viernes, 29 de enero de 2021
Cántico
jueves, 28 de enero de 2021
El gordito de Etgar Keret
¿Sorprendido? Pues claro que estaba sorprendido. Sales con una chica. Una primera cita, una segunda cita, un restaurante por aquí, una película por allá, siempre en sesiones matinales, exclusivamente. Empiezan a acostarse, el sexo es espectacular y después llega también el sentimiento. Cuando de pronto, un buen día, viene a ti llorando, tú la abrazas y le dices que se tranquilice, que no pasa nada, y ella te contesta que ya no puede más, que tiene un secreto, pero no un secreto cualquiera, que se trata de algo tenebroso, de una maldición, un asunto que ha querido revelarte todo este tiempo pero no ha tenido valor para hacerlo. Porque se trata de algo que la oprime constantemente como si de un par de toneladas de ladrillos se tratara. Algo que te tiene que contar, porque tiene que hacerlo, aunque también sabe que desde el momento en que te lo revele la vas a dejar, y con razón. Y al momento vuelve a ponerse llorar.
–No te voy a dejar –le dices–, yo no, yo te quiero.
Puede que parezca que estés algo emocionado, pero no, y aunque lo estés es porque ella sigue llorando, no por el secreto en sí. La experiencia te ha enseñado que esos secretos que repetidamente llevan a las mujeres a hacerse trizas son la mayoría de las veces algo de la importancia de haberse echado un palo con un animal, con un familiar o con alguien que les dio dinero a cambio.
–Soy una puta –acaban diciendo siempre.
–No, que no –insistes tú abrazándolas, o–: Shshshsh –si sigue llorando.
–De verdad que es algo muy gordo –insiste ella, como si hubiera descubierto esa despreocupación tuya que tanto has intentado ocultar.
–Puede que dentro de ti suene espantoso –le dices–, pero es por la acústica. Ya verás cómo en cuanto lo saques, de repente te parecerá mucho menos grave.
Ella casi se lo cree y tras dudar un instante dice:
–¿Si te dijera que por las noches me convierto en un hombre peludo y enano, sin cuello y con un anillo de oro en el meñique, entonces también seguirías queriéndome?
Y tú le dices que por supuesto, porque qué vas a decirle, ¿Qué no? Lo único que está intentando es ponerte a prueba para ver si la quieres incondicionalmente, y tú siempre has estado soberbio ante cualquier prueba. Además, la verdad es que en cuanto se lo dices ella se derrite y ya están cogiendo, así, en el salón. Después se quedan abrazados y ella llora, porque se siente aliviada, y tú también lloras, sin saber por qué. Pero a diferencia de otras veces ella no se marcha. Se queda a dormir contigo. Y tú te quedas despierto en la cama, mirando su hermoso cuerpo, el sol se está poniendo ahí afuera, la luna, que aparece de repente como de la nada, la luz plateada que le toca el cuerpo acariciándole el vello de la espalda. Y en menos de cinco minutos te encuentras con que a tu lado, en la cama, tienes a un hombre bajito y regordete. El hombre en cuestión se levanta, te sonríe y se viste algo turbado. Sale del dormitorio, y tú tras él, hipnotizado. Ahora ya está en el salón, pulsando con sus rollizos dedos los botones del control de la tele, dispuesto a ver los deportes. Fútbol, un partido de la Liga de Campeones. Cuando fallan el tiro te dice que tiene la garganta seca y el estómago vacío. Que se le antojan unos bocadillos, de ser posible de pollo aunque también podrían ser de res. Así que te subes con él en el coche y lo llevas a un restaurante cercano que conoce. La nueva situación te tiene preocupado, muy preocupado, pero no sabes muy bien qué hacer porque la central neuronal de la decisión está paralizada. La mano cambia las marchas mientras bajas hacia Ayalon, como la de un robot, y él, en el asiento de al lado, tamborilea en el tablero con el anillo de oro que lleva en el meñique; cuando en el semáforo que hay junto al cruce de Beit Dagon baja la ventanilla electrónica, te guiña un ojo y le grita a una soldado que está haciendo autoestop:
–Chata, ¿quieres que te subamos atrás como una cabra?
Después, en Azor, te pones a comer carne con él hasta reventar mientras lo ves disfrutar de cada bocado y reírse como un niño. Y todo el rato te dices a ti mismo que no es más que un sueño, un sueño extraño, es verdad, pero de esos de los que enseguida vas a despertar.
A la vuelta le preguntas dónde se quiere bajar, pero él se hace el sordo y pone cara de pobrecito. Así que te ves volviendo a tu casa con él. Son casi las tres de la mañana.
–Me voy a dormir –le comunicas, y él te dice adiós con la mano desde el puf y sigue con la mirada clavada en el canal de la moda.
