viernes, 14 de mayo de 2021

Silvina Ocampo: El pecado mortal


Los símbolos de la pureza y del misticismo son a veces más afrodisíacos que las fotografías o que los cuentos pornográficos, por eso ¡oh sacrílega! los días próximos a tu primera comunión, con la promesa del vestido blanco, lleno de entredoses, de los guantes de hilo y del rosario de perlitas, fueron tal vez los verdaderamente impuros de tu vida. Dios me lo perdone, pues fui en cierto modo tu cómplice y tu esclava.

Con una flor roja llamada plumerito, que traías del campo los domingos, con el libro de misa de tapas blancas (un cáliz estampado en el centro de la primera página y listas de pecados en otra), conociste en aquel tiempo el placer —diré— del amor, por no mencionarlo con su nombre técnico; tampoco tú podrías darle un nombre técnico, pues ni siquiera sabías dónde colocarlo en la lista de pecados que tan aplicadamente estudiabas. Ni siquiera en el catecismo estaba todo previsto ni aclarado.

Al ver tu rostro inocente y melancólico, nadie sospechaba que la perversidad o más bien el vicio te apresaba ya en su tela pegajosa y compleja.

Cuando alguna amiga llegaba para jugar contigo, le relatabas primero, le demostrabas después, la secreta relación que existía entre la flor del plumerito, el libro de misa y tu goce inexplicable. Ninguna amiga lo comprendía, ni intentaba participar de él, pero todas fingían lo contrario, para contentarte, y sembraban en tu corazón esa pánica soledad (mayor que tú) de saberte engañada por el prójimo.

En la enorme casa donde vivías (de cuyas ventanas se divisaba más de una iglesia, más de un almacén, el río con barcos, a veces procesiones de tranvías o de victorias de plaza y el reloj de los ingleses), el último piso estaba destinado a la pureza y a la esclavitud: a la infancia y a la servidumbre. (A ti te parecía que la esclavitud existía también en los otros pisos y la pureza en ninguno.)

Oíste decir en un sermón: «Mas grande es el lujo, más grande es la corrupción»; quisiste andar descalza, como el niño Jesús, dormir en un lecho rodeada de animales, comer miguitas de pan, recogidas del suelo, como los pájaros, pero no te fue dada esa dicha: para consolarte de no andar descalza, te pusieron un vestido de tafetas tornasolado y zapatos de cuero mordoré; para consolarte de no dormir en un lecho de paja, rodeada de animales, te llevaron al teatro Colón, el teatro más grande del mundo; para consolarte de no comer miguitas recogidas del suelo, te regalaron una caja lujosa con puntilla de papel plateado, llena de bombones que apenas cabían en tu boca.

Rara vez las señoras, con tocados de plumas y de pieles, durante el invierno se aventuraban por ese último piso de la casa, cuya superioridad (indiscutible para ti) las atraía en verano, con vestidos ligeros y anteojos de larga vista. en busca de una azotea, de donde mirar aeroplanos, un eclipse, o simplemente la aparición de Venus; acariciaban tu cabeza al pasar, y exclamaban con voz de falsete: «¡Qué lindo pelo!» «¡Pero qué lindo pelo!»

Contiguo al cuarto de juguetes, que era a la vez el cuarto de estudio, estaban las letrinas de los hombres, letrinas que nunca viste sino de lejos, a través de la puerta entreabierta. El primer sirviente, Chango, el hombre de confianza de la casa, que te había puesto de apodo Muñeca, se demoraba más que sus compañeros en el recinto. Lo advertiste porque a menudo cruzabas por el corredor, para ir al cuarto donde planchaban la ropa, lugar atrayente para ti. Desde ahí, no sólo se divisaba la entrada vergonzosa: se oía el ruido intestinal de las cañerías que bajaban a los innumerables dormitorios y salas de la casa, donde había vitrinas, un altarcito con vírgenes, y una puesta de sol en un cielo raso.

En el ascensor cuando la niñera te llevaba al cuarto de juguetes, repetidas veces viste a Chango que entraba en el recinto vedado, con mirada ladina, el cigarrillo entre los bigotes, pero más veces aún lo viste solo, enajenado, deslumbrado, en distintos lugares de la casa, de pie arrimándose incesantemente a la punta de cualquier mesa, lujosa o modesta (salvo a la de mármol de la cocina, o a la de hierro con lirios de bronce del patio). «¿Qué hará Chango, que no viene?» Se oían voces agudas, llamándolo. Él tardaba en separarse del mueble. Después, cuando acudía, naturalmente nadie recordaba para qué lo llamaban.

Tú lo espiabas, pero él también terminó por espiarte: lo descubriste el día en que desapareció de tu pupitre la flor de plumerito, que adornó más tarde el ojal de su chaqueta de lustrina.

Pocas veces las mujeres de la casa te dejaban sola, pero cuando había fiestas o muertes (se parecían mucho) te encomendaban a Chango. Fiestas y muertes consolidaron esta costumbre, que al parecer agradaba a tus padres. «Chango es serio. Chango es bueno. Mejor que una niñera» decían en coro. «Es claro, se entretiene con ella» agregaban. Pero yo sé que una lengua de víbora, de las que nunca faltan, dijo: «Un hombre es un hombre, pero nada les importa a los señores, con tal de hacer economías». « ¡Qué injusticia!», musitaban las ruidosas tías. «Los padres de la niñita son generosos; tan generosos que pagan un sueldo de institutriz a Chango.»

Alguien murió, no recuerdo quién. Subía por el hueco del ascensor ese apasionado olor a flores, que gasta el aire y las desacredita. La muerte, con numerosos aparatos, llenaba los pisos bajos, subía y bajaba por los ascensores, con cruces, cofres, coronas, palmas y atriles. En el piso alto, bajo la vigilancia de Chango, comías chocolates que él te regaló, jugabas con el pizarrón, con el almacén, con el tren y con la casa de muñecas. Fugaz como el sueño de un relámpago, te visitó tu madre y preguntó a Chango si hacía falta invitar a alguna niñita para jugar contigo. Chango contestó que no convenía, porque entre las dos harían bulla. Un color violeta pasó por sus mejillas. Tu madre te dio un beso y partió; sonreía, mostrando sus preciosos dientes, feliz por un instante de verte juiciosa, en compañía de Chango.

Aquel día la cara de Chango estaba más borrosa que de costumbre: en la calle no lo hubiéramos conocido ni tú ni yo, aunque tantas veces me lo describiste. De soslayo lo espiabas: él, habitualmente tan erguido, arqueándose como signos de paréntesis; ahora se arrimaba a la punta de la mesa y te miraba. Vigilaba de vez en cuando los movimientos del ascensor, que dejaba ver a través de la armazón de hierro negro, el paso de cables como serpientes. Jugabas con resignada inquietud. Presentías que algo insólito había sucedido o iba a suceder en la casa. Como un perro, husmeabas el horrible olor de las flores. La puerta estaba abierta: era tan alta, que su abertura equivalía a la de tres puertas de un edificio actual, pero eso no facilitaría tu huida; además, no tenías la menor intención de huir. Un ratón o una rana no huyen de la serpiente que los quiere, no huyen animales más grandes. Chango, arrastrando los pies, se alejó de la mesa por fin, se inclinó sobre la balaustrada de la escalera para mirar hacia abajo. Una voz de mujer, aguda, fría, retumbó desde el sótano:

—¿La Muñeca se porta bien?

El eco, seductor cuando le decías algo, repitió sin encanto la frase.

—Muy bien —respondió Chango, que oyó resonar sus palabras en los fondos oscuros del sótano.

