Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la
otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que
se enredaba y desataba infinitamente... Recordó poco a poco la realidad, las cosas
cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo
inútil, el poncho de lana ordinaria que le cubría las piernas. Afuera, más allá de los
barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aún
quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó, hasta dar con un
cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro
lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro
que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a
otro forastero en una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la
pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no
había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había
acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no
olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le
había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de
apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluimos apiadándonos
con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la
parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado
a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el
cerco rojo de la luna era señal de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le
preguntó con los ojos si había parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que
no; el negro no contaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó
un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un
punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía
venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo
moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose
a trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio mas pero lo oyó
chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.
Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con
dulzura:
-Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.
El otro, con voz áspera, replicó:
-Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he
venido.
Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:
-Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.
El otro replicó sin apuro:
-Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise
mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.
-Ya me hice cargo -dijo el negro-. Espero que los dejó con salud.
El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió
una caña y la paladeó sin concluirla.
-Les dí buenos consejos -declaró-, que nunca están de más y no cuestan nada.
Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedió la respuesta del negro:
-Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.
-Por lo menos a mí -dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta-: Mi
destino ha querido que yo matara, y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la
mano.
El negro, como si no lo oyera, observó:
-Con el otoño se van acortando los días.
-Con la luz que queda me basta -replicó el otro, poniéndose de pie.
Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:
-Deja en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:
-Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.
El otro contestó con seriedad:
-En el primero no te fue mal, lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al
segundo.
Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura
era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el
forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el
negro dijo:
-Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga
todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató
a mi hermano.
Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo
sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del
negro.
Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o
tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es
intraducible como la música... Desde su catre, Recabarren vió el fin. Una embestida
y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una
puñalada profunda, que penetró el vientre. Después vino otra que el pulpero no
alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su
agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas
con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie.
Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un
hombre.
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