Por la mañana te despiertas cansado, con un poco de dolor de estómago y la encuentras en el salón, todavía dormitando. Pero en cuanto has terminado de bañarte se levanta, te abraza con cierto aire de culpabilidad y tú te sientes demasiado confuso como para decirle nada. El tiempo pasa y siguen juntos. El sexo no hace más que mejorar día con día, ella ya no es tan joven, ni tú tampoco, así que un buen día te encuentras hablando de tener un hijo. Por la noche tu gordito y tú se la pasan en grande cuando salen, como nunca te la habías pasado en la vida. Te lleva a restaurantes y a bares de los que antes no te sonaba ni el nombre, bailan juntos encima de las mesas y rompen platos y más platos como si la mañana no existiera. El gordito es un poco grosero, sobre todo con las mujeres. A veces tú no sabes dónde esconderte por las majaderías que hace. Pero, aparte de eso, la verdad es que está muy bien estar con él. Cuando se conocieron, a ti el fútbol no te interesaba demasiado, mientras que ahora ya conoces a todos los equipos y cada vez que el equipo del que son hinchas gana te sientes como si hubieras pedido un deseo y éste se hubiera cumplido, un sentimiento tan poco frecuente, especialmente en alguien como tú, que normalmente no sabes ni lo que quieres. Y así, todas las noches, te duermes con él cansado viendo los partidos de la liga argentina y por la mañana vuelves a despertarte al lado de una mujer guapa y comprensiva a la que también amas a rabiar.
miércoles, 27 de enero de 2021
La lotería, un cuento de Shirley Jackson
La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.
Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.
Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería —igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween— era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.
El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.
Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.
Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.
Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.
En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.
—Me había olvidado por completo de qué día era —le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo—. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña —prosiguió la señora Hutchinson—, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.
Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:
—De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.
La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:
—Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.
—No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? —respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.
—Muy bien —anunció sobriamente el señor Summers—, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?
—Dunbar —dijeron varias voces—. Dunbar, Dunbar.
El señor Summers consultó la lista.
—Clyde Dunbar —comentó—. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?
—Yo, supongo —respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.
—La esposa saca la papeleta por el marido —anunció el señor Summers, y añadió—: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?
Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.
—Horace no ha cumplido aún los dieciséis —explicó la mujer con tristeza—. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.
—De acuerdo —asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó—: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?
Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.
—Aquí estoy —dijo—. Voy a jugar por mi madre y por mí.
El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».
—Bien —dijo el señor Summers—, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?
—Aquí estoy —dijo una voz, y el señor Summers asintió.
Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.
—¿Todos preparados? —preguntó—. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?
Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.
—Allen —llamó el señor Summers—. Anderson… Bentham.
—Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente —comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras—. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.
—Desde luego, el tiempo pasa volando —asintió la señora Graves.
—Clark… Delacroix…
—Allá va mi marido —comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.
—Dunbar —llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Ánimo, Janey», y otra decía: «Allá va».
—Ahora nos toca a nosotros —anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.
—Harburt… Hutchinson…
—Vamos allá, Bill —dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.
—Jones…
—Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería —comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:
—Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre —añadió, irritado—. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.
—En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería —apuntó la señora Adams.
—Eso no traerá más que problemas —insistió el viejo Warner, testarudo—. Hatajo de jóvenes estúpidos.
—Martin… —Bobby Martin vio avanzar a su padre.— Overdyke… Percy…
—Ojalá se den prisa —murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor—. Ojalá acaben pronto.
—Ya casi han terminado —dijo el muchacho.
—Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre —le indicó su madre.
El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.
—Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería —proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud—. Setenta y siete loterías.
—Watson… —el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.
—Zanini…
Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:
—Muy bien, amigos.
Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:
—Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?
Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:
—Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.
—Ve a decírselo a tu padre —ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.
Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:
—¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!
—Tienes que aceptar la suerte, Tessie —le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:
—Todos hemos tenido las mismas oportunidades.
—¡Vamos, Tessie, cierra el pico! —intervino Bill Hutchinson.
—Bueno —anunció, acto seguido, el señor Summers—. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.
Consultó su siguiente lista y añadió:
—Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?
—Están Don y Eva —exclamó la señora Hutchinson con un chillido—. ¡Ellos también deberían participar!
—Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie —replicó el señor Summers con suavidad—. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.
—No ha sido justo —insistió Tessie.
—Me temo que no —respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo—. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.
—Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya —declaró el señor Summers a modo de explicación—. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?
—Sí —respondió Bill Hutchinson.
—Cuántos chicos tienes, Bill? —preguntó oficialmente el señor Summers.
—Tres —declaró Bill Hutchinson—. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.
—Muy bien, pues —asintió el señor Summers—. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?
El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.
—Entonces, ponlas en la caja —le indicó el señor Summers—. Coge la de Bill y colócala dentro.
—Creo que deberíamos empezar otra vez —comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible—. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.
El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.
—¡Escúchenme todos! —seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.
—¿Preparado, Bill? —inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.
—Recuerden —continuó el director del sorteo—: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.
El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.
—Saca un papel de la caja, Davy —le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita—. Saca solo un papel —insistió el señor Summers—. Harry, ocúpate tú de guardarlo.
El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.
—Ahora, Nancy —anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado—. Bill, hijo —dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta—. Tessie…
La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.
—Bill… —dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.
Los espectadores habían quedado en silencio.
—Espero que no sea Nancy —cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.
—Antes, las cosas no eran así —comentó abiertamente el viejo Warner—. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.
—Muy bien —dijo el señor Summers—. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.
El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.
—Tessie… —indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.
—Es Tessie —anunció el señor Summers en un susurro—. Muéstranos su papel, Bill.
Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.
—Bien, amigos —proclamó el señor Summers—, démonos prisa en terminar.
Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.
—Vamos —le dijo—. Date prisa.