—A las cinco le llevaré la leche.

La respuesta de Chango:

—No hace falta: se la prepararé yo—, se mezcló con un —gracias— femenino, que se perdió en los mosaicos de los pisos bajos.

Chango volvió a entrar en el cuarto y te ordenó:

—Mirarás por la cerradura, cuando yo esté en el cuartito de al lado. Voy a mostrarte algo muy lindo.

Se agachó junto a la puerta y arrimó el ojo a la cerradura, para enseñarte cómo había que hacer. Salió del cuarto y te dejó sola. Seguiste jugando como si Dios te mirara, por compromiso, con esa aplicación engañosa que a veces ponen en sus juegos los niños. Luego, sin vacilar, te acercaste a la puerta. No tuviste que agacharte: la cerradura se encontraba a la altura de tus ojos. ¿Qué mujeres degolladas descubrirías? El agujero de la cerradura obra como un lente sobre la imagen vista: los mosaicos relumbraron, un rincón de la pared blanca se iluminó intensamente. Nada más. Un exiguo chinflón hizo volar tu pelo suelto y cerrar tus párpados. Te alejaste de la cerradura, pero la voz de Chango resonó con imperiosa y dulce obscenidad: «Muñeca, mira, mira». Volviste a mirar. Un aliento de animal se filtró por la puerta, no era ya el aire de una ventana abierta en el cuarto contiguo. Qué pena siento al pensar que lo horrible imita lo hermoso. Como tú y Chango a través de esa puerta, Píramo y Tisbe se hablaban amorosamente a través de un muro.

Te alejaste de nuevo de la puerta y reanudaste tus juegos mecánicamente. Chango volvió al cuarto y te preguntó: «¿Viste?» Sacudiste la cabeza, y tu pelo lacio giró desesperadamente. «¿Te gustó?» insistió Chango, sabiendo que mentías. No contestabas. Arrancaste con un peine la peluca de tu muñeca, pero de nuevo Chango estaba arrimado a la punta de la mesa, donde tratabas de jugar. Con su mirada turbia recorría los centímetros que te separaban de él y ya imperceptiblemente se deslizaba a tu encuentro. Te echaste al suelo, con la cinta de la muñeca en la mano. No te moviste. Baños consecutivos de rubor cubrieron tu rostro, como esos baños de oro que cubren las joyas falsas. Recordaste a Chango hurgando en la ropa blanca de los roperos de tu madre, cuando reemplazaba en sus tareas a las mujeres de la casa. Las venas de sus manos se hincharon, como de tinta azul. En la punta de los dedos viste que tenía moretones. Involuntariamente recorriste con la mirada los detalles de su chaqueta de lustrina, tan áspera sobre tus rodillas. Desde entonces verías para siempre las tragedias de tu vida adornadas con detalles minuciosos. No te defendiste. Añorabas la pulcra flor del plumerito, tu morbosidad incomprendida, pero sentías que aquella arcana representación, impuesta por circunstancias imprevisibles, tenía que alcanzar su meta: la imposible violación de tu soledad. Como dos criminales paralelos, tú y Chango estaban unidos por objetos distintos, pero solicitados para idénticos fines.

Durante noches de insomnio compusiste mentirosos informes, que servirían para confesar tu culpa. Tu primera comunión llegó. No hallaste fórmula pudorosa ni clara ni concisa de confesarte. Tuviste que comulgar en estado de pecado mortal. Estaban en los reclinatorios no sólo tu familia, que era numerosa, estaban Chango y Camila Figueira, Valeria Ramos, Celina Eyzaguirre y Romagnoli, cura de otra parroquia. Con dolor de parricida, de condenada a muerte por traición, entraste en la iglesia helada, mordiendo la punta de tu libro de misa. Te veo pálida, ya no ruborizada frente al altar mayor, con los guantes de hilo puestos y un ramito de flores artificiales, como de novia, en tu cintura. Te buscaría por el mundo entero a pie como los misioneros para salvarte si tuvieras la suerte, que no tienes, de ser mi contemporánea. Yo sé que durante mucho tiempo oíste en la oscuridad de tu cuarto, con esa insistencia que el silencio desata en los labios crueles de las furias que se dedican a martirizar a los niños, voces inhumanas, unidas a la tuya, que decían: es un pecado mortal, Dios mío, es un pecado mortal.

¿Cómo hiciste para sobrevivir? Sólo un milagro lo explica: el milagro de la misericordia.

Rosa Bombón - Agustina María Bazterrica

Después de ti ya no hay nada, ya no queda más nada, nada de nada.

Después de ti es el olvido, un recuerdo perdido, nada de nada.

¿Cómo voy a llenar este espacio vacío, después de ti?

¿Cómo vivir después de ti?

Alejandro Lerner. Después de ti.


  

Paso UNO:

Observe las lágrimas que le caen sobre los dedos. Piense en diamantes. Visualice a Elizabeth Taylor. Desee tener ojos azules y maridos consecutivos. Error. Retroceda. Usted no necesita más hombres en la vida. Quiere estrellarse con el auto de Penélope Glamour. Busque una hoja de papel y un lápiz. Escriba la palabra “Lista” y enumere las cosas que debe comprar para morir con el estilo y la dignidad de un personaje animado.

LISTA:

1.     Conjunto deportivo, pero elegante, diseñado para físico escultural.

Ignore el último detalle, el del físico escultural. Continúe, impávida.

2.     Anteojos blancos con forma gótica.

Sorpréndase del uso de un léxico refinado, aún en estado crítico.

3.      Sombrilla con moño.

4.     Botas blancas a gogó.

5.      Auto marca ACME con labios y ojos prominentes haciendo las veces de un capó.

No profundice en el hecho perturbador de querer morir en un auto con rostro humano.

Recuerde que en la cuenta del banco no tiene plata. Rompa la hoja de papel y tire el lápiz dentro de la pecera. Vea cómo su pez la mira con ojos deformes. Asuma que su pez es un engendro de la naturaleza y desconozca el motivo por el cual lo compró alguna vez. Intente analizar por qué le puso el nombre “Pepito” a un pez que la ignora de manera permanente. Medite sobre el motivo puntual de llamarlo con apodos cariñosos como “Pepino de colores”. Admita que un pez no es un vegetal y que su pez tiene un único color: amarillo descolorido, amarillo repugnante. Observe el castillo de plástico violeta en el cual aterrizó el lápiz. Reflexione sobre cuál es el propósito fundamental de que un pez tenga, como aparente vivienda, un castillo al cual supera en tamaño. Descubra que no existe una respuesta para semejante interrogante.

Concéntrese en la palabra propósito. Considere objetivamente la siguiente pregunta: ¿Cuál es el propósito del amor? Deprímase por no saber la respuesta. Abra la bolsa de papas fritas Kellogg’s y mastique de forma compulsiva. Experimente un vacío, producto de la falta de estructura y certezas del universo amoroso. Tome el jarrón con dragones chinos de colores brillantes y tírelo en el centro de la reproducción de Los Girasoles de Van Gogh. Hastíese de la sonrisa de la Mona Lisa que la mira desde la pared donde el vidrio de Los Girasoles se rompió a pedazos. Alégrese de no ser la Mona Lisa. Piense que hay algo en esa cara que le resulta vagamente animal. Filosofe: “¿Será por la asociación inconsciente con la palabra “mona” o porque esa mujer me resulta francamente desagradable?” Recuerde que él insistió en comprar esas reproducciones. Tome un marcador rojo indeleble y píntele colmillos a la sonrisa de Mona Lisa. Cite a Duchamp y píntele un bigote. Ría. Fuerte. No se cuestione quién es Duchamp ni por qué alguna vez le dibujó un bigote a un icono sagrado del arte. Usted no tiene tiempo de ahondar en misterios estilísticos, no cuando está en plena crisis emocional. Deteste Los Girasoles. Tome conciencia de la antipatía profunda que siempre experimentó por esos cuadros. Complete la frase, agregando: “Cuadros baratos”. Visualice el odio. Déjelo fluir. Tire a la Mona Lisa por la ventana. Observe cómo ella y sus bigotes se desploman en una terraza abandonada. A continuación arroje Los Girasoles y vea cómo vuelan, sin el peso del vidrio, a través de los cables de la ciudad. Sienta un placer secreto, pero no lo reconozca porque Usted está transitando por un estado de desolación y furia. Perciba cómo un hombre la mira triste, apoyado sobre un auto estacionado.

