lunes, 2 de junio de 2025

Dulce despedida

 A los 8 años aprendí varias palabras. Sentada, en la sala de espera, mientras mis papás hablaban con el veterinario sobre lavado de estómago, y provocar el vómito para que mi perro, Rulo, no volviera a caer un sábado de madrugada a timbrazos por un alfajor.

El domingo revisamos la cocina y las habitaciones para que no haya nada que se pudiera comer Rulo fuera de su alimento. Comenzamos a usar la alacena más alta para guardar las galletitas con chispas de chocolate y demás dulces. Por mi parte dejé de llevar golosinas de la escuela a casa, y me puse seria  persiguiendo a cualquier familiar que llevaba una torta de cumpleaños con chocolate, o algún tipo de bombón. Que no quedaran dulces olvidados sobre la mesa, sin vigilancia, para que no se cayera nada al suelo. 

Me decían que me preocupaba demasiado, que me había vuelto amarga y seria,  que precisaba ver a un psicólogo. Hay accidentes que no se pueden evitar, me repetían. No, no fue un accidente, pero no tenía cara para decir que le había entregado el dulce para que probara. No sabía la toxicidad. Probar un alfajor no debía provocar… No debía poder matar a Rulo.

No me importaba no festejar más reuniones, no tener huevos de Pascuas, no invitar amigos del colegio en casa. Cruzar por otra calle cuando salíamos a pasear, siempre con correa, porque abrió un kiosco en la cuadra que acostumbraba ir solo. Y yo, que supervisaba el suelo una y mil veces pensando en que podría encontrar un paquete brillante de alfajor.

Rulo conmigo estaba a salvo. Trece años pasaron de la espera en la sala de espera, del sábado de madrugada, donde casi perdí el alma. Hoy le detectaron esa enfermedad silenciosa. Una incomprendida mutación de una célula. 

El médico veterinario es el mismo y me recuerda, la esperanza de vida pende de un hilo, me dice, a partir de ahora sufrirá varios dolores y no será el mismo. Mientras me habla de una jeringa intento no escucharlo. Llevarlo a casa ya no sonaba a una alternativa. Le pedí a mis papás y al doctor que me esperaran unos minutos, qué salía de la veterinaria y volvía. Corrí, atravesé las calles sin mirar como recorrían las lágrimas mis mejillas.

Volví a tiempo con cuatro envoltorios, distintos sabores de distintas marcas. Mientras la inyección hace efecto, le doy a Rulo los alfajores para que disfrute. Él me ve a los ojos, y su mandíbula se llena de mouse negro con leche. Está contento, mueve lentamente la cola y yo aguanto el llanto y pienso que ningún perro debería ir al cielo sin haber probado el chocolate.

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