¿Estaba pronosticado lluvia aquel día? No lo sé. No existían los celulares en aquel momento. Mis zapatos calzaban mis 14 años. Me gustaría poder olvidarlo todo.
Era un campo, o una quinta. Un espacio al aire libre. El cumpleaños de 15 de mi compañera de secundaria debía ser alegre, pero a mí siempre me costó socializar, por lo que me escondía en algún espacio alejado cada tanto, para tomar coraje y resistir el tiempo que durara la velada.
Mi memoria se vuelve una trampa cuando intento poner en palabras. Es como una puerta cerrada en los confines del pensamiento. Se me rehúsa el lenguaje, la palabra dicha, las emociones que desencadena el volver a exprimir ese viejo y gris espacio.
Había un quincho, una cancha enorme de futbol con sus arcos blancos. Un Metegol, también mesa de ping-pong. Cosas que no son usuales en este tipo de fiesta que te piden elegante sport y te obliga a comer un horrible catering barato. Si quisiera al menos visualizar qué hubo en aquella mesa dulce o si existió alguna torta.
Recuerdo las luces de la ambulancia. La voz de un policía dirigiéndose a mi papá pidiendo que no estacionara por mucho tiempo el auto. Preguntando si era para retirar a una persona, que debía aguardar a que dieran el ok.
Recuerdo las corridas hacia el pequeño techo del quincho que lucia como una casa antigua de paredes pesadas. Recostarme contra la pared, o la puerta abierta de color tan rojo vencido. Alguien gritó. Lo percibí por su boca abierta, por su mueca gigante y distorsionada. Para ese entonces mis oídos dolían y mis ojos mantenían un blanco turbio. Mi corazón se agitaba como un árbol desnudo de hojas.
No sé cuantos de mis compañeros estaban corriendo la pelota, ni como se formaron los equipos o si hubo tiempo de alegría en ese pasto alto y dibujado.
Quisiera olvidarlo todo. Por eso, la claridad con que podría dar en contar como una anécdota de mi juventud, carece de certezas. Mis manos tiemblan frente a lo reprimido.
Uno de mis amigos era el que tenía la pelota más cerca y que sonreía con toda la vida del mundo. A él, solo a él fue quien perdí. El rayo que hizo mover la tierra. El infinito tiempo que se tomó para dejarlo en migajas se grabó en mis ojos. Un terror ciego y crudo.
Nunca sentí las gotas. Llovía. Mi cuerpo no estaba para sentir nada. No pude ser valiente. No volví a mirar atrás. Las tormentas, cuando son eléctricas y el cielo se prende, recuerda mi fragilidad.
Dictaminaron una semana de clases por duelo. Alguien dijo que no quedo ningún cuerpo que enterrar.