Asocie el auto con el factor clave de que él le había prometido enseñarle a manejar, pero nunca lo hizo. Califíquelo como a un cobarde y susurre las palabras: “Puto cobarde”. Sorpréndase de la osadía. Usted nunca insulta. La proporción de la cobardía es muy superior a la intensidad del insulto, por lo tanto, grite: “PUTO COBARDE”. Fragmente la palabra con silencios significativos: “Pu   to   co   bar   de”. Rompa en un llanto silabeado: “Pu, Pu, Puuuu, Pu, Ajjjj, To, To, Tooooo, Co, Co, Coooo, Barjjjjjj, Deeeeee”.

Examine los daños colaterales causados por el incremento de su locura emocional. Considere que alcanzó sólo una parte del objetivo.


Paso DOS:

Busque la caja de los Kleenex. Tome conciencia de cómo las princesas de Disney la miran desde el cartón de la caja. Anhele convertirse en Blanca Nieves, luego en la Cenicienta, luego en la Bella Durmiente. Exija al destino poder dormir de manera ininterrumpida dentro de una cama de cristal y sugiera que el detalle de la belleza puede ser pasado por alto. Usted quiere dormir y soñar que está con él para siempre, comiendo perdices. Usted es vegetariana, pero no le preste atención a ese detalle. Olvídese de su asco por la carne y coma las perdices porque esa es la garantía de felicidad. Razone: “Mi deseo de estar con él por siempre jamás, ¿es una utopía?”. Relacione la palabra utopía con la palabra revolución. Evoque la remera del Che Guevara que él tenía puesta cuando la conoció. Piense en Cuba y llore por las revoluciones que se concretaron y por las que nunca fueron llevadas a cabo. Ensucie una docena de Kleenex y desparrámela por el piso. Siéntese al lado del teléfono y mírelo de tal manera que le duelan los ojos. Compruebe si funciona. Escuche el contestador y cuando una voz le anuncie: “Usted no tiene mensajes nuevos”, reprima la necesidad imperiosa de acuchillar a la persona o a la máquina que grabó ese mensaje con tono impersonal, pero enfatizando levemente en la palabra “no”, haciendo hincapié, de manera subversiva, en el hecho de que nadie nunca la llama.

Mire con extrañeza el anotador que él le regaló cuando cumplieron un mes. El anotador tiene una impresión en agua de Los Relojes Blandos de Dalí. Admita que la metáfora del tiempo derritiéndose le parece una banalidad repetida hasta el cansancio, pero permítase sentir un cierto apego hacia la imagen porque fue un regalo hecho por él.

Llámelo. Corte.

Altérese cuando escuche el teléfono sonando. Controle la necesidad justificada de querer saltar de alegría. Contenga la respiración, atienda temblorosa y sienta un nudo marinero en el estómago. Diga: “Hhhhola”. Advertencia: el tono que debe usar es de sufrimiento velado. Escuche cómo una operadora le ofrece un plan para hablar de manera gratuita con el ser querido. Note cómo el nudo marinero se transforma en un conjunto de arañas venenosas que caminan por su garganta. Vocifere: “NO TENGO SER QUERIDO”. Corte. Las arañas, ahora, son escorpiones.

Ejercicio: Memorice los momentos de felicidad a lo largo de su vida y anótelos en un papel bajo el título de “Lista Feliz”.

Objetivo: Fortalecer la confianza interior.

LISTA FELIZ:

©           El día que lo conocí.

©           El día que me dio el primer beso.

©           El día que cumplimos un mes.

©           El día que me regaló una flor.

©           El día que se mudó a mi casa.

©           El día que me regaló una estrella.

©           El día que me dijo que yo era su amor para siempre.

Conclusión del ejercicio: Coma caramelos Media Hora. Sienta náuseas y ganas de escupirlos, pero no lo haga porque eran sus caramelos preferidos. Reconozca que es una manera sincera y apasionada de homenajearlo.

Llámelo una segunda vez. Cuando atienda el contestador, corte. Desilusionada, llame con el celular a su teléfono para escuchar el mensaje que grabaron juntos, cuando eran felices: “Hola, dejanos tu mensaje después de la señal. Biiiiiiiiipppppp, jajjjjaaajjjaaaja.” Imagine cómo le abren el pecho y le meten una bomba. Conmemore a Hiroshima. Sienta culpa judeo-cristiana por los muertos que nunca conoció. Experimente culpa edípica por el mal en el mundo, por las guerras en particular, por la muerte en general. Lamente no poder arrancarse los ojos, no tener ese valor, no saber cómo vivir una verdadera tragedia, no ser griega. Evoque la película “Hiroshima mon amour”. Odie la palabra “amour”, odie el idioma francés, grite: “ODIO PARIS, ODIO EL AMOR”. Recuerde que él quería llevarla a la Torre Eiffel para proponerle casamiento. Profundice en el concepto. Deduzca que no sólo era un proyecto irrealizable sino que era una mentira imperdonable y que Usted se la creyó. Rompa el póster de la Torre Eiffel pegado sobre el inodoro. Trate de entender la analogía secreta, el significado oculto de pegar a la Torre Eiffel en ese lugar específico. Sepa la respuesta, pero ignórela por ser violenta, por ser una obviedad, una obviedad violenta.

Llámelo una tercera vez. Murmure: “Hola, soy yo”. Siéntase estúpida. Imagine a Penélope Glamour declarando su amor a la Hormiga Atómica. Recuerde que él le decía “Hormiguita”. Grite: “TE ODIO, INFELIZ”.

Corte.

Inmortalice el momento tirando el teléfono de plush lila sobre la pared con la colección de figuras de cristal que él le regaló de manera consecutiva y sucesiva a lo largo de los años. Observe cómo la jirafa transparente vuela por los aires y cómo la pareja de amantes traslúcida sentados de la mano en un banco de una plaza cae al piso. Acérquese, tome la figura y verifique su estado. Intacta. Llore. Apriete la figura y tírela por la ventana. Contemple cómo los cristales se rompen sobre el asfalto. Corrobore que el hombre triste apoyado sobre el auto no la haya visto cometer un posible atentado contra un transeúnte inocente y alégrese por la calle vacía. Coma alfajores Havanna y suspire, pero experimente una cierta calma al notar los destellos brillantes del cristal en el asfalto.

Vaya al cuarto. Revise el cajón de la ropa interior y, cuando la encuentre, abra la carta que él le escribió cuando cumplieron tres años. Léala en voz alta.

Hormiguita hermosa amor de mi vida:

Te amo con locura. Te amo más que a mi vida, más que al universo entero. La vida sin vos no tiene sentido. Te amo más que a Racing.

Tu amor por siempre jamás.

