viernes, 29 de agosto de 2025

Silencio

Ana había dicho varias veces que no quería ser un peso, una carga. Por eso, con sus largos años como trenzas blancas, intentaba ocupar el mínimo espacio de la casa. Su jubilación ya no era lo suficiente para poder vivir por su cuenta. En realidad, era un tema de salud, pero no quería preocupar a su único hijo. 

Primero decidió ir por lo más superficial y contarles a sus pocas amigas que cambiaría su dirección y que cualquier problema siempre estaría con el celular en mano. Que los muebles son duros y pesados para transportarlos, que los vinieran a buscar si los precisaban, que la maleta debería ser chica, que no se podía dar con vueltas y llevarse todos los vestidos y joyas. Así fue vaciando su vida de promesas.

Después quedaba comunicarse con José, su vecino, para que se quedara con el perro, que no necesita gastar mucho en él, que ya con su edad come poco y se la pasa acostado tomando sol. Sabe que lo extrañara, pero tiene que preocuparse por cuidarse ella misma, en esta situación y que promete pasar para verlo y darle unos mimos, son solo unas cuadras de distancia José, le dice y aclara su voz para que no se note por nada de mundo que florecen lágrimas en las arrugadas mejillas.

Ana se toma su tiempo para que las delgadas líneas de su mano agarren el teléfono y el coraje le permita, finalmente, llamar a su hijo, Leandro. Su decisión emergía con la pasividad que los años le habían enseñado a transmitir en el hilo de la voz. La soledad era un peligro en la gran casa que vivía y donde se sentía como un pájaro que olvidó que era cantar.

Cuidaré a mi nieto, en su cuna, claro, dijo. Tan hermoso el chiquitín cuando no comprende que sucede con los juguetes cuando cierra los ojos. Lo veré desde la puerta para no hacer ruido y despertarlo. No sé por cuantos años podre acunarlo sin que me pese, sin que mis piernas flaqueen y me insistan con sentarme. Por suerte en la habitación hay un sofá con un respaldo alto donde podré cantarle algunas nanas.

Ana sin querer hacía ruido. Con el bastón, con la radio, cuando suspiraba fuerte mirando la ventana. La habitación del niño, donde había decidido Leandro dejarla cómodamente hasta que el narizón deje de necesitar a cada hora a su madre, era incómoda. Primero porque el baño quedaba a una larga distancia e ir de noche tropezándose con las paredes, provocaba que todos se despertaran. Segundo porque la cocina quedaba bastante cerca y Julieta no quería a nadie extra mientras preparaba la cena. Ya tenía suficiente con pensar en que debía ser sin sal, con poca azúcar, un leve toque de ajo. 

La casa era espaciosa, pero no hay lugar para alguien como yo, dijo Ana en plena cena, pero nadie le prestó atención. Julieta le daba la teta al niño y Leandro miraba el celular con cara de disgusto, peleando con alguien del trabajo o con un video que no se iniciaba a tiempo.

El tejido y la lana paso de silla en silla dentro del living. La TV siempre apagada, incluso cuando el nieto estaba despierto no parecía ser un buen momento para encenderla. Por la luz, el sonido, hasta los pájaros molestaban en esa casa. El bullicio de agujas yendo y viniendo, los anteojos colgados en el pecho tintineaban y ya con eso era suficiente para que los primerizos padres comenzaran levemente a levantar una tormenta. 

Un día sintió más fuerte el peso de su espalda, como si tuviera frágiles alas petrificadas por varios días. Ana no podía molestar con su dolor. Ana no podía decir que tener ahora una cama frente al baño de servicio, la hacía sentir chiquita, sola. Ana no podía ser Ana.

Un día, en ese silencio incómodo, triste, Ana tomó su bastón y abrió la puerta para no volver. Camino lentamente por las calles que hacía tiempo no visitaba, reviso, sin ver, alguna vitrina. 

Paso a paso llegó a una plaza, se sentó en una banca y sintió por primera vez que tenía todo el tiempo del mundo. Al fin era libre. Prendió su celular. Lo levanto a la altura de la vista, reconoció los números de sus amigas que le habían llamado, ya tendría tiempo de pensar en donde podría sentirse un hogar. Abrió YouTube y se puso a mirar un programa de cocina.


viernes, 15 de agosto de 2025

Migajas

 A las 8 de la noche salió de la sesión de la psicóloga. Estaba cansada de escucharla decir lo mismo. Referirse una y otra vez a que debería cerrar puertas y abandonar ilusiones. Así, sin filtro.

Por eso bebió alcohol y esperó en vano a que la noche se la coma viva. No era la primera noche que se subia al escenario y deslizaba sus tristezas mientras agota la voz. Insinuar, en una vieja canción, aquello que guardaba, para luego, borracha de ideas, se acostarse a su lado.