La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:
—No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.
Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.
—¡No es justo! —exclamó.
Una piedra la golpeó en la sien.
—¡Vamos, vamos, todo el mundo! —gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.
—¡No es justo! ¡No hay derecho! —siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.
martes, 20 de octubre de 2020
LA ÚLTIMA PREGUNTA – Isaac Asimov
LA ÚLTIMA PREGUNTA – Isaac Asimov
La última pregunta se formuló por
primera vez, medio en broma, el 21 de mayo de 2061, en momentos en que la
humanidad (también por primera vez) se bañó en luz. La pregunta llegó como
resultado de una apuesta por cinco dólares hecha entre dos hombres que bebían
cerveza, y sucedió de esta manera:
Alexander Adell
y Bertram Lupov eran dos de los fieles asistentes de Multivac. Dentro de las
dimensiones de lo humano sabían qué era lo que pasaba detrás del rostro frío,
parpadeante e intermitentemente luminoso —kilómetros y kilómetros de rostro— de
la gigantesca computadora. Al menos tenían una vaga noción del plan general de
circuitos y retransmisores que desde hacía mucho tiempo habían superado toda
posibilidad de ser dominados por una sola persona.
Multivac se
autoajustaba y autocorregía. Así tenía que ser, porque nada que fuera humano
podía ajustarla y corregirla con la rapidez suficiente o siquiera con la
eficacia suficiente. De manera que Adell y Lupov atendían al monstruoso gigante
sólo en forma ligera y superficial, pero lo hacían tan bien como podría hacerlo
cualquier otro hombre. La alimentaban con información, adaptaban las preguntas
a sus necesidades y traducían las respuestas que aparecían. Por cierto, ellos,
y todos los demás asistentes tenían pleno derecho a compartir la gloria de
Multivac.
Durante
décadas, Multivac ayudó a diseñar naves y a trazar las trayectorias que
permitieron al hombre llegar a la Luna, a Marte y a Venus, pero después de eso,
los pobres recursos de la Tierra ya no pudieron serles de utilidad a las naves.
Se necesitaba demasiada energía para los viajes largos y pese a que la Tierra
explotaba su carbón y uranio con creciente eficacia, había una cantidad
limitada de ambos.
Pero
lentamente, Multivac aprendió lo suficiente como para responder a las preguntas
más complejas en forma más profunda, y el 14 de mayo de 2061 lo que hasta ese
momento era teoría se convirtió en realidad.
La energía del
Sol fue almacenada, modificada y utilizada directamente en todo el planeta.
Cesó en todas partes el hábito de quemar carbón y fisionar uranio y toda la
Tierra se conectó con una pequeña estación —de un kilómetro y medio de
diámetro— que circundaba el planeta a mitad de distancia de la Luna, para
funcionar con rayos invisibles de energía solar.
Siete días no
habían alcanzado para empañar la gloria del acontecimiento, y Adell y Lupov
finalmente lograron escapar de la celebración pública, para refugiarse donde
nadie pensaría en buscarlos: en las desiertas cámaras subterráneas, donde se
veían partes del poderoso cuerpo enterrado de Multivac. Sin asistentes, ociosa,
clasificando datos con clicks satisfechos y perezosos, Multivac también se
había ganado sus vacaciones y los asistentes la respetaban y originalmente no
tenían intención de perturbarla.
Se habían
llevado una botella y su única preocupación en ese momento era relajarse y
disfrutar de la bebida.
—Es asombroso,
cuando uno lo piensa —dijo Adell. En su rostro ancho se veían huellas de
cansancio, y removió lentamente la bebida con una varilla de vidrio, observando
el movimiento de los cubos de hielo en su interior—. Toda la energía que
podremos usar de ahora en adelante, gratis. Suficiente energía, si quisiéramos
emplearla, como para derretir a toda la Tierra y convertirla en una enorme gota
de hierro líquido impuro, y no echar de menos la energía empleada. Toda la
energía que podremos usar por siempre y siempre y siempre.
Lupov ladeó la
cabeza. Tenía el hábito de hacerlo cuando quería oponerse a lo que oía, y en
ese momento quería oponerse; en parte porque había tenido que llevar el hielo y
los vasos.
—No para
siempre —dijo.
—Ah, vamos,
prácticamente para siempre. Hasta que el Sol se apague, Bert.
—Entonces no es para siempre.
—Muy bien,
entonces. Durante miles de millones de años. Veinte mil millones, tal vez.
¿Estás satisfecho?
Lupov se pasó
los dedos por los escasos cabellos como para asegurarse que todavía le quedaban
algunos y tomó un pequeño sorbo de su bebida.
—Veinte mil
millones de años no es «para siempre».
—Bien, pero
superará nuestra época, ¿verdad?
—También la
superarán el carbón y el uranio.
—De acuerdo,
pero ahora podemos conectar cada nave espacial individualmente con la Estación
Solar, y hacer que vaya y regrese de Plutón un millón de veces sin que tengamos
que preocuparnos por el combustible. No puedes hacer eso con carbón y uranio.
Pregúntale a Multivac, si no me crees.
—No necesito
preguntarle a Multivac. Lo sé.
—Entonces deja
de quitarle méritos a lo que Multivac ha hecho por nosotros —dijo Adell,
malhumorado—. Se portó muy bien.