Caiga en el piso sin fuerzas. Apriete la carta sobre el pecho y llore de manera efusiva. Siéntase Grecia Colmenares en “María de nadie”, pero con el déficit de un pelo que le llega sólo hasta los hombros.

            Cuando recupere las energías, levante el teléfono. Conéctelo. Verifique si, efectivamente, logró romperlo. Escuche el tono y sonría aliviada.

Haga el balance de los destrozos y llegue a la conclusión de que no es suficiente. La desgracia que la abruma tiene mucho más peso que un cuadro barato volando entre cables. Corríjase y exclame: “Un cuadro de mierda volando entre cables”. Abra la ventana y grite: “MIERDA”.


Paso TRES:

Ejercicio: Arme un collage.

Objetivo: Alcanzar el bienestar emocional.

a-      Busque las fotos en las cuales aparece con él.

b-      Tírelas al piso.

c-      Ordénelas de acuerdo al grado de mayor o menor felicidad del momento.

d-     Siéntese sobre la alfombra de Lycra que imita a un tigre muerto en una cacería inexistente. Recuerde que él le iba a enseñar a cazar, pero cuando Usted le dijo que no le interesaba matar animales inocentes, él le regaló un revólver y la alfombra.

e-      Examine el collage que armó sobre las baldosas marrones y experimente un dolor envenenado por las arañas y los escorpiones. Laméntese y declare: “Este es el collage de mi único y último amor”. Concédase el tiempo suficiente para repetir la frase una y otra vez hasta que las palabras pierdan sentido.

f-       Prenda un cigarrillo. Tosa. Usted no fuma, pero son los cigarrillos Marlboro Light que él se olvidó después de armar la valija. Mientras le quema con el cigarrillo los ojos a todas las fotos donde él es hermoso y la abraza, susurre: “Me rompiste el corazón en mil pedazos”. Balancee el cuerpo para atrás y para adelante y asuma que ingresó en un estado del cual no hay retorno. Desee convertirse en una asesina serial, pero sepa que Usted no tiene la lucidez necesaria para cometer un asesinato, o dos, o tres, o veinte.

g-      Recuéstese sobre la alfombra y fume pensativa.

h-      Rompa las fotos y colóquelas debajo del enano del jardín que tiene en el balcón. Mire la cara del enano y sorpréndase del parecido inquietante con su pez. Cambie de idea. Meta las fotos en el microondas y marque el tiempo máximo con la temperatura más alta. Ubique a Enrique (el enano) dentro de la pecera. Despreocúpese por el destino tanto de Enrique, como el de Pepito, como el del microondas.

Conclusión del ejercicio: Hágase cargo del momento presente, coma bizcochitos de grasa Don Satur y mire el vacío.


Paso CUATRO:

Piense en Susana Giménez. Cuestiónese qué tiene que ver Susana Giménez con todo lo que le ocurre. Sienta cómo su cordura se diluye en un estampado de animal print. Advierta cómo las manchas de los jaguares, de las cebras y de los dálmatas le ensombrecen la razón.

Note la presencia, sobre el televisor, del gato chino de la buena suerte que él le compró cuando fueron a comer chau fan mixto al restaurante “Todos Contentos” del barrio chino. Tenga la certeza de que ese gato es la causa de todas sus desgracias porque, al día siguiente, él la dejó. Vaya a la cocina, coloque agua en una olla, prenda el fuego al máximo e introduzca al gato. Deje que hierva.

Corra al baño, mírese al espejo. Confirme que está pálida y ojerosa. Reconozca que dejó de ser Grecia Colmenares para transformarse en la Andrea del Boca de “Celeste”, no en la de “Perla negra”. Suspire con convicción y afirme: “No estoy loca”. Acepte que es una mentira, busque el esmalte rojo perlado y escriba sobre el vidrio: “Te amo, perro infeliz y hermoso”.

Experimente una sensación de éxtasis, corra hacia el teléfono y llámelo por cuarta vez. Escuché cómo una voz femenina atiende el teléfono. Corte y dígase para sus adentros: “Marqué mal”. Llámelo por quinta vez y cuando escuche la voz femenina, véase imposibilitada de hablar. Sea testigo de cómo él, antes de atender, le dice a la voz femenina: “Dejá amor, dame el teléfono hormiguita”.

Corte despacio y, mientras lo hace, tenga la absoluta certeza de cuál va a ser el siguiente paso.


Paso CINCO:

Acérquese a la ventana y mida la distancia entre el asfalto y su cuerpo. Intuya que existe una posibilidad de salir muy lastimada, pero viva. Ría. Sin ganas. Mastique de forma automática galletitas Amor. Percátese de la ironía brutal del destino y tire el paquete al tacho.

Vaya al placard y abra todas las cajas con zapatos. Sienta una energía exultante cuando encuentre una bolsa con ropa que él nunca pasó a buscar. Tírela en el lavarropas y agréguele lavandina. Córtele la cabeza al tigre y métala en el horno. Póngalo al máximo. Siga buscando entre los zapatos y encuentre el arma que él le regaló. Examínela con detenimiento. Compruebe que tenga balas. Recuerde que alguna vez la escuchó decir a Mirtha Legrand que las mujeres no se pegan tiros. “Las mujeres, decía Mirtha en uno de sus almuerzos, se envenenan o toman pastillas porque es menos sangriento y porque antes de morir tienen en cuenta a los que quedan vivos y tienen que limpiar”. Descarte el pensamiento anterior por retrógrado, pero admírese de la cultura general de la Señora Mirtha. Deléitese por el factor incuestionable de que él es el único contacto al cual van a llamar. Después del daño irreparable que le causó, él no merece la tranquilidad que brinda una muerte plácida, limpia.

Camine despacio al living con la carta de amor en la mano. Busque clavos, pero recuerde que él se los llevó. Busque la cinta Scotch, pero no la encuentre. Abra el botiquín de primeros auxilios y recurra a las curitas. Pegue la carta en la pared con dos curitas, una con la imagen de Hello Kitty, la otra con la de Snoopy.

Siéntese en el medio del caos, en el medio del destrozo emocional, material y concreto. Mire la carta y exclame: “Soy muy joven para morir”. Asuma el hecho de que esa es una frase vacía. Tome el arma. Sonría con cierta emoción. Coloque el arma en la sien derecha. Permita que fluya la sensación de que está haciendo lo correcto. Diga: “Es lo correcto”. Repítalo. Afirme: “Es lo correcto”.

Deténgase. Respire, y baje el arma. Contemple sus pensamientos. Deje la mente en blanco y dedíquese a observarla. Reconózcase a Usted misma como a la Mona Lisa, rodeada de jirafas de cristal, dentro de un campo de girasoles intentando cazar tigres de Lycra para entregárselos a Enrique y al gato chino de la suerte que viven en el castillo violeta donde relojes de plástico se derriten con el fuego del amor que sienten él y la voz femenina que la miran riendo desde lo alto de la Torre Eiffel mientras Pepito baila con la pareja traslúcida que cae por una ventana justo en el medio de la cabeza del hombre triste que le susurra a Penélope Glamour: “Te amo más que a Racing”. Grite: “BASTA”, y apriete el gatillo. En el instante en el que la bala le perfore el cráneo, visualice una calma rosa, rosa bombón.