Se desayunaba el silencio junto a sus migajas de amor. La resaca le invadía el pensamiento. Y él, que con café en mano, la miraba con ojos enamorados no sabía qué hacer ya.

Es que no están hechos el uno para el otro, le dijo el psicólogo, a él que había roto amistades y abandonado tantas oportunidades laborales por ella.

Ninguno tenía valor. ¿Será que es tan fácil como dicen? El decir adiós, incluso olvidar tantos años juntos, ¿Por qué era tan difícil para ellos dos?

No sé si se mudó primero él o ella, pero abandonaron una libreta azul con direcciones y una guitarra en un rincón.

Esa es la historia que conocí de los ex habitantes de esta vivienda.

lunes, 11 de agosto de 2025

El desayuno en silencio y yo pidiendo migajas de amor. Es que no estan hechos el uno para el otro, me dijo la psicóloga. Si lo conociera. La cara que pone cuando intento decir algo que suene siquiera a un adiós. 
Lo pensé tantas veces.. hay tanto amor en su mirada. Si lo conociera se enamoraría de él, como yo, se enamoraría.
No es que su apariencia lo sea todo. Es su sonrisa de costado, al despertar en la cama. Su respiración como ronroneo cuando la ciudad está en calma.
 Me miró al espejo y sé que me abandono y dejo perfumado, una parte de mí, en la habitación como la guitarra en el rincón.
Ojalá pudiera anotar en tu libreta azul otra dirección, decir que mis calles y las tuyas ya no se cruzan.
Me miras con esos ojos grandes y expectantes. Si te tuviera que poner una correa, diría que sería de gato. Con un cascabel que sonara como tu presencia al otro lado de la puerta.
Luchó tanto con pensar en que nos depará cuando nos separemos.
Que será de los dos cuando pueda hablarte.
Estoy de vuelta nombrando lo que no debo. Eso diría la psicóloga. Insiste que salga y yo salgo, de noche a un bar.
Otra noche, otro local. El anuncio en la puerta me llevo a entrar. Una noche de karaoke.

lunes, 4 de agosto de 2025

Mi mayor miedo

 ¿Estaba pronosticado lluvia aquel día? No lo sé. No existían los celulares en aquel momento. Mis zapatos calzaban mis 14 años. Me gustaría poder olvidarlo todo.

Era un campo, o una quinta. Un espacio al aire libre. El cumpleaños de 15 de mi compañera de secundaria debía ser alegre, pero a mí siempre me costó socializar, por lo que me escondía en algún espacio alejado cada tanto, para tomar coraje y resistir el tiempo que durara la velada. 

Mi memoria se vuelve una trampa cuando intento poner en palabras. Es como una puerta cerrada en los confines del pensamiento. Se me rehúsa el lenguaje, la palabra dicha, las emociones que desencadena el volver a exprimir ese viejo y gris espacio. 

Había un quincho, una cancha enorme de futbol con sus arcos blancos. Un Metegol, también mesa de ping-pong. Cosas que no son usuales en este tipo de fiesta que te piden elegante sport y te obliga a comer un horrible catering barato. Si quisiera al menos visualizar qué hubo en aquella mesa dulce o si existió alguna torta.

Recuerdo las luces de la ambulancia. La voz de un policía dirigiéndose a mi papá pidiendo que no estacionara por mucho tiempo el auto. Preguntando si era para retirar a una persona, que debía aguardar a que dieran el ok. 

Recuerdo las corridas hacia el pequeño techo del quincho que lucia como una casa antigua de paredes pesadas. Recostarme contra la pared, o la puerta abierta de color tan rojo vencido. Alguien gritó. Lo percibí por su boca abierta, por su mueca gigante y distorsionada. Para ese entonces mis oídos dolían y mis ojos mantenían un blanco turbio. Mi corazón se agitaba como un árbol desnudo de hojas.

No sé cuantos de mis compañeros estaban corriendo la pelota, ni como se formaron los equipos o si hubo tiempo de alegría en ese pasto alto y dibujado.

Quisiera olvidarlo todo. Por eso, la claridad con que podría dar en contar como una anécdota de mi juventud, carece de certezas. Mis manos tiemblan frente a lo reprimido.

Uno de mis amigos era el que tenía la pelota más cerca y que sonreía con toda la vida del mundo. A él, solo a él fue quien perdí. El rayo que hizo mover la tierra. El infinito tiempo que se tomó para dejarlo en migajas se grabó en mis ojos. Un terror ciego y crudo. 

Nunca sentí las gotas. Llovía. Mi cuerpo no estaba para sentir nada. No pude ser valiente. No volví a mirar atrás. Las tormentas, cuando son eléctricas y el cielo se prende, recuerda mi fragilidad. 

Dictaminaron una semana de clases por duelo. Alguien dijo que no quedo ningún cuerpo que enterrar.