwavable meals that are nutrient free 


And it makes me want to hurt myself and others 

It makes me whine, it makes me sit and cry 

It makes me laugh with psychotic abandon 

And it makes me hate everything about the world 

It makes me ponder on 

The world's darkest prisons and do they comply to ISO standard nine thousand and one

 Or do they have much better systems in place 

Here they recommend that you partake in taking toxic drinks to keep you awake 

Playing games to boost moral and big fake smiles no using common sense for positive change Remember we're a team but don't ask questions no one knows or cares we're here for our pay

 No one there to bother with enforcing their collection of arbitrary rules 


And it makes me want to hurt myself and others

 It makes me whine, it makes me sit and cry 

It makes me laugh with psychotic abandon

 And it makes me hate everything about the world

"Hagamos una lista" de Aída Bortnik

 "Hagamos una lista" de Aída Bortnik

"Muy buenos días, señoras y señores pasajeros!" - El cielo estaba gris, el vagón frío, éramos muchos y casi todos nos hubiéramos reconocido si alguna vez nos hubiéramos mirado. Sin embargo, la voz del vendedor sí pareció despertar una especie de recuerdo.... - "Como ven, no traigo entre las manos nada para venderles ..." era casi irritante, porque el hombre hablaba con timidez abrumadora, y no resultaba sencillo con él, como con otros, limitarse a esperar que terminara, previendo su discurso y sin mirarlo. - Hace un tiempo empecé en esta tarea y aunque la mercadería que ofrezco me ha costado tan cara, que no quisiera vivir otra vida en la que me viera obligado a pagarla, la ofrezco sin precio fijo. El sistema es raro, pero la oferta tampoco es fácil de encontrar en los negocios y prefiero que las damas y caballeros presentes la adquieran sólo en el caso de que, como a mi, les parezca de uso indispensable, y pagando no lo que crean que vale sino lo que sientan que pueden. A lo mejor así, ustedes y yo podemos seguir manteniendo este sistema.."- Parecía fatigado y algunos de nosotros estábamos seguros de haberlo visto ya y de haber comprado algo que ofrecía. Ahora, todos lo escuchaban: los que seguían con los ojos cerrados, la señora del pañuelo en la cabeza, la de la nena en brazos, el viejito y el señor del portafolios, el muchacho sin saco, y la rubiecita aferrada a su novio. Carraspeó y, como si lo recordara de pronto, cobrando ánimos, aplaudió el aire delante de su cara, a la manera de los magos antiguos: - "Les ofrezco una idea. No está completa, no puedo afirmar que sea original, no puedo asegurar que funcione de la misma manera para todos ... Pero sé que es una buena idea - sonrió, como si suspirara - porque antes de ofrecerla a los señores pasajeros, la he probado yo mismo." - Se calló un momento, con ese sabio silencio de los buenos vendedores. Y cuando volvió a hablar, había cambiado totalmente de tono. -"Señoras y señores pasajeros: todos nosotros compramos, cada día, minuciosas relatos de muerte impune, miserables recuentos de crueldad infinita, desbordantes crónicas de locura, devastación y sangre, reducidas a cifras de un balance en el que siempre somos perdedores. Todos nosotros desayunamos, cada mañana, la amarga realidad de que la muerte tiene mejores titulares que la vida. Ninguno, supongo, sin embargo, propondría que los diarios dejaran de publicar los asesinatos, sino que los asesinos dejaran de gozar de buena salud para celebrarlos. Entretanto, como el tema es urgente, tendríamos que buscar otro espacio para vendernos a nosotros mismos los titulares que testimonian que no todo está perdido. Un espacio interior, pero expresivo." - Sacó un pañuelo, se secó la cara desordenadamente y se quedó mirándolo, como si no recordará para qué servia. Lo arrugó en la mano y, mientras parecía ruborizarse casi violentamente, abrió los brazos con una fuerza insospechada y gritó, pero como si suplicara: - "Hagamos una lista, cada uno la suya, una lista humilde, pero minuciosa, de todos los gestos y toda la gente que nos hacen bien. Una lista personal, sin prioridades, sin famas, sin mayúsculas ... Con el perdón de los señores pasajeros y sólo a manera de ejemplo, leeré la mía." - El papelito que sacó del bolsillo estaba doblado en cuatro y escrito de ambos lados. Recitó, con pudor pero en voz alta: - Mi primo Tito, que es médico porque le gusta curar a la gente y que tiene úlcera porque traga todo el dolor para aliviar; los señores Álvarez Marián y Barbeito y la Señorita Marta, que venden máquinas de escribir, enfrente de mi casa, y tratan a todo el mundo como a un semejante; el dueño del garage que hace favores como si viviera de eso y el Morocho que lava los coches mientras da consejos que parecen abrazos; el cartero que entrega las cartas con dirección equivocada, porque se siente responsable de que la comunicación no se interrumpa; mi abuela con nombre de flor, que enterró a sus hijas y siguió siendo capaz de querer a los hijos de otras..." - Se detuvo de pronto, miró de frente, con los ojos extrañamente húmedos. Dobló el papelito despidiéndose: - "Muchas gracias por su atención, señoras y señores pasajeros. Y espero que pasen ustedes un buen día." - Mientras guardaba la lista, algunos comenzaron a rebuscar billetes en sacos y carteras. Otros, sin embargo, eligieron un pago diferente. Empezaron una lista en un papel cualquiera, escribiendo con letra chiquita.