martes, 4 de mayo de 2021

"Sin mañana" de Bernardo Kordon

Lo molesto ocurre al comienzo. Los familiares alborotan todo en el preciso momento que uno ansía y alcanza la tranquilidad. Felizmente en ese mismo instante nos separa de la vida un velo de apretada trama y un cristal más duro que el acero. Desde el otro lado contemplamos las últimas imágenes de, la vida, que se desvanecen como sombras y humo. Un fogonazo gris se traga a los que lloran y rezan. Ya estoy muerto y mi última imagen del mundo de los vivos es la de ese joven desconocido que vi asomado en la puerta de mi dormitorio. Simplemente un intruso que miró con ansiedad y conmiseración al moribundo. Ese gesto se instala en mí, se identifica conmigo. Comprendo que ese desconocido que me observa detrás de toda mi familia soy yo mismo. Es él quien siempre me siguió paso a paso, y me espió día y noche. Ahora se instala en mí. En el momento de morir soy como un guante vacío, que se inmoviliza y enfría. Entonces una mano se introduce para darle nueva vida. Ya no somos dos, sino uno solo. Ahora soy ese otro que nunca conocí. Y ya es tarde para encontrarle cualquier semejanza. Lo tengo dentro de mí. No tiene rostro. Yo tampoco lo tengo. Estamos uno dentro del otro. Tensos y reposados, esperamos la partida. Igual que en un avión. A través del duro cristal y del tupido velo observamos las sombras del mundo de los vivos. Siguen acumulando flores, llantos, palabras y más palabra. Yo veo a través de los ojos del otro, y el otro mira a través de mis ojos. A ambos nos sorprende esa desesperada e inútil dispersión de gestos y más gestos. Me domina el orgullo de estar muerto y creo que la expresión de mi máscara no lo disimula.

En esta última espera me acompañan jirones de recuerdos. Surgen como pantallazos en blanco y negro. Pues detrás del apretado velo y el duro cristal dejamos colores y sonidos. Ahora las imágenes son esencias y símbolos: no necesitan palabras. Podemos saltar con la velocidad de la luz y alcanzar cualquier imagen de las millones que dejamos como una estela en nuestro paso por la tierra. Muchos muertos vuelan y de pronto quedan inmovilizados, aferrados en el duro cristal que separa los dos mundos. Permanecen fascinados ante una imagen, hasta que se desvanecen en ese espacio sin tiempo. Son seres que no vivieron plenamente en la vida, y que tampoco se realizan como muertos. Mientras me conducían al cementerio los he visto debatiéndose como moscas contra el cristal que nos separa de los vivos. También alcancé a ver los barrios opacos de mi ciudad, el hormiguear de los hombres, el tedio de las calles iguales. Un recorrido parecido al que se cumple para llegar al aeropuerto de Ezeiza, un paseo aburrido que invita a viajar pronto y muy lejos.

A través del duro cristal me llegaba la confusa imagen de algún rostro familiar. En especial mi mujer y mi madre trataban de traspasarlo. Adiviné sus presencias, sin lograr verlas. Esto también me hizo recordar el aeropuerto, cuando el avión se dispone a partir, y los que quedaron se despiden agitando los pañuelos, pero ya sin saber quienes son y a quienes saludan. Entonces la corta espera se hace tan fastidiosa, hasta que el avión parte, o el ataúd es depositado en la fosa, y al fin comienza el viaje, y se tiene la suerte de hendir el mundo sobre el cielo y bajo la tierra.

Percibo una vibración intensa, como la de una turbina de avión. Yo y el otro, los dos dentro del ataúd, iniciamos el viaje con un arranque de inaudita velocidad. Ya estamos a muchos kilómetros del espeso velo y el duro cristal. Atravesamos océanos, continentes, mundos. No me separo de ese otro que llevo adentro. Imposible saber si viajamos por el centro de la tierra o por los espacios cósmicos. Hendimos las tinieblas en una línea recta, como un tren subterráneo que nos llevase a las antípodas. A veces el viaje se matiza con sorpresivas eclipses. Reconozco la curva ascendente del subte de Buenos Aires al pasar la estación Alberti en la línea A, y vuelvo a recorrer la línea D cuando se tuerce graciosamente entre Tribunales y Callao. De repente iniciamos un recorrido vertical, y caemos como plomo en un pozo que abarca el mundo entero.

No sé si el ataúd se deslizó un par de centímetros, o bien terminábamos de recorrer años luces en la galería. Lo cierto es que dominó la seguridad de haber llegado. Todo estaba absurdamente quieto, como cuando despertamos en un tren y lo encontramos detenido. Entonces me incorporé. Me resultó muy fácil subir a la superficie.

Salgo a la luz y me encuentro en el cementerio. Ya no veo el velo espeso. Comprendo que ese viaje cuya duración no puedo estimar me ha vuelto a situar al otro lado del cristal. Ahora no sólo reconozco los detalles de mi tumba, sino que a una distancia de cincuenta metros diviso el regreso del cortejo que me acompañó hasta mi última morada. Pero mi última morada es el universo que ahora crece y también se empequeñece en nuevas dimensiones. De un solo impulso estoy encima del cortejo. Los contemplo uno a uno: insignificantes y lamentables como todos los vivientes.

Vuelo hasta mi casa, y ahí los sorprendo en mi velorio. Me molesta el olor de las flores. Entro entonces en mi dormitorio y allí estoy agonizando. Salgo a la calle y me veo andando en mi último paseo. ¡Cómo estoy avejentado! Nunca me di cuenta de ello. Salto pues al parque de Palermo y me veo pedaleando en mi bicicleta de media-carrera. ¡Qué joven soy! Pero jamás tuve conciencia que era joven. Nunca pensé en mí, sino en el maldito mañana. ¿Por qué? Se lo pregunto a quien llevo conmigo, y ese otro me lo pregunta a mí. ¿Por qué? En la vida no hice otra cosa que esperar mañana, ese cáncer del mundo de los vivos. ¿Qué es el mañana? Se lo pregunto al otro, lo grito al viento, y el viento lo ulula al mundo. ¿Qué era ese mañana que devoró mi vida? Aquí nadie lo sabe. ¡No existe mañana en el mundo de los muertos! Solamente hay un presente tenso como un cable de acero que sujeta todo el universo.

Ahora me resulta fácil conocer el pasado, esa secreción de los hombres, una baba ligeramente fosforescente que dejan en su arrastrada y engañosa marcha. No necesito escuchar sus voces. Veo por transparencia cómo los muerde la angustia del tiempo. Realmente no deseo reencarnarme en ninguno de esos desdichados. Prefiero elegir a uno para liberarlo de ese maldito mañana, un guante vacío donde introducirme, y conmigo ese otro, que a su vez lleva otro y otro dentro de sí, seres que nunca nos conocimos en el Reino de la Dispersión y somos Uno en el negro diamante del presente infinito.

lunes, 26 de abril de 2021

Cordero asado de Roald Dahl

La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.

Mary Maloney estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.

De vez en cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada. Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.

Cuando el reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la cerradura.

Dejó a un lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto entrara.

—¡Hola, querido! —dijo ella.

—¡Hola! —contestó él.

Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso. Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos. Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el primer vaso de whisky le reanimaba un poco.

—¿Cansado, querido?

—Sí —respondió él—, estoy cansado.

Mientras hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.

Ella no lo vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro vaso.

—Yo te lo serviré —dijo ella, levantándose.

—Siéntate —dijo él secamente.

Al volver observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.

—Querido, ¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.

—Creo que es una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan andar todo el día —dijo ella.

El no contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura. Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos contra el cristal.

—Querido, ¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.

—No —dijo él.

—Si estás demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que no tengas que moverte de la silla.

Sus ojos se volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.

—Bueno —agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.

—No quiero —dijo él.

Ella se movió impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.

—Debes cenar. Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.

—No me apetece —dijo él.

—¡Pero querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.

Se levantó y puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.