—¿Quién dice
que no? Lo que yo sostengo es que el Sol no durará eternamente. Eso es todo lo
que digo. Estamos a salvo por veinte mil millones de años pero, ¿y luego?
—Lupov apuntó con un dedo tembloroso al otro—. Y no me digas que nos
conectaremos con otro sol.
Durante un rato
hubo silencio. Adell se llevaba la copa a los labios sólo de vez en cuando, y
los ojos de Lupov se cerraron lentamente. Descansaron.
De pronto Lupov
abrió los ojos.
—Piensas que
nos conectaremos con otro sol cuando el nuestro muera, ¿verdad?
—No estoy
pensando nada.
—Seguro que
estás pensando. Eres malo en lógica, ése es tu problema. Eres como ese tipo del
cuento a quien lo sorprendió un chaparrón, corrió a refugiarse en un monte y se
paró bajo un árbol. No se preocupaba porque pensaba que cuando un árbol
estuviera totalmente mojado, simplemente iría a guarecerse bajo otro.
—Entiendo —dijo
Adell—, no grites. Cuando el Sol muera, las otras estrellas habrán muerto
también.
—Por supuesto
—murmuró Lupov—. Todo comenzó con la explosión cósmica original, fuera lo que
fuese, y todo terminará cuando todas las estrellas se extingan. Algunas se
agotan antes que otras. Por Dios, las gigantes no durarán cien millones de
años. El Sol durará veinte mil millones de años y tal vez las enanas durarán
cien mil millones por mejores que sean. Pero en un trillón de años estaremos a
oscuras. La entropía tiene que incrementarse al máximo, eso es todo.
—Sé todo lo que
hay que saber sobre la entropía —dijo Adell, tocado en su amor propio.
—¡Qué vas a
saber!
—Sé tanto como
tú.
—Entonces sabes
que todo se extinguirá algún día.
—Muy bien.
¿Quién dice que no?
—Tú, grandísimo
tonto. Dijiste que teníamos toda la energía que necesitábamos, para siempre.
Dijiste «para siempre».
Esa vez le tocó
a Adell oponerse.
—Tal vez podamos
reconstruir las cosas algún día.
—Nunca.
—¿Por qué no? Algún día.
—Nunca.
—Pregúntale a
Multivac.
—Pregúntale tú
a Multivac. Te desafío. Te apuesto cinco dólares a que no es posible.
Adell estaba lo
suficientemente borracho como para intentarlo y lo suficientemente sobrio como
para traducir los símbolos y operaciones necesarias para formular la pregunta
que, en palabras, podría haber correspondido a esto: ¿Podrá la humanidad algún
día, sin el gasto neto de energía, devolver al Sol toda su juventud aún después
que haya muerto de viejo?
O tal vez
podría reducirse a una pregunta más simple, como ésta: ¿Cómo puede disminuirse
masivamente la cantidad neta de entropía del Universo?
Multivac
enmudeció. Los lentos resplandores oscuros cesaron, los clicks distantes de los
transmisores terminaron.
Entonces,
mientras los asustados técnicos sentían que ya no podían contener más el
aliento, el teletipo adjunto a la computadora cobró vida repentinamente.
Aparecieron seis palabras impresas:
«DATOS
INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»
—No hay apuesta
—murmuró Lupov. Salieron apresuradamente.
A la mañana
siguiente, los dos, con dolor de cabeza y la boca pastosa, habían olvidado el
incidente.
Jerrodd, Jerrodine
y Jerrodette I y II observaban la imagen estrellada en la pantalla mientras
completaban el pasaje por el hiperespacio en un lapso fuera de las dimensiones
del tiempo. Inmediatamente, el uniforme polvo de estrellas dio paso al
predominio de un único disco de mármol, brillante, centrado.
—Es X-23 —dijo
Jerrodd con confianza. Sus manos delgadas se entrelazaron con fuerza detrás de
su espalda y los nudillos se pusieron blancos.
Las pequeñas
Jerrodettes, niñas ambas, habían experimentado el pasaje por el hiperespacio
por primera vez en su vida. Contuvieron sus risas y se persiguieron locamente
alrededor de la madre, gritando:
—Hemos llegado
a X-23... hemos llegado a X-23... hemos llegado a X-23... hemos llegado...
—Tranquilas,
niñas —dijo rápidamente Jerrodine—. ¿Estás seguro, Jerrodd?
—¿Qué puedo
estar sino seguro? —preguntó Jerrodd, echando una mirada al tubo de metal justo
debajo del techo, que ocupaba toda la longitud de la habitación y desaparecía a
través de la pared en cada extremo. Tenía la misma longitud que la nave.
Jerrodd sabía
poquísimo sobre el grueso tubo de metal excepto que se llamaba Microvac, que
uno le hacía preguntas si lo deseaba; que aunque uno no se las hiciera de todas
maneras cumplía con su tarea de conducir la nave hacia un destino prefijado, de
abastecerla de energía desde alguna de las diversas estaciones de Energía
Subgaláctica y de computar las ecuaciones para los saltos hiperespaciales.
Jerrodd y su
familia no tenían otra cosa que hacer sino esperar y vivir en los cómodos
sectores residenciales de la nave.
