martes, 17 de junio de 2025

Piedad

Pero el amor es más fuerte. Por eso lo atrapo con sus manos como garras de tigre. Respiro fuerte, el humo de su voz era insostenible. Debía gritar. Gritar su angustia y salvarlo. 

La tierra húmeda le impedía ponerse de pie. Se podía oler el terroso y apretado sonido de las gotas como si toda la lluvia del mundo cubriera la ínfima ciudad portuaria. Ella tocaba con su fría mano a la criatura gris. Si supiera darle aire boca a boca, lo haría. Sin lugar a dudas quería conectarse piel a piel con la calidez que su cuerpo emanaba. Ella estaba sola desde el comienzo, y lo sabía. ¿Por qué hacía todo esto, después de tanto odiarlo?, después de tanto condenarlo en viva voz cuando lo nombraba en el trabajo, y contarles a sus colegas, del animal que se coló en su vida, que insiste en ingresar a la casa, de usar el patio como arenero.

De los días que duro y duro la caída de lágrimas transparentes que dominaban sobre los humanos. La condenada lluvia que traspasaba sus límites naturales, recorriendo como rio las calles y silenciando vidas.

 La noche cuesta abajo como si el sol se hubiera despedido de esa tierra santa. Entonces ella como tigre preocupado por aquello que odiaba tanto. Esperando las horas desmedidas de tristeza para asomarse por la calle y llamar su nombre. El nombre que no tenía el callejero, pero que era fuerte y sonaba como propio de un animal que no tenía familia. 

Las calles desfilaban como bocas de ballenas abiertas y frías de tanta agua que no sabe si subir al cielo o bajar por las entrañas de la tierra y alimentar cultivos y semillas. Porque la inundación también da vida, se decía ella mientras evitaba hundirse en el fango.

Agonizaba la criatura, y ella también agonizaba. Todo era oscuridad, tanto por dentro como por fuera, para ella, todo era oscuridad. El cielo oscuro era Dios y la estaba castigando. 

Esa criatura le había entregado amor, le sabía buscar la caricia. Ella no entendía que esas experiencias eran parte de una muestra de afecto. Siempre perros en la casa se decía. Pero lo dejaba entrar cuando hacía frío, y le compraba comida.

¿Quién se necesita a quien cuando la naturaleza se pone la gorra y destruye aquello que debería amar? Por eso, cuando lo vio, lo envolvió en mantas, lo acaricio, mientras buscaba saber si respiraba. Lo abrazo cuando escucho un suave sonido salir de su pulmón. Ella lo abrazó fuerte, como su amor, que era tan, pero tan fuerte.

 

Romiku

lunes, 2 de junio de 2025

Dulce despedida

 A los 8 años aprendí varias palabras. Sentada, en la sala de espera, mientras mis papás hablaban con el veterinario sobre lavado de estómago, y provocar el vómito para que mi perro, Rulo, no volviera a caer un sábado de madrugada a timbrazos por un alfajor.

El domingo revisamos la cocina y las habitaciones para que no haya nada que se pudiera comer Rulo fuera de su alimento. Comenzamos a usar la alacena más alta para guardar las galletitas con chispas de chocolate y demás dulces. Por mi parte dejé de llevar golosinas de la escuela a casa, y me puse seria  persiguiendo a cualquier familiar que llevaba una torta de cumpleaños con chocolate, o algún tipo de bombón. Que no quedaran dulces olvidados sobre la mesa, sin vigilancia, para que no se cayera nada al suelo. 

Me decían que me preocupaba demasiado, que me había vuelto amarga y seria,  que precisaba ver a un psicólogo. Hay accidentes que no se pueden evitar, me repetían. No, no fue un accidente, pero no tenía cara para decir que le había entregado el dulce para que probara. No sabía la toxicidad. Probar un alfajor no debía provocar… No debía poder matar a Rulo.

No me importaba no festejar más reuniones, no tener huevos de Pascuas, no invitar amigos del colegio en casa. Cruzar por otra calle cuando salíamos a pasear, siempre con correa, porque abrió un kiosco en la cuadra que acostumbraba ir solo. Y yo, que supervisaba el suelo una y mil veces pensando en que podría encontrar un paquete brillante de alfajor.

Rulo conmigo estaba a salvo. Trece años pasaron de la espera en la sala de espera, del sábado de madrugada, donde casi perdí el alma. Hoy le detectaron esa enfermedad silenciosa. Una incomprendida mutación de una célula. 

El médico veterinario es el mismo y me recuerda, la esperanza de vida pende de un hilo, me dice, a partir de ahora sufrirá varios dolores y no será el mismo. Mientras me habla de una jeringa intento no escucharlo. Llevarlo a casa ya no sonaba a una alternativa. Le pedí a mis papás y al doctor que me esperaran unos minutos, qué salía de la veterinaria y volvía. Corrí, atravesé las calles sin mirar como recorrían las lágrimas mis mejillas.

Volví a tiempo con cuatro envoltorios, distintos sabores de distintas marcas. Mientras la inyección hace efecto, le doy a Rulo los alfajores para que disfrute. Él me ve a los ojos, y su mandíbula se llena de mouse negro con leche. Está contento, mueve lentamente la cola y yo aguanto el llanto y pienso que ningún perro debería ir al cielo sin haber probado el chocolate.