—Siéntate —dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a sentirse atemorizada.

—Vamos —dijo él—, siéntate.

Se sentó de nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos. El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.

—Tengo algo que decirte.

—¿Qué es ello, querido? ¿Qué pasa?

El se había quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y la boca en la oscuridad.

—Lo que voy a decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no me lo reproches demasiado.

Y se lo dijo. No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de ella más y más, a cada palabra.

—Eso es todo —añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.

Su primer impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.

—Prepararé la cena —dijo con voz ahogada.

Esta vez él no contestó.

Mary se levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.

Era una pierna de cordero.

Muy bien, cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas a ella.

Se detuvo.

—Por el amor de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.

En aquel momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.

La violencia del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a salir de su ensimismamiento.

Salió retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.

«Bien —se dijo a sí misma—, ya lo has matado.»

Era extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño? ¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?

Mary Maloney lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.

Llevó la carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.

—Hola, Sam —dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.

—Quiero patatas, Sam, y también una lata de guisantes.

Eso estaba mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó, cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.

Todavía no eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.

—Hola, Sam —dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.

—¡Oh, buenas noches, señora Maloney! ¿Cómo está?

—Muy bien, gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.

El hombre se volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.

—Patrick dijo que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.

—¿Quiere carne, señora Maloney?

—No, tengo carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.

—¡Oh!

—No me gusta asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que saldrá bien?

—Personalmente —dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas de Idaho?

—¡Oh, sí, muy bien! Dos de ésas.

—¿Nada más? —El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué le va a dar luego?

—Bueno. ¿Qué me sugiere, Sam?

El hombre echó una mirada a la tienda.

—¿Qué le parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.

—Magnífico —dijo ella—, le encanta.

Cuando todo estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:

—Gracias, Sam. Buenas noches.

Ahora, se decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro, trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.

«Eso es —se dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de esta manera, no habrá necesidad de fingir.»

Por lo tanto, cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una cancioncilla y sonriendo.

—¡Patrick! —llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.

Todo su amor y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que fingir.

Unos minutos más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:

—¡Pronto! ¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!

—¿Quién habla?

—La señora Maloney, la señora de Patrick Maloney.

—¿Quiere decir que Patrick Maloney ha muerto?

—Creo que sí —gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.

—Iremos en seguida —dijo el hombre.

El coche vino rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.

—¿Está muerto? —preguntó ella.

—Me temo que sí... ¿qué ha ocurrido?

Brevemente, le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.

Pronto llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.

Volvió a contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar. Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había encontrado tendido en el suelo.

—¿A qué tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.

Se lo dijo, y entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective, que salió inmediatamente a la calle.

«..., parecía normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes..., pastel de queso..., imposible que ella...»

Transcurrido algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la acostaría.

—No —dijo ella.

No creía en la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.

—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco? —preguntó Jack Nooan.

—No —dijo ella.

Quería estar donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se levantaría.

La dejaron mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.

—Es la vieja historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.

Más tarde, uno de los detectives entró y se sentó a su lado.

—¿Hay algo en la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un jarrón de metal?

—No tenemos jarrones de metal —dijo ella.

—¿Y un atizador?

—No tenemos atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.

La búsqueda continuó.

Ella sabía que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana. Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a sentirse fatigados.

—Jack —dijo ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?

—Sí, claro. ¿Quiere whisky?

—Sí, por favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.

—¿Por qué no se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo, se ha portado muy bien conmigo.

—Bueno —contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir trabajando.

Uno a uno, fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.

El sargento Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:

—Oiga, señora Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?

—¡Dios mío! —gritó ella—. ¡Es verdad!

—¿Quiere que vaya a apagarlo?

—¿Sería tan amable, Jack? Muchas gracias.

Cuando el sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.

—Jack Nooan —dijo.

—¿Sí?

—¿Me harán un pequeño favor, usted y los otros?

—Si está en nuestras manos, señora Maloney...

—Bien —dijo ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.

—Ni pensarlo —dijo el sargento Nooan.

—Por favor —pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.

Los policías dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.

—¿Quieres más, Charlie?

—No, será mejor que no lo acabemos.

—Pero ella quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.

—Bueno, dame un poco más.

—Debe de haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick —decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.

—Por eso debería ser fácil de encontrar.

—Eso es lo que a mí me parece.

—Quienquiera que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del necesario. Uno de ellos eructó:

—Mi opinión es que tiene que estar aquí, en la casa.

—Probablemente bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?

En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.

El hombre, ¿cómo servirlo?» de Damon Knigth

 Los kanamitas no eran muy atractivos, es cierto. Parecían un poco cerdos y un poco hombres, y ésta no es una combinación agradable. Verlos por vez primera era un auténtico shock; este era su handicap. Cuando una cosa con el aspecto de una fiera viene de las estrellas y te ofrece un regalo, te sientes inclinado a no aceptarlo.

No sé cómo esperábamos que fueran los visitantes interestelares..., es decir, los que habíamos pensado alguna vez en ello. Quizá ángeles, o bien algo demasiado extraño para ser realmente espantoso. Posiblemente fue por eso que nos horrorizamos tanto y experimentamos tal repugnancia cuando aterrizaron en sus grandes naves y vimos cómo eran en realidad.

Los kanamitas eran bajos y muy peludos..., con pelos gruesos y erizados de un color grismarrón en todo su cuerpo abominablemente rechoncho. Su nariz parecía una trompa y tenían ojos pequeños, y manos muy gruesas de tres dedos cada una. Llevaban tirantes de cuero verde y pantalones cortos, pero creo que los pantalones eran una concesión a nuestras ideas sobre decencia pública. La ropa estaba cortada a la última moda, con bolsillos verticales y medio cinturón en la parte posterior. Sea como fuere, los kanamitas tenían sentido del humor.

Había tres de ellos en aquella sesión de la O.N.U, y puedo asegurarles que su presencia en una solemne Sesión Plenaria resultaba muy extraña..., tres rechonchas criaturas con aspecto de cerdos, vestidas con tirantes verdes y pantalones cortos, sentadas a la larga mesa de debajo de la tarima, rodeadas por los bancos atestados de delegados procedentes de todas las naciones. Estaban correctamente erguidos, y miraban cortésmente a todos los oradores. Sus orejas planas caían por encima de los audífonos. Creo que más tarde aprendieron todos los idiomas humanos, pero en aquella época solo sabían francés e inglés.

Parecían completamente a sus anchas... y esto, junto con su sentido del humor, fue algo que me impulsó a experimentar cierta simpatía hacia ellos. Yo formaba parte de la minoría; no creía que fueran a atacar el mundo. Habían explicado que lo único que querían era ayudarnos y yo les creí. Como traductor de la O.N.U, mi opinión no importaba, pero me pareció que su venida era lo mejor que había ocurrido jamás a la Tierra.

El delegado de Argentina se puso en pie y dijo que su Gobierno estaba interesado en la demostración de una nueva y barata fuente de energía, que los kanamitas habían realizado en la sesión precedente, pero que el Gobierno argentino no podía comprometerse en cuanto a su política futura sin un examen mucho más concienzudo.

Era lo que decían todos los delegados, pero yo tuve que prestar particular atención al señor Valdés, porque tenía cierta tendencia a tartamudear y su dicción era mala. No tropecé con demasiadas dificultades en la traducción, y solo tuve una o dos vacilaciones, tras lo cual conecté la línea polaco–inglesa para oír cómo se las arreglaba Gregori con Janciewicz. Janciewicz era la cruz que Gregori tenía que soportar, igual que Valdés era la mía.