Cierta vez
alguien le había dicho a Jerrodd, que el «ac» al final de «Microvac» quería
decir «computadora análoga» en inglés antiguo, pero estaba a punto de olvidar
incluso eso.
Los ojos de
Jerrodine estaban húmedos cuando miró la pantalla.
—No puedo
evitarlo. Me siento extraña al salir de la Tierra.
—¿Por qué, caramba? —preguntó Jerrodd—. No teníamos nada allí. En X-23 tendremos todo. No estarás sola. No serás una pionera. Ya hay un millón de personas en ese planeta. Por Dios, nuestros bisnietos tendrán que buscar nuevos mundos porque llegará el día en que X-23 estará superpoblado. —Luego agregó, después de una pausa reflexiva—: Te aseguro que es una suerte que las computadoras hayan desarrollado viajes interestelares, considerando el ritmo al que aumenta la raza.
—Lo sé, lo sé
—respondió Jerrodine con tristeza.
Jerrodette I
dijo de inmediato:
—Nuestra
Microvac es la mejor Microvac del mundo.
—Eso creo yo
también —repuso Jerrodd, desordenándole el pelo.
Era realmente
una sensación muy agradable tener una Microvac propia y Jerrodd estaba contento
de ser parte de su generación y no de otra. En la juventud de su padre las
únicas computadoras eran unas enormes máquinas que ocupaban un espacio de
ciento cincuenta kilómetros cuadrados. Sólo había una por planeta. Se llamaban
ACs Planetarias.
Durante mil
años habían crecido constantemente en tamaño y luego, de pronto, llegó el
refinamiento. En lugar de transistores hubo válvulas moleculares, de manera que
hasta la AC Planetaria más grande podía colocarse en una nave espacial y ocupar
sólo la mitad del espacio disponible.
Jerrodd se
sentía eufórico siempre que pensaba que su propia Microvac personal era
muchísimo más compleja que la antigua y primitiva Multivac que por primera vez
había domado al Sol, y casi tan complicada como la AC Planetaria de la Tierra
(la más grande) que por primera vez resolvió el problema del viaje
hiperespacial e hizo posibles los viajes a las estrellas.
—Tantas
estrellas, tantos planetas —suspiró Jerrodine, inmersa en sus propios
pensamientos—. Supongo que las familias seguirán emigrando siempre a nuevos
planetas, tal como lo hacemos nosotros ahora.
—No siempre
—respondió Jerrodd, con una sonrisa—. Todo esto terminará algún día, pero no
antes que pasen billones de años. Muchos billones. Hasta las estrellas se
extinguen, ¿sabes? Tendrá que aumentar la entropía.
—¿Qué es la
entropía, papá? —preguntó Jerrodette II con voz aguda.
—Entropía,
querida, es sólo una palabra que significa la cantidad de desgaste del
Universo. Todo se desgasta, como sabrás, por ejemplo tu pequeño robot
walkie-talkie, ¿recuerdas?
—¿No puedes
ponerle una nueva unidad de energía, como a mi robot?
—Las estrellas
son unidades de energía, querida. Una vez que se extinguen, ya no hay más
unidades de energía.
Jerrodette I
lanzó un chillido de inmediato.
—No las dejes,
papá. No permitas que las estrellas se extingan.
—Mira lo que
has hecho —susurró Jerrodine, exasperada.
—¿Cómo podía
saber que iba a asustarla? —respondió Jerrodd también en un susurro.
—Pregúntale a
la Microvac —gimió Jerrodette I—. Pregúntale cómo volver a encender las
estrellas.
—Vamos —dijo
Jerrodine—. Con eso se tranquilizarán. —(Jerrodette II ya se estaba echando a
llorar, también).
Jerrodd se
encogió de hombros.
—Ya está bien,
queridas. Le preguntaré a Microvac. No se preocupen, ella nos lo dirá.
Le preguntó a
la Microvac, y agregó rápidamente:
—Imprimir la
respuesta.
Jerrodd retiró
la delgada cinta de celufilm y dijo alegremente:
—Miren, la
Microvac dice que se ocupará de todo cuando llegue el momento, y que no se
preocupen.
Jerrodine dijo:
—Y ahora,
niñas, es hora de acostarse. Pronto estaremos en nuestro nuevo hogar. —Jerrodd
leyó las palabras en el celufilm nuevamente antes de destruirlo:
«DATOS
INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»
Se encogió de
hombros y miró la pantalla. El X-23 estaba cerca.
VJ-23X de
Lameth miró las negras profundidades del mapa tridimensional en pequeña escala
de la Galaxia y dijo:
—¿No será una
ridiculez que nos preocupe tanto la cuestión?
MQ-17J de
Nicron sacudió la cabeza.
—Creo que no.
Sabes que la Galaxia estará llena en cinco años con el actual ritmo de
expansión.
Los dos
parecían jóvenes de poco más de veinte años. Ambos eran altos y de formas
perfectas.
—Sin embargo
—dijo VJ-23X—, me resisto a presentar un informe pesimista al Consejo
Galáctico.
—Yo no pensaría
en presentar ningún otro tipo de informe. Tenemos que inquietarlos un poco. No
hay otro remedio.
VJ-23X suspiró.
—El espacio es
infinito. Hay cien billones de galaxias disponibles.
