La luz garabateaba los pocos muebles que quedaban en la casa, como un cementerio lapidado de cicatrices. El monstruo ha muerto y ella se imagina feliz, despierta, contemplando la mesa enterrada en recuerdos. Aquellas fotografías de antaño, de cuando su madre era humana y delicada, posando, con un vestido lleno de mariposas y flores. El viento se sacudía como una poesía o una canción de cuna a medio narrar. El cielo azul dolía frenéticamente en su mirada. Ella deseaba que se retratara su angustia. Ella pedía a gritos a un dios pagano que lloviera.
Mientras se asomaban en las sombras volutas del cigarrillo, bebió un poco de cerveza amarga de tantos jirones que daba su vida. Todavía tenía que hacer largas llamadas telefónicas. Contar lo sucedido una y otra vez. Relatar como las sirenas de la ambulancia se detuvieron frente a su ventana. Como las ínfimas manos levantaron el cuerpo grotesco, gélido, para luego navegar entre las calles directo al nosocomio. Intentar, otra vez, no ver al animal envuelto en sabanas blancas, en el que se desconoce cada vez más su figura humana. Olvidar su bramido seco y ahora silenciado de tanto toser en la noche fría.
Se sabía, si. Ya estaba enferma, si. No había nada más que hacer, sí. Repite ella y cuelga. Vuelve a marcar otra línea y vuelve a atravesar la ferviente noche en su mente.
Deseaba el silencio de las cosas. Modificar el tiempo. Como tendría que haber sido siempre. Sepultar el miedo a responder, la mirada al frente, la posición del cuerpo sutil, apretada, femenina. Esa que, a cinturonazos, le enseñó el monstruo.
¿Quién era ella ahora? ¿No era hija dé? ¿Cómo se abren las fauces de una vida que nunca llevo? Conseguiría un trabajo, vendería todo lo que no necesitara de la casa, o la casa entera. Sí, la vendería a un precio que la dejara vivir lo que alguna vez llamo sus sueños. Esos que la llevaron a tomar la medida desesperada de cometer un crimen.
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