Janciewicz repitió las observaciones anteriores con unas cuantas variaciones ideológicas, y entonces el secretario general cedió la palabra al delegado de Francia, que presentó al doctor Denis Lévéque, el criminalista, y se procedió a introducir una gran cantidad de complicados aparatos.

El doctor Lévéque hizo hincapié en que la cuestión que preocupaba a mucha gente había sido expresada por el delegado de la URSS en la sesión precedente, al inquirir: «¿Cuál es el móvil de los kanamitas? ¿Qué se proponen al ofrecernos estos regalos sin precedentes sin pedir nada a cambio?» A continuación, el doctor dijo:

—A petición de varios delegados y con el pleno consentimiento de nuestros huéspedes, los kanamitas, mis compañeros y yo hemos elaborado una serie de pruebas con los aparatos que ven ustedes aquí. Ahora las repetiremos.

Un murmullo agitó la cámara. Hubo una descarga de flashes, y una de las cámaras de televisión pasó a enfocar el cuadro de instrumentos del equipo del doctor. Al mismo tiempo, la enorme pantalla de televisión que había detrás del podio se encendió, y vimos las esferas de dos cuadrantes, con sus respectivas manecillas en el cero, y una tira de papel con una aguja inmovilizada sobre ella, los ayudantes del doctor estaban fijando unos alambres a las sienes de uno de los kanamitas, anudando un tubo de goma envuelto en lona alrededor de su antebrazo, y pegando algo a la palma de su mano derecha.

En la pantalla, vimos que la tira de papel empezaba a moverse y la aguja trazaba un lento zigzag a lo largo de ella. Una de las manecillas empezó a saltar rítmicamente; la otra dio una sacudida y se detuvo, oscilando ligeramente.

—Estos son los instrumentos habituales para comprobar la verdad de una afirmación –dijo el doctor Lévéque–. Nuestro primer objetivo, puesto que la fisiología de los kanamitas es desconocida para nosotros, fue determinar si reaccionaban o no a estas pruebas del mismo modo que los humanos. Ahora repetiremos uno de los muchos experimentos que fueron realizados con el fin de averiguarlo.

Señaló hacia la primera esfera.

—Este instrumento registra el latido cardíaco del sujeto. Muestra la conductividad eléctrica de la piel en la palma de su mano, una medida de transpiración, que aumenta con el esfuerzo. Y este –señalando hacia la tira de papel y la aguja –muestra el tipo de intensidad de las ondas eléctricas que emanan de su cerebro. Se ha demostrado, con sujetos humanos, que todas estas lecturas varían sensiblemente si el sujeto dice la verdad o no.

Cogió dos cartulinas, una roja y una negra. La roja era un cuadrado de un metro de lado aproximadamente; la negra era un rectángulo de un metro y medio de largo. Se volvió hacia el kanamita.

—¿Cuál de los dos es el más largo?

—El rojo –dijo el kanamita.

Las dos agujas saltaron violentamente, al igual que la línea trazada sobre el papel.

—Repetiré la pregunta –dijo el doctor–. ¿Cuál de los dos es el más largo?

—El negro –contestó la criatura.

Esta vez los instrumentos continuaron su ritmo normal.

—¿Cómo llegaron a este planeta? –preguntó el doctor.

—Andando –repuso el kanamita.

Los instrumentos volvieron a reaccionar, y un coro de risas ahogadas invadió la cámara.

—Una vez más –dijo el doctor–, ¿cómo llegaron a este planeta?

—En una nave espacial –contestó el kanamita, y los instrumentos no saltaron.

El doctor se enfrentó de nuevo con los delegados.

—Se realizaron muchos de estos experimentos –dijo–, y mis colegas y yo mismo estamos convencidos de que los mecanismos son efectivos. Ahora –se volvió hacia el kanamita –pediré a nuestro distinguido huésped que conteste a la pregunta formulada en la última sesión por el delegado de la URSS, es decir, ¿cuál es el motivo de que los kanamitas ofrezcan estos regalos a los habitantes de la Tierra?

El kanamita se levantó. En inglés, dijo:

—En mi planeta hay un proverbio: «Hay más misterios en una piedra que en la cabeza de un científico.» Los fines de los seres inteligentes, aunque a veces parezcan oscuros, son muy sencillos si se comparan con las complejidades del universo natural. Por lo tanto, espero que los habitantes de la Tierra me comprendan y me crean si les digo que nuestra misión en su planeta es simplemente ésta: traerles la paz y muchas cosas que nosotros mismos disfrutamos, y que en el pasado hemos llevado a otras razas esparcidas por toda la galaxia. Cuando su mundo deje de tener hambre, cuando deje de haber guerras y sufrimientos innecesarios, nos consideraremos recompensados.

Y las agujas no saltaron ni una sola vez.

El delegado de Ucrania se puso en pie de un salto, solicitando que se le cediera la palabra, pero el tiempo había finalizado y el secretario general cerró la sesión.

Encontré a Gregori cuando salíamos de la cámara de la O.N.U. Su rostro estaba encarnado de excitación.

—¿Quién ha promovido este circo?– preguntó.

—Las pruebas me han parecido veraces–le dije.

—¡Un circo!– exclamó con vehemencia –¡Una farsa de segundo orden! Si eran veraces, Peter, ¿por qué se ha suprimido el debate?

—Seguramente mañana habrá tiempo para el debate.

—Mañana el doctor y sus instrumentos estarán de vuelta en París. Pueden ocurrir muchas cosas antes de mañana. En nombre del cielo, ¿cómo es posible que alguien confíe en unos seres que parecen alimentarse de niños?

Me sentí un poco molesto. Repuse:

—¿Estás seguro de que no te preocupa más su política que su aspecto?

El repuso, «Bah», y se alejó.

Al día siguiente empezaron a llegar informes de todos los laboratorios gubernamentales del mundo donde la fuente energética de los kanamitas estaba siendo verificada. Eran tremendamente entusiastas. Yo no entiendo de estas cuestiones, pero parecía que aquellas pequeñas cajas de metal proporcionarían más energía eléctrica que una pila atómica, por casi nada y para casi siempre. Y se decía que eran tan baratas de fabricar que todo el mundo podría tener una. A primeras horas de la tarde se sabía que diecisiete países ya habían empezado a edificar fábricas para elaborarlas.

Al día siguiente, los kanamitas mostraron los planos y muestras de un aparato que incrementaría la fertilidad de cualquier terreno cultivable de un sesenta a un ciento por ciento. Aceleraba la formación de nitratos en el subsuelo, o algo parecido. Ya no se hablaba de otra cosa más que de los kanamitas. Al día siguiente de esto, lanzaron su bomba.

—Ahora ya disponen de energía potencialmente ilimitada y mayor suministro alimenticio –dijo uno de ellos. Señaló con su mano de tres dedos hacia un instrumento que se encontraba sobre la mesa que había junto a él. Era una caja colocada encima de un trípode, con un reflector parabólico en la parte anterior–. Hoy les ofrecemos un tercer regalo que, por lo menos, es tan importante como los dos primeros.

Hizo señas a los cámaras de la televisión para que tomaran un primer plano del aparato en cuestión. Entonces cogió una gran cartulina cubierta de dibujos y rótulos en inglés. Nosotros lo vimos en la pantalla de encima del podio; todo era claramente legible.

—Nos han informado de que esta emisión se transmite a todo su mundo –dijo el kanamita–. Deseo que todos los que tengan equipo apropiado para tomar fotografías de la pantalla de televisión, lo utilicen.