—Cien billones
no es infinito, y cada vez se hace menos infinito. ¡Piénsalo! Hace veinte mil
años, la humanidad resolvió por primera vez el problema de utilizar energía
estelar, y algunos siglos después se hicieron posibles los viajes
interestelares. A la humanidad le llevó un millón de años llenar un pequeño
mundo y luego sólo quince mil años llenar el resto de la Galaxia. Ahora la
población se duplica cada diez años...
VJ-23X lo
interrumpió.
—Eso debemos
agradecérselo a la inmortalidad.
—Muy bien. La
inmortalidad existe y debemos considerarla. Admito que esta inmortalidad tiene
su lado complicado. La AC Galáctica nos ha solucionado muchos problemas, pero
al resolver el problema de evitar la vejez y la muerte, anuló todas las otras
cuestiones.
—Sin embargo no
creo que desees abandonar la vida.
—En absoluto
—saltó MQ-17J, y luego se suavizó de inmediato—. No todavía. No soy tan viejo.
¿Cuántos años tienes tú?
—Doscientos
veintitrés. ¿Y tú?
—Yo todavía no
tengo doscientos. Pero, volvamos a lo que decía. La población se duplica cada
diez años. Una vez que se llene esta galaxia, habremos llenado otra en diez
años. Diez años más y habremos llenado dos más. Otra década, cuatro más. En
cien años, habremos llenado mil galaxias; en mil años, un millón de galaxias.
En diez mil años, todo el Universo conocido. Y entonces, ¿qué?
VJ-23X dijo:
—Como problema
paralelo, está el del transporte. Me pregunto cuántas unidades de energía solar
se necesitarán para trasladar galaxias de individuos de una galaxia a la
siguiente.
—Muy buena observación. La humanidad ya consume dos unidades de energía solar por año.
—La mayor parte
de esta energía se desperdicia. Al fin y al cabo, sólo nuestra propia galaxia
gasta mil unidades de energía solar por año, y nosotros solamente usamos dos de
ellas.
—De acuerdo,
pero aún con una eficiencia de un cien por ciento, sólo podemos postergar el
final. Nuestras necesidades energéticas crecen en progresión geométrica, y a un
ritmo mayor que nuestra población. Nos quedaremos sin energía todavía más
rápido que sin galaxias. Muy buena observación. Muy, muy buena observación.
—Simplemente
tendremos que construir nuevas estrellas con gas interestelar.
—¿O con calor
disipado? —preguntó MQ-17J, con tono sarcástico.
—Puede haber
alguna forma de revertir la entropía. Tenemos que preguntárselo a la AC
Galáctica.
VJ-23X no
hablaba realmente en serio, pero MQ-17J sacó su interfaz AC del bolsillo y lo
colocó sobre la mesa frente a él.
—No me faltan
ganas —dijo—. Es algo que la raza humana tendrá que enfrentar algún día.
Miró
sombríamente su pequeña interfaz AC. Era un objeto de apenas cinco centímetros
cúbicos, nada en sí mismo, pero estaba conectado a través del hiperespacio con
la gran AC Galáctica que servía a toda la humanidad y, a su vez, era parte
integral suya.
MQ-17J hizo una
pausa para preguntarse si algún día, en su vida inmortal, llegaría a ver la AC
Galáctica. Era un pequeño mundo propio, una telaraña de rayos de energía que
contenía la materia dentro de la cual las oleadas de los planos medios ocupaban
el lugar de las antiguas y pesadas válvulas moleculares. Sin embargo, a pesar de
esos funcionamientos subetéreos, se sabía que la AC Galáctica tenía mil diez
metros de ancho.
Repentinamente,
MQ-17J preguntó a su interfaz AC:
—¿Es posible
revertir la entropía?
VJ-23X,
sobresaltado, dijo de inmediato:
—Ah, mira,
realmente yo no quise decir que tenías que preguntar eso.
—¿Por qué no?
—Los dos
sabemos que la entropía no puede revertirse. No puedes volver a convertir el
humo y las cenizas en un árbol.
—¿Hay árboles
en tu mundo? —preguntó MQ-17J.
El sonido de la
AC Galáctica los sobresaltó y les hizo guardar silencio. Se oyó su voz fina y
hermosa en la interfaz AC en el escritorio. Dijo:
«DATOS
INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»
VJ-23X dijo:
—¡Ves!
Entonces los
dos hombres volvieron a la pregunta del informe que tenían que hacer para el
Consejo Galáctico.
La mente de Zee
Prime abarcó la nueva galaxia con un leve interés en los incontables racimos de
estrellas que la poblaban. Nunca había visto eso antes. ¿Alguna vez las vería
todas?
Tantas
estrellas, cada una con su carga de humanidad... una carga que era casi un peso
muerto. Cada vez más, la verdadera esencia del hombre había que encontrarla
allá afuera, en el espacio.
¡En las mentes, no en los cuerpos! Los cuerpos inmortales permanecían en los planetas, suspendidos sobre los eones. A veces despertaban a una actividad material pero eso era cada vez más raro. Pocos individuos nuevos nacían para unirse a la multitud increíblemente poderosa, pero, ¿qué importaba? Había poco lugar en el Universo para nuevos individuos.
Zee Prime
despertó de su ensoñación al encontrarse con los sutiles manojos de otra mente.
—Soy Zee Prime.
¿Y tú?
—Soy Dee Sub
Wun. ¿Tu galaxia?