El secretario general se inclinó hacia delante y formuló vivamente una pregunta, que el kanamita ignoró.

—Este aparato –dijo –proyecta un campo en el cual ningún explosivo, sea de la naturaleza que fuere, puede estallar.

Reinó un silencio expectante.

El kanamita dijo:

—Ya no puede ser suprimido. Si una nación lo tiene, todas deben tenerlo.

Como nadie pareciera comprender, explicó bruscamente:

—No habrá más guerras.

Esta fue la mayor novedad del milenio, y resultó perfectamente cierta. Sucedió que los explosivos a los que se refiriera el kanamita incluían las explosiones de gasolina y diesel. Hicieron simplemente imposible que se armara o equipara un ejército moderno.

Naturalmente, hubiéramos podido volver a los arcos y flechas, pero esto no habría satisfecho a los militares. Y mucho menos después de tener bombas atómicas y todo el resto. Además, no habría ninguna razón para hacer la guerra. Todas las naciones tendrían pronto de todo.

Nadie volvió a dedicar otro pensamiento a los experimentos con el detector de mentiras, ni preguntó a los kanamitas cuál era su política. Gregori se sintió desconcertado; no tenía nada con qué probar sus sospechas.

Abandoné mi empleo en la O.N.U. unos meses después, porque preví que de todos modos tendría que acabar haciéndolo. En aquel momento, la O.N.U. estaba en auge, pero al cabo de uno o dos años no tendría nada que hacer. Todas las naciones de la Tierra estaban en camino de bastarse a sí mismas; no iban a necesitar mucho arbitraje.

Acepté un puesto de traductor en la Embajada kanamita, y fue allí donde volví a tropezarme con Gregori. Me alegré de verle, pero no pude imaginarme lo que estaba haciendo allí.

—Pensaba que estabas en la oposición –le dije–. No irás a decirme que te has convencido de la bondad de los kanamitas.

Me pareció avergonzado.

—Sea como fuere, no eran lo que yo creía –dijo.

Viniendo de él, esto era una verdadera concesión, y le invité a bajar al bar de la embajada para tomar una copa. Era un lugar muy íntimo, y él se puso confidencial al segundo daiquiri.

—Me fascinan –dijo–. Aún detesto instintivamente su aspecto..., esto no ha cambiado, pero me sobrepongo. Evidentemente, tú tenías razón; no querían hacernos más que bien. Pero ¿sabes? –se inclinó por encima de la mesa–, la pregunta del delegado soviético no fue contestada.

Me temo que solté una carcajada.

—No, hablo en serio –prosiguió–. Nos contaron lo que querían hacer... «traerles la paz y muchas cosas que nosotros mismos disfrutamos». Pero no dijeron por qué.

—¿Por qué los misioneros...?

—¡Tonterías! –exclamó airadamente–. Los misioneros tienen un motivo religioso. Si estas criaturas tienen una religión, nunca han hablado de ella. Te diré aún más, no enviaron a un grupo de misioneros, sino a una delegación diplomática... a un grupo que representaba la voluntad y política de todo su pueblo. Ahora bien, ¿qué tienen que ganar los kanamitas, como pueblo o como nación, con nuestro bienestar?

Yo dije:

—Cultura...

—¡Qué cultura ni qué bobadas! No, es algo menos evidente, algo oscuro que pertenece a su psicología y no a la nuestra. Pero confía en mí, Peter, no existe una cosa tal como el altruismo completamente desinteresado. De una forma u otra, tienen algo que ganar...

—Y esa es la razón de que estés aquí –dije–, intentar averiguarlo, ¿verdad?

—Exacto. Quería formar parte de uno de sus grupos de intercambio con destino a su planeta natal, pero no pude; el cupo estaba lleno una semana después de que hicieran el anuncio. En lugar de eso, estoy estudiando su idioma, y ya sabes que el idioma refleja las características básicas de las personas que lo utilizan. Ya domino bastante bien su jerga lingüística. No es muy difícil, la verdad, y me está proporcionando algunos indicios. Algunas expresiones son muy parecidas a las nuestras. Estoy seguro de que no tardaré en encontrar la solución.

—Todo es cuestión de estudio –dije, y volvimos a trabajar.

A partir de entonces vi a Gregori con frecuencia, y me mantuvo informado de sus progresos. Un mes después de aquella primera entrevista lo encontré enormemente excitado; dijo que había conseguido obtener un libro de los kanamitas y que estaba intentando descifrarlo. Escribían en ideogramas, peores que los chinos, pero estaba decidido a desentrañarlo aunque le costara años. Quería que yo le ayudara.

Bueno, me interesó a pesar mío, pues sabía que sería una larga tarea. Pasamos algunas tardes juntos, trabajando con material extraído de los tablones de anuncios kanamitas y sitios por el estilo, así como del diccionario inglés–kanamita extremadamente limitado que proporcionaban al personal. Al principio me remordía la conciencia acerca del libro robado, pero gradualmente fui sintiéndome absorbido por el problema. Al fin y al cabo, los idiomas son mi fuerte. No pude evitar sentirme fascinado.

Desciframos el título a las pocas semanas. Era Cómo servir al hombre, evidentemente un manual que distribuían entre los nuevos miembros kanamitas del personal de la embajada. Ahora llegaban continuamente, un cargamento una vez al mes; estaban abriendo toda clase de laboratorios de investigación, clínicas y así sucesivamente. Si en la Tierra había alguien que desconfiaba de ellos aparte de Gregori, debía encontrarse en el Tíbet.

Era asombroso ver los cambios que se habían forjado en menos de un año. Ya no había ejércitos permanentes, ni escasez, ni desempleo. Cuando tomabas un periódico no veías las palabras «BOMBA H» o «V–2»; las noticias siempre eran buenas. Resultaba difícil acostumbrarse a ello. Los kanamitas estaban trabajando en bioquímica humana, y en nuestra embajada corría la voz de que estaban a punto de anunciar métodos para hacer nuestra raza más alta, más fuerte y más sana–prácticamente una raza de superhombres–y ya tenían una cura potencial para las enfermedades cardíacas y el cáncer.

Estuve quince días sin ver a Gregori después de haber descifrado el título del libro; me fui de vacaciones a Canadá. Al volver, me quedé impresionado al observar el cambio que había experimentado.

—¿Qué ha pasado, Gregori? –le pregunté–. Pareces el demonio en persona.

—Bajemos al bar.

Fui con él, y se tomó un escocés de un solo trago como si lo necesitara.

—Vamos, hombre, ¿qué es lo que pasa? –apremié.

—Los kanamitas me han incluido en la lista de pasajeros de la próxima nave de intercambio –dijo–. A ti también, de lo contrario no estaría hablando contigo.

—Bueno –dije–, pero...

 —No son altruistas.

Intenté razonar con él. Le hice notar que habían convertido la Tierra en un paraíso comparándola con lo que era antes. Él se limitó a menear la cabeza.

Entonces le pregunté:

—Bueno, ¿qué hay de las pruebas realizadas con el detector de mentiras?

—Una farsa –replicó, sin calor–. Ya te lo dije en su momento. Sin embargo, en aquella ocasión dijeron la verdad.

—¿Y el libro? –pregunté, molesto– ¿Qué hay de ese... ¿Cómo servir al hombre? Eso no te lo dieron para que lo leyeras. Está escrito en serio. ¿Cómo puedes explicarlo?

—He leído el primer párrafo de ese libro –dijo–. ¿Por qué crees que llevo una semana sin dormir?

—¿Por qué?– inquirí yo, y él esbozó una extraña sonrisa.

—Es un libro de cocina– repuso.