—Sólo la
llamamos Galaxia. ¿Y tú?
—Llamamos de la
misma manera a la nuestra. Todos los hombres llaman Galaxia a su galaxia, y
nada más. ¿Por qué será?
—Porque todas
las galaxias son iguales.
—No todas. En
una galaxia en particular debe de haberse originado la raza humana. Eso la hace
diferente.
Zee Prime dijo:
—¿En cuál?
—No sabría
decirte. La AC Universal debe estar enterada.
—¿Se lo
preguntamos? De pronto tengo curiosidad por saberlo.
Las
percepciones de Zee Prime se ampliaron hasta que las galaxias mismas se
encogieron y se convirtieron en un polvo nuevo, más difuso, sobre un fondo
mucho más grande. Tantos cientos de billones de galaxias, cada una con sus
seres inmortales, todas llevando su carga de inteligencias, con mentes que
vagaban libremente por el espacio. Y sin embargo una de ellas era única entre todas
por ser la Galaxia original. Una de ellas tenía en su pasado vago y distante,
un período en que había sido la única galaxia poblada por el hombre.
Zee Prime se
consumía de curiosidad por ver esa galaxia y gritó:
—¡AC Universal!
¿En qué galaxia se originó el hombre?
La AC Universal
oyó, porque en todos los mundos tenía listos sus receptores, y cada receptor
conducía por el hiperespacio a algún punto desconocido donde la AC Universal se
mantenía independiente. Zee Prime sólo sabía de un hombre cuyos pensamientos
habían penetrado a distancia sensible de la AC Universal, y sólo informó sobre
un globo brillante, de sesenta centímetros de diámetro, difícil de ver.
—¿Pero cómo
puede ser eso toda la AC Universal? —había preguntado Zee Prime.
—La mayor parte
—fue la respuesta— está en el hiperespacio. No puedo imaginarme en qué forma
está allí.
Nadie podía
imaginarlo, porque hacía mucho que había pasado el día —y eso Zee Prime lo
sabía— en que algún hombre tuvo parte en construir la AC Universal. Cada AC Universal
diseñaba y construía a su sucesora. Cada una, durante su existencia de un
millón de años o más, acumulaba la información necesaria como para construir
una sucesora mejor, más intrincada, más capaz en la cual dejar sumergido y
almacenado su propio acopio de información e individualidad.
La AC Universal
interrumpió los pensamientos erráticos de Zee Prime, no con palabras, sino con
directivas. La mentalidad de Zee Prime fue dirigida hacia un difuso mar de
Galaxias donde una en particular se agrandaba hasta convertirse en estrellas.
Llegó un
pensamiento, infinitamente distante, pero infinitamente claro.
«ÉSTA ES LA
GALAXIA ORIGINAL DEL HOMBRE.»
Pero era igual,
al fin y al cabo, igual que cualquier otra, y Zee Prime resopló de desilusión.
Dee Sub Wun,
cuya mente había acompañado a Zee Prime, dijo de pronto:
—¿Y una de estas estrellas es la estrella original del hombre?
La AC Universal
respondió:
«LA ESTRELLA
ORIGINAL DEL HOMBRE SE HA HECHO NOVA. ES UNA ENANA BLANCA.»
—¿Los hombres
que la habitaban murieron? —preguntó Zee Prime, sobresaltado y sin pensar.
La AC Universal
respondió:
«COMO SUCEDE EN
ESTOS CASOS UN NUEVO MUNDO PARA SUS CUERPOS FÍSICOS FUE CONSTRUIDO EN EL
TIEMPO.»
—Sí, por
supuesto —dijo Zee Prime, pero aún así lo invadió una sensación de pérdida. Su
mente dejó de centrarse en la Galaxia original del hombre, y le permitió volver
y perderse en pequeños puntos nebulosos. No quería volver a verla.
Dee Sub Wun
dijo:
—¿Qué sucede?
—Las estrellas
están muriendo. La estrella original ha muerto.
—Todas deben
morir. ¿Por qué no?
—Pero cuando
toda la energía se haya agotado, nuestros cuerpos finalmente morirán, y tú y yo
con ellos.
—Llevará
billones de años.
—No quiero que
suceda, ni siquiera dentro de billones de años. ¡AC Universal! ¿Cómo puede
evitarse que las estrellas mueran?
Dee Sub Wun
dijo, divertido:
—Estás
preguntando cómo podría revertirse la dirección de la entropía.
Y la AC
Universal respondió:
«TODAVÍA HAY
DATOS INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»
Los
pensamientos de Zee Prime volaron a su propia galaxia. Dejó de pensar en Dee
Sub Wun, cuyo cuerpo podría estar esperando en una galaxia a un trillón de años
luz de distancia, o en la estrella siguiente a la de Zee Prime. No importaba.
Con aire
desdichado, Zee Prime comenzó a recoger hidrógeno interestelar con el cual
construir una pequeña estrella propia. Si las estrellas debían morir alguna
vez, al menos podrían construirse algunas.
El Hombre,
mentalmente, era uno solo, y estaba conformado por un trillón de trillones de
cuerpos sin edad, cada uno en su lugar, cada uno descansando, tranquilo e
incorruptible, cada uno cuidado por autómatas perfectos, igualmente
incorruptibles, mientras las mentes de todos los cuerpos se fusionaban
libremente entre sí, sin distinción.
El Hombre dijo:
—El Universo
está muriendo.
El Hombre miró
a su alrededor a las galaxias cada vez más oscuras. Las estrellas gigantes, muy
gastadoras, se habían ido hace rato, habían vuelto a lo más oscuro de la oscuridad
del pasado distante. Casi todas las estrellas eran enanas blancas, que
finalmente se desvanecían.
Se habían
creado nuevas estrellas con el polvo que había entre ellas, algunas por
procesos naturales, otras por el Hombre mismo, y también se estaban apagando.
Las enanas blancas aún podían chocar entre ellas, y de las poderosas fuerzas
así liberadas se construirían nuevas estrellas, pero una sola estrella por cada
mil estrellas enanas blancas destruidas, y también éstas llegarían a su fin.
El Hombre dijo:
—Cuidadosamente
administrada y bajo la dirección de la AC Cósmica, la energía que todavía queda
en todo el Universo, puede durar billones de años. Pero aún así eventualmente
todo llegará a su fin. Por mejor que se la administre, por más que se la
racione, la energía gastada desaparece y no puede ser repuesta. La entropía
aumenta continuamente.
El Hombre dijo:
—¿Es posible
invertir la tendencia de la entropía? Preguntémosle a la AC Cósmica.
La AC los rodeó
pero no en el espacio. Ni un solo fragmento de ella estaba en el espacio.
Estaba en el hiperespacio y hecha de algo que no era materia ni energía. La
pregunta sobre su tamaño y su naturaleza ya no tenía sentido comprensible para
el Hombre.
—AC Cósmica
—dijo el Hombre—, ¿cómo puede revertirse la entropía?
La AC Cósmica
dijo:
«LOS DATOS SON
TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»
El Hombre
ordenó:
—Recoge datos
adicionales.
La AC Cósmica
dijo:
«LO HARÉ. HACE
CIENTOS DE BILLONES DE AÑOS QUE LO HAGO. MIS PREDECESORES Y YO HEMOS ESCUCHADO
MUCHAS VECES ESTA PREGUNTA. TODOS LOS DATOS QUE TENGO SIGUEN SIENDO
INSUFICIENTES.»
—¿Llegará el
momento —preguntó el Hombre— en que los datos sean suficientes o el problema es
insoluble en todas las circunstancias concebibles?
La AC Cósmica
respondió:
«NINGÚN
PROBLEMA ES INSOLUBLE EN TODAS LAS CIRCUNSTANCIAS CONCEBIBLES.»
El Hombre
preguntó:
—¿Cuándo
tendrás suficientes datos como para responder a la pregunta?
La AC Cósmica
respondió:
«LOS DATOS SON
TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»
—¿Seguirás
trabajando en eso? —preguntó el Hombre.
La AC Cósmica
respondió:
«SÍ.»
El Hombre dijo:
—Esperaremos.
Las estrellas y
las galaxias murieron y se convirtieron en polvo, y el espacio se volvió negro
después de tres trillones de años de desgaste.
Uno por uno, el
Hombre se fusionó con la AC, cada cuerpo físico perdió su identidad mental en
forma tal que no era una pérdida sino una ganancia.
La última mente
del Hombre hizo una pausa antes de la fusión, contemplando un espacio que sólo
incluía los vestigios de la última estrella oscura y nada aparte de esa materia
increíblemente delgada, agitada al azar por los restos de un calor que se
gastaba, asintóticamente, hasta llegar al cero absoluto.
El Hombre dijo:
—AC, ¿es éste el final? ¿Este caos no puede ser revertido al Universo una vez más? ¿Esto no puede hacerse?
AC respondió:
«LOS DATOS SON
TODAVÍA INSUFICIENTES PARA UNA RESPUESTA ESCLARECEDORA.»
La última mente
del Hombre se fusionó y sólo AC existió en el hiperespacio.
La materia y la
energía se agotaron y con ellas el espacio y el tiempo. Hasta AC existía
solamente para la última pregunta que nunca había sido respondida desde la
época en que dos técnicos en computación medio alcoholizados, tres trillones de
años antes, formularon la pregunta en la computadora que era para AC mucho
menos de lo que para un hombre el Hombre.
Todas las otras
preguntas habían sido contestadas, y hasta que esa última pregunta fuera
respondida también, AC no podría liberar su conciencia.
Todos los datos
recogidos habían llegado al fin. No quedaba nada para recoger.
Pero toda la
información reunida todavía tenía que ser completamente correlacionada y unida
en todas sus posibles relaciones.
Se dedicó un
intervalo sin tiempo a hacer esto.
Y sucedió que
AC aprendió cómo revertir la dirección de la entropía.
Pero no había
ningún Hombre a quien AC pudiera dar una respuesta a la última pregunta. No
había materia. La respuesta —por demostración— se ocuparía de eso también.
Durante otro
intervalo sin tiempo, AC pensó en la mejor forma de hacerlo.
Cuidadosamente,
AC organizó el programa.
La conciencia
de AC abarcó todo lo que alguna vez había sido un Universo y pensó en lo que en
ese momento era el caos.
Paso a paso,
había que hacerlo.
Y AC dijo:
«¡HÁGASE LA
LUZ!»
Y la luz